Capítulo 10
Fueron en el todoterreno de Jack, y se internaron por el camino del bayou, y se desviaron siguiendo un sendero estrecho y cubierto de vegetación, poco antes del lugar donde habían sufrido el accidente. Había hileras de árboles a los lados, y el sendero era accidentado y en el suelo se marcaban profundos surcos. Jack tuvo que avanzar a paso de hombre con el coche, y Huey saltó al suelo, ansioso de iniciar la exploración del nuevo territorio. Laurel se aferró a la puerta, mientras el todoterreno avanzaba dando saltos; ahora ella concentraba su atención en el paisaje. Conocía el lugar. Pony Bayou. Llamado así por un pony de raza, propiedad de un plantador inglés local hacia fines del siglo xviii. El pony fue robado por un habitante cajun, que proyectaba usarlo para la reproducción. Este hecho provocó una profunda enemistad que dio como resultado un terrible derramamiento de sangre, y todo para nada, pues el pony quedó atrapado en el lodo del bayou y fue devorado por los caimanes.
A pesar de su sangrienta historia, Pony Bayou era un hermoso lugar. El espejo de agua era estrecho y poco profundo, con las orillas bajas y llenas de lodo y una considerable espesura de plantas acuáticas y flores. Un lugar perfecto para los cangrejos, como lo demostraba la presencia de dos automóviles bastante maltratados en un recodo del camino.
Dos familias probaban suerte en los bajíos, y las redes sumergidas estaban señaladas por tiras flotantes de plástico de color. Media docena de niños se perseguían unos a otros por la orilla, gritando y riendo. Las madres se habían acomodado en los asientos de un viejo Cadillac marrón, e intercambiaban chismes. Los padres apoyaban el cuerpo en el costado del automóvil, bebían cerveza y fumaban distraídamente. Todos saludaron cuando Laurel y Jack pasaron cerca en busca de un lugar conveniente. Laurel sonrió y devolvió el saludo, contenta de haber aceptado, sintiéndose más animada ahora que estaba lejos de la atmósfera de su familia.
Aparcaron el coche y recogieron el equipo como si se tratara de una antigua rutina. Laurel se puso un par de botas de goma altas hasta la rodilla, apropiadas para vadear, se apoderó de varias redes de malla de algodón y caminó detrás de Jack, que tenía redes sujetas bajo el brazo y un recipiente repleto de carnada. Huey marchaba delante, elevando el hocico para recoger en el aire el olor de la aventura. Jack lo reprendió en francés cuando el animal se echó a las aguas del bayou, y Huey se volvió y se alejó un poco con la cola entre las patas, dirigiendo a Jack miradas doloridas por encima del hombro.
Jack regañó al perro, aunque en realidad se sentía un monstruo porque estaba arruinando el placer de Huey. Laurel también prestaba atención al animal.
—No quedará un solo cangrejo entre este lugar y Nueva Iberia si él está cerca —murmuró.
—Depende de que uno sea buen o mal pescador, ¿verdad? —Laurel enarcó el entrecejo, en actitud desafiante.
—Cuando uno crece pescando para llenar el estómago, llega a adquirir mucha habilidad.
Laurel no dijo nada mientras miraba a Jack, que llenaba las redes con mollejas y cogotes de gallina. Él venía de un hogar pobre. Mucha gente era así en la Luisiana meridional. Pero la sugerencia de una actitud defensiva y amarga en su tono había conseguido conmover a Laurel más que lo que ella habría creído posible.
Uno podía ser pobre y feliz. Después de la muerte de su padre, Laurel a menudo había ofrecido a Dios todos los juguetes que poseía, todos los vestidos de fiesta, a cambio de que le fuera concedida la oportunidad de tener unos padres que cuidaran de ella y de Savannah. Ella había conocido a muchas familias cuyos padres trabajaban en Beauvoir, que tenían poco y sin embargo sonreían y prodigaban afecto a sus hijos. Los cajun se caracterizaban por su antimaterialismo y su intensa orientación hacia la familia. Pero ella sospechaba que ese no había sido el caso de la familia de Jack.
La curiosidad la carcomió, pero se abstuvo de preguntar. Las preguntas de carácter personal no parecían oportunas.
Los dos hundieron las redes en el agua, separándolas bastante. Jack trabajó con movimientos rápidos y metódicos, pues el rito era tan natural en él como atarse los zapatos. Laurel tropezaba a cada momento con las plantas enmarañadas, delicadamente entrelazadas con flores y pequeños arbustos. El lugar que ella había elegido para echar su red estaba ocupado por jacintos acuáticos que intentaban arrebatarle el control de la situación.
—Caramba —murmuró secamente Jack, acercándose a ella y envolviéndola con su cálido olor masculino—. Veo que usted creció comiendo cangrejos comprados en la pescadería.
Laurel le dirigió una mirada ofendida.
—Eso no es cierto. Tiene que entender que hice esto muchísimas veces. Pero no durante los últimos quince años; eso es todo.
Jack depositó la red y ayudó a Laurel a regresar a la orilla, sosteniéndola cuando tropezaba en las raíces y los juncos. Cuando estuvieron de nuevo en tierra firme, él le dirigió una mirada dubitativa.
—Querida, vi el lugar en que usted creció. No imagino que una hija de esa casa viniese a buscar animales a la orilla del río.
—Eso demuestra únicamente que usted es un esnob al revés —dijo Laurel, mientras se quitaba las botas demasiado calientes y permitía que sus pies desnudos se hundiesen en el suelo blando de la orilla—. Papá solía llevarnos a Savannah y a mí a pescar cangrejos.
Se apoyó en el costado del coche y paseó la mirada por el bayou, recordando tiempos más felices. Sobre la orilla opuesta los grandes helechos y las flores de lis silvestres crecían a la sombra de los árboles, y los musgos colgantes y los sauces movían como péndulos sus cintas verdosas. En los lugares más luminosos, las flores de pétalos negros y blancos salpicaban la orilla como, manchas de sol. A lo largo del río, un pájaro carpintero comenzó a golpetear el tronco de un árbol buscando insectos, y el escándalo sobresaltó a una pareja de pajarillos que descansaban en una rama próxima. Las avecillas se alejaron volando, y parecían manchas azul pizarra y amarillo intenso.
—¿Qué le sucedió? —preguntó con voz suave Jack, recordando que este era el motivo que lo había inducido a llevar allí a Laurel. Aprender más de ella, no contemplar el modo en que su expresión se suavizaba cuando paseaba la mirada por el bayou. Eso era nada más que una situación momentánea. Su interés principal era egoísta.
El sentimiento se solidificó como un pedazo de ámbar en la garganta de Laurel.
—Murió —murmuró, y el hermoso espectáculo de la orilla opuesta se convirtió en una imagen confusa, y las lágrimas inesperadas brillaron en sus ojos—. Murió... en un accidente... en los cañaverales...
Un momento veloz y terrible, y la vida de todos los miembros de la familia había cambiado irrevocablemente.
Jack vio la tristeza que cubría la cara de Laurel como un velo, y en un instante olvidó todo lo que se refería a su búsqueda mercenaria de antecedentes. En un gesto automático, extendió la mano hacia ella, le pasó el brazo sobre los hombros y la atrajo suavemente hacia él.
—Eh, querida —murmuró, y sus labios rozaron la piel de Laurel—. No llore. Mi intención no fue que usted llorase. La traje aquí para que se sintiera más feliz.
Laurel contuvo el ansia de apoyarse sobre él, y en cambio se enderezó, irritada por la molestia que le enrojecía las mejillas.
—Estoy bien —resopló y sacudió la cabeza, sonriendo para disimular el deseo de llorar—. A veces me asaltan los recuerdos, pero estoy bien.
Asintió brevemente, como si por lo menos hubiese logrado convencerse ella misma, ya que no lo había conseguido con Jack.
Él la miró de reojo. Una jovencita dura, que reaccionaba cuando lo que en realidad deseaba era derrumbarse. Sí, era una mujer luchadora. Jack lo había aprendido no sólo por su propia experiencia, sino a través de la lectura. De acuerdo con los recortes que él había sacado de la colección que había formado a lo largo de un año, ella se había mostrado tan tenaz como un toro de lidia en sus esfuerzos por atrapar a los presuntos culpables del caso del Condado Scott. Había forzado implacablemente a su personal, pero nadie había trabajado más intensamente que ella misma en su búsqueda de la justicia, un esfuerzo que en definitiva había sido inútil. Jack no podía menos que preguntarse de dónde provenía ese ansia de la verdad y la equidad. Los periodistas habían dicho que era una obsesión. Las obsesiones se originaban en las semillas sembradas a gran profundidad. Jack sabía todo lo que hay que saber acerca de las obsesiones.
—¿Qué edad tenía? —preguntó.
Laurel arrancó una flor de pétalos oscuros, y comenzó a separar metódicamente los pétalos.
—Diez años —dijo.
Él deseaba ofrecer alguna palabra de simpatía, decirle que sabía qué difícil era todo eso; pero en realidad, Jack había odiado a su padre y no había llorado su desaparición ni siquiera durante una fracción de segundo.
—¿Y qué me dice de usted? —preguntó Laurel, dando preferencia a su curiosidad antes que a los buenos modales. Él le había preguntado primero. Habría sido grosero no devolver la pregunta—. ¿Sus padres viven por aquí?
—Están muertos —dijo directamente Jack—. ¿Su padre deseaba que usted fuese abogada?
Laurel contempló la flor mutilada que sostenía en la mano, y se dijo que era una representación de su propia vida. Los pétalos eran como los años que su padre había vivido, todos arrancados y arrojados lejos, de modo que a ella sólo le quedaba la fealdad.
—Él deseaba que yo fuese feliz.
—¿Y el ejercicio del derecho la hizo feliz?
Ella agitó casi imperceptiblemente la cabeza.
—Me dediqué al derecho para conseguir que se hiciera justicia. ¿Y usted?
Para enseñar a mi viejo de lo que era capaz.
—Para hacerme rico.
—¿Y lo consiguió?
—Oh, sí, absolutamente. Obtuve todo lo que necesitaba.
Y después, lo destruí, lo aplasté, lo abandoné.
Jack movió inquieto su peso y pasó de un pie al otro. Ella estaba invirtiendo la situación con una maniobra limpia, fácil y sutil. La miró de reojo.
—Abogada, usted es buena.
Laurel lo miró con gesto de inocencia. .
—No sé a qué se refiere.
—Quiero decir que yo soy quien pregunta, y entonces, ¿cómo es que de pronto estoy contestando?
Ella curvó los labios en una mueca.
—Creí que esta era una conversación, no un interrogatorio. ¿Por qué no puedo formular preguntas?
—Querida, porque mis respuestas no le agradarán —respondió Jack con gesto sombrío.
—¿Cómo puedo saberlo antes de oírlas?
—Confíe en mí.
Laurel aprovechó el silencio para estudiarlo un momento, mientras él miraba el agua marrón con esa expresión intensa y pensativa en la cara. La sensación de que él reunía en su persona a dos hombres muy distintos la asaltó de nuevo. En determinado momento, él era el demonio de mirada áspera que sólo deseaba provocar problemas y pasarlo bien. Al siguiente, era ese hombre cerrado y sombrío que defendía celosamente esa parte de su ser que no deseaba revelar a nadie. Laurel descubrió que ansiaba saber qué había del lado interior de esa puerta. Se dijo que era una curiosidad peligrosa, y eso evitó que formulase más preguntas.
A cierta distancia, sobre la orilla, Huey de pronto emergió de un matorral de espadañas y malezas, ladrando excitado. Los niños que habían estado jugando alrededor de los automóviles de sus padres, a poca distancia de allí, se acercaron a la carrera y chillaron excitados al ver lo que el perro había descubierto: la presa del perro era una tortuga pintada con una salamandra manchada sobre el lomo.
La tortuga se desplazaba lentamente, sin hacer caso del perro que la olfateaba; su andar letárgico parecía contradecirse con su propia y estridente coloración. El caparazón verde ébano relucía como una esfera en el juego de bolos, y estaba cruzada y recruzada por una red de líneas rojo amarillentas. Una ancha raya roja recorría el centro de la caparazón, desde la cabeza a la cola. La salamandra sacaba su larga lengua apuntando al perro, y eso conseguía que Huey emitiese otra serie de aullidos, los que a su vez provocaban los gritos estrepitosos de los niños.
El pobre Huey al parecer no podía imaginar por qué la tortuga no huía a la carrera de modo que él pudiese perseguirla. La tocó varias veces con la pata, y dejó escapar un aullido de sorpresa cuando la salamandra se desprendió de su taxi de caparazón dura y se perdió entre los altos juncos. El perro se volvió y corrió, y derribó a una niña en su prisa por escapar.
Como era el adulto que estaba más cerca, Laurel se aproximó automáticamente para ayudar a la niñita. Alzó diez kilogramos de niña llorosa y regordeta, y los apoyó sobre su cadera como si eso fuera la cosa más natural del mundo.
—No llores, preciosa, ahora estás bien —la arrulló, y acarició un mechón de rizos negros muy suaves.
La niña soltó un último y prolongado gemido para informar al mundo que había sido horriblemente maltratada, y después comenzó a hipar, con su atención de pronto clavada en su salvadora. Laurel sonrió ante el súbito cambio de actitud, ante la inocencia de la cara regordeta y el asombro que se manifestaba en los ojos oscuros, redondos y húmedos. Una manita sucia de lodo se desprendió de la niña y tocó la cara de Laurel.
—Jeanne-Marie, ¿estás bien, bebé? —La madre de la niña llegó de prisa, con las cejas fruncidas a causa de la inquietud y los brazos extendidos.
—Creo que sólo se ha asustado un poco —le dijo Laurel, entregándole a la niña.
Después que una rápida inspección satisfizo la inquietud maternal, la joven se volvió hacia Laurel con una expresión avergonzada en el rostro.
—¡Oh, mire! ¡Jeanne-Marie la ha ensuciado! ¡Lo siento muchísimo!
—No es nada. No se preocupe —dijo distraídamente Laurel, acercando la mano para acariciar el mentón regordete de Jeanne-Marie—. Qué bonita niña.
La madre sonrió, y en su rostro el orgullo y la timidez lucharon por imponerse. Ella misma era muy bonita, en el estilo abundante en curvas de las mujeres cajun.
—Gracias —murmuró—. Gracias por levantarla del suelo.
—Bien, estoy segura de que el dueño del perro se disculpará ante usted —dijo secamente Laurel mirando a Jack por encima del hombro—. Si es que está dispuesto a reconocer que el perro es suyo.
La mujer ciertamente se mostró desconcertada, pero asintió y sonrió, y volvió con el resto de su grupo, y dijo a Jeanne-Marie que saludara con la mano al alejarse.
Laurel saludó a su vez, y después se volvió hacia Jack con un comentario agrio en la punta de la lengua. Pero no atinó a formularlo. Jack mostraba una expresión extraña y dolorida en la cara, como si hubiese visto algo para lo cual no estaba en absoluto preparado.
—¿Qué le pasa a usted? ¿Tiene fobia a los niños o algo parecido?
Jack dominó la emoción que había sentido al ver a Laurel con la pequeña Jeanne-Marie. Dieu, sentía como si le hubieran dado un tremendo golpe. Laurel se había mostrado tan natural, tan afectuosa... En ese momento, su mente concibió automáticamente la idea de que sería una madre maravillosa, como lo habría sido Evie si se le hubiese concedido la oportunidad. Si el hijo de ambos hubiese nacido. Una serie de pensamientos que él no solía permitirse durante las horas del día. Esos pensamientos estaban reservados para la noche, cuando podía demorarse en cada uno de ellos y aprovecharlos para castigarse, y cortar su alma en jirones con los bordes afilados como navajas.
—Ah... no —balbuceó Jack, parpadeando con fuerza y tratando de recuperar el equilibrio mental. Se encogió de hombros y dirigió a Laurel una sonrisa que era muy poca cosa comparada con la que solía mostrar—. Sucede que no sé mucho acerca de los niños. Eso es todo.
Laurel le dirigió una mirada.
—Apuesto a que sabe todo lo que hay que saber con respecto al modo de fabricarlos, ¿verdad?
—Ah, c'est vrai. En eso soy un verdadero experto. —Esbozó su sonrisa acostumbrada, y aparecieron los hoyuelos en sus mejillas. La abrazó, sorprendiéndola, y la acercó más y más a él, hasta que estuvieron firmemente unidos—. Querida, ¿desea una demostración? —susurró, y su voz la acarició como si hubiese sido un conjunto de dedos largos y sensibles.
Laurel tragó saliva mientras el deseo sexual áspero y directo la invadía. Su cuerpo respondió instantáneamente al de Jack, como si hubiesen sido amantes durante meses; ahora sintió calor, y una suavidad especial, y cierta agitación. Tenía la palabra «no» en la punta de la lengua, pero la palabra «sí» se desprendió de ella como un vapor seductor y aromático. Advertir ese hecho la conmovió más que la audacia de Jack.
—Ciertamente, usted tiene una elevada opinión de sus propias cualidades —dijo ella, apelando frenéticamente al descaro para rechazar las otras sensaciones que eran más peligrosas.
Él inclinó la cabeza unos cuantos centímetros, y sus ojos oscuros brillaron mientras buscaba la boca de Laurel.
Ella apoyó las dos manos sobre el pecho de Jack y empujó.
Él no se movió. Se limitó a mirarla con una sonrisa.
Irritada, ella lo empujó de nuevo. Él abrió bruscamente las manos unidas sobre la espalda de Laurel, y ella dejó escapar un leve grito de sorpresa cuando cayó hacia atrás. El impulso la desplazó con más rapidez que lo que pudo mover los pies, y aterrizó en un retazo de enredaderas de flores anaranjadas. Las risas agudas le demostraron que los niños habían presenciado su vergonzosa caída. Antes de que pudiera siquiera contemplar la posibilidad de recuperarse, Huey salió de una maraña de arbustos y se arrojó sobre ella, y comenzó a lamerle entusiastamente la cara.
—¡Ug! —Laurel movió la cabeza a un lado y al otro, en un inútil intento por esquivar la lengua del perro, al mismo tiempo que rechazaba ciegamente al animal con las manos.
—Arrete sa! C'est assez! Va-t'en! —Jack reía mientras expulsaba a Huey. El animal saltaba y bailoteaba alrededor de las piernas de Laurel y Jack, mientras este ofrecía la mano a Laurel y la ayudaba a incorporarse—. Catin, no puede vencerme.
Laurel le dirigió una mirada de disgusto, al mismo tiempo que evitaba echarse a reír. Nunca permitía que los sinvergüenzas la divirtiesen. Ella era una mujer equilibrada y práctica. Pero esta faceta de Jack Boudreaux incluía algo tentador, provocativo. El resplandor de sus ojos oscuros la atraía como un imán.
—Usted se comporta de ese modo porque todavía no hemos hecho el amor —musitó Jack, y sus labios seductores se curvaron en las comisuras.
—Usted lo dice como si hubiese una posibilidad en un millón de que suceda.
La sonrisa se acentuó, el magnetismo fue más intenso y él se inclinó un poco más.
—Oh, sucederá, querida —murmuró—. Absolutamente garantizado.
Laurel no tuvo más remedio que reírse y agitar la cabeza.
—¡Dios mío, usted es imposible!
—Oh, no, querida —se burló Jack, abrazándola de nuevo—. Imposible no. Quizá difícil —dijo, enarcando el entrecejo.
La indirecta era inequívoca y ofensiva. Alcanzó a Laurel en dos planos —en uno, elevó todavía más su temperatura interior, y en otro la indujo a reír de buena gana. Jack rió con ella, y ahora las miradas de los dos se encontraron y los dos planos de contacto invisible confluyeron, y se convirtieron en un plano completamente diferente. La risa de ambos resonó en la atmósfera densa, y pareció que la humedad se concentraba alrededor de ellos. Laurel sintió que el corazón le latía un poco más fuerte mientras veía que la máscara del sinvergüenza caía de la cara de Jack. Tenía ahora una expresión intensa, pero era más suave que la que ella había visto antes, y cuando sonreía era una sonrisa más dulce, una sonrisa que le cortaba el aliento en la garganta.
—Me gusta verla reír, tite ange —dijo él, alzando una mano para colocarle las gafas en su sitio. Pasó suavemente la mano sobre la mancha de lodo que Jeanne-Marie había dejado en la mejilla de Laurel. Las yemas de sus dedos rozaron la comisura de los labios de la muchacha.
Lenta, intencionadamente, enganchó el pulgar bajo el mentón de la joven y la obligó a elevar la cara mientras él acercaba su boca.
La excitación recorrió el cuerpo de Laurel como el chisporroteo de los fuegos artificiales el cuatro de Julio. Su actitud no era inteligente, se dijo incluso en el momento en que sintió que sus labios se suavizaban al contacto con los labios de Jack. Ella no tenía fuerza suficiente para mantener una relación, y no buscaba establecerla. En todo caso, no podría haber hallado un candidato menos apropiado. Jack Boudreaux era un individuo desordenado, irreverente e imprevisible, y se burlaba de la profesión y el sistema que inspiraban tanto respeto en ella. Pero ninguno de estos argumentos apagó el fuego que ardía intensamente cuando él le sujetó la cintura y deslizó su lengua en la boca de Laurel. Las llamas bailotearon en su interior, le desgarraron las venas, y como plomo fundido le quemaron la boca del estómago.
Jack gimió profundamente y ella sintió que se derretía al contacto con el cuerpo masculino. Esa pequeña tigresa que rugía y lo arañaba en lugar de aceptarlo pasivamente. Ella no deseaba que Jack se le acercara, pero una vez cruzado el obstáculo, reaccionaba frente a él con una dulzura que cortaba la respiración de Jack. Él la deseaba. Estaba decidido a tenerla. Al demonio con las consecuencias. Al demonio con lo que ella pensaría de él más tarde. Ella no pensaría nada que no fuese la verdad: que él era un canalla, que usaba a la gente. Todo eso era cierto. Y nada de todo eso modificaba la situación.
Jack sintió que le dolía el contacto con los pequeños senos aplastados contra su pecho. Tenía el miembro erecto, latiendo de deseo, presionando dolorosamente su bragueta, mientras el vientre de Laurel presionaba sobre él. Ahora. Ahora, pensó Jack. Aquí. Con el zumbido de los insectos en el aire denso. Con el sol quemándoles las espaldas. Con la hierba abundante y los helechos detrás de Laurel. Con el olor salvaje y fecundo del bayou impregnándolos, mientras él la llenaba con la esencia de su virilidad.
Él enredó una mano en los cabellos cortos y sedosos, y la otra comenzó a explorar los botones. Pero su mano se paralizó cuando un sonido agudo y estridente atravesó la bruma de su cerebro. Risas. La risa de algunos niños. Jack levantó de mala gana la cabeza, a tiempo para ver unos ojos redondos y una nariz aplastada que desaparecían detrás del tronco de un sauce.
Laurel lo miró parpadeando. Asombrada. Aturdida. Desorientada. Sus gafas estaban empañadas por el vapor.
—¿Qué pasa? —murmuró sin aliento, con los labios quemándole y ardiendo, la boca cálida y húmeda y ultrasensible, las sensaciones que hallaban eco en una región más íntima de su cuerpo.
—Aunque en ciertas cosas me agrada mucho tener público —dijo secamente Jack—, ésta no es una de ellas.
Otra serie de risitas resonó detrás del árbol, y Laurel sintió que las mejillas le ardían. Miró hacia abajo con la intención de observar sus propios pies, pero entonces descubrió la impresionante prueba del estado de excitación de Jack. La sensación dolorosa en su interior se tensó como un puño cerrado, y Laurel precisamente por eso se sorprendió de sí misma. Ella no se descontrolaba con los hombres. Jamás. No lo deseaba. Y no podía soportar la idea de que así fuera.
—Cómeme con los ojos, querida —dijo burlonamente Jack—. Y sufre por tu insatisfacción. Es todo lo que podrás tener de momento.
Laurel le dirigió una mirada de disgusto, y le aplicó un empujón ineficaz.
—Boudreaux, ve a mojarte la cabeza en el bayou.
Él sonrió como un pirata.
—Ma douce amie, el problema no está en mi cabeza.
Ella movió los ojos y comenzó a apartarse, no fuese que él intentara nada especial, y después comenzó a retornar al todoterreno y a sus botas.
—Vamos, Casanova. Veamos si puede atrapar algo, además de mis insultos.
Regresaron al agua y Jack levantó la primera de las redes, mostrando una buena captura de quince a veinte cangrejos. Las pequeñas criaturas se desplazaban unas sobre otras, moviendo las garras. Parecían langostas diminutas, el cuerpo rojo bronceado, con ojos negros como cuentas y largas antenas. Laurel mantenía abierto un saco mientras Jack volcaba allí el producto de su pesca. Recorrieron las hileras de redes, y tuvieron parecida suerte en cada una. Cuando terminaron, tenían tres sacos repletos.
Ahora, el sol había cobrado un color anaranjado y comenzaba a descender en el cielo. Se aproximaba la caída de la tarde. Con ella llegarían los mosquitos. Siempre presentes en la región del bayou, despegaban del agua en escuadrones al anochecer para iniciar su misión, es decir, la búsqueda de sangre.
Laurel arregló las cosas con pulcritud y eficiencia en la parte trasera del vehículo. Jack acumuló las suyas en desorden. Los sacos de cangrejos fueron a reunirse con el resto del equipo, un método que Huey miró con sumo escepticismo. El perro fue a ocupar su lugar de costumbre y se sentó con las orejas erguidas, la cabeza inclinada a un lado, emitiendo un sonido de preocupación mientras exploraba con el hocico y con la pata los sacos que se retorcían.
En el trayecto de regreso al camino principal, Jack se detuvo al lado del viejo Cadillac y entregó uno de los sacos repletos a las familias, que probablemente dependían de esa captura para preparar unas pocas comidas gratis. El regalo fue ofrecido sin ceremonias y aceptado con elegancia, y el coche arrancó de nuevo perseguido por varios niños que arrojaban flores silvestres a Huey.
Todo el proceso fue tan natural como un apretón de manos. La reciprocidad era una tradición que se remontaba al nacimiento del distrito de Acadia en Luisiana, una época en que la vida era implacable y dura, y la tierra inexorable. La gente compartía con los amigos, los vecinos y los parientes los buenos y los malos tiempos. Laurel participó en todo el episodio mientras pensaba en que, después de la muerte de su padre, en Beauvoir nadie jamás había ofrecido nada a otro sin imponer previamente ciertas condiciones.
—Eso estuvo bien —dijo, sentándose de costado en el asiento para observar con cuidado la respuesta de Jack.
Él desechó el cumplido con un encogimiento de hombros, aminoró la velocidad del todoterreno para entrar en el camino principal, tomó el cigarrillo que tenía tras la oreja y se lo puso entre los labios.
—Nosotros hemos atrapados más de lo que necesitamos. Ellos tienen muchas bocas que alimentar. Además —dijo, mirando a Laurel con expresión astuta—, no quiero que conciban la idea de que pueden iniciarme juicio en vista de que Huey traumatizó a la pequeña.
—¿Cómo pueden iniciar juicio si el perro no es suyo? —preguntó dulcemente Laurel.
—Querida, díselo al juez.
—Tal vez lo haga —dijo ella, cruzando los brazos y reprimiendo una sonrisa—. Todavía está pendiente el pequeño asunto del jardín de mi tía...
—¡Hermanos y hermanas, sólo a través de Dios podemos ser libres!
Jimmy Lee esperó mientras los ecos de la frase se difundían en el aire, y sintió que le agradaba el sonido de su propia voz trasmitida por los altavoces. No importaba que fueran altavoces baratos, de sonido estridente y metálico. Una vez que el dinero comenzara a volcarse para financiar su campaña contra el pecado, él iría a comprar nuevos altavoces. Y uno o dos trajes blancos. Y una hermosa puta del Barrio Francés para pasar el fin de semana... Sí, en efecto, la vida sería muy agradable una vez que el dinero comenzara a afluir.
Seguramente, llegaría a ser rico y famoso. Era demasiado apuesto para fracasar, demasiado carismático, demasiado eficaz cuando había que fingir sinceridad. Tenía cualidades más destacadas que los restantes televangelistas. Jim Bakker era un tonto, y para demostrarlo cabalmente había ido a parar a la cárcel. Swaggert era descuidado, y recogía a prostitutas en la calle. Ambos se habían visto relegados ahora, y habían dejado el camino de la fama y la fortuna libre para Jimmy Lee Baldwin. En cinco años más tendría una iglesia comparada con la cual la Catedral de Cristal parecería un retrete en el campo. Y no necesitaría continuar viviendo en un bungalow de una sola habitación al borde del pantano olvidado de la mano de Dios.
Los seguidores del Sendero de la Verdad lo aclamaban y lo consideraban la personificación misma de Cristo. Algunos manifestaban un estado de casi éxtasis. Había gente que tenía lágrimas en los ojos. Todos eran estúpidos. En otra época él habría amasado una fortuna vendiendo aceite de serpiente con la promesa vacía de la lluvia a los agricultores agobiados por la sequía. Era un estafador nato. Pero en esta era de la conciencia individual y la búsqueda de la paz interior, la religión era el gran golpe. Como había dicho cierta vez L. Ron Hubbard, si un hombre deseaba enriquecerse, el mejor camino era crear su propia religión. Y Bayou Breaux era el lugar perfecto para la religión de Jimmy Lee, para su «Guerra contra Satán», en el corazón de la Acadiana, donde los buenos cristianos que estaban amontonados como hormigas sobre una cáscara de sandía, donde casi siempre se sufría de escasez a causa del deterioro de la industria del petróleo y de la economía agraria, donde el delito se manifestaba en todos los aspectos de la vida, y la gente necesitaba aferrarse de algo y creer en algo. Había un exceso de católicos para el gusto de Jimmy Lee, pero también había gran cantidad de fundamentalistas tan fervientes y crédulos que estaban dispuestos a aceptar cualquier cosa. Esa gente era el núcleo de su ministerio. Con billetes de banco lo elevarían al estrellato y lo sostendrían con su esfuerzo. Jimmy Lee contemplaba los rostros patéticos y ávidos de sus seguidores, y sonreía.
—Así es, mis amigos en Cristo —dijo, caminando hasta el extremo opuesto del camión alquilado que esa tarde le servía como escenario—. Sólo a través de la fe. ¡No a través del licor o las drogas o los pecados de la carne!
Le encantaba el modo en que podía desarrollar una frase hasta convertirla en un trueno impresionante. Eso también agradaba a sus fieles. En la multitud había mujeres que parecía que realmente alcanzaban el orgasmo gracias a la magia de la voz de Jimmy Lee.
—Y así son las cosas, mis hermanas y mis hermanos bienamados —dijo con voz suave.
Acercó a la cara el pañuelo arrugado y se secó el sudor que le corría por la frente. La jornada se había convertido en un baño de vapor. Tenía la camisa blanca completamente empapada. La chaqueta de hilo colgaba de sus hombros como un empapelado húmedo. Ansiaba desesperadamente darse una ducha fría y descansar desnudo en su cama, con una hermosa jovencita consagrada a la tarea de reavivar las energías del predicador con su boca dulce y cálida. Pero por el momento estaba obligado a permanecer en ese camión, castigado sin descanso por el sol ardiente. Lo primero que haría cuando fuese rico y famoso era trasladar su ministerio a mucha distancia de Luisiana.
—Por eso debemos afrontar este combate. Por eso tenemos que vencer a nuestro perverso enemigo, que quiere tentarnos a todos y entregarnos a las garras del mal. ¡Ésa es la razón por la cual tenemos que destruir las guaridas de la iniquidad!
Movió el brazo para señalar la Taberna de Frenchie, que se levantaba detrás del estacionamiento, y la pequeña asamblea de devotos estalló en vivas como la turba reunida frente a la puerta del doctor Frankestein. Esas ovejitas entusiastas. Jimmy Lee sonrió para sus adentros.
Laurel descendió del coche, avanzó irritada varios pasos hacia el grupo reunido allí, y se detuvo bruscamente, y las suelas de sus zapatos aplastaron la fina conchilla blanca. Se le tensaron todos los músculos cuando su conciencia luchó con la parte de su ser que proponía la defensa de su propia seguridad. Ésta no era su lucha. Ella no estaba en condiciones de afrontar el combate. Y sin embargo, se sentía tan irritada...
Oyó de nuevo la voz de Stephen Danjermond, grave y al mismo tiempo cálida, la voz de un hombre que sabía a qué atenerse.
—De modo que usted abraza la causa de esa gente, ¿verdad, Laurel?
—¿También ahora lo pondrás en su lugar, tite chatte? —preguntó Jack.
Ella le dirigió una mirada hostil y se apartó.
—Les diré a los Delahoussay que llamen al alguacil. Si nadie está dispuesto a ayudarlos, es lo menos que puedo hacer.
Jack se encogió de hombros.
—Adelante, querida. Si crees que eso te servirá de algo.
—Sí, ciertamente eso creo.
Él elevó los ojos al cielo y caminó detrás de la joven.
—Todavía no has conocido al alguacil Kenner, ¿verdad, preciosa?
Laurel consideró retórica la pregunta. No veía que eso implicase ninguna diferencia. Baldwin y su congregación estaban introduciéndose en la propiedad ajena. Eso era ilegal. La tarea del alguacil era imponer la ley. Es decir, todo muy sencillo.
Tenían que pasar frente al improvisado escenario de Baldwin para llegar a la taberna. Laurel irguió la cabeza y dirigió una mirada de odio al predicador.
Jimmy Lee la había reconocido apenas ella entró en el estacionamiento con Jack Boudreax. Laurel Chandler. Sí, hoy Dios lo favorecía.
Esperó hasta que ella estuvo casi a la altura del camión, antes de llamarla.
—¡Señorita Chandler! ¡Señorita Laurel Chandler, por favor, no pase de largo!
Ella no hubiera debido aminorar el paso. Hubiera tenido que continuar en línea recta hacia la taberna. No quería implicarse en el asunto más de lo que ya estaba. Pero sus pies vacilaron automáticamente cuando oyó su nombre, y algo la indujo a volverse hacia Jimmy Lee Baldwin. No era el carisma del predicador, como probablemente él hubiera preferido creer. Ni su aire de autoridad. Era algo que la había acompañado desde la niñez. La necesidad de enfrentarse a un prepotente. La necesidad de lograr que la gente comprendiese que un hombre era un charlatán. La necesidad de luchar por la justicia.
Se volvió y caminó directamente hacia el vehículo que Baldwin usaba, y miró hostil al predicador.
—Hermana, únase a nosotros —dijo Jimmy Lee, señalándola con una mano—. No sé qué dominio ejerce sobre usted este lugar maligno, pero yo sé, yo sé que en el fondo usted es una persona buena.
—Que es más de lo que yo puedo decir de alguien decidido a molestar a los ciudadanos respetuosos de la ley —replicó ásperamente Laurel.
—La ley. —Jimmy Lee inclinó la cabeza, y una expresión grave se dibujó en sus rasgos regulares—. La ley protege al inocente. Y los culpables se ocultan como lobos con piel de oveja, se esconden amparados por la ley. ¿No es cierto, señorita Chandler?
Lauren permaneció inmóvil. Los ojos de Baldwin encontraron la mirada de la joven, y un escalofrío recorrió su cuerpo a pesar del calor del día. Ese hombre sabía. El canalla sabía a qué atenerse, y estaba dispuesto a usar lo que sabía en su propio provecho. Sin necesidad de mirar, ella podía sentir las expresiones de curiosidad del grupo de alrededor de cincuenta seguidores de Jimmy Lee. Él sabía. Y ellos también se enterarían. Sabrían que ella había fracasado. Que la justicia se le había escapado de las manos como una pastilla de jabón húmedo.
—Amigos míos... —La voz de Baldwin llegó a ella como si partiese de un lugar muy lejano, al extremo de un largo túnel—. La señorita Chandler ha sido también un soldado en la lucha contra el más horrendo de los delitos, los crímenes cometidos en perjuicio de niños inocentes. ¡Los crímenes perpetrados por almas depravadas que se disimulan y están entre nosotros, que de día muestran sus caras virtuosas y de noche someten a nuestros niños a delitos sexuales indescriptibles! La señorita Chandler conoce nuestra lucha, ¿no es así, señorita Chandler?
Laurel apenas lo escuchaba. Podía sentir el peso de las miradas de todos fijas en ella, el peso del juicio general. Ella había fracasado... actos sexuales indescriptibles... Se estremeció al sentirse empujada hacia adelante, obligada a hacer algo para protegerse... actos sexuales indescriptibles... «¡Ayúdanos, Laurel! ¡Ayúdanos!»...
Jack vio que Laurel palidecía, y rogó que Jimmy Lee se quemase en el fuego eterno. Su propia filosofía personal de la vida era vivir y dejar vivir. Si Jimmy Lee quería aprovecharse de Dios, era asunto suyo. Si la gente se mostraba tan estúpida que lo seguía, eso no era problema de Jack. Él habría continuado ignorando a Baldwin y a su banda de lunáticos. No estaba dispuesto a intervenir en disputas ajenas. Pero el canalla había llegado demasiado lejos. Se las había arreglado para lastimar a Laurel.
Antes de que pudiese adivinar siquiera lo que le esperaba, Jack se subió a la tapa del motor del camión que Baldwin había tomado en préstamo, y procedió a subir a la cabina. Descendió sobre la parte trasera chata y aterrizó detrás de Jimmy Lee, que se sobresaltó como un caballo asustado, pero que no se movió con rapidez suficiente para evitar a Jack.
Jack se apoderó del brazo de Baldwin, y con movimientos hábiles y discretos lo retorció tras la espalda del predicador, con una llave que había aprendido de su padre en su propia carne. Sonrió al hombre como si hubiera sido un hermano perdido hace mucho tiempo, y habló entre dientes con un tono de voz que sólo Jimmy Lee alcanzó a escuchar.
—Jimmy Lee, tiene dos posibilidades. O sucumbe bruscamente al calor del día, o le romperé todos los huesos del brazo.
Baldwin miró esos fríos ojos oscuros y tembló de la cabeza a los pies. Había escuchado rumores acerca de Jack Boudreaux... que era un individuo salvaje e imprevisible, afable en cierto momento y cruel como el pecado al siguiente. A juzgar por todas las versiones provenientes de las personas que leían sus libros, Boudreaux era un individuo gravemente desequilibrado. Sentía la llave en la muñeca, y Jimmy Lee pensó que alcanzaba a percibir cómo los huesos se le tensaban bajo la presión.
—Muy bien, Jimmy Lee —la sonrisa de Jack pareció congelarse un poco más—. Creo que le voy a fracturar el brazo.
Unos murmullos inquietos comenzaron a recorrer a la gente reunida, como si hubiesen sido truenos lejanos. Jimmy Lee rechinó los dientes. Estaba perdiendo impulso, perdiendo el control de su público. Maldito Jack Boudreaux. Él los tenía al borde del frenesí, dispuestos a recorrer el camino que llegaba a la grandeza del televangelista. Miró a sus partidarios y al hombre que tenía detrás.
—El pecado —dijo, mientras se acentuaba la presión en el brazo—. ¡Siento el calor intenso del pecado! —Elevó los ojos al cielo y se balanceó dramáticamente sobre los pies—. ¡Dios mío, ten compasión! ¡El calor del pecado! ¡Los fuegos del Infierno!
Jack lo soltó y lo miró con una mezcla de cinismo y satisfacción mientras Baldwin oscilaba sobre su eje. Sin duda era un auténtico actor, y ahora trastabillaba y se balanceaba, y la cara se le deformaba, y la voz le salía en un jadeo mientras el público lo miraba alarmado. Varias mujeres gritaron hasta que finalmente Baldwin se derrumbó sobre el suelo del camión y se contorsionó durante treinta segundos más.
La gente corrió hacia la figura de Baldwin. Jack se acercó al cuerpo postrado del predicador y tranquilamente le quitó el micrófono.
—¡Eh, todos ustedes! ¡Vengan a la taberna y apaguen los fuegos del infierno! —gritó, con una sonrisa demoníaca—. ¡Yo pago las copas! Laissez le bon temps rouler! ¡Y digan que Jack los envió!
El contingente de clientes de Frenchie que estaban de pie en la periferia de la multitud o haraganeaban en la galería, lanzaron un coro salvaje de vivas y aullidos y se abalanzaron sobre la barra. Jack descendió del camión. Laurel ni siquiera lo miró, y en cambio se volvió y empezó a caminar , hacia el coche.
—Eh, querida, ¿a dónde vas?
—A casa. Por favor —dijo Laurel, y en su rostro se reflejaban todos sus sentimientos. Sentía una opresión en el pecho y en la cabeza. Deseaba y necesitaba huir.
Jack le aferró el brazo y caminó a su lado.
—Eh, no puedes escapar así. T-Grace seguramente te reservó el lugar de honor.
—¿Por qué? —Ella se detuvo y miró a Jack con el cuerpo vibrándole a causa de la tensión, la cara con arrugas de cólera y algo como vergüenza que enturbiaba el azul de sus ojos—. Fracasé. Perdí.
Jack frunció el entrecejo, confundido.
—¿De qué demonios estás hablando? ¿En qué fracasaste?
Ella sintió que se ahogaba. Había perdido la batalla. Si no hubiera sido por Jack, habría sufrido la peor humillación. Sentía que Baldwin había extendido hacia ella su mano y le había arrancado esa parte de su pasado que podía mostrar a sus propios partidarios como un experimento científico fallido.
—Laurel, te enfrentaste a él —dijo Jack en voz baja—. Eso fue más que lo que otro cualquiera estaba dispuesto a hacer. No le asestaste el golpe de gracia. ¿Y qué? Ánimo, querida. No estás a cargo del mundo entero.
La última frase evocó un recuerdo que se originaba en el período en que había estado en la Clínica Ashland; era la voz del doctor Pritchard. Qué egocéntrico de su parte creer que ella era el centro de todo, la salvadora del mundo, que el futuro del mundo descansaba por completo sobre sus hombros.
Estaba reaccionando con exceso.
Había vuelto allí para curarse, ¿verdad? Para reasumir el control de su vida. Si huía ahora, si escapaba de esto, estaría sumergiéndose de nuevo en el pasado cuando había jurado superarlo.
Miró a Jack y la inquietud que se manifestaba en los ojos de ese hombre, y se preguntó si él por lo menos sospechaba de qué se trataba.
—Gracias —murmuró. Sintió deseos de mover una mano y tocarle la mejilla, pero le pareció que era un gesto peligrosamente íntimo, de modo que en cambio cerró los dedos para convertirlos en un puño.
Jack la miró con suspicacia.
—¿Por qué?
—Por haberme salvado.
—Oh, no. —Él sacudió la cabeza y retrocedió un paso, y levantó las manos como para rechazar la gratitud de Laurel—. Querida, no me conviertas en héroe. Se me ofreció la oportunidad de avergonzar a Jimmy Lee, y eso es todo. Yo no soy el héroe de nadie.
Pero él la había salvado —varias veces— de sus propios pensamientos, sus temores, del sombrío pantano de la depresión que amenazaba tragársela. Laurel lo examinó un momento, y se preguntó por qué él prefería la imagen del muchacho malo antes que la del héroe.
—Vamos, tite ange —dijo él señalando el bar con un movimiento de la cabeza—. Te pagaré una copa. Además, tengo un chiste de abogados... acabo de recordarlo y quiero contártelo.
—¿Por qué crees que deseo escucharlo?
Jack pasó un brazo sobre los hombros de Laurel y la empujó en dirección a la Taberna de Frenchie.
—No, no. Sé que no quieres escucharlo. Ésa es la mitad de la broma.
Laurel rió, y la tensión comenzó a atenuarse lentamente.
—¿Cuál es la diferencia entre un puercoespín y dos abogados en un Porsche? —preguntó Jack mientras rodeaban el camión de Baldwin—. En un puercoespín, las púas apuntan hacia afuera.
Cruzaron el estacionamiento, Jack riendo, y Laurel sacudiendo la cabeza, y ninguno de los dos veía que estaban siendo observados muy atentamente.
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