Capítulo 1
—Lo mataré.
El sabueso estaba sentado sobre una pila de tierra recién cavada, con plantas de azaleas y rosales distribuidos alrededor como si hubieran sido unos pocos arbustos, y una rama de helecho sobre los hombros, como la capa de un sacerdote. Miraba a la gente que estaba en la terraza con expresión inquisitiva, inclinaba la cabeza a un costado, las orejas negras enhiestas como un par de banderines a los lados de la cabeza. Una estrecha faja de color blanco le corría entre los ojos —un ojo celeste, el otro verde— y se ensanchaba sobre el hocico. El pelaje era una absurda mezcla de azul y negro, con mechones blancos y el moteado de un leopardo, como si la madre naturaleza no hubiera sido capaz de decidir cómo debía ser exactamente esta criatura. Miró a la gente que acababa de salir por el ventanal francés de la elegante casa de ladrillos denominada la Belle Riviere, y lanzó al aire un aullido doloroso.
—Juro que lo mataré —rezongó Laurel Chandler, los ojos clavados en el perro.
Los desordenados sentimientos de cólera y furia ardieron en ella con un fuego que amenazó desbordar todo control. Había trabajado dos días en ese jardín. Dos días. Desde el alba hasta el anochecer se había esforzado y fatigado, cavado y podado y plantado. Había cepillado las estatuas y sacado brillo al viejo reloj de sol. Necesitaba desesperadamente hacer algo y ver un resultado positivo inmediato, y se había consagrado a la tarea con el tipo de decisión conmovedora y unilateral que la había llevado a escalar posiciones en su cargo de fiscal acusadora. Se había fijado la tarea abrumadora de mejorar el jardín de la tía Caroline, a tiempo para sorprenderla.
Bien, Caroline Chandler había regresado al Bayou Breaux de su excursión de compras, y en efecto se había sorprendido. Estaba de pie a la izquierda de Laurel, y era una mujer minúscula que tenía la presencia de ánimo de un titán. Sus cabellos negros estaban habilidosamente peinados y formaban una sucesión de rizos sueltos, el maquillaje había sido aplicado con destreza y economía, acentuando los ojos oscuros y la boca femenina. Parecía tener apenas cuarenta años, no cincuenta, y la cara redonda mostraba la piel suave y delicada. Estaba de pie al lado de Laurel, menuda y pequeña con su vestido de hilo beige, y se la veía fresca y descansada a pesar del calor abrasador del día. Cerró suavemente los dedos de su mano derecha sobre el puño apretado de Laurel y dijo con voz tranquila.
—Querida, estoy segura de que tenía un aspecto muy hermoso.
Laurel intentó respirar con un ritmo lento y calmante, tal como le había enseñado el doctor Pritchard en la terapia de relajación, pero el aire silbó entre los dientes apretados, y a lo sumo vino a agravar la presión que se acumulaba en su cabeza y su pecho.
—Lo mataré —dijo de nuevo, y se desprendió del apretón de su tía. La cólera le recorría el cuerpo como las ondas de un terremoto.
—La ayudaré, señorita Laurel —dijo Mamá Pearl, tocándose el vientre enorme con los dedos regordetes.
La anciana negra olfateó y desplazó su peso considerable ida y vuelta entre un minúsculo pie y el otro, y la falda de su vestido adornado con flores rojas se le enroscó en las piernas, que eran rechonchas y sólidas como troncos de pequeños árboles. Había sido la niñera de la familia Chandler en los viejos tiempos, cuando Caroline y Jeff Chandler eran niños. Ahora vivía con Caroline no como empleada sino como miembro de la familia, dirigía como un general la vida de Belle Riviere, y se había instalado cómodamente en su propia ancianidad.
—Ese perro sólo trae problemas —declaró—. Siempre rebusca en mi cubo de basuras como un cerdo, y también arranca la cuerda con la ropa limpia. Sólo trae problemas ¡Lo aseguro!
Laurel apenas escuchó el parloteo de la anciana. Estaba totalmente concentrada en el sabueso Catahoula que había destruido la primera cosa constructiva que ella había realizado después de salir de Georgia y de abandonar su carrera. Había regresado a Luisiana, al Bayou Breaux, para curarse, y recomenzar. Ahora, el primer símbolo tangible de su nueva etapa había sido destruido por un perro miserable. Alguien tendría que sufrir el castigo. Y sería un castigo muy duro.
Laurel lanzó un grito estridente y salvaje, se apoderó de un látigo completamente nuevo y atravesó el jardín esgrimiéndolo como si hubiese sido un garrote. El perro ladró una vez, sobresaltado, dio media vuelta y corrió hacia la pared del fondo, y después enfiló hacia la puerta de hierro que se había oxidado en sus goznes durante el período en que Belle Riviere había permanecido sin jardinero, y antes de que Laurel hubiese llegado a la vieja fuente de piedra, el animal ya había atravesado la abertura y galopaba en dirección a los bosques y el borde del bayou. Cuando Laurel llegó al portón, el sinvergüenza era nada más que una mancha azul y blanca que se refugiaba entre los matorrales, y enviaba al aire una bandada de pájaros asustados que señalaban su paso.
Laurel soltó el látigo y permaneció con las manos apoyadas en el portón, que formaba un ángulo extraño con los goznes y el muro. Ahora respiraba en un jadeo, y el corazón le latía como si hubiese corrido un kilómetro, y le recordaba que aún estaba físicamente débil. Un recordatorio que no le agradaba. La debilidad no era algo que ella aceptase bien, en su persona o en otra cualquiera.
Cerró las manos sobre las oxidadas lanzas de hierro del portón, y del metal se desprendieron cáscaras que le mancharon las mangas, mientras la propia Laurel trataba de volver a pensar con tranquilidad. Necesitaba un plan. Necesitaba justicia. Habían pasado dos meses desde el final de su última demanda de justicia, una demanda que había concluido en derrota, que le había arrumado la carrera y casi había terminado con su vida. Dos meses habían pasado desde la última vez que había utilizado su mente para formular una estrategia, delinear una campaña, acumular munición verbal para la causa, y aceitar los mecanismos mentales que parecían tan oxidados como el portón que ahora tenía bajo los puños cerrados. Pero los antiguos engranajes comenzaron a girar, y el temor momentáneo de que ella hubiese olvidado qué debía hacer se disipó, y el temblor se calmó.
—Vamos, Laurel. Vamos a comer. —La voz de Caroline, extrañamente grave y vigorosa por tratarse de una mujer tan menuda, sonó directamente detrás, y Laurel se estremeció a causa de los nervios, todavía demasiado tensos.
Se volvió hacia su tía, una de las pocas personas en el mundo que lograban que Laurel se sintiese alta, a pesar de que no sobrepasaba el metro sesenta.
—Tengo que saber quién es el dueño de ese perro.
—Después de que hayas comido algo.
Caroline extendió la mano para tomar la de su sobrina, sin prestar atención al óxido que le manchaba las palmas, indiferente al hecho de que Laurel tenía treinta años. Para el modo de pensar de Caroline, había momentos en que era necesario conducir a una persona, al margen de su edad. No le preocupaba la luz obsesiva que se desprendía de los ojos azul oscuro de Laurel. La obsesión ya le había acarreado problemas a esa muchacha. Caroline estaba decidida a hacer todo lo que pudiera para rescatarla.
—Querida, tienes que comer algo. Tienes el cuerpo convertido en un saco de piel y huesos.
Laurel no se molestó en mirar su propio cuerpo para comprobar lo que decía Caroline. Aunque la gente le decía que era hermosa, ella nunca se había preocupado mucho por su apariencia; ese era el sector que interesaba a su hermana Savannah. Sabía que el vestido de algodón azul que usaba colgaba de sus hombros como un saco sin forma. Eso no era importante. Tenía un armario repleto de hermosos vestidos y prendas caras allá en Georgia, pero la persona que usaba eso había dejado de existir, y por lo tanto también había desaparecido la necesidad de preocuparse por las apariencias.
—Necesito descubrir quién es el dueño de ese perro —dijo con más decisión de la que había demostrado en varias semanas—. Alguien tiene que indemnizar el daño.
Pasó sobre el mango del látigo y caminó alrededor de su tía; desprendió su mano del apretón de la mujer mayor y se dirigió de regreso a la casa. Caroline suspiró y sacudió la cabeza, tironeada entre el disgusto y la admiración. Laurel había heredado la decisión de los Chandler, en momentos como ese también denominada la terquedad de los Chandler. Si Jeff viviese para verlo. Pero por otra parte, se dijo Caroline con amargura, si su hermano hubiese vivido ellas no se hubiesen encontrado en ese embrollo. Si el padre de Laurel no hubiese sido muerto, la terrible sucesión de hechos que había seguido a su muerte jamás habría comenzado, y Laurel y Savannah muy probablemente se hubiesen convertido en dos mujeres muy distintas de lo que eran ahora.
—Laurel —dijo Caroline con firmeza, y los tacones de sus zapatos beige repiquetearon intencionadamente sobre el ladrillo gastado del sendero, mientras ella se acercaba de prisa—. Es más importante que comas algo.
—Para mí no.
—Por Dios... —Caroline trató de contener su malhumor. Ella poseía también una buena dosis del carácter decidido de los Chandler. Y necesitaba contenerse si no quería esgrimirlo como quien usa un garrote.
Laurel subió a la terraza, y de una mesa de hierro forjado tomó una vieja toalla para limpiarse las manos. Mamá Pearl resoplaba y rezongaba al costado del ventanal francés y se retorcía las manos regordetas, y sus ojos relucían inquietos.
—La señorita Caroline tiene razón —dijo—. Niña, necesitas comer. Ven, siéntate. Te serviré un plato.
—No tengo apetito. De todos modos gracias, Mamá Pearl. —Se colocó mejor las gafas y se peinó los cabellos oscuros usando los dedos, y después dirigió una sonrisa seductora a la anciana, mientras la adrenalina dinamizaba su cuerpo. La emoción anticipada del combate—. Tengo que encontrar al perro que es el dueño de este perro, y conseguir que se haga un poco de justicia.
—Es el perro de Jack Boudreaux —dijo la anciana, y la cara carnosa exhibió arrugas de desaprobación—. Quién sabe dónde está, pero lo más probable es que se encuentre en la Taberna de Frenchie. Y te aseguro, chere, que no necesitas enfrentarte a esa clase de problemas.
Laurel ignoró la advertencia y se volvió para besar la mejilla de su tía.
—Tía Caroline, siento perderme la cena contigo cuando acabas de llegar, pero regresaré a tiempo para el café.
Dicho esto, esquivó a Mamá Pearl y atravesó el ventanal francés, dejando a las mujeres mayores de pie en la terraza mientras sacudían la cabeza. Mamá Pearl sacó del corpiño un pañuelo para enjugar las gotas de transpiración que salpicaban su frente y su papada.
—Por mi parte, no sé qué será de esa muchacha.
Caroline miró a su sobrina con una expresión sombría en los grandes ojos oscuros y los labios apretados en un gesto reprobador. Cruzó los brazos y trató de rechazar un escalofrío de presentimiento, sin hacer caso de las arrugas que se marcarían en su elegante vestido de lino.
—Pearl, va a buscar justicia. Y no le importa lo que cueste.
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