En busca del tiempo perdido



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Si las conversaciones de dos personas que tienen entre sí una relación amorosa están llenas de mentiras, éstas surgen no menos naturalmente en las conversaciones de un tercero con un amante sobre la persona amada por éste, y eso cual­quiera que sea el sexo de esta persona.

-¿Hace mucho tiempo que le ha visto? -pregunté a mon­sieur de Charlus con la doble intención de no parecer que re­huía hablarle de Morel y que creía que vivía completamente con éste.

-Vino por casualidad cinco minutos esta mañana, cuan­do yo estaba todavía medio dormido, a sentarse a los pies de mi cama, como si quisiera violarme.

Pensé inmediatamente que monsieur de Charlus había visto a Charlie hacía una hora, pues cuando se le pregunta a una querida cuánto tiempo hace que ha visto al hombre que se sabe que es su amante -y que ella quizá supone que sólo se cree que lo es-, si ha merendado con él, contesta: «Le vi un momento antes de almorzar». Entre estos dos hechos no hay más que una diferencia: que el uno es falso y el otro cierto. Pero el primero es tan inocente, o, si se prefiere, tan culpable como el otro. Por eso no se comprendería por qué la querida (y aquí monsieur de Charlus) elige siempre el hecho falso, si no se supiera que esas respuestas son determinadas, inde­pendientemente de la persona que las da, por cierto número de factores tan desproporcionado, al parecer, con la insigni­ficancia del hecho, que se renuncia a consignarlos. Mas, para un físico, el lugar que ocupa la más pequeña bola de saúco se explica por el conflicto o el equilibrio de leyes de atracción y de repulsión que gobiernan unos mundos mucho más gran­des. Recordemos el deseo de parecer naturales y audaces, el gesto instintivo de ocultar una cita secreta, una mezcla de pudor y de ostentación, la necesidad de confesar lo que nos es tan agradable y de demostrar que nos aman, una penetra­ción de lo que sabe o supone -y no dice- el interlocutor, pe­netración que, rebasando la suya o no llegando a ella, nos hace sobrestimarla unas veces y subestimarla otras, el deseo involuntario de jugar con el fuego y la voluntad de asumir la parte del fuego. De la misma manera, leyes diferentes, ac­tuando en sentido contrario, dictan las respuestas más gene­rales relacionadas con la inocencia, el «platonismo» o, por el contrario, la realidad carnal de las relaciones que se tienen con la persona a quien se dice haber visto por la mañana cuando la verdad es que se la vio por la noche. No obstante, diremos, en general, que monsieur de Charlus, a pesar de la agravación de su mal, agravación que le impulsaba constan­temente a revelar, a insinuar, a veces simplemente a inventar detalles comprometedores, durante este período de su vida procuraba afirmar que Charlie no era de la misma clase de hombres que era él, Charlus, y que entre ellos no había más que amistad. Esto no impedía (aunque acaso fuera verdad) que a veces se contradijera (como sobre la hora a que le ha­bía visto la última vez), bien diciendo entonces, por olvido, la verdad, o profiriendo una mentira, por presumir, o por sentimentalismo, o porque le pareciera inteligente despistar al interlocutor.

-Para mí -continuó el barón- es un buen compañerito al que tengo mucho afecto, como estoy seguro -¿es que lo du­daba y por eso sentía la necesidad de decir que estaba segu­ro?- de que él me lo tiene a mí, pero entre nosotros no hay nada más, no hay eso, entiéndanlo bien, no hay eso -recalcó el barón tan naturalmente como si se tratara de una mujer-. Sí, fue esta mañana a tirarme de los pies. Y, sin embargo, sabe muy bien que me revienta que me vean en la cama. ¿A usted no? ¡Oh!, es horrible, es una cosa desagradable, está uno tan feo que da miedo, yo sé muy bien que ya no tengo veinticinco años y no voy a presumir de doncellita, pero de todos modos siempre conserva uno su poco de coquetería.

Es posible que el barón fuera sincero cuando hablaba de Morel como de un compañerito, y que dijera la verdad, qui­zá creyendo mentir, cuando decía: «Yo no sé lo que hace, no conozco su vida». En efecto, debemos decir (anticipándonos en una semana en el relato que emprenderemos al terminar este paréntesis abierto mientras monsieur de Charlus, Bri­chot y yo nos dirigimos a casa de madame Verdurin), debe­mos decir que, poco después de aquella noche, al barón le causó gran sorpresa y gran dolor una carta que abrió por error y que iba dirigida a Morel. Esta carta, que de rechazo me iba a causar a mí terribles disgustos, era de la actriz Léa, célebre por su afición excesiva a las mujeres. Y su carta a Mo­rel (del que monsieur de Charlus ni siquiera sospechaba que la conociera) estaba escrita en el tono más apasionado. Su grosería nos impide reproducirla aquí, pero podemos decir que Léa le hablaba sólo en femenino, diciéndole: «¡Vamos, tontísima!», «queridita mía», «tú por lo menos lo eres», etc. Y en aquella carta se aludía a otras varias mujeres que parecían ser tan amigas de Morel como de Léa. Por otra parte, la burla de Morel sobre monsieur de Charlus y de Léa sobre un oficial que la sostenía y del que decía: «¡Me suplica en sus cartas que sea juiciosa! ¡Vamos!, mi gatito blanco», revelaba a monsieur de Charlus una realidad no menos insospechada por él que las relaciones tan especiales de Morel con Léa. Al barón le perturbaban sobre todo aquellas palabras «tú lo eres». Después de haberlo ignorado al principio, por fin, desde hacía ya bastante tiempo, sabía que él mismo «lo era». Y ahora esta noción que había adquirido estaba de nuevo en tela de juicio. Cuando descubrió que él «lo era», creyó ente­rarse de que su gusto, como dice Saint-Simon, no era gusto por las mujeres. Y ahora resultaba que, para Morel, esta ex­presión, «serlo», se extendía a un sentido que monsieur de Charlus no conocía, pues, según aquella carta, Morel de­mostraba que él «lo era» teniendo el mismo gusto que cier­tas mujeres con las mujeres mismas. En consecuencia, los celos de monsieur de Charlus ya no tenían por qué limitarse a los hombres que Morel conocía, sino que alcanzarían tam­bién a las mujeres. Es decir, que los seres que «lo eran» no eran sólo los que él había creído, sino toda una inmensa par­te del planeta compuesta de mujeres y de hombres, de hom­bres que amaban no sólo a los hombres, sino también a las mujeres, y el barón, ante el nuevo significado de una palabra que le era tan familiar, se sentía torturado por una inquietud de la inteligencia tanto como del corazón, ante este doble misterio, que representaba a la vez la prolongación de sus ce­los y la insuficiencia repentina de una definición.

Monsieur de Charlus no había sido nunca en la vida más que un aficionado. Es decir, que los incidentes de este tipo no podían serle de ninguna utilidad. La penosa impresión que podían producirle la traducía en escenas violentas en las que sabía ser elocuente, o en intrigas taimadas. Pero para una persona del valor de Bergotte, por ejemplo, hubieran podido ser muy valiosos. Y aun es posible que esto explique en parte (puesto que obramos a ciegas, pero buscando, como los animales, la planta que nos conviene) que perso­nas como Bergotte vivan generalmente en compañía de per­sonas mediocres, falsas y malas. La belleza de estas personas le basta a la imaginación del escritor, exalta su bondad, pero no transforma en nada la naturaleza de su compañera, cuya vida situada a miles de metros más abajo, cuyas relaciones inverosímiles, cuyas mentiras que llegan más allá y sobre todo en otra dirección distinta de lo que se hubiera podido creer, aparecen en chispazos de cuando en cuando. La men­tira, la mentira perfecta, sobre las personas que conocemos, las relaciones que hemos tenido con ellas, nuestro móvil en una determinada acción formulado por nosotros de mane­ra muy diferente; la mentira sobre lo que somos, sobre lo que amamos, sobre lo que sentimos respecto a la persona que nos ama y que cree habernos formado semejantes a ella porque nos besa todo el día; esa mentira es una de las pocas cosas del mundo que puedan abrirnos perspectivas a algo nuevo, a algo desconocido, que pueden despertar en nosotros sentidos dormidos para la contemplación de un universo que jamás hubiéramos conocido. En cuanto a monsieur de Charlus, debemos decir que, estupefacto al en­terarse de cierto número de cosas que Morel le ocultara cui­dadosamente, hizo mal en deducir que es un error liarse con gente del pueblo. En efecto, en el último volumen de esta obra veremos a monsieur de Charlus hacer cosas que hubie­ran asombrado a las personas de su familia y a sus amigos más de lo que a él le asombrara la vida revelada por Léa.

Pero ya es hora de que volvamos al barón dirigiéndose, con Brichot y conmigo, a la puerta de los Verdurin.

-¿Y qué es de aquel amiguito suyo, hebreo, que veíamos en Doville? -dijo volviéndose a mí-. He pensado que, si a us­ted le es grato, podríamos invitarle una noche.



Y es que monsieur de Charlus, contentándose con vigilar los hechos y los gestos de Morel a través de una agencia policíaca, exactamente igual que lo haría un amigo o un aman­te, no dejaba de prestar atención a los otros jóvenes. Esta vi­gilancia que un viejo doméstico encargaba a la agencia era tan poco discreta que los criados creían que los seguían y que una doncella ya no vivía, ya no se atrevía a salir a la ca­lle, pensando siempre que le seguía los pasos un policía. «¡Que haga lo que le dé la gana! ¡Como si fuéramos a perder el tiempo y el dinero en seguirle la pista! ¡Como si nos im­portara algo lo que haga!», exclamaba irónicamente, pues era tan apasionadamente fiel a su amo que, aunque no com­partiera en absoluto los gustos del barón, acababa por ha­blar como si los compartiera, tan caluroso ardor ponía en servirlos. «Es la flor y nata de las buenas personas», decía monsieur de Charlus de aquel viejo criado, pues a nadie se aprecia tanto como a los que unen a otras grandes virtudes la de ponerlas sin regatear a disposición de nuestros vicios. De todos modos, monsieur de Charlus sólo de los hombres podía sentir celos con relación a Morel. Las mujeres no se los inspiraban en absoluto. Y esto es regla general en los Char­lus. El amor que sienta por una mujer el hombre al que aman es otra cosa, una cosa que ocurre en otra especie animal (el león deja tranquilos a los tigres), otra cosa que no les moles­ta y más bien los tranquiliza. Verdad es que, a veces, a los que hacen de la inversión un sacerdocio, ese amor les repugna. Entonces reprochan a su amigo que se entregue a él, pero se lo reprochan no como una traición, sino como una degene­ración. A un Charlus que no fuera el barón le indignaría ver a Morel en relaciones con una mujer, como le indignaría ver anunciado en un cartel que él, el intérprete de Bach y de Haendel, iba a tocar Puccini. A esto se debe, por lo demás, que los jóvenes que condescienden por interés al amor de los Charlus les digan que los cartons no les inspiran más que asco, como dirían a un médico que no beben jamás alcohol y que sólo les gusta el agua del grifo. Pero, en este punto, monsieur de Charlus se apartaba un poco de la regla habi­tual. Como lo admiraba todo en Morel, sus éxitos con las mujeres no le hacían sombra, y aun le causaban la misma sa­tisfacción que sus triunfos en los conciertos o en el juego del écarté. «Pero, ¿sabe, amigo mío?, es un mujeriego -decía en un tono de revelación, de escándalo, quizá de envidia, sobre todo de admiración-. Es extraordinario -añadía-. Las fur­cias más famosas no tienen ojos más que para él. Eso se ve en todas partes, lo mismo en el Metro que en el teatro. ¡Es un fastidio! Cada vez que voy con él a un restaurante, el cama­rero le trae cartitas tiernas de tres mujeres por lo menos. Y siempre bonitas, además. Y no es extraño. Ayer le estaba mi­rando y las comprendo, está guapísimo, parece una especie de Bronzino, es verdaderamente admirable.» Pero a mon­sieur de Charlus le gustaba mostrar que amaba a Morel, con­vencer a los demás, quizá convencerse a sí mismo, de que Morel le amaba. Ponía una especie de amor propio en tener­le todo el tiempo con él, a pesar del daño que aquel mozo po­día infligir al prestigio mundano del barón. Pues (y es fre­cuente el caso de hombres bien situados y snobs que, por vanidad, rompen todas sus relaciones por que los vean en to­das partes con una querida, semimundana o dama tarada, a la que no se recibe, y con la que, sin embargo, les parece hala­gador estar en relaciones) monsieur de Charlus había llega­do hasta ese punto en que el amor propio pone toda su per­severancia en destruir los fines que ha logrado, bien sea porque bajo la influencia del amor se encuentre un prestigio, que nadie más percibe, en relaciones ostentosas con esa que­rida, bien porque pierdan interés las relaciones mundanas alcanzadas, y la marea ascendente de las curiosidades famu­lares, tanto más absorbentes cuanto más platónicas, no sólo haya alcanzado, sino hasta rebasado el nivel en que a las otras les era difícil mantenerse.

En cuanto a los demás jóvenes, monsieur de Charlus pen­saba que la existencia de Morel no era un obstáculo para que le gustaran, y que su misma resonante fama de violinista o su naciente notoriedad de compositor y de periodista po­drían, en ciertos casos, ser para ellos un incentivo. Si al ba­rón le presentaban un joven compositor de facha agradable, buscaba ocasión en los talentos de Morel para hacer una cor­tesía al recién llegado. «Debería usted traerme alguna com­posición suya -le decía- para que Morel la toque en el con­cierto o en gira. ¡Hay tan poca música agradable escrita para violín que es una suerte encontrar alguna nueva! Y los ex­tranjeros aprecian mucho esto. Hasta en provincias hay pe­queños círculos musicales que aman la música con un fervor y una inteligencia admirables.» Con no más sinceridad (pues todo esto sólo servía de cebo, y era raro que Morel se prestara a realizaciones), como Bloch dijera que era un poco poeta -«a sus horas», añadió con la risa sarcástica con que acompañaba una trivialidad cuando no encontraba una fra­se original-, monsieur de Charlus me dijo:



-Oiga, ¿por qué no le dice a ese joven israelita, ya que hace versos, que me traiga algunos para dárselos a Morel? Para un compositor siempre es difícil encontrar algo bonito que po­ner en música. Hasta se podría pensar en un libreto. No de­jaría de ser interesante y le daría cierto valor el mérito del poeta, mi protección, toda una serie de circunstancias auxi­liares, la primera de las cuales es el talento de Morel. Pues ahora compone mucho y escribe también y muy bonitamen­te, ya le hablaré a usted de eso. En cuanto a su talento de eje­cutante (en esto ya sabe usted que es ya todo un maestro), ya verá esta noche cómo toca ese chico la música de Vinteuil. A mí me pasma; ¡tener a su edad una comprensión como la suya sin dejar de ser tan crío, tan colegial! Bueno, esta noche no es más que un pequeño ensayo. La gran fiesta será dentro de unos días. Pero hoy será mucho más elegante. De modo que nos encantará que venga -dijo, empleando este nos sin duda porque el rey dice: queremos-. Como el programa es tan magnífico, he aconsejado a madame Verdurin que dé dos fiestas: una dentro de unos días, con todas sus relacio­nes, y la otra esta noche, en que la patrona está, como se dice en términos judiciales, incapacitada. Las invitaciones las hago yo, ya he convocado a algunas personas agradables de otro medio, que pueden ser útiles a Charlie y que a los Ver­durin les gustará conocer. Está muy bien hacer tocar las co­sas más bellas a los mejores artistas, pero la fiesta queda asfi­xiada como entre algodón si el público se compone de la mercera de enfrente y del tendero de la esquina. Ya sabe us­ted lo que yo pienso del nivel intelectual de la gente del gran mundo, pero pueden desempeñar ciertos papeles bastante importantes, entre otros el asignado a la prensa en lo que se refiere a los acontecimientos públicos, el de ser un órgano de divulgación. Ya comprende usted lo que quiero decir. He in­vitado, por ejemplo, a mi cuñada Oriana; no es seguro que venga, pero, en cambio, sí lo es que, si viene, no entenderá absolutamente nada. Pero no se le pide que entienda, cosa que está por encima de sus facultades, sino que hable, co­sa admirablemente apropiada al caso y que no dejará de ha­cer. Consecuencia: al día siguiente, en lugar del silencio de la mercera y del tendero, conversación animada en casa de los Mortemart, donde Oriana cuenta que ha oído cosas maravi­llosas, que un tal Morel, etcétera; indescriptible rabia de las personas no invitadas, que dirán: «Seguramente a Palamède le pareció que no éramos dignos; de todos modos, vaya una gente la de la casa donde ocurrió el suceso», contrapartida tan útil como las alabanzas de Oriana, porque el nombre «Morel» se repite constantemente y acaba por grabarse en la memoria como una lección leída diez veces seguidas. Todo esto constituye una serie de circunstancias que puede tener su importancia para el artista, para la dueña de la casa, ser­vir, en cierto modo, de megáfono a una manifestación que así podrá resultar audible para un público lejano. Verdade­ramente vale la pena: ya verá usted cuánto ha adelantado. Y, además, ha revelado un nuevo talento, amigo mío, escribe como un ángel. Le digo que como un ángel.

Lo que no contaba monsieur de Charlus es que desde ha­cía algún tiempo hacía hacer a Morel, como los grandes se­ñores del siglo XVII que no se dignaban firmar ni siquiera escribir, sus libelos, unos pequeños sueltos bajamente ca­lumniosos y dirigidos contra la condesa Molé. Si ya parecían insolentes a quienes los leían, cuánto más crueles no serían para la mujer que encontraba, tan hábilmente colados que nadie más que ella podía notarlos, pasajes de cartas suyas, textualmente citados, pero tomados en un sentido en que podían enloquecerla como la más terrible venganza. La po­bre mujer se quedó muerta. Pero, como diría Balzac, en París se hace todos los días una especie de periódico hablado más terrible que el otro. Más adelante veremos que esta prensa verbal aniquiló el poder de un Charlus pasado de moda, y erigió muy por encima de él a un Morel que no valía ni la mi­llonésima parte de su antiguo protector. Al menos esta mo­da intelectual es inocente y cree de buena fe en la insignifi­cancia de un genial Charlus y en la indiscutible autoridad de un estúpido Morel. El barón era menos inocente en sus im­placables venganzas. De aquí, sin duda, aquel amargo vene­no que, cuando estaba furioso, le invadía la boca y le ponía cara de ictericia.

-Usted que conoce a Bergotte, yo había pensado que qui­zá podría, refrescándole la memoria sobre las prosas de ese jovenzuelo, colaborar conmigo, ayudarme a crear una cade­na de circunstancias que pueda favorecer un talento doble, de músico y de escritor, hasta llegar algún día a tener tanto prestigio como Berlioz. Ya comprende usted lo que conven­dría decir a Bergotte. Los ilustres suelen tener otra cosa en qué pensar, la gente los adula y no se interesan más que por ellos mismos. Pero Bergotte, que es verdaderamente sencillo y servicial, debe hacer publicar en Le Gaulois, o qué sé yo dónde, esas croniquitas, mitad de humorista y mitad de mú­sico, que son verdaderamente muy bonitas, y me gustaría mucho que Charlie añadiera a su violín esa brizna de pluma de Ingres. Ya sé que exagero fácilmente cuando se trata de él, como todas las viejas madrazas del Conservatorio. Pero ¿no lo sabía usted, querido? Es que usted no conoce mi lado pa­panatas. Me estoy de plantón horas enteras a la puerta de los tribunales de exámenes. Lo paso de primera. En cuanto a Bergotte, me aseguró que estaba verdaderamente muy bien.

En efecto, monsieur de Charlus, que le conocía desde ha­cía mucho tiempo por Swann, había ido a verle y a pedirle que le consiguiera a Morel publicar en un periódico una es­pecie de crónicas medio humorísticas sobre música. Esta vi­sita le produjo a monsieur de Charlus cierto remordimiento, pues, admirando mucho a Bergotte, se daba cuenta de que nunca iba a verle por él mismo, sino para aprovechar en be­neficio de Morel, de madame Molé o de otros la considera­ción, medio intelectual, medio social, en que Bergotte le te­nía. Servirse del gran mundo sólo para esto no le chocaba a monsieur de Charlus, pero servirse así de Bergotte le parecía peor, porque se daba cuenta de que Bergotte no era utilitario como la gente del gran mundo y merecía más consideración. Sólo que estaba muy ocupado y sólo encontraba tiempo li­bre cuando deseaba mucho una cosa, por ejemplo, tratándo­se de Morel. Además, muy inteligente, le interesaba poco la conversación de un hombre inteligente, sobre todo la de Ber­gotte, que era para su gusto demasiado hombre de letras y de otro clan y no se situaba en su punto de vista. En cuanto a Bergotte, se daba perfectamente cuenta de aquel utilitaris­mo de las visitas de monsieur de Charlus, pero no se lo re­prochaba; pues era incapaz de una bondad sostenida, pero amigo de dar gusto, comprensivo, incapaz de gozar dando una lección. En cuanto al vicio de monsieur de Charlus, él no lo compartía en ningún grado, pero encontraba en él más bien un elemento que daba color al personaje, considerando que, para un artista, el fas et nefas consiste no en ejemplos morales, sino en recuerdos de Platón o de Sodoma.

-Me hubiera gustado mucho que viniera esta noche, pues habría oído a Charlie en las cosas que mejor toca. Pero creo que no sale, no quiere que le molesten, y tiene razón. Y a us­ted, hermosa juventud, no se le ve apenas en el Quai Conti. ¡La verdad es que no abusa! -le dije que salía sobre todo con mi prima-. ¡Mírenle, sale sólo con su prima, qué casto! -dijo monsieur de Charlus a Brichot. Y dirigiéndose nuevamente a mí-: Pero no le pedimos cuentas de lo que hace, hijito. Es usted libre de hacer lo que le divierte. Lo único que sentimos es no tomar parte en ello. Además, tiene usted muy buen gusto, su prima es encantadora, pregúntele a Brichot, no le quitaba ojo en Doville. La vamos a echar de menos esta no­che. Pero quizá ha hecho bien en no traerla. La música de Vin­teuil es admirable, pero esta mañana me dijo Charlie que iban a venir la hija del autor y su amiga, dos personas de malísima reputación. Eso es siempre desagradable para una muchacha. Y hasta me molesta un poco por mis invitados, pero como casi todos están en edad canónica, la cosa no traerá conse­cuencias para ellos. A menos que esas dos señoritas no pue­dan venir, pues tenían que estar sin falta toda la tarde en un ensayo de estudios que madame Verdurin daba y al que no ha invitado más que a los pelmazos, a la familia, a la gente que no debía venir esta noche. Y hace un momento, antes de la comi­da, Charlie me dijo que las que llamamos las dos señoritas Vinteuil, y a las que esperaban sin falta, no habían venido.

A pesar del horrible dolor que me causaba relacionar (como el efecto, lo único conocido antes, con su causa por fin descubierta) el deseo de Albertina de ir a aquella reunión con la presencia anunciada (pero que yo ignoraba) de made­moiselle Vinteuil y de su amiga, conservé la claridad mental de observar que a monsieur de Charlus, que unos minutos antes nos había dicho que no había visto a Charlie desde la mañana, ahora se le escapó decir que le había visto antes de la comida. Pero mi sufrimiento era visible.



-¿Qué le pasa? -me dijo el barón-. Está usted verde, va­mos a entrar, está cogiendo frío, tiene usted mala cara.

No era mi primera duda sobre la virtud de Albertina la que acababan de despertar en mí las palabras de monsieur de Charlus. Otras me habían punzado ya; cada una nos hace creer que se ha colmado la medida, que ya no podremos so­portarla, pero le encontramos sitio, y una vez introducida en nuestro medio vital, entra en colisión con tantos deseos de creer, con tantas razones para olvidar, que nos acomodamos a esa nueva duda bastante pronto y acabamos por no ocu­parnos de ella. Queda sólo como un dolor a medio curar, una simple amenaza de sufrimiento y que, frente al deseo, del mismo orden que él, ha llegado a ser como el centro de nuestros pensamientos, irradia en ellos, a distancias infini­tas, sutiles tristezas, y, como el deseo, placeres de un origen incognoscible, donde quiera que algo pueda asociarse a la idea de la persona amada. Pero cuando entra en nosotros una nueva duda, el dolor se despierta todo entero, y es inútil que nos digamos casi inmediatamente: «Ya me las arreglaré, habrá un sistema para no sufrir, eso no debe de ser cierto»; por lo pronto ha habido un primer momento en que hemos sufrido como si creyésemos. Si no tuviéramos más que miembros, como las piernas y los brazos, la vida sería sopor­table. Desgraciadamente llevamos en nosotros ese pequeño órgano que llamamos corazón sujeto a ciertas enfermedades en el curso de las cuales es infinitamente impresionable en todo lo que se refiere a la vida de una determinada persona y en las que una mentira -esa cosa tan inofensiva con la que vivimos tan alegremente, sea nuestra o de los demás-, si vie­ne de esa persona, produce crisis intolerables en este peque­ño corazón, que debiera ser posible extirpar quirúrgica­mente. No hablemos del cerebro, pues por más que nuestro pensamiento se ponga a razonar sin fin en esas crisis, no in­fluye en ellas más que lo que puede influir nuestra atención en un dolor de muelas. Verdad es que esa persona es capaz de habernos mentido, pues nos había jurado decirnos siem­pre la verdad. Pero sabemos por nosotros mismos lo que valen esos juramentos cuando se los hacemos a otros. Y hemos querido darles crédito cuando venían de ella, que tenía precisamente el mayor interés en mentirnos y que, por otra parte, no la elegimos por sus virtudes. Cierto también que, pasado el tiempo, ya casi no necesitaría mentirnos, preci­samente cuando al corazón no le importaría ya la mentira, porque ya no nos interesa su vida. Lo sabemos y, a pesar de saberlo, nos matamos por esa persona, bien porque nos ha­gamos condenar a muerte asesinándola, bien porque gaste­mos con ella en unos años toda nuestra fortuna, lo que nos obliga a suicidarnos porque ya no nos queda nada. Además, por tranquilos que nos creamos cuando estamos enamora­dos, siempre tenemos el amor en nuestro corazón en estado de equilibrio inestable. La menor cosa basta para situarlo en la posición de felicidad; estamos radiantes, colmamos de ternura no a la persona que amamos, sino a los que nos han realzado ante ella, a los que la han protegido contra toda mala tentación; nos creemos tranquilos, ybasta una palabra -«Gilberta no vendrá», «mademoiselle Vinteuil está invita­da»- para que se derrumbe toda la felicidad preparada hacia la que nos lanzábamos, para que el sol se ponga, para que gire la rosa de los vientos y estalle la tempestad interior a la que un día ya no seremos capaces de resistir. Ese día, el día en que el corazón se ha tornado tan frágil, los amigos que nos admiran sufren porque tales naderías, porque ciertos se­res puedan hacernos daño, hacernos morir. Pero ¿qué pue­den hacer? Si un poeta se está muriendo de una neumonía infecciosa, ¿nos imaginamos a esos amigos explicando al neumococo que ese poeta tiene talento y que debe dejarle que se cure? La duda, en lo que se refería a mademoiselle Vinteuil, no era absolutamente nueva. Pero incluso en esta medida, mis celos de la tarde, suscitados por Léa y sus ami­gas, la habían abolido. Una vez excluido este peligro del Tro­cadero, yo sentí, yo creí haber reconquistado para siempre una paz completa. Pero lo nuevo para mí era, sobre todo, cierto paseo del que Andrea me dijo: «Fuimos acá y allá, no encontramos a nadie», cuando la verdad era que mademoi­selle Vinteuil había citado a Albertina en casa de madame Verdurin. Ahora yo habría dejado con mucho gusto a Alber­tina salir sola, ir a donde quisiera, con tal de que pudiera yo recluir en alguna parte a mademoiselle Vinteuil y a su amiga y estar seguro de que Albertina no las vería. Y es que los ce­los son generalmente parciales, con localizaciones intermi­tentes, bien porque sean la prolongación dolorosa de una ansiedad provocada tan pronto por una persona como por otra a quien nuestra amiga pudiera amar, bien por la exigüi­dad de nuestro pensamiento, que sólo puede realizar lo que se representa y deja el resto en una vaguedad que, relativa­mente, no puede hacer sufrir.

Cuando íbamos a entrar en el patio del hotel nos alcan­zó Saniette, que en el primer momento no nos había reco­nocido.


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