En busca del tiempo perdido



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-Pero ¿y si Cottard habla?

-No hablará.



Sí que habló, al menos a mí, pues por él supe lo ocurrido. Lo supe pasados unos años, precisamente en el entierro de Saniette. Sentí no haberlo sabido antes. En primer lugar, esto me hubiera llevado más rápidamente a la idea de que no se debe nunca tener antipatía a los hombres, juzgarlos por el recuerdo de una mala acción, pues no sabemos lo bueno que en otras ocasiones han podido querer sinceramente y quizá han realizado. De suerte que uno se equivoca, aun desde el simple punto de vista de la previsión. Pues la forma mala que hemos visto una vez por todas volverá, desde luego. Pero en el alma hay más, el alma tiene otras formas que también volverán en este hombre, y rechazamos la dulzura de esas formas por el mal proceder que tuvo. Mas, desde un punto de vista más personal, esa revelación de Cottard, si me la hu­biera hecho antes, habría disipado mis sospechas sobre el papel que los Verdurin podían desempeñar entre Albertina y yo; por otra parte, las habrían disipado quizá indebida­mente, pues si es verdad que monsieur Verdurin tenía virtu­des, no por eso dejaba de ser amigo de pinchar hasta la más feroz persecución y celoso de dominación en el pequeño clan hasta el punto de no retroceder ante las peores menti­ras, ante la provocación de los odios más injustificados, con tal de romper entre los fieles cualquier lazo que no tuviera por objeto exclusivo reforzar el pequeño grupo. Que fuera un hombre capaz de desinterés, de ciertas generosidades sin ostentación, no quiere decir forzosamente que fuese un hombre sensible, ni un hombre simpático, ni escrupuloso, ni verídico, ni siempre bueno. Una bondad parcial -en la que acaso subsistía un poco de la familia amiga de mi tía abuela­existía probablemente en él antes de conocerla yo por aquel hecho, como existían América o el Polo Norte antes de Co­lón o 26. Sin embargo, en el momento de mi des­cubrimiento, la índole de monsieur Verdurin me presentó un aspecto nuevo insospechado; y yo saqué la conclusión de que es difícil presentar una imagen fija, lo mismo de un ca­rácter que de las sociedades y de las pasiones. Pues el carác­ter cambia no menos que ellas, y si queremos estereotipar lo que tiene de relativamente inmutable, vemos cómo presen­ta sucesivamente al desconcertado objetivo aspectos dife­rentes (lo que significa que no sabe permanecer inmóvil, sino que se mueve).

Al salir de casa de los Verdurin y ver la hora que era, te­miendo que Albertina se aburriera, pedí a Brichot que me hiciera el favor de dejarme en mi casa. Luego le llevaría a él mi coche. Me felicitó por volver directamente a casa, pues no sabía que en ella me esperaba una muchacha, y terminar la noche pronto y juiciosamente, cuando la verdad era que yo no había hecho sino retrasar su verdadero comienzo. Des­pués me habló de monsieur de Charlus. Seguramente éste se hubiera quedado estupefacto oyendo al profesor, tan amable con él -al profesor que le decía siempre: «Yo no repito nunca nada»-, hablar de él y de su vida sin la menor reticencia. Y quizá no habría sido menos sincero el asombro indignado de Brichot si monsieur de Charlus le hubiera dicho: «Me han asegurado que ha hablado usted mal de mí». Brichot sentía, en realidad, simpatía por monsieur de Charlus y si, hablan­do con el barón, hubiera tenido que referirse a una conver­sación sobre él, habría recordado aquellos sentimientos de simpatía que experimentara mientras decía de él las mismas cosas que decía todo el mundo, mucho más que estas cosas mismas. Y no creería mentir diciéndole: «Yo, que hablo de usted con tanto afecto», puesto que sentía de verdad cierto afecto cuando hablaba de monsieur de Charlus. Para mon­sieur Brichot, el barón tenía, sobre todo, el encanto que el universitario pedía en primer término en la vida mundana: ofrecerle specimens reales de lo que durante mucho tiempo había podido creer invención de los poetas. Brichot, que ha­bía explicado muchas veces la segunda égloga de Virgilio sin saber muy bien si esta ficción tenía algún fondo de realidad, hablando con monsieur de Charlus encontraba con retraso un poco del placer que él sabía que sus maestros Mérimée y Renan y su colega Maspéro sintieron, viajando por España, por Palestina, por Egipto, al reconocer en los paisajes y en las poblaciones actuales de España, de Palestina y de Egipto el escenario y los invariables actores de las escenas antiguas que ellos estudiaran en los libros. «Dicho sea sin ofender a ese gran hombre de alta alcurnia -me dijo Brichot en el coche que nos llevaba a casa-, es simplemente prodigioso cuando comenta su satánico catecismo con una labia un tan­to charentonesque27 y una obstinación, iba a decir un candor, de blanco de España y de emigrado. Le aseguro, si se me per­mite expresarme como monseñor de Hulst, que no me abu­rro cuando recibo la visita de ese señor feudal que, querien­do defender a Adonis contra nuestra época de descreídos, ha seguido los instintos de su raza, y con toda inocencia sodo­mista, se ha cruzado.» Mientras escuchaba a Brichot, no es­taba sólo con él. Como, por lo demás, había ocurrido todo el tiempo desde que salí de casa, me sentía, aunque fuera oscu­ramente, con la muchacha que en aquel momento estaba en mi cuarto. Incluso cuando estaba hablando con uno o con otro en casa de los Verdurin la sentía confusamente junto a mí, tenía de ella esa vaga noción que sentimos de nuestros propios miembros, y cuando pensaba en ella, era como se piensa en el propio cuerpo, con el fastidio de estar atado a él por una absoluta esclavitud. «Y qué chismografía -prosi­guió Brichot- la conversación de ese apóstol. ¡Como para alimentar todos los apéndices de las Causeries du Lundi! Fi­gúrese que me he enterado por él de que el tratado de ética en el que admiré siempre la más fastuosa construcción mo­ral de nuestra época se lo inspiró a nuestro venerable colega X... un joven repartidor de telegramas. Tenemos que reco­nocer que nuestro eminente amigo no nos ha dicho el nom­bre de ese efebo en el curso de sus demostraciones. En esto ha demostrado más respeto humano, o, si usted lo prefiere, menos gratitud que Fidias, pues Fidias inscribió en el anillo de su Júpiter Olímpico el nombre del atleta que él amaba. El barón ignoraba esta historia. Huelga decir que encantó a su ortodoxia. Ya se imagina usted que cada vez que argumento con mi colega en una tesis doctoral encuentro en su dialécti­ca, por lo demás muy sutil, ese grano de pimienta que cier­tas picantes revelaciones añadieron para Sainte-Beuve a la obra insuficientemente confidencial de Chateaubriand. De nuestro colega, que tenía una prudencia de oro, pero poco dinero, el telegrafista pasó a manos del barón en tout bien tout honneur28 (era de oír el tono con que lo dijo). Y como ese Satanás es el más servicial de los hombres, obtuvo para su protegido un empleo en las colonias, desde donde el ex re­partidor de telegramas, que es agradecido, le envía de cuan­do en cuando excelentes frutas. El barón las regala a sus altas relaciones; en la mesa del Quai Conti figuraron últimamente unas piñas de ese mozo que hicieron decir a madame Verdu­rin, y sin poner malicia en ello: "Seguramente tiene usted un tío o un sobrino en América, monsieur de Charlus, para re­cibir piñas como éstas." Confieso que las comí con cierto gozo recitándome in petto el principio de una oda de Hora­cio que Diderot gustaba de recordar. En fin, que yo, como mi colega Broissier deambulando del Palatino a Tibur, saco de la conversación del barón una idea más viva y más sabrosa de los escritores del siglo de Augusto. No hablemos siquiera de los de la Decadencia ni nos remontemos hasta los griegos, aunque una vez le dije a ese excelente monsieur de Charlus que junto a él yo me sentía como Platón con Aspasia. A decir verdad, aumenté mucho la escala de los dos personajes y, como dice La Fontaine, tomé el ejemplo "de animales más pequeños". De todos modos, no vaya usted a creer que el ba­rón se ofendió. Nunca le vi tan ingenuamente contento. Una alegría de niño le hizo apearse de su flema aristocrática. "¡Qué lisonjeros son todos estos de la Sorbona! -exclamó entusiasmado-. ¡Pensar que he tenido que llegar a mi edad para que me comparen con Aspasia! ¡Un cuadro antiguo como yo! ¡Oh mi juventud!" Me hubiera gustado que le viera usted diciendo esto, escandalosamente empolvado como de costumbre y, a su edad, amanerado como un petimetre. Por lo demás, con todas sus obsesiones de genealogía, el mejor hombre del mundo. Por todas estas razones, yo sentiría mu­chísimo que la ruptura de esta noche fuera definitiva. Lo que me extrañó fue la manera como se rebeló el mozo. Sin em­bargo, desde hacía algún tiempo había tomado ante el barón ciertas maneras de cómplice, de leude, que no permitían es­perar esta insurrección. Espero que, en todo caso, aunque el barón (Di¡ omen avertant) no vuelva más al Quai Conti, el cisma no me alcanzará a mí. A los dos nos es muy provecho­so el intercambio que hacemos de mi escaso saber contra su experiencia -ya veremos que, aunque monsieur de Charlus no le mostró a Brichot un rencor violento, al menos su sim­patía por el universitario disminuyó lo bastante para llegar a juzgarle sin ninguna indulgencia-. Y le aseguro que el inter­cambio es tan desigual que, cuando el barón me da lo que su existencia le ha enseñado, yo no podría decir, con Sylvestre Bonnard, que donde mejor se piensa en la vida es en una bi­blioteca.»

Habíamos llegado a la puerta de mi casa. Me apeé del co­che para dar al cochero la dirección de Brichot. Desde la ace­ra veía la ventana del cuarto de Albertina, aquella ventana antes siempre negra, por la noche, cuando ella no vivía en la casa, y que ahora la luz eléctrica del interior, segmentada por los barrotes de los postigos, estriaba de arriba abajo con ba­rras de oro paralelas. Aquel dibujo mágico, tan claro para mí y que proyectaba en mi tranquilizada mente unas imágenes precisas, muy próximas, y en posesión de las cuales iba a en­trar yo al cabo de un momento, era invisible para Brichot, que seguía dentro del coche, casi ciego y, de todos modos ha­bría sido incomprensible para él, porque el profesor, como los amigos que venían a verme antes de cenar, cuando Alber­tina volvía de paseo, ignoraba que una muchacha, toda mía, me esperaba en la habitación contigua. Se fue el coche. Yo permanecí un momento solo en la acera. Sí, a aquellas lumi­nosas rayas que veía desde abajo y que a cualquier otro le hu­bieran parecido absolutamente superficiales, les daba yo una consistencia, una plenitud, una solidez extremadas, por todo el significado que yo ponía detrás de ellas, en un tesoro insospechado para los demás, que yo había escondido allí y del que emanaban aquellos rayos horizontales, pero un teso­ro ro a cambio del cual había enajenado mi libertad, la soledad, el pensamiento. Si Albertina no hubiera estado allí arriba, y aun cuando yo hubiera buscado sólo el placer, habría ido a pedírselo a mujeres desconocidas y habría intentado pene­trar en su vida, quizá en Venecia, o al menos en algún rincón del París nocturno. Pero ahora lo que había que hacer cuan­do llegaba para mí el momento de las caricias no era salir de viaje, no era siquiera salir, era entrar. Y entrar no para en­contrarme solo y, después de dejar a los demás que nos pro­porcionaban desde fuera alimento para nuestra mente, encontrarnos al menos obligados a buscarlo en nosotros mismos, sino, por el contrario, menos solo que cuando esta­ba en casa de los Verdurin, recibido como iba a serlo por la persona en quien abdicaba, en quien depositaba más com­pletamente la mía, sin tener un instante para pensar en mí, y ni siquiera el trabajo de pensar en ella, puesto que estaría a mi lado. De suerte que, al levantar por última vez los ojos desde fuera a la ventana del cuarto donde iba a estar al cabo de un momento, me pareció ver el luminoso enrejado que se iba a cerrar sobre mí y cuyos inflexibles barrotes de oro ha­bía forjado yo mismo para una eterna servidumbre.


Albertina no me había dicho nunca que sospechaba mis ce­los, mi preocupación por todo lo que ella hacía. Las únicas palabras, bastante antiguas además, que habíamos cruzado sobre los celos parecían demostrar lo contrario. Recordaba yo que, en una hermosa noche de luna, al principio de nues­tras relaciones, una de las primeras veces que la acompañé, y cuando hubiera preferido no hacerlo y dejarla para irme con otras, le dije: «Te advierto que si te propongo acompa­ñarte no es por celos; si tienes algo que hacer, me voy discre­tamente». Y ella me contestó: «¡Oh!, ya sé que no eres celoso y que te da lo mismo, pero no tengo más que hacer que estar contigo». Otra vez, en la Raspelière, monsieur de Charlus, mirando a hurtadillas a Morel, hizo ostentación de galante amabilidad con Albertina; le dije a ésta: «Vamos, te ha pues­to bien los puntos». Y añadí con un poco de ironía: «He su­frido todos los tormentos de los celos». Albertina, con el len­guaje propio del medio vulgar del que procedía, o del más vulgar aún que frecuentaba, replicó: «¡Anda éste, qué gua­són! De sobra sé que no eres celoso. En primer lugar, me lo has dicho tú, y además está a la vista, ¡chico!» Desde enton­ces no me había dicho nunca que hubiera cambiado de pare­cer, pero, sin embargo, se debían de haber formado en ella, a este respecto, muchas ideas nuevas, ideas que me ocultaba, pero que, por cualquier circunstancia, podían aflorar, pues aquella noche, cuando al volver fui a buscarla a su cuarto para llevarla al mío, le dije (con cierto malestar que ni yo mismo comprendí, puesto que le había anunciado a Alberti­na que iba a ir a una fiesta diciéndole que no sabía dónde, quizá a casa de madame de Guermantes, tal vez a casa de madame de Cambremer, pero precisamente sin nombrar a los Verdurin):

-Adivina de dónde vengo: de casa de los Verdurin.

Nada más pronunciar estas palabras, Albertina, muy alte­rado el rostro, me contestó éstas, que parecieron explotar por sí mismas con una fuerza que ella no pudo contener:

-Ya me lo figuraba.

-No sabía que te iba a molestar que fuera a casa de los Ver­durin.

No me decía que la molestara, pero se veía muy bien. Tam­bién es verdad que yo tampoco había pensado que aquello iba a contrariarla. Y, sin embargo, ante la explosión de su có­lera, como ante esos acontecimientos que, por una especie de doble vista retrospectiva, nos parece haberlos conocido en el pasado, ahora me pareció que nunca pude esperar otra cosa.

-¿Molestarme? ¿Qué me importa a mí eso? Me da lo mis­mo. ¿No iba a ir allí esta noche mademoiselle Vinteuil?

Fuera de mí por estas palabras, le dije para demostrarle que estaba más enterado de lo que ella creía:

-No me habías dicho que la encontraste el otro día.

Albertina creyó que la persona a que me refería censurán­dole a ella el no haberme dicho que la había encontrado era madame Verdurin y no, como yo quería decir, mademoise­lle Vinteuil.

-Pero ¿la encontré? -preguntó pensativa.

Se lo preguntó a la vez a sí misma, como buceando en sus recuerdos, y me lo preguntó a mí como si fuera yo quien pu­diera enterarla; y, en realidad, seguramente para que yo di­jese lo que sabía, quizá también por ganar tiempo antes de dar una respuesta difícil. Pero mucho más que mademoiselle Vinteuil me preocupaba un temor que ya me había rozado, pero que ahora me dominaba con más fuerza. Había llegado a creer que madame Verdurin había inventado de arriba abajo, por presumir, la venida de mademoiselle Vinteuil y de su amiga, de suerte que volví a casa tranquilo. Al decirme Albertina: «¿No iba a ir allí esta noche mademoiselle Vin­teuil?», me demostró que no me había equivocado en mi pri­mera sospecha. Pero de todos modos estaba tranquilo en cuanto a esto para lo sucesivo, porque Albertina, renuncian­do a ir a casa de los Verdurin, sacrificó por mí a mademoise­lle Vinteuil.

-De todos modos -le dije con rabia- hay otras muchas co­sas que me ocultas, hasta las más insignificantes, como, por ejemplo, tu viaje de tres días a Balbec, dicho sea de paso.

Estas palabras, «dicho sea de paso», las añadí como com­plemento de «hasta las cosas más insignificantes», de mane­ra que si Albertina me decía: «¿Qué tiene de incorrecto mi viaje de Balbec?», pudiera contestarle: «Ya ni siquiera me acuerdo. Lo que me dicen se me enreda en la cabeza; ¡le doy tan poca importancia!» Y, en efecto, si hablé de aquel viaje de tres días que hizo con el mecánico a Balbec, de donde recibí con tanto retraso sus postales, lo hice sin pensarlo, y me pesó haber elegido tan mal el ejemplo, pues verdaderamente ape­nas había tenido tiempo más que para ir y volver, y fue sin duda un viaje en el que no pudo tramarse un encuentro un poco prolongado con nadie. Pero Albertina, por lo que yo acababa de decir, creyó que yo sabía la verdad y le había ocultado que la sabía. De todos modos, desde hacía poco tiempo estaba convencida de que yo, por uno u otro medio, la tenía vigilada y de que, como le había dicho la semana an­terior a Andrea, «estaba más enterado que ella misma» de su propia vida. Me interrumpió, pues, con una confesión in­útil, pues la verdad es que yo no sospechaba nada de lo que me dijo y que me abrumó: tanta distancia puede haber entre la verdad disfrazada por una mentirosa y la idea que por es­tas mentiras se hace de esta verdad el enamorado de la men­tirosa. Apenas pronuncié estas palabras -«tu viaje de tres días a Balbec, dicho sea de paso»-, Albertina, cortándome la palabra, me dijo como cosa muy natural:

-¿Quieres decir que no hubo tal viaje a Balbec? ¡Natural­mente! Y siempre me he preguntado por qué hiciste como que lo creías. Pues fue una cosa bien inofensiva. El mecáni­co necesitaba tres días libres para cosas suyas y no se atrevía a decírtelo. Entonces yo, por bondad (eso es muy mío, y des­pués siempre soy yo la que paga esas historias), inventé un viaje a Balbec. El mecánico no hizo más que dejarme en Au­teuil, en casa de mi amiga la de la Rue de l'Assomption, don­de pasé los tres días aburriéndome a cien sous por hora. Ya ves que no es cosa grave, no pasó ninguna desgracia. Ya em­pecé yo a suponer que quizá lo sabías todo, cuando te vi echarte a reír a la llegada de las postales con ocho días de re­traso. Reconozco que fue ridículo y que hubiera sido mejor no mandar postales ni nada. Pero no fue culpa mía. Las ha­bía comprado de antemano, se las di al mecánico antes de dejarme en Auteuil, y después ese bruto las olvidó en el bol­sillo, en vez de mandárselas bajo sobre a un amigo que tiene en Balbec para que te las reexpidiera. Yo pensaba que llega­rían. Él no se acordó hasta cinco días después, y en lugar de decírmelo el muy tonto las mandó a Balbec. Cuando me lo dijo, le puse verde. ¡Preocuparte a ti sin necesidad, el muy imbécil, después de tenerme a mí encerrada tres días para que él pudiera arreglar sus asuntitos de familia! Ni siquiera me atrevía a salir de Auteuil por miedo de que me vieran. La única vez que salí fue vestida de hombre, más bien por bro­ma. Y la suerte que siempre me sigue hizo que la primera persona que me salió al paso fuera ese judío amigo tuyo, Bloch. Pero no creo que supieras por él que el tal viaje a Bal­bec no existió nunca más que en mi imaginación, pues no pareció reconocerme.

Yo no sabía qué decir, porque no quería mostrarme asom­brado brado y abrumado por tantas mentiras. Además de un senti­miento de horror -que no me hacía desear echar a Albertina, sino al contrario-, tenía unas violentas ganas de llorar. Y no por la mentira misma y por la destrucción de lo que había creí­do tan cierto que ahora me sentía como en una ciudad arrasa­da en la que no quedaba en pie ni una cosa y sí únicamente el suelo lleno de escombros, sino por la melancolía de que Alber­tina, durante aquellos tres días que pasó aburriéndose en casa de su amiga de Auteuil, no sintiera ni una vez el deseo, acaso ni siquiera la idea, de ir a pasar a escondidas un día conmigo, o de mandarme un telegrama pidiéndome que fuera a verla a Au­teuil. Pero no tenía tiempo de entregarme a estos pensamien­tos. Y sobre todo no quería mostrarme asombrado. Sonreí con el gesto de alguien que sabe más de lo que dice.

-Pero eso es una cosa entre mil. Mira, esta noche, sin ir más lejos, me enteré en casa de los Verdurin de que lo que me dijiste sobre mademoiselle Vinteuil...

Albertina me miraba fijamente, con expresión atormen­tada, tratando de leer en mis ojos lo que sabía. Y lo que yo sa­bía e iba a decirle era lo que era mademoiselle Vinteuil. Ver­dad es que no lo había sabido en casa de los Verdurin, sino en Montjouvain, tiempo atrás. Sólo que, como deliberada­mente nunca le había hablado de esto a Albertina, podía pa­recer que no lo había sabido hasta aquella noche. Y casi me alegré -después de haberme dolido tanto en el trenecillo- de poseer aquel recuerdo de Montjouvain, recuerdo al que aho­ra le ponía una fecha posterior, pero que no por eso dejaba de ser una prueba abrumadora, un mazazo para Albertina. Al menos esta vez, yo no necesitaba «aparentar que sabía» y «hacer hablar» a Albertina: sabía, había visto por la ventana iluminada de Montjouvain. Ya podía decirme Albertina que sus relaciones con mademoiselle Vinteuil y su amiga habían sido puras: cuando yo le jurara (y se lo juraría sin mentir) que conocía las costumbres de aquellas dos mujeres, ¿cómo iba a sostener que habiendo vivido con ellas en una intimi­dad cotidiana, llamándolas «mis hermanas mayores», no iban éstas a hacerle proposiciones que, de no aceptarlas, la harían romper con ella? Pero no tuve tiempo de decir la ver­dad. Albertina, creyendo, como en el falso viaje a Balbec, que yo lo sabía, bien por mademoiselle Vinteuil si ésta había estado en casa de los Verdurin, bien, simplemente, por ma­dame Verdurin, que había podido hablar de ella a mademoi­selle Vinteuil, no me dejó tomar la palabra y me hizo una confesión, exactamente contraria a lo que yo hubiera creído, pero que, al demostrarme que Albertina no había dejado nunca de mentirme, me causó quizá el mismo dolor (sobre todo porque, como ya dije antes, ya no tenía celos de made­moiselle Vinteuil). En fin, Albertina, tomando la delantera, habló así:

-Quieres decir que esta noche te has enterado de que te mentí cuando te dije que había sido medio educada por la amiga de mademoiselle Vinteuil. Es verdad que te mentí un poco. Pero es que me sentía tan desdeñada por ti, te veía tan entusiasmado con la música de Vinteuil que, como una compañera mía -esto es verdad, te lo juro- fue amiga de ma­demoiselle Vinteuil, creí tontamente que me iba a hacer in­teresante para ti inventando que había conocido mucho a esas muchachas. Notaba que te aburría, que te parecía una tontaina, y pensé que diciéndote que me había tratado con esas personas, que podría muy bien darte detalles sobre las obras de Vinteuil, adquiriría un poquito de prestigio para ti, que esto nos acercaría. Cuando miento, es siempre por cari­ño a ti. Y ha sido necesaria esta fatal fiesta de los Verdurin para que te enterases de la verdad, y a lo mejor te la han exa­gerado. Apuesto a que la amiga de mademoiselle Vinteuil te ha dicho que no me conocía. Me ha visto lo menos dos veces en casa de mi amiga. Pero, naturalmente, yo no soy bastante elegante para una gente que ahora es tan célebre. Prefieren decir que no me han visto en su vida.

Pobre Albertina; cuando creyó que decirme que había esta­do tan relacionada con la amiga de mademoiselle Vinteuil re­tardaría el momento de que la dejara plantada, que la acercaría a mí, había llegado a la verdad, como suele ocurrir con tanta frecuencia, por otro camino distinto del que quiso tomar. Verla más enterada sobre música de lo que yo hubiera creído no me habría impedido en modo alguno romper con ella aquella tar­de, en el trenecito de Balbec; y, sin embargo, fue, desde luego, aquella frase, dicha por ella con este fin, lo que determinó inmediatamente mucho más que la imposibilidad de romper. Sólo que Albertina incurría en un error de interpretación, no en cuanto al efecto que iba a tener aquella frase, sino en cuanto a la causa en virtud de la cual iba a producir tal efecto, causa que era el enterarme no de su cultura musical, sino de sus ma­las relaciones. Lo que me acercó repentinamente a ella, más aún que acercarme: lo que me fundió con ella no fue la espera de un placer -y un placer es todavía decir demasiado, una lige­ra diversión-, fue la sacudida de un dolor.


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