Capítulo 7
Jack estaba frente a la puerta de la sala, protegido por las sombras del vestíbulo ahora en penumbras. El sonido de las lágrimas de Laurel le afectó, le atravesó el corazón y no le arrancó sangre, pero sí le provocó compasión. No sabía nada de esa casa ni de la gente que la habitaba, pero sabía lo que era ser miembro de una familia mal avenida. Recordaba demasiado bien las palabras amargas, las irritadas disputas, la atmósfera de tensión que determinaba que él y su hermana caminaran de puntillas por la casa, temerosos de que el más mínimo sonido que pudiesen provocar desencadenara una explosión en el padre y descargase sobre uno de ellos o sobre todos la cólera de Blackie Boudreaux.
Lo sabía, y ésa era una razón más para retirarse sin más trámites. Beauvoir era un nido de víboras. Sólo un tonto podría dedicarse a escarbar allí. Y él no era tonto. Era muchas cosas, pocas admirables, pero no tonto.
Aun así no se movió. Permaneció de pie y observó mientras Laurel se enjugaba las lágrimas de la cara y trataba de contener la siguiente oleada. Ella trataba de respirar con más regularidad, parpadeaba furiosamente para eliminar la humedad que se le acumulaba en los ojos, se atareaba limpiando las gafas con un trozo de su falda. Dieu, era una muchacha dura. Creía estar sola. No había nada que le impidiese arrojarse boca abajo sobre el elegante diván dorado gritando a pleno pulmón, si así lo deseaba. Pero trataba de contener sus emociones, se esforzaba por mantener el control.
Antes de que la simpatía pudiese arraigar demasiado, Jack se puso en movimiento.
—Querida, ¿lista para salir?
Laurel se sobresaltó al oír la voz de Jack. Con movimientos torpes volvió a ponerse las gafas y se pasó la mano sobre los cabellos, que habían comenzado a secarse. Se maldijo porque estaba mostrándose tan desvalida, pero eso no alivió su estado.
—Creí... creí que habían ido a mover el automóvil.
Jack sonrió
—Mentí —dijo.
Ella lo miró fijamente durante un momento, mientras el reloj de pie, en una pared lateral de la habitación, marcaba el paso de los segundos, ella tenía perfecta conciencia de que estaba sola con ese hombre.
—¿Por qué?
Él se paseaba por la habitación, y como por descuido se apoderaba de objetos que habían estado en la familia durante generaciones enteras, los examinaba distraídamente y los dejaba a un lado. La miró mientras recogía un pisapapeles de cristal y lo sostenía en la mano como si hubiera sido una pelota de béisbol.
—Porque no me agradó su beau-pete. Y no puedo decir que tampoco me complaciera mucho su maman.
—Cuando lo sepan, se sentirán abrumados.
—No. —Sonrió de nuevo con esa sonrisa perversa, arrojó al aire el pisapapeles y lo recogió con una mano. Laurel se sobresaltó—. No se sentirán abrumados, pero les molestará. Llegaran tarde a cenar.
Sí, sobre todo Vivian se sentiría muy molesta. Laurel contuvo el ansia de sonreír, y su boca se deformó como los labios de la Mona Lisa.
—Bien, usted se divierte con mucha facilidad.
—Todos deberíamos hacer lo mismo. La vida es demasiado breve.
Él ahora estaba al lado de Laurel, y miraba en dirección contraria. Su brazo casi rozó el hombro del joven cuando él extendió una mano para tocar algo que estaba sobre un estante. Ella se dijo que debía apartarse, pero antes de que pudiera hacer un solo movimiento él se volvió y se puso detrás de Laurel, y la rodeó con los brazos, e inclinó la cabeza para murmurarle al oído.
—Entonces, ¿por qué no vamos a su antiguo dormitorio y dedicamos un rato a la diversión? A mí me gustaría quitarme estas ropas mojadas y ponerme algo caliente.
Un estremecimiento atravesó la piel de Laurel cuando el aliento de Jack le recorrió el cuello y descendió por el frente de su blusa, acariciándola, tentándola, avivando en ella las brasas del deseo. Bajo la seda húmeda del sostén los pezones se le endurecieron. La calidez a la cual él se refería se avivó en el centro de su vientre. Trató de apartarse de Jack, pero él la sostuvo con facilidad, apretando las manos contra el vientre de la muchacha, la presión de los dedos surcó su piel como un fuego. Él descendió por el cuello de Laurel, apartando el cuello de la blusa para explorar la curva del hombro, y su pulso pegó un brinco.
Jack emitió un gruñido grave y gutural al ver cómo reaccionaba Laurel. Seguramente ahora ella no estaba pensando en lady Vivian.
—Vamos, preciosa —murmuró Jack—. Seguramente en este establo hay un montón de camas vacías.
—Y continuarán así —dijo Laurel. Esta vez, cuando ella intentó desprenderse, Jack la dejó ir. Laurel se apartó un poco y se volvió para mirarlo—. ¿Cómo piensa que podremos volver al pueblo? —preguntó, tratando de calmar con una dosis de pragmatismo sus nervios inquietos.
Jack hundió las manos en los bolsillos y encorvó un poco el cuerpo, en un intento de disimular su propia respuesta al estímulo.
—Llamé a Alphonse Meyette. Él y Nipper vendrán a remolcar el Corvette hasta el taller. Le dije que ordenase a Nipper que me traiga el todoterreno. Querida, la llevaré a su casa.
Laurel reaccionó irritada ante la mueca perversa.
—¿Dónde escuché antes esa misma frase?
Él se inclinó hacia la joven, desafiándola a defender su terreno, con los ojos oscuros desbordantes de malas intenciones.
—La verdad es que preferiría llevarla a pasear por el piso de arriba —dijo, y su voz descendió hasta convertirse en un susurro brumoso.
Ella no pudo evitar una sonrisa ante tanta audacia. Cruzó los brazos y sacudió la cabeza.
—Señor Boudreaux, conozco muy bien su reputación con las mujeres.
Él se acercó todavía más y quedó a pocos centímetros del cuerpo de Laurel, y esta comprendió demasiado tarde que él la tenía casi atrapada contra el respaldo del diván. Apoyó una mano a cada lado de la joven e inclinó la cabeza hacia adelante, y su mirada la retuvo como un imán.
—Entonces, ¿cómo es que todavía no estamos en la cama?
Laurel adelantó una mano para rechazarlo. Se dijo que era una idea terrible cuando la palma de su mano se aplastó contra el músculo macizo de su pecho desnudo. Él tenía la piel cálida y suave, una combinación que por algún motivo le resecó la garganta, al extremo de que apenas pudo hablar.
—Dios mío, el tamaño de su ego es sorprendente —dijo con sequedad.
Los ojos oscuros chispearon, la sonrisa se ensanchó y los hoyuelos aparecieron en las mejillas. Enarcó el entrecejo.
—Debiera ver el resto de mi persona.
El lado cómico de la situación la venció. Si la declaración de Jack en efecto hubiera sido efecto del ego, ella podría haberlo abofeteado, y ciertamente le habría regalado un comentario agrio para manifestarle su opinión respecto a los hombres prehistóricos que creían que el valor de un individuo y la buena voluntad de una mujer eran factores todos que se reducían a unos pocos centímetros de pene. Pero había humor en esos ojos oscuros que la invitaban a compartir la broma, no a ser su víctima. Ella trató de mirarlo con severidad y falló, y en cambio se entregó irremediablemente a una catarata de risas.
—Si yo no tuviese tan elevada opinión de mí mismo —dijo Jack mientras apoyaba una cadera en el diván y cruzaba los brazos—, podría sentirme ofendido.
Laurel respiró hondo y se colocó mejor las gafas sobre la nariz; ahora se sentía mejor, más fuerte. Vivian la había desequilibrado gravemente. Al llegar a Beauvoir había experimentado muchas cosas con las cuales no podía enfrentarse todavía. Pero Jack había apartado su atención del oscuro torbellino emocional que amenazaba tragársela y, de ese modo, ella había atinado a reafirmar su posición. Le dirigió una mirada de reojo, preguntándose si Jack tenía idea de que ella no había reído en esa casa a lo largo de veinte años.
El Corvette fue retirado del borde del pantano con unas pocas maniobras y remolcado hasta el garaje de Meyette. Laurel observó la maniobra desde el asiento del copiloto del todoterreno de Jack, mientras el perro Huey ocupaba el lugar de Jack, detrás del volante. La lluvia había cesado, y todo estaba mojado y relucía. Entre las nubes se deslizaba un haz de luz broncínea que recortaba la silueta del pantano. Soplaba un viento limpio y fresco, pero el trasfondo sombrío del bayou se prolongaba como siempre. Laurel se estremeció con sus ropas húmedas, mientras desviaba la atención del camión de remolque a la densa espesura que los rodeaba. Sin pensarlo, levantó una mano para mordisquearse la uña del pulgar.
Ella había crecido allí, al borde del Atchafalaya, pero nunca había creído compartir sus secretos. El pantano era un mundo en sí mismo, un lugar primario, antiguo y misterioso. Siempre lo había considerado una entidad, no sólo un ecosistema. Algo que tenía mente, y ojos, y un alma sombría y oscura. Esa impresión la envolvió ahora, mientras el remolque de Alphonse Meyette se dirigía a Bayou Breaux y el silencio comenzaba a invadirlo todo. El silencio expectante y extraño del pantano.
El silencio llegó acompañado por el pensamiento del crimen y la acarició con su mano fría, y ella tembló de nuevo y se frotó los brazos con las manos, mientras una imagen atravesaba su mente. Una joven arrojada allí, sola y muerta, y el pantano mirando, sabiéndolo todo, guardando sus secretos.
—Eh, perro infecto, fuera de mi asiento.
La voz de Jack quebró la terrible visión y ella se sobresalto. Huey gruñó una protesta y fue a instalarse en el asiento trasero, donde se acurrucó convertido en una bola, dándoles la espalda.
—De modo que no es su perro —Laurel elevó los ojos al cielo.
Jack sonrió y se instaló detrás del volante, y los dientes relucieron muy blancos en la penumbra.
—No puedo hacer nada si considera que mi personalidad es irresistible. —Cubrió el regazo de Laurel con una sucia chaqueta de tela de vaquero—. Póngase esto. Convencí a Nipper de que se lo prestase.
Laurel no estaba segura de si debía darle o no las gracias. Sin duda Nipper no era un gran partidario de la limpieza. La chaqueta olía a transpiración masculina, humo de cigarrillo y gasolina, pero el todoterreno era abierto, y el viaje de regreso probablemente la obligaría a pasar frío, sobre todo en vista de que tenía las ropas mojadas. Laurel arrugó la nariz y se puso la chaqueta. Las mangas llegaban más lejos que los dedos de las manos
—¿Está bien?
Ella lo miró mientras trataba de recogerse las mangas.
—Hace un momento parecía un poco deprimida.
—Estaba pensando en la muchacha que encontraron.
Pensaba lo que significaría morir allí sin que nadie lo viese, sin otro testigo que el pantano. Pero se reservó esa parte de sus pensamientos. Tenía una imaginación demasiado vivida, y con excesiva facilidad se ponía en el lugar del prójimo. No era un rasgo conveniente en el caso de la persona que tenía que ocuparse de las víctimas de crímenes violentos. Esa incapacidad para trazar la línea que dividía a la simpatía de la empatía era lo que la hacía vulnerable.
—Ese es un feo asunto —dijo en voz baja Jack con la mano en la llave del encendido, los ojos explorando el páramo cada vez más sombrío. Un búho emitió cuatro notas llenas y después levantó el vuelo desde las ramas de un ciprés próximo, las anchas alas batieron el aire, casi sin ruido. Laurel apretó mejor contra su cuerpo la chaqueta maloliente.
—¿Conocía a alguna de ellas?
Él le dirigió una mirada dura.
—Abogada, ¿está interrogándome? ¿Será mejor que llame a un abogado?
Laurel no quiso preguntarse si el tono de Jack era sarcasmo o una actitud defensiva, no sabía muy bien si deseaba conocer la respuesta.
—Estoy formulando una pregunta inocente. Usted mismo afirma que es un mujeriego, de modo que no sería disparatado que hubiese conocido a una de las víctimas.
—No las conocía. Ninguna vivía en este lugar.
Cuatro cadáveres. Cuatro distritos diferentes de Acadiana, pero no Partout. No eran víctimas del distrito Partout, no eran víctimas halladas aquí. Laurel tenía que preguntarse si eso era así por casualidad o intencionadamente. Si el distrito Partout ocupaba el lugar siguiente en la lista del asesino. Miró la espesura alrededor, y pensó de nuevo en la terrible soledad de la muerte en ese lugar.
El pantano era un lugar inexorable. Hermoso, brutal, vaporoso, seductor y secreto. Aquí la muerte era usual, una parte del ciclo. Los árboles morían, caían y se pudrían, se convertían en parte del suelo fértil, de modo que allí podían crecer más árboles. Las ranas se comían a las moscas de mayo, las serpientes a las ranas, los caimanes a las serpientes. La muerte no hallaba simpatía en este lugar. Era el ámbito de los depredadores.
Miró a Jack. Jack, que había conseguido transformar el estado de ánimo de Laurel en Beauvoir Jack, con su sonrisa demoníaca. Ahora no sonreía. La máscara había caído y revelaba la intensidad que, según ella sospechaba, era la esencia de ese hombre. Un hombre duro. Apasionado. Sombrío.
—Querida, el único lugar en el que yo mato a seres humanos es en el papel —dijo. Sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa y se lo llevó a los labios.
La palabra «mentiroso» resonó en la cabeza de Jack cuando abordó una curva con el coche y se dirigió hacia el pueblo.
Savannah estaba de pie frente al ventanal francés del estudio de Cooper, escondida entre las plantas demasiado crecidas de lilas, al lado de la casa antigua y cómoda, observando mientras él trabajaba. Él estaba sentado frente a su escritorio, inclinado sobre el cuaderno, con un cigarro humeando en el cenicero y un vasito de brandy al lado. La lámpara de mesa era la única luz encendida en la casa, y creaba un oasis de luz suave y aterciopelada alrededor del hombre. Al mirarlo a través del cristal él parecía un sueño, un sueño cálido y dorado que ella nunca podría capturar y retener. Siempre a distancia a causa de una barrera invisible. El pasado de Savannah. La devoción de Cooper a su esposa.
Maldita Astor Cooper ¿Por qué no podía morirse de una vez y acabar con todo? Qué perra cruel era, aferrada a su marido con sus hilos invisibles pese a que ella misma no era más que una cáscara. Tal vez había sido una mujer hermosa en su tiempo. Savannah la imaginaba tierna y recatada y elegante. Todo lo que ella no era. Respetable, la esposa perfecta, la anfitriona perfecta. Pero ahora no era nada, y sólo podía causar sufrimientos a Cooper. Su mente se había esfumado. Sólo vivía su cuerpo, que funcionaba automáticamente, asistido por las enfermeras.
Yo podría darle algo. Yo podría darle todo, pensó Savannah, deslizando distraídamente las manos sobre el arrugado vestido de seda.
¿Así como lo había dado todo a Ronnie Peltier?
Apretó el mentón al oír la amarga voz interior, y se aferró con más fuerza a la rama de lila. Había tenido sexo con Ronnie porque lo deseaba y lo necesitaba. No había motivo para sentirse culpable. No era culpable el modo en que ella se había ofrecido, el modo en que se había dado ni el modo codicioso e insaciable en que había tomado a ese hombre.
Para eso te hicieron, Savannah. Siempre lo necesitas, Savannah.
Ésa era la verdad. La verdad grabada en su cerebro noche tras noche. Era una seductora nata, nacida para el pecado. Era inútil luchar contra su verdadera naturaleza.
Esta noche no había luchado. Los olores del sexo y del Aqua Velva que Ronnie usaba después de afeitarse prolongaban en ella como testimonio del hecho. Ni siquiera habían llegado al remolque en que él vivía antes de sucumbir a la pasión. Savannah lo había obligado a estacionar su camioneta detrás del viejo depósito de madera, y se había puesto a horcajadas sobre él allí mismo, en el asiento trasero del Ford Ranger. Ronnie no había protestado ni pedido explicaciones. Eso era lo que a ella le agradaba en los jóvenes, carecían de complicaciones. No había piedras de molino morales colgadas del cuello de Ronnie Peltier. Estaba dispuesto a bajarse los pantalones y hacerlo por la mera diversión del acto.
Recordó los ojos de Ronnie Peltier, vidriosos a causa de la excitación, cuando ella se había quitado su blusa y le había mostrado los senos desnudos. Savannah se había levantado la minifalda y había recibido ese pene joven gloriosamente duro de Ronnie mientras él le succionaba los pechos, y jadeaba e invocaba los nombres de todos los santos de la Biblia. Cuando llegaron a la casa de Ronnie él estaba a punto para iniciar la segunda vuelta, y la había atacado por detrás apenas ella se inclinó frente a la cama, inmediatamente después de entrar por la puerta principal.
Ahora, la excitación y la vergüenza luchaban por el control en ella, y se retorcían y debatían una contra otra, y a Savannah los ojos se le llenaban de lágrimas y entorpecían su visión de Cooper, que estaba sentado y escribía.
—Maldito seas, Conroy Cooper —murmuró Savannah, que odiaba los sentimientos que se agitaban en su fuero íntimo y encauzaba ese odio hacia Cooper. Él tenía la culpa. Si no se hubiese enamorado de ese hombre, si él no hubiera sido tan condenadamente noble... Era él quien la inducía a sentirse una puta.
No. Ella era una puta. Había nacido puta, y se había entrenado hasta alcanzar la perfección. Cooper lograba que se avergonzara de eso.
Llorando sin ruido, Savannah se apartó de la planta de lilas y se deslizó como un ladrón a lo largo de la casa. Apretó el cuerpo contra la pared de tablas, y en silencio llegó al borde del ventanal francés, y allí apretó la cara contra el vidrio.
Cooper enderezó lentamente la espalda, y se estremeció cuando dejo a un lado la pluma. Sentía entumecido y vacío el cerebro, era como una esponja que ha sido estrujada por manos implacables. Le pareció que la analogía era el último fruto de su inspiración, y extendió de nuevo la mano hacia el lapicero cuando un movimiento en el ventanal francés atrajo su visión periférica.
—¿Savannah?
Murmuró para sí mismo el nombre de la joven, y esforzó la vista para imponerse a las sombras que envolvían los rasgos de Savannah. Por supuesto, era ella. Ahora vendría arrepentida, como le sucedía siempre después de uno de sus pequeños estallidos. Y él la acogería y la confortaría. Ya anteriormente habían recorrido ese ciclo. Savannah era una criatura de costumbres. Cooper frunció el entrecejo al pensar que esas costumbres incluían la tortura que ella misma se infligía, y la degradación.
Apenas él abrió las puertas Savannah cayó en los brazos de Cooper, sollozando como una niña. Cooper la abrazó, la acunó y murmuró a su oído, y sus labios rozaron suavemente la despeinada cabellera.
—¡Lo siento! —exclamó ella, cerrando el puño sobre un pedazo de la camisa de Cooper—. ¡Lo siento tanto!
—Calla —murmuró Cooper en voz baja, suave y calmante—. No llores así, querida, me destrozas el corazón.
—Tú destrozas mi corazón —dijo Savannah, sintiendo en su fuero íntimo un dolor que la desgarraba—. Lo haces siempre.
—No —murmuró él—. Te amo.
—Ámame —Ella contuvo la respiración, y en un murmullo repitió varias veces las palabras, mientras las lágrimas ardientes se desprendían de la barrera formada por los párpados muy apretados—. Ámame... Ámame.
¿No era eso lo que ella siempre había deseado en su vida? Ser amada. Ser apreciada. Y sin embargo, se entregaba a cada momento a hombres que jamás la amarían. La confusión la agitaba y la aturdía, y ella lloraba apoyada en el pecho sólido de Cooper, y se envolvía en el calor de ese hombre, protegiéndose con su fuerza. Se sentía tan perdida. Deseaba ser fuerte, pero no lo era. Deseaba ser buena, pero no podía. Solamente destacaba en el sexo, y eso no era suficiente para lograr que Cooper traicionara sus votos.
—Calla, calla —murmuró Cooper, acunándola.
Ella olía a sexo y a colonia barata. Había estado con otro hombre. Eso no le sorprendió ni lo desalentó. No esperaba fidelidad de Savannah. De acuerdo con su propia definición, ella era una ramera. Aunque eso lo entristecía de un modo profundo y fundamental. Pensó que Savannah, era en muchos aspectos, la expresión misma del Sur. Bella, disipada, obstinada, doliente...
—...¿Cooper?
Savannah se echó hacia atrás y clavó los ojos en la cara de Cooper; ella aún se aferraba con los puños a la tela de la camisa. Él la miró parpadeando, y sus gruesas pestañas rubias se movieron detrás de las gafas para aclarar la visión de los ojos demasiado azules.
—Maldito seas —musitó Savannah, apartándose todavía más—. ¡Ni siquiera me escuchas! Tu mente está con ella, ¿verdad? Con lady Astor. La pura y casta lady Astor.
—No es así —dijo serenamente Cooper. Se acercó al escritorio, desentendiéndose de Savannah, y comenzó a guardar el cuaderno y la pluma, y desprendió la ceniza del buen cigarro habano que había desperdiciado.
—Preferirías que ella estuviese aquí —dijo amargamente Savannah—. Ella no fue a acostarse con Ronnie Peltier el último domingo. No, ella está sentada en Saint Joseph, bonita como una orquídea, muda como un poste...
—¡Basta! —La voz de Cooper resonó como un trueno en el aire.
Se volvió, la aferró por los brazos y la sacudió con fuerza. Se contuvo antes de sacudirla otra vez, y frenó su impulso con un esfuerzo que le provocó un temblor.
—Maldita sea, Savannah, ¿por qué haces esto? —preguntó con voz dura, mientras sus dedos se hundían en la carne de los brazos de la joven—. Me pides amor, y después me obligas a odiarte. ¿Por qué no tomas lo que puedo darte y eres feliz con eso?
—¿Feliz? —repitió ella con gesto sombrío, mirándolo, volcando su corazón en los ojos—. No sé lo que es eso.
Cooper cerró los ojos para contener la emoción y la atrajo, sosteniéndola con un fuerte abrazo.
—No me odies, Cooper —dijo Savannah en voz baja, deslizando los brazos alrededor de la cintura del hombre—. Yo tengo bastante odio para los dos.
—Calla... calla... —Él le apartó los cabellos de la mejilla, y le besó la sien, y después la boca—. Te amo —dijo, con palabras que eran apenas más que un susurro, mientras sus labios rozaban los de Savannah—. Te amo.
—Demuéstramelo.
El reloj del vestíbulo desgranó los segundos de la noche. Savannah lo escuchó con el cuerpo inmóvil, acurrucada sobre el costado de Cooper. Él dormía, respirando profundamente, un brazo sujetando aún a Savannah. Cuando dormía parecía un hombre de más edad. Si su vitalidad quedaba suspendida y tenía que renovar su energía atlética, sólo quedaba la cara, que había afrontado la vida durante cincuenta y ocho años.
Durante un momento ella imaginó que allí yacía su padre, vivo, sosteniéndola con su fuerte brazo. Jeff Chandler habría tenido cincuenta y ocho años si hubiese vivido, y durante un momento ella se permitió preguntar cómo habría sido su propia vida. Hasta qué punto podría haber sido diferente. Quizá ella hubiese llegado a ser la más famosa de las hermanas Chandler. Una actriz, o diseñadora de modas. Y Laurel... quizá Laurel no hubiese necesitado combatir tan duramente en defensa de la justicia.
Pobre niña. Se sintió culpable al pensar cómo había abandonado a Laurel en la Taberna de Frenchie. En realidad, hubiera debido estar ahora en su casa, ocupándose de que Laurel descansara un poco. Su deber era contribuir a la recuperación de su hermana. Pero había necesitado pasar este rato con Cooper. Un momento sin disputas, sin palabras, de modo que entre ellos mediase únicamente el amor.
En el modo de hacer el amor de Cooper todo era dulzura. Siempre la trataba con muchísimo cuidado. Sin prisa. Sin manotazos frenéticos. Sin apremios rudos. Ternura y reverencia. Como si cada vez fuese la primera.
No, pensó, curvando los labios en la parodia de una sonrisa. Su primera vez no se había parecido en nada a esto.
—Tú me deseas, Savannah. Lo he comprendido por el modo en que me miras.
—No sé a qué te refieres...
—Mentirosa. Te gusta provocar, sí, eso es.
—Yo no...
—Bien, te daré lo que estás buscando, niñita.
—¡No! No quiero que me toques. Eso no me agrada.
—Sí, te agrada. No me mientas. No te mientas. Savannah, estás hecha para eso...
Y ella había cerrado los ojos al sentir el primer dolor candente, y había rogado que Ross Leighton se quemase en el fuego eterno.
Asesino de mujeres... Asesino... El único lugar en que mato a seres humanos es en el papel... Mentiroso... Jack, eres un mentiroso...
Se paseó por las habitaciones de L'Amour, indiferente al empapelado que se desprendía de las paredes, indiferente al polvo, al olor rancio de moho y descuido, indiferente a todo lo que no fuese su propia tortura interior. Rugía y gruñía en su interior como una bestia enjaulada, y no había nada que él pudiera hacer al respecto, como no fuera recorrer los penumbrosos cuartos de la casa. No podía soltar a la bestia, porque lo aterrorizaba pensar en lo que podía hacer —enloquecer, suicidarse.
Suicidarse. La idea había cruzado su mente más de una vez. Pero él la rechazaba. No merecía la libertad que la muerte podía aportarle. Su castigo era vivir, sabiendo que él nada valía. Sabiendo que había destruido a la única persona que había visto algo bueno en él.
Evie. Imaginó su cara, suave y bonita, los ojos oscuros grandes y confiados. Esa confianza que lo perforaba como una navaja. Había confiado en él. Era tan frágil como el cristal fino, y había confiado en que él no la destruiría. En definitiva, la había destruido, la había maltratado. La había asesinado.
Un grito salvaje y confuso brotó de las profundidades de su ser, y él se volvió y descargó el puño contra la pared, y los sonidos de la agonía y el impacto arrancaron ecos a la casa vacía. Vacía, como su corazón, como su alma, como la botella de licor que colgaba de los dedos de su mano izquierda. La bestia se revolvía frente a los obstáculos, y él giró y arrojó la botella, y oyó que se destrozaba contra una puerta, al fondo del corredor
—Inútil, falso, descompuesto...
La imagen de Blackie Boudreaux brotó de uno de los rincones oscuros de su mente para aguijonearlo, y él avanzó a tropezones por el corredor, atravesó un cuarto oscuro y salió a la galería alta para escapar de esa cosa.
—No vales para nada, tú no vales para nada...
El recuerdo lo atacó como un demonio, dolorosamente intenso y tan luminoso que se frotó los ojos para esquivarlo. Apretó la espalda contra la pared de ladrillo, se movió, mantuvo rígido el cuerpo hasta que cada músculo tembló a causa del esfuerzo, pero nada detuvo la evocación del recuerdo.
Su madre estaba inclinada sobre el fregadero de la cocina, y la sangre le brotaba de la nariz y el labio. Las lágrimas asomaban a sus ojos y descendían por las mejillas, pero ella no lloraba en voz alta. Sabía a qué atenerse. Blackie no deseaba escuchar gemidos, eso empeoraba su humor. Le bon Dieu sabía que él era bastante cruel en los mejores momentos
Jack se aferró a la falda de la mujer, asustado y colérico, tenía diez años. Demasiado pequeño para hacer algo. Inútil, sin mérito, bueno para nada. Bueno para odiar. Suponía que en eso era experto. Odiaba a su padre con cada célula de su cuerpo, y ese odio lo apartó de las piernas temblorosas de su madre y lo llevó a cruzarse en el camino de Blackie cuando este se acercaba con el brazo preparado para descargar otro golpe.
Un grito agudo atravesó el aire cuando Marie entró corriendo. Jack no miró a su hermanita, pero le gritó que se apartase mientras él se arrojaba sobre el padre. Deseaba ser mas corpulento, más fuerte, deseaba tener fuerza suficiente para golpear a Blackie como Blackie golpeaba a Maman, pero no era así. No era nada más que un niñito minúsculo y débil, exactamente lo que papá le había dicho siempre.
Eso no significaba que no lo intentara.
Cerró las manos para formar puños con el propósito de golpear al viejo lo mejor posible, pero Blackie tenía otras ideas. Movió el brazo destinado a golpear a su esposa y descargó un revés sobre la cara de Jack, despidiéndolo como si hubiese sido una muñeca.
Jack tocó el suelo y la cabeza le dio vueltas y le latió, y las lágrimas le enturbiaron la visión, y el odio lo quemó como ácido.
De pronto, ya no tenía diez años. Era un adolescente, y se incorporó y aferró la plancha de hierro depositada sobre la cocina, y la arrojó con ambas manos apelando a toda su fuerza.
Se sobresaltó cuando su mente abrió las puertas del recuerdo.
Querida, el único lugar en que mato gente es en el papel.
Desde el lugar en que estaba, protegido por las densas sombras de la galería, podía ver la Belle Riviere. Podía ver el patio en sombras y la puerta del fondo, donde aún estaba encendida la luz exterior. Todas las ventanas estaban en sombras. A esa hora la gente normal dormía. Laurel estaba acostada.
—Y me siento inmóvil en la noche y aúllo a la luna —masculló, mientras se deslizaba hacia abajo para sentarse sobre las tablas gastadas de la galería.
Huey surgió de las sombras y se sentó al lado de Jack, con una expresión grave en la cara y los labios colgando flojamente.
—Perro estúpido, ¿no posees la sensatez necesaria para mantenerte apartado de mí?
Laurel sabía a que atenerse. Lo miraba con cautela.
—Y más vale que así sea, mon ange —murmuró, mirando las ventanas oscuras de Belle Riviere.
Ella le había permitido que la besara, le había permitido que se acercase, pero en definitiva lo había esquivado. Mejor así. Él era un hombre que usaba a la gente y un canalla. Asesino de mujeres
La expresión burbujeó en su cerebro, y él se puso bruscamente de pie y entró a trabajar.
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