Aquella noche el buen tiempo dio un salto hacia adelante, como sube un termómetro con el calor. En las tempranas madrugadas de primavera, oía desde la cama avanzar los tranvías, a través de los perfumes, en el aire, un aire que se iba calentando poco a poco hasta llegar ala solidificación y a la densidad del mediodía. Más fresco, en cambio, en mi cuarto, cuando el aire untuoso acababa de barnizar y de aislar el olor del lavabo, el olor del armario, el olor del canapé, sólo por la nitidez con que, verticales y en pie, se disponían en lonchas yuxtapuestas y distintas, en un claroscuro nacarado que daba un lustre más suave al reflejo de las cortinas y de las butacas de raso azul, me veía, y no por simple capricho de la imaginación, sino porque era efectivamente posible, siguiendo en cualquier barrio parecido a aquel donde vivía35 en Balbec las calles enceguecidas de sol, y veía no las aburridas carnicerías y la blanca piedra sillería, sino el comedor de campo a donde podría llegar en seguida, y los olores que encontraría al llegar, el olor del compotero de cerezas y de albaricoques, de la sidra, del queso de gruyere, suspensos en la luminosa congelación de la sombra que surca de venillas delicadas como el interior de un ágata, mientras que los portacuchillos de cristal la irisan de arco iris o salpican el hule de la mesa con ocelos de pluma de pavo real.
Oí con alegría, como un viento que se va inflando en progresión regular, un automóvil bajo la ventana. Sentí su olor a petróleo. Este olor puede parecer lamentable a los delicados (que son siempre materialistas y ese olor les menoscaba el campo) y a ciertos pensadores, también materialistas a su modo, que creyendo en la importancia del hecho se imaginan que el hombre sería más feliz, capaz de una poesía más alta, si sus ojos pudieran ver más colores, sus narices percibir más perfumes, versión filosófica de esa ingenua idea de quienes creen que la vida era más bella cuando, en lugar del frac negro, se llevaban unos trajes suntuosos. Mas, para mí (lo mismo que un aroma, quizá desagradable en sí mismo, de naftalina y de vetiver me exaltaría devolviéndome la pureza azul del mar al día siguiente de mi llegada a Balbec), aquel olor a petróleo que, con el humo que se escapaba de la máquina, tantas veces se había esfumado en el pálido azul aquellos días ardientes en que yo iba de Saint-Jean-de-laHaise a Gourville, como me había seguido en mis paseos de las tardes de verano mientras Albertina pintaba, ahora hacía florecer en torno mío, aunque estuviese en mi cuarto oscuro, los acianos, las amapolas y los tréboles encarnados, me embriagaba como un olor de campo, no un olor circunscrito y fijo, como el que queda detenido ante los majuelos y, retenido por sus elementos untuosos y densos, flota con cierta estabilidad ante el seto, sino un olor ante el cual huían los caminos, cambiaba el aspecto del suelo, acudían los castillos, palidecía el cielo, se decuplicaban las fuerzas, un olor que era como un símbolo de impulso y de poder y que renovaba el deseo que tuve en Balbec de subir en la jaula de cristal y de acero, pero esta vez para ir, no a hacer visitas a casas familiares con una mujer que conocía demasiado, sino a hacer el amor en lugares nuevos con una mujer desconocida, olor que acompañaba en todo momento a la llamada de las bocinas de automóviles que pasaban, a la que yo adaptaba una letra como a un toque militar: «Parisiense, levántate, levántate, ven a comer al campo y a pasear en barca por el río, a la sombra de los árboles, con una muchacha bonita; levántate, levántate». Y todos estos pensamientos me eran tan agradables que me felicitaba de la «severa ley» en virtud de la cual, mientras yo no llamara a ningún «tímido mortal», así fuese Francisca, así fuese Albertina, se le ocurriría venir a molestarme «en el fondo de aquel palacio» donde
une majesté terrible
Affecte à mes sujets de me rendre invisible36.
Pero de pronto cambió la decoración; ya no fue el recuerdo de antiguas impresiones, sino de un antiguo deseo, muy recientemente despertado por el vestido azul y oro de Fortuny, lo que exhibió ante mí otra primavera, una primavera sin ningún follaje, sino, al contrario, súbitamente despojada de sus árboles y de sus flores por aquel nombre que acababa de decirme: Venecia; una primavera decantada, reducida a su esencia y que traduce la prolongación, el calentamiento, la expansión gradual de sus días en la fermentación progresiva no de una tierra impura, sino de un agua virgen y azul, primaveral sin corolas y que sólo podría responder al mes de mayo con reflejos, un agua moldeada por él, adaptada exactamente a él en la desnudez radiante y fija de su oscuro zafiro. Ni los nuevos tiempos pueden cambiar la ciudad gótica, ni las estaciones florecer sus brazos de mar. Yo lo sabía, no podía imaginarla, o, imaginándola, lo que quería, con el mismo deseo que en otro tiempo, cuando niño, el ardor mismo de la partida rompió en mí la fuerza de partir; lo que quería era encontrarme frente a frente con mis imaginaciones venecianas, ver cómo aquel mar dividido encerraba entre sus meandros, como repliegues del mar océano, una civilización urbana y refinada, pero que, aislada por su cinturón azul, se había desarrollado aparte, había creado aparte sus escuelas de pintura y arquitectura, fabuloso jardín de frutas y de pájaros de piedra de color florecido en medio del mar que venía a refrescarle, que besaba con sus olas el fuste de las columnas y en el poderoso relieve de los capiteles pone a manchas la luz perpetuamente móvil, como unos ojos de un azul oscuro que velan en la sombra.
Sí, había que partir, era el momento. Desde que Albertina no parecía ya enfadada conmigo, su posesión no era para mí un bien por el que estamos dispuestos a dar todos los demás (quizá porque lo habríamos hecho para liberarnos de una preocupación, de una ansiedad que ahora ya se calmó). Hemos logrado atravesar el cerco de lienzo que por un momento creímos infranqueable. Hemos superado la tormenta, recobrado la serenidad de la sonrisa. Se ha aclarado el misterio angustioso de un odio sin causa conocida y quizá sin término. Nos encontramos frente a frente con el problema, momentáneamente alejado, de una felicidad que sabemos imposible. Ahora que la vida con Albertina volvía a ser posible, me daba cuenta de que de esta vida sólo desdichas podrían venirme, puesto que Albertina no me amaba; más valía dejarla en el dulce sentir de su consentimiento, que yo prolongaría en el recuerdo. Sí, era el momento; tenía que enterarme exactamente de la fecha en que Andrea se iba a ir de París, actuar enérgicamente con madame Bontemps para estar bien seguro de que en aquel momento Albertina no podría ir a Holanda ni a Montjouvain37; y así evitados los posibles inconvenientes de aquella partida, elegir un día de buen tiempo como éste -habría muchos- en que Albertina me fuera indiferente, en que me tentaran mil deseos; tendría que dejarla salir sin verla y después levantarme, arreglarme de prisa, dejarle unas letras, aprovechando que, como en aquel momento no podía ella ir a ningún sitio que me perturbara, me sería posible conseguir, en el viaje, no imaginar las cosas malas que ella podría estar haciendo -y que, por lo demás, en aquel momento me parecían indiferentes-, y, sin haberla visto, salir para Venecia.
Toqué el timbre para pedir a Francisca que me comprara una guía y un plano, como cuando de niño quise también preparar un viaje a Venecia, realización de un deseo tan violento como el que ahora sentía; olvidaba que desde entonces había realizado otro, y sin ningún placer: el deseo de Balbec, y que Venecia, otro fenómeno visible, probablemente no podría, como no pudo Balbec, realizar un sueño inefable, el del tiempo gótico, actualizado con un mar primaveral y que venía de cuando en cuando a acariciar mi espíritu con una imagen encantada, dulce, inasible, misteriosa y confusa. Acudió Francisca a mi llamada.
-Me apuraba que el señor tardara tanto en llamar -me dijo-. No sabía qué hacer. Esta mañana a las ocho, mademoiselle Albertina me pidió sus baúles, no me atrevía a negárselos y tenía miedo de que el señor me riñera si venía a despertarle. Por más que la quise convencer, por más que le dije que esperara una hora, porque yo pensaba que el señor iba a llamar de un momento a otro, ella no quiso, me dejó esta carta para el señor y a las nueve se fue.
Entonces -hasta tal punto podemos ignorar lo que tenemos en nosotros, pues yo estaba convencido de mi indiferencia por Albertina- se me cortó el aliento, me sujeté el corazón con las dos manos, mojadas de repente de un sudor especial que yo no había tenido desde la revelación que mi amiga me hizo en el trenecillo de Balbec sobre la amiga de mademoiselle Vinteuil, y no pude decir más que:
-¡Ah!, muy bien, Francisca, gracias, claro que hizo muy bien en no despertarme, déjeme un momento, luego la llamaré.
Dostları ilə paylaş: |