En busca del tiempo perdido



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Las frases de Vinteuil me hicieron pensar en la pequeña frase y le dije a Albertina que había sido como el himno na­cional del amor de Swann y de Odette.

-Son los padres de Gilberta, a los que creo que conocías. Me dijiste que era de ésas. ¿No intentó tener relaciones conti­go? Me habló de ti.

-Sí, como sus padres mandaban el coche a buscarla al co­legio cuando hacía muy mal tiempo, creo que una vez me llevó y me besó -me dijo al cabo de un momento, riendo y como si fuera una confidencia divertida-. De pronto me preguntó si me gustaban las mujeres -pero si creía sólo re­cordar que Gilberta la había llevado en el coche, ¿cómo po­día decir con tanta precisión que Gilberta le había hecho aquella extraña pregunta?-. Hasta se me ocurrió la idea de engañarla y le contesté que sí -cualquiera diría que Alberti­na temía que Gilberta me hubiera contado aquello y no que­ría que yo comprobase que me mentía-. Pero no hicimos nada -era extraño, si habían llegado a aquellas confidencias, que no hicieran nada, sobre todo habiéndose besado antes en el coche, al decir de Albertina-. Me llevó así cuatro o cin­co veces, quizá algunas más, y eso fue todo.



Me costó mucho no hacerle ninguna pregunta, pero do­minándome para aparentar que no daba a todo aquello nin­guna importancia, volví a los canteros de Thomas Hardy:

-¿Recuerdas bien en Jude l'obscur, has visto en La bien-ai­mée los bloques de piedra que el padre extrae de la isla y van en barco a amontonarse en el taller del hijo para conver­tirse en estatuas; en Les yeux bleus, el paralelismo de las tum­bas, y también la línea paralela del barco, y los vagones con­tiguos donde están los dos enamorados y la muerte; el paralelismo entre La bien-aimée, donde el hombre ama a tres mujeres; Les yeux bleus, donde la mujer ama a tres hom­bres, etc., y, en fin, todas esas novelas superponibles unas a otras, como las casas verticalmente superpuestas en el pe­dregoso suelo de la isla? No puedo hablarte así en un minuto de los más grandes, pero verías en Stendhal cierto sentido de la altitud unido a la vida espiritual: el lugar elevado donde está preso Julián Sorel, la torre en lo alto de la cual está encerrado Fabricio, el campanario donde el cura Blanès se dedi­ca a la astrología y de donde Fabricio ve un panorama tan hermoso. Tú me dijiste que habías visto ciertos cuadros de Ver Meer; te darías cuenta de que son fragmentos de un mis­mo mundo, de que es siempre, cualquiera que sea el genio que lo recree, la misma mesa, el mismo tapiz, la misma mu­jer, la misma nueva y única belleza, enigma en esta época en la que nada se le parece ni le explica, si no tratamos de empa­rentarlo por los temas, pero separando la impresión especial que produce el color. Pues bien, esa belleza nueva es siempre idéntica en todas las obras de Dostoyevski: la mujer de Dos­toyevski (tan particular como una mujer de Rembrandt), con su rostro misterioso cuya belleza afable se transforma de pronto, como si hubiera representado la comedia de la bon­dad, en una insolencia terrible (aunque, en el fondo, parece ser más bien buena), ¿no es siempre la misma, ya se trate de Nastasia Filípovna escribiendo cartas de amor a Aglae y con­fesándole que la odia, o, en una visita enteramente idéntica a ésta -también a aquella en que Nastasia Filípovna insulta a los padres de Gania-, Grúshenca, tan gentil con Caterina Ivánovna como terrible la había creído ésta, descubriendo después bruscamente su maldad insultando a Caterina Ivá­novna (y aunque Grúshenca fuera buena en el fondo)? Grús­henca, Nastasia: figuras tan originales, tan misteriosas, no sólo como las cortesanas de Carpaccio, sino como la Betsabé de Rembrandt. Observa que seguramente no supo que ese rostro deslumbrante, doble, con bruscos eclipses del orgu­llo, hace ver a la mujer como no es («Tú no eres ésa», dice Muishkin a Nastasia en la visita a los padres de Gania, y Aliosha podía decírselo a Grúshenca en la visita a Caterina Ivánovna). Y, en cambio, cuando quiere tener «ideas de cua­dros», son siempre estúpidos y darían a lo sumo los cuadros en que Muishkin pretende que veamos un condenado a muerte en el momento en que, etc., la Virgen en el momento en que, etc. Pero volviendo a la belleza nueva que Dostoyev­ski ha dado al mundo, así como en Ver Meer hay creación de cierta alma, de cierto color de las telas y de los lugares, en Dostoyevski no hay sólo creación de seres, sino de moradas, y la casa del asesinato en Los hermanos Karamázov, con su dvornik, ¿no es tan maravillosa como la obra maestra de la casa del crimen en Dostoyevski, esa oscura, y tan larga, y tan alta, y tan vasta casa de Rogoyin donde éste mata a Nastasia Filípovna? Esa belleza nueva y terrible de una casa, esa belle­za nueva y mixta de un rostro de mujer, eso es lo que Dosto­yevski ha aportado de único al mundo, y las comparaciones que unos críticos literarios pueden hacer entre él y Gógol, o entre él y Paul de Kock, no tienen ningún interés, porque son ajenas a esa belleza secreta. Además, te he dicho que de una novela a otra es la misma escena, pero es que dentro de una misma novela, si es muy larga, se reproducen las mismas escenas, los mismos personajes. Podría demostrártelo muy fácilmente en Guerra y paz, y cierta escena en un coche...

-No quería interrumpirte, pero como veo que dejas Dostoyevski, y tengo miedo de olvidarlo, oye, querido, ¿qué querías decir el otro día cuando me dijiste: «Es como la parte Dostoyevski de madame de Sévigné»? Te confieso que no lo entendí. Me parecen tan diferentes.

-Ven acá, nena mía, te voy a dar un beso por recordar tan bien lo que yo te digo, después volverás a la pianola. Y con­fieso que lo que te dije era bastante idiota. Pero lo dije por dos razones. La primera es una razón particular. Madame de Sévigné, como Elstir, como Dostoyevski, en vez de presentar las cosas en el orden lógico, es decir, empezando por la cau­sa, nos muestra en primer lugar el efecto, la ilusión que nos impresionó; así presenta Dostoyevski sus personajes. Sus ac­tos nos parecen tan engañosos como esos efectos de Elstir en los que el mar parece que está en el cielo. Cuando después nos enteramos de que aquel hombre ladino es en el fondo muy bueno, o al contrario, nos quedamos muy sorpren­didos.

-Sí, pero dime un ejemplo en madame de Sévigné.

-Confieso -le contesté riendo- que es muy traído por los cabellos, pero, en fin, podría encontrar ejemplos.

-Pero ¿es que Dostoyevski asesinó a alguien? Todas las nove­las suyas que yo conozco se podrían titular Historia de un cri­men. Es una obsesión, no es natural que hable siempre de eso.



-No creo, pequeña, conozco mal su vida. Desde luego, como todo el mundo, conoció el pecado, en una forma o en otra, y probablemente en una forma que las leyes prohiben. En este sentido debía de ser un poco criminal, como sus hé­roes, que, por lo demás, no lo son del todo, pues se les con­dena con circunstancias atenuantes. Y quizá no valía la pena de que fuera criminal. Yo no soy novelista; es posible que a los creadores les tienten ciertas formas de vida que no han experimentado personalmente. Si voy contigo a Versalles como hemos convenido, te enseñaré el retrato del hombre honrado por excelencia, del mejor de los maridos, Choder­los de Lados, que escribió el libro más terriblemente perver­so, y justamente enfrente del de madame de Genlis, que escribió cuentos morales y no se contentó con engañar a la duquesa de Orleans, sino que la martirizó alejando de ella a sus hijos. De todos modos reconozco que en Dostoyevski esta preocupación del asesinato tiene algo de extraordinario y me lo hace muy extraño. Ya me deja bastante estupefacto oír decir a Baudelaire:
Si le viol, le poison, le poignard, l'incendie...

C'est que notre âme, hélas! n'est pas assez hardie33.
»Pero de Baudelaire puedo al menos creer que no es sincero. Mientras que Dostoyevski... Todo eso me parece lejísimos de mí, a menos que haya en mí partes que ignoro, pues nos va­mos conociendo sucesivamente. En Dostoyevski encuentro pozos demasiado profundos, pero en algunos puntos aisla­dos del alma humana. Pero es un gran creador. En primer lu­gar, el mundo que pinta parece verdaderamente creado por él. Todos esos bufones que reaparecen siempre, todos esos Lébedev, Karamázov, Ivolguin, Segrev, ese increíble cortejo, es una humanidad más fantástica que la que puebla La ronda de roche, de Rembrandt. Y, sin embargo, quizá sólo es fantás­tica, de la misma manera, por la luz y por el traje, y en el fon­do es corriente. En todo caso, es a la vez una humanidad lle­na de verdades, profunda y única, propia exclusivamente de Dostoyevski. Eso, esos bufones, es cosa que ya no tiene em­pleo, como ciertos personajes de la comedia antigua, y, sin embargo, ¡qué bien revelan aspectos verdaderos del alma humana! Lo que me fastidia es la manera solemne con que se habla y se escribe sobre Dostoyevski. ¿Te has fijado en el pa­pel que el amor propio y el orgullo desempeñan en sus per­sonajes? Dijérase que, para él, el amor y el odio más encarni­zado, la bondad y la tristeza, la timidez y la insolencia, no son más que dos estados de una misma naturaleza; el amor propio, el orgullo, impiden a Aglaya, a Nastasia, al capitán a quien Mitia tira de la barba, a Krasotin, el enemigo-amigo de Aliosha, mostrarse tales como son en realidad. Pero hay otras muchas grandezas. Yo conozco muy pocos libros su­yos, pero ¿no es un motivo escultórico y simple, digno del arte más antiguo, un friso interrumpido y luego continuado en el que se representan la venganza y la expiación, el crimen del padre de los Karamázov dejando embarazada a la pobre loca, el movimiento misterioso, animal, inexplicable, con el que la madre, involuntario instrumento de las venganzas del destino, obedeciendo tan oscuramente a su instinto de madre, quizá a una mezcla de resentimiento y de gratitud fí­sica por el violador, va a dar a luz en casa del padre de los Ka­ramázov? Esto es el primer episodio, misterioso, grande, au­gusto, como una creación de la mujer en las esculturas de Orvieto. Y como réplica el segundo episodio, más de veinte años después, la muerte del padre de los Karamázov, la infa­mia que cae sobre la familia Karamázov por obra del hijo de la loca, Smerdiákov, seguida poco después de un mismo acto tan misteriosamente escultórico e inexplicado, de una belle­za tan oscura y natural como el alumbramiento en el jardín del padre de los Karamázov: Smerdiákov ahorcándose, des­pués de realizar su crimen. En cuanto a Dostoyevski, yo no le dejaba tanto como tú crees al hablar de Tolstói, que le imi­tó mucho. Y en Dostoyevski hay concentrado, todavía con­traído y gruñón, mucho de lo que se desarrollará en Tolstói. En Dostoyevski hay esa tosquedad anticipada de los primi­tivos que los discípulos aclararán.

-Es desesperante que seas tan perezoso, hijo mío. Fíja­te cómo ves la literatura de una manera más interesante que como nos la hacían estudiar; aquellos ejercicios que nos hacían hacer sobre Esther: «Monsieur», ¿te acuerdas? -me dijo riendo, más que por reírse de sus maestros y de ella mis­ma, por el gusto de revivir en su memoria, en nuestra me­moria común, un recuerdo ya un poco antiguo.



Pero, mientras me hablaba, yo pensaba en Vinteuil, y era la otra hipótesis, la hipótesis materialista, la de la nada, la que surgía en mí. Volvía la duda, pensaba que, después de todo, las frases de Vinteuil pudieran parecer la expresión de ciertos estados de alma análogos al que yo sentí saborean­do la magdalena mojada en la taza de té; nada me aseguraba que la vaguedad de tales estados fuera una prueba de su pro­fundidad, sino solamente que todavía no hemos sabido ana­lizarlos, que, por consiguiente, no eran más reales que los demás. Sin embargo, aquella felicidad, aquel sentimiento de certidumbre en la felicidad, cuando tomaba la taza de té, cuando respiraba en los Champs-Elysées un olor a árboles viejos, no era una ilusión. En todo caso, me decía el espíritu de duda, aun cuando esos estados son en la vida más pro­fundos que otros, y son por eso mismo inanalizables, por­que ponen en juego demasiadas fuerzas de las que todavía no nos hemos dado cuenta, el encanto de ciertas frases de Vinteuil hace pensar en ellas porque también él es inanaliza­ble, pero esto no demuestra que tenga la misma profundi­dad; la belleza de una frase de música parece fácilmente la imagen o, al menos, la pariente de una impresión inintelec­tual que hemos tenido, pero simplemente porque es ininte­lectual. Y entonces, ¿por qué creemos especialmente pro­fundas esas frases obsesivas en ciertos quatuors y en aquel «concierto» de Vinteuil? Pero no era solamente música de Vinteuil lo que me tocaba Albertina; a veces la pianola era para nosotros como una linterna mágica científica (históri­ca y geográfica), y, según que Albertina tocara Rameau o Boro din, yo veía extenderse sobre las paredes de aquella ha­bitación de París, en la que había inventos más modernos que en la de Combray, ya un tapiz del siglo xviii sembrado de amores sobre un fondo de rosas, ya la estepa oriental donde las sonoridades se pierden en las distancias ilimitadas, en el suelo alfombrado de nieve. Y aquellas decoraciones fu­gitivas eran, por lo demás, únicas en mi cuarto, pues aunque cuando las heredé de mi tía Leontina me propuse tener co­lecciones como Swann, comprar cuadros, esculturas, se me iba todo el dinero en caballos, en un automóvil, en toilettes para Albertina. Pero ¿no había en mi habitación una obra de arte más valiosa que todas? Era la misma Albertina. La mi­raba. Me resultaba extraño pensar que era ella, ella, a la que durante tanto tiempo me pareció imposible hasta conocer­la, y que hoy, animal salvaje domesticado, rosal al que yo puse el rodrigón, el marco, el espaldar de su vida, estaba allí sentada, cada día, en su casa, junto a mí, ante la pianola, apo­yada en mi biblioteca. Sus hombros, que yo había visto ba­jos, inclinados en los clubs de golf, se apoyaban en mis la­bios. Sus bonitas piernas, que el primer día imaginé yo, con razón, maniobrando durante toda su adolescencia los peda­les de una bicicleta, subían y bajaban sucesivamente sobre los de la pianola, en los que Albertina, ahora de una elegan­cia que me hacía sentirla más mía, porque era yo quien se la había dado, posaba sus zapatos de brocado de oro. Sus de­dos, antes familiarizados con el manillar, se posaban ahora en las teclas como los de una Santa Cecilia; su cuello, lleno y fuerte visto desde mi cama, a aquella distancia y a la luz de la lámpara parecía más rosado, menos, sin embargo, que su rostro inclinado de perfil, al que mi mirada, saliendo de las profundidades de mí mismo, cargada de recuerdos y ardien­te de deseo, daba tal brillantez, tal intensidad de vida, que su relieve parecía alzarse y girar con la misma fuerza casi mági­ca que aquel día en que, en el hotel de Balbec, yo, nublada la vista por el deseo de besarla, prolongaba cada superficie de aquel rostro más allá de lo que podía ver, y así, cada superfi­cie me ocultaba los rasgos -párpados que cerraban a medias los ojos, cabellera que tapaba las mejillas- y me hacía sentir mejor el relieve de aquellos planos superpuestos; los ojos (como en un mineral de ópalo donde está todavía envaina­do se ven sólo pulidas las dos placas), más resistentes que el metal a la vez que más brillantes que la luz, presentaban, en medio de la materia ciega que gravitaba sobre ellos, como las alas de seda malva de una mariposa bajo un cristal; y el ca­bello, negro y crespo, mostrando otros aspectos según que se volviera hacia mí para preguntarme qué quería que toca­ra, ya un ala magnífica, fina en la punta, ancha en la base, ne­gra, plumosa y triangular; ya compacto el relieve de sus bu­cles en una cordillera poderosa y variada, llena de picos, de divisorias, de precipicios, con su orografía tan rica y tan múltiple, pareciendo superar la variedad que realiza habi­tualmente la naturaleza y responder más bien al deseo de un escultor que acumula las dificultades para hacer valer la sol­tura, el vuelo, los matices, la vida de su ejecución, hacía re­saltar más la animada curva y como la rotación del rostro liso y rosa, interrumpiéndola para cubrirla con el barniz mate de una madera pintada. Y en contraste con tanto relie­ve, también por la armonía que los unía a ella, que había adaptado su actitud a su forma y a su utilización, la pianola que la ocultaba a medias como una caja de órgano, la biblio­teca, todo aquel rincón de la estancia parecía reducido a no ser otra cosa que el santuario iluminado, la cuna de aquel ángel músico, obra de arte que, pasado un momento, por una dulce magia, iba a salir de su hornacina y a ofrecer a mis besos su preciosa y rosada sustancia. Pero no; Albertina no era en modo alguno para mí una obra de arte. Yo sabía lo que era admirar a una mujer de una manera artística, yo ha­bía conocido a Swann. Por mí mismo, además, era incapaz de hacerlo, fuera quien fuere la mujer de quien se tratara, pues no tenía ninguna clase de espíritu de observación exte­rior, no sabía nunca qué era lo que veía, y me maravillaba cuando Swann daba retrospectivamente una dignidad artís­tica -comparándola para mí, como se complacía en hacerlo galantemente ante ella misma, con un retrato de Luini; vien­do en su toilette el vestido o las alhajas de un cuadro de Gior­gione- a una mujer que me había parecido insignificante. En mí no había nada de esto. A decir verdad, incluso cuando co­menzaba a mirar a Albertina como un ángel músico maravi­llosamente patinado y que me felicitaba de poseer, no tarda­ba en volver a serme indiferente; en seguida me aburría a su lado, pero esto duraba poco: sólo amamos aquello en que buscamos algo inasequible, sólo amamos lo que no posee­mos, y en seguida volvía a darme cuenta de que no poseía a Albertina. Veía pasar en sus ojos, ya la esperanza, ya el re­cuerdo, ya la añoranza de alegrías que yo no adivinaba, a las que, en este caso, prefería ella renunciar antes que decírme­las, y como no llegaba a captar en sus pupilas más que aquel resplandor, no veía más de lo que ve el espectador que no ha podido entrar en el teatro y que, pegado al cristal de la puer­ta, no puede ver lo que pasa en el escenario. (No sé si era éste el caso en ella, pero es extraño, como un testimonio en los más incrédulos de una creencia en el bien, esa perseverancia en la mentira que tienen todos los que nos engañan. Por más que se les diga que su mentira causa más pena que la confe­sión, por más que lo comprendan, volverán a mentir al cabo de un momento, para seguir concordando con lo que antes nos dijeron que eran o con lo que nos dijeron que éramos para ellos. Así, un ateo que tiene apego a la vida se deja ma­tar por no desmentir la idea que se tiene de su valentía.) A veces, en aquellas horas, veía flotar sobre ella, en sus mira­das, en su gesto, en su sonrisa, el reflejo de esos espectáculos interiores cuya contemplación la hacía distinta aquellas no­ches, alejada de mí, a quien eran negados.

-¿En qué piensas, querida?

-En nada.

A veces, para contestar a este reproche que le hacía de no decirme nada, tan pronto me decía cosas que ella no ignora­ba que yo sabía tan bien como todo el mundo (como esos hombres de Estado que no nos anunciarían la más pequeña noticia, pero en cambio nos hablan de la que hemos podido leer en los periódicos de la víspera), tan pronto me contaba, sin ninguna precisión, como una especie de falsas confiden­cias, unos paseos en bicicleta que hacía en Balbec el año an­tes de conocerme. Y como si yo hubiera adivinado exacta­mente en otro tiempo, deduciendo de aquello que debía de ser una muchacha muy libre puesto que hacía aquellos via­jes tan largos, al evocar aquellos paseos se insinuaba entre los labios de Albertina la misma misteriosa sonrisa que me sedujo los primeros días en el malecón de Balbec. Me habla­ba también de las excursiones que había hecho con amigas por el campo holandés, de sus regresos a Amsterdam a ho­ras tardías de la noche, cuando una multitud compacta y alegre de personas, casi todas conocidas suyas, llenaban las calles, las orillas de los canales, cuyas luces innumerables y fugitivas creía yo ver reflejarse en los ojos brillantes de Al­bertina, como en los cristales inciertos de un carruaje rápi­do. Comparada con mi curiosidad dolorosa, insaciable, por los lugares donde Albertina había vivido, por lo que había podido hacer tal o cual noche, por las sonrisas y las miradas que había dirigido, por las palabras que había dicho, por los besos que había recibido, la sedicente curiosidad estética merecería más bien el nombre de indiferencia. ¡Cuántas gentes, cuántos lugares (incluso que no la concernían direc­tamente, vagos lugares de placer donde pudo gustarlo, los lugares donde hay mucha gente, donde le rozan a uno) había introducido Albertina en mi corazón desde el umbral de mi imaginación o de mi recuerdo, donde no me importaban! -como una persona que hace entrar en el teatro a su séquito, toda una compañía, haciéndola pasar por el control delante de ella-. Ahora mi conocimiento de todo aquello era inter­no, inmediato, espasmódico, doloroso. El amor es el espacio y el tiempo hechos sensibles al corazón.

Y, sin embargo, enteramente fiel, quizá no hubiese sopor­tado infidelidades que sería incapaz de concebir. Pero lo que me torturaba imaginar en Albertina era mi propio deseo de gustar a otras mujeres, de iniciar otras aventuras; era supo­nerle aquella mirada que el otro día no pude menos de diri­gir, aunque iba con ella, a unas jóvenes ciclistas sentadas en las mesas del Bois de Boulogne. Como no hay conocimien­to, casi se puede decir que no hay celos más que de sí mismo. La observación cuenta poco. Sólo del placer sentido por uno mismo se puede sacar saber y dolor.

A veces, en los ojos de Albertina, en el brusco arrebato de su tez, sentía yo como un rayo de calor pasar furtivamente en regiones más inaccesibles para mí que el cielo, y donde evolucionaban los recuerdos de Albertina, desconocidos para mí. Entonces aquella belleza que, pensando en los años sucesivos en que había conocido a Albertina, ya en la playa de Balbec, ya en París, le había encontrado desde hacía poco, y que consistía en que mi amiga se iba desarrollando en tan­tos planos y contenía tantos días transcurridos, aquella be­lleza tomaba para mí un algo desgarrador. Entonces, bajo aquel rostro sonrojado, sentía escondido como un abismo el inacabable espacio de las noches en que yo no conocía a Al­bertina. Ya podía sentarla en mis rodillas, tener su cabeza entre mis manos, ya podía acariciarla, pasar amorosamente mis manos sobre ella: como si manejara una piedra que en­cierra la salsedumbre de los océanos inmemoriales o la luz de una estrella, sentía que tocaba solamente la envoltura ce­rrada de un ser que por el interior accedía al infinito. ¡Cuán­to sufría por esta posición a que nos ha reducido el olvido de la naturaleza, que al instituir la separación de los cuerpos no pensó en hacer posible la interpenetración de las almas! Y me daba cuenta de que Albertina no era para mí (pues si su cuerpo estaba en poder del mío, su pensamiento escapaba al dominio de mi pensamiento) la maravillosa cautiva con la que había creído enriquecer mi morada, sin dejar de ocultar perfectamente su presencia incluso a los que iban a verme y no la sospechaban al final del pasillo en el cuarto vecino, como aquel personaje que la princesa de China tenía ence­rrado en una botella sin que nadie lo supiese; invitándome apremiante, cruel e ineludible a la búsqueda del pasado, era más bien como una gran diosa del Tiempo. Y si hube de per­der por ella años, mi fortuna -y con tal de poder pensar, lo que, desgraciadamente, no es seguro, que ella no ha perdi­do-, no tengo nada que lamentar. Seguramente hubiera sido preferible la soledad, más fecunda, menos dolorosa. Pero la vida de coleccionista que me aconsejaba Swann y que mon­sieur de Charlus me reprochaba no conocer, diciéndome con una mezcla de ingenio, de insolencia y de gusto: «¡Qué feo está eso en usted!», ¿qué esculturas, qué cuadros larga­mente perseguidos, poseídos al fin, o incluso, en el mejor de los casos, contemplados con desinterés, me hubieran dado acceso -como la pequeña herida que cicatrizaba bastante rá­pidamente, pero que la torpeza inconsciente de Albertina, de personas indiferentes o de mis propios pensamientos no tardan en abrir de nuevo- a aquel salirse fuera de sí mismo, a aquel camino de comunicación privado, pero que da a la ca­rretera general donde acontece lo que no conocemos hasta el día que lo sufrimos: la vida de los demás?


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