Capítulo 9
Una tensión parecida a electricidad saturó instantáneamente el salón, tensando la piel, erizando los cabellos, paralizando la respiración. El choque inicial dejó a todos inmóviles y mudos, y entonces Olive entró corriendo a la sala, con la cara muy pálida y los ojos relucientes a causa de las lágrimas
—Señora Leighton, no le permití entrar —gimió—. ¡Yo no fui! ¡Ella me empujó!
Vivian aferró del brazo a la doncella y la obligó a salir de la habitación. Savannah las miró cuando se alejaban con una sonrisa jugueteando en las comisuras de su boca sensual. Las reacciones iniciales ante su aparición justificaban las molestias que se había tomado para llegar hasta allí. Hubiera podido volverse y partir de nuevo, pero no estaba satisfecha. Deseaba irrumpir como un tornado en esa pequeña y civilizada reunión, en ese episodio socialmente tan correcto, y de paso, al retirarse, deseaba llevar consigo a su hermanita. Ciertamente, no permitiría que Vivian hundiese sus garras en Laurel o que Ross se acercase a un metro de distancia.
Miró más allá de las caras de Glory y Don Trahern y el reverendo Stipple, y concentró la atención en su viejo y querido padrastro. La expresión de Ross era cautelosa, como la de un jugador de póquer que pretende ganar con unas cartas muy flojas. Él aún la deseaba. De eso estaba segura, y sonrió al hombre para que supiera que ella lo sabía. Para recordarle que él la había preferido antes que a su esposa, que a la madre de Savannah. Para reforzar en su propia mente la verdad, que ella era una prostituta nata, y que nunca sería otra cosa. Y la ocasión la complació, sobre todo porque él estaba inquieto y no sabía a qué atenerse.
Se sintió segura y entró en la sala con el paso airoso, meneando las caderas. Se había vestido para la ocasión con un vestido sin mangas escandalosamente breve, una tela blanca con grandes flores rojas, que se ajustaba a su cuerpo como el pellejo a una salchicha. Fuera de los tacones altos rojos, era la única prenda que usaba. Se había puesto al cuello una larga hilera de perlas que acompañaba los aros siempre presentes; y se había peinado los cabellos de arriba hacia abajo, de modo que ahora formaban una especie de capa desordenada y sexy sobre los hombros. Las Ray-Bans completaban el atuendo, ocultando sus ojos y confiriéndole un aire de misterio.
—Savannah —dijo Laurel, que al fin recuperó el habla. Miró a su hermana y eligió con mucho cuidado las palabras—. No esperábamos verte.
—Hubo un cambio de planes —dijo Savannah con voz neutra—. Nena, necesito que me prestes tu automóvil. En vista de que el mío está provisionalmente fuera de servicio.
—Por supuesto. —Laurel dio un paso en dirección a la puerta—. Puedes llevarme de regreso a Belle Riviere. En este momento me marchaba.
—¿Ya mismo? —canturreó Savannah, mostrando su decepción con el gesto del labio inferior, mientras se acomodaba mejor las gafas ahumadas y con la mirada recorría la figura de Stephen Danjermond. Él la observó tranquilamente, sin pestañear, y las comisuras de sus labios se elevaron apenas—. Todavía no he sido presentada como corresponde.
Laurel se mordió la lengua y trató de controlarse, al mismo tiempo que rezaba en silencio pidiendo al Cielo que su hermana no hiciera nada más ofensivo que lo que ella acababa de ver. Deslizó el brazo bajo el de Savannah, con el propósito de controlarla aunque fuese relativamente.
—Stephen Danjermond, mi hermana Savannah. Savannah...
—Fiscal de distrito Danjermond —murmuró Savannah, moviéndose como un gato y extendiendo la mano libre en dirección al hombre que Vivian sin duda había elegido para Laurel.
—Que placer, señor Danjermond. Savannah Chandler-Leighton, a su —su mirada descendió a lo largo del cuerpo delgado y elegante del hombre, y se detuvo sugestivamente—... servicio.
Danjermond no se inmutó lo más mínimo ante esa audacia.
—¿Señorita Leighton? —Enarcó apenas el entrecejo—. ¿Usa el nombre de su padrastro?
—Oh, sí —ronroneó Savannah, acariciando con la punta del dedo la palma de la mano de Danjermond. Volvió los ojos hacia Ross, que estaba al fondo de la sala—. Después de todo, debo mucho a mi padrastro —Alzó un hombro en un gesto indiferente—. Vea, Ross me hizo lo que soy ahora.
—Savannah. —La voz de Vivian cortó el aire como una cimitarra. Mantenía el cuerpo rígido en una actitud regia, al lado de su propia silla, con las manos unidas por delante—. Qué sorpresa verte aquí.
—Sí, supongo que así es —replicó Savannah arrastrando suavemente las palabras, moviendo una cadera y afirmando en ella la mano, en una postura belicosa que se ajustaba perfectamente a su actitud—. Puesto que cierta vez me dijiste que saliera de esta casa y jamás regresara.
A Laurel se le encogió el cuerpo, y sintió en el estómago un nudo de tensión. Se acercó a su hermana, y apoyó la mano sobre el brazo de Savannah, y lo sintió duro y un poco tembloroso.
—Savannah, por favor, salgamos de aquí.
—Sí —dijo Vivian, y su cutis de alabastro enrojeció de cólera—. Por favor, vete. Si no puedes hablar con cortesía y comportarte como una dama, no eres bienvenida aquí.
Savannah rechazó la mano de Laurel, y avanzó hacia la puerta y se detuvo a un metro de su madre. Toda la antigua amargura la carcomía como un ácido, que hervía y quemaba y le arrancaba pedazos del cuerpo. Su cara se convirtió en una máscara agria.
—Nunca fui una dama en esta casa, y se me recibía de buen grado día y noche.
—Hermana, por favor —murmuró Laurel cerrando la mano sobre la muñeca de Savannah. Su mirada pasó de la furia desnuda y el atisbo de lágrimas en los ojos de Vivian a la persona de Ross, que estaba de pie en el fondo de la habitación, de pronto fascinado por el dibujo de una alfombra Aubusson—. Por favor, vamos.
El temblor en la voz de Laurel era lo único que impedía que Savannah cayese sobre su madre y proclamase en presencia de todos los invitados que ella era lo que era porque Ross Leighton la había montado cuatro veces a la semana desde que ella tenía trece años. Y su madre tan pulcra y perfecta nunca había sospechado nada porque Vivian veía únicamente lo que deseaba ver.
Vivian y Ross merecían la humillación que ella les infligía. Pero ése no era el momento. Pobre niña, siempre intentaba pacificar a la familia, y esa tensión no la beneficiaba. Después de todo, Savannah había venido para salvarla. Además, prefería torturar a su madre y su padrastro apelando a episodios breves e interminables.
—Vamos, nena —murmuró, deslizando un brazo alrededor de Laurel.
Salieron del salón y atravesaron el vestíbulo pasando frente a Olive, que permanecía de pie con los ojos enrojecidos, la cara chata pálida y húmeda, los cabellos rojos correosos pegados a las mejillas. La doncella miró hostil a Savannah, que se rió ostentosamente.
Laurel sintió deseos de correr, abrir de golpe la puerta y acercarse de prisa al automóvil, pero estaba pegada a Savannah, que se movía con los movimientos intencionados que uno puede ver cuando sufre una pesadilla, los zapatos de las dos mujeres repiqueteaban sobre el piso de mármol. No se atrevía a correr. Cuando Savannah sufría uno de esos accesos, era imposible adivinar lo que haría y lo que podía provocarla. Afuera, comenzaba a salir el sol. Las nubes bajas que habían traído el aguacero ya comenzaban a dispersarse en finas tiras de gasa que se alejaban flotando. La humedad colgaba en el aire como vapor espeso, casi irrespirable, acentuando los intensos aromas verdes del boj y la buganvilla. Savannah se detuvo en la terraza como si tuviese a su disposición el día entero, y paseó la mirada sobre lo que hubiera sido su dominio de haber vivido su padre.
Laurel también lo vio. El amplio prado color esmeralda, más lejos el esplendor semitropical del pantano con sus cipreses, las anchas hojas verdes de la caña de azúcar que se extendían en dirección contraria, más allá del bosquecillo. El hogar de generaciones de Chandler. Generaciones que acabarían con ellas.
—¿Por que tuviste que hacer eso? —preguntó, y casi en el mismo instante deseó haber tenido cerrada la boca.
Savannah se quitó las gafas y enarcó el entrecejo
—¿Por qué? Porque lo merecían. Vine para salvarte.
—¿Salvarme? —Laurel sacudió la cabeza—. Estaba perfectamente. Fue sólo una cena. Y me preparaba para salir.
—Bien, ¿eso es gratitud? —dijo sarcásticamente Savannah, moviendo la cadera—. Hice lo que tú nunca te atreviste a hacer
—No veo de qué sirve hacer una gran escena en público.
—No lo ves, ¿verdad?
La observación hirió profundamente a Laurel. Contuvo la respiración y desvió la mirada, y el sentimiento de culpa y la cólera se entrelazaron en su interior como enredaderas. No era justo que Savannah la criticase porque no había tenido que soportar el abuso de Ross, pero era imperdonable que Laurel se considerase afortunada por la misma razón. El ciclo de los sentimientos nunca terminaba.
—Vayamos a casa y comencemos de nuevo la tarde, ¿quieres? —murmuró. Empezar de nuevo. Para eso había venido ella a Bayou Breaux ¿Por qué creía que era capaz de recomenzar en un lugar donde el pasado nunca se borraba? Quería creer que ellas podían superarlo y seguir adelante, pero con cada minuto que pasaba allí se sentía más y más atraída al fondo del abismo, como si estuviera pisando arenas movedizas, como si caminara sobre el lodo espeso del pantano, que la absorbía y la debilitaba.
Savannah ocupó el asiento del conductor del Acura negro de Laurel, y el vestido se le corrió y dejó al descubierto los muslos desnudos. Laurel pasó por delante del coche y ocupó el asiento del acompañante, con los ojos fijos en la terraza de Beauvoir. Olive estaba de pie en la puerta principal, mirándolas con hostilidad. No había signos de Vivian, que sin duda estaba en la sala, tratando de resolver las cosas de la mejor manera posible con sus invitados.
Pobre mamá, siempre tan temerosa de lo que la gente pudiera pensar.
—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó distraídamente.
Savannah puso en marcha el automóvil y avanzó por el sendero circular, despidiendo a los costados una lluvia de grava aplastada. Apretó el acelerador mientras descendían bajo el dosel de ramas de roble.
—Ronnie Peltier me trajo. —Se echó a reír al oír su propia voz y dejó descansar el brazo sobre el borde de la ventanilla abierta—. Anoche yo lo llevé a pasear tres veces. Supongo que me debía una.
Laurel suspiró y se pasó la mano sobre los cabellos.
—Preferiría que no hicieses eso.
—¿Qué? ¿Mantener relaciones sexuales con Ronnie Peltier?
—Decírmelo. Hermana, no me interesa escucharlo.
—Por Dios, nena —protestó Savannah—. Qué mojigata eres. Tal vez si en efecto tuvieses sexo de tanto en tanto, no reaccionarías con tanta dureza. —Apenas aminoró la marcha cuando entró en el camino del bayou y aceleró para pasar a un camión de gran tamaño, y se alejó mientras una bocina trompeteaba indignada—. Tal vez te convendría salir a pasear con ese individuo tan alto, el fiscal del distrito. Posee cierto atractivo. —Sonrió lentamente, saboreando la idea de gozar de un par de encuentros con Stephen Danjermond—. Apuesto a que tiene un pene gigantesco, y a que copula con los ojos abiertos.
—Te aseguro que eso no me interesa —murmuró Laurel.
—¿Sí? Bien, estoy segura de que a Vivian le interesa. Un hombre refinado, distinguido y bien educado como el señor Danjermond. Si pudiera te entregaría a él en bandeja de plata. Piénsalo. De ese modo ella podría casarte con un hombre que tiene dinero, poder, prestigio, un gran futuro en política, y además, eliminaría de un solo golpe los últimos rastros de tu gran escándalo. Sería perfecto, pulcro, ordenado y frío, exactamente como le agrada a Vivian.
Laurel no tenía nada que decir. También ella había visto el juego de Vivian, y el tema a su juicio no justificaba un comentario. No estaba dispuesta a permitir que su madre la manipulase, pero ya lo había hecho. La idea le golpeó el pecho como un martillazo. Había ido a Beauvoir para suavizar a Vivian. Nada de lo que había sucedido durante esa visita podía deshacerse. A causa de Vivian, Danjermond estaba interesado en ella personal y profesionalmente. A causa de Vivian, Savannah había provocado una escena y ahora se manifestaba entre ellas esa tensión, lo cual a su vez recordaba cuál era la cuña que siempre las mantendría unidas y al mismo tiempo separadas, el abuso de Ross.
—Jamás debí regresar aquí.
—¡Nena, no digas eso! —exclamó Savannah, impresionada por la idea. Se quitó las gafas ahumadas y miró a su hermana, apartando los ojos del camino durante unos buenos diez segundos—. No digas eso. Necesitabas volver a casa. Y prometo que te cuidaré. —Retiró una mano del volante y acarició los cabellos de Laurel—. Eso era lo que yo hacía en Beauvoir, te cuidaba, te protegía de Vivian. Recomenzaremos todo a partir de ahora. Viviremos unidas, tú y yo, y la tía Caroline, y Mamá Pearl. Nos divertiremos muchísimo. Será como en los viejos tiempos.
Laurel aferró la mano de su hermana y la besó y la sujetó con fuerza, mientras la atención de Savannah retornaba al camino. Como en los viejos tiempos. Aquí no olvidamos los viejos tiempos. Pero hubiera sido mejor perderlos de vista.
—¡No pensé que mamá me descubriría! Creí que había salido a encontrarse con sus amigas! —Laurel se aferraba a su hermana y lloraba, sintiéndose miserable y desesperada, ardiéndole la mejilla por el bofetón que Vivian le había propinado.
Se había comportado mal. Mamá estaba furiosa con ella. Sin duda, quizás terminara con un ataque. Laurel pensó. Y todo será por mi culpa. Sabía que no debía llevar a la sala las fotografías de papá, porque si el señor Leighton las veía no se sentiría muy complacido. Se estremeció de nuevo cuando el recuerdo cayó sobre ella como un ave de presa.
Vivian entró en la habitación con una sonrisa en la cara, que se desvaneció cuando vio que Laurel estaba jugando con el álbum de fotografías, el alfiler de corbata que representaba un cangrejo, la corbata que Savannah había retirado a escondidas de las cajas enviadas a la Beneficencia de Lafayette. Todas las cosas que eran recuerdos de papá. Las guardaban en la habitación de Savannah, pero por una vez Laurel había deseado llevarlas a la sala y sentarse junto a la ventana, donde papá la tenía sobre las rodillas los días lluviosos y le contaba historias divertidas que acababa de inventar.
—Laurel, ¿qué estás haciendo? —preguntó Vivian mientras atravesaba la habitación. Había asistido a la reunión de auxiliares del hospital. Siempre usaba el collar con doble vuelta de perlas cuando asistía al hospital. Las perlas chocaron unas contra otras y repiquetearon cuando se aproximó a Laurel, y la cara se le enrojeció bajo el maquillaje perfecto mientras su mirada se clavaba en la colección de recuerdos—. ¿De dónde has sacado estas cosas?
—Yo —Los dedos de Laurel se curvaron alrededor del borde del álbum de fotografías y trató de protegerlo con su propio cuerpo, pero era demasiado tarde. Vivian le arrancó el álbum y contuvo una exclamación.
—¿Dónde has conseguido esto? ¿Qué hace aquí? ¡Es una vergüenza que estés mirándolo! —Cerró con un fuerte golpe el álbum y lo arrojó al asiento del viejo sillón de cuero rojo que había sido el favorito de papá.
Se llevó las manos a las mejillas y comenzó a recorrer un corto trecho, ida y vuelta, ida y vuelta, nerviosa como un caballo de carrera, con los ojos centelleando con algo parecido al pánico.
—¡Es una vergüenza que juegues con estas cosas! ¡El señor Leighton es nuevo en esta casa y tú apareces con todo esto! ¿Qué pensaría él si lo viese?
A decir verdad, a Laurel no le importaba lo que el señor Leighton pensaba. Ese hombre no le agradaba. No le agradaba verlo en el dormitorio de papá. No le agradaba el modo en que él le palmeaba la cabeza. O el modo de mirar a Savannah. No lo quería en Beauvoir.
—¡Él no me agrada! —estalló, y saltó del asiento al suelo, y la rabia determinó que se creyera grande y fuerte, y cruel como un caimán—. ¡No me agrada y no me importa lo que piense!
La bofetada llegó fuerte y dura y le desvió la cara. Las lágrimas brotaron de sus ojos y descendieron por la cara, y sintió la mejilla ardiente y medio entumecida. Vivian la aferró por los hombros y la sacudió.
—¡No te atrevas a hablar así! —dijo fieramente, con los ojos brillantes por la cólera y las lágrimas—. Tu padre ha muerto. El señor Leighton es ahora el jefe de esta casa, y tú serás una niña buena y le demostrarás respeto. ¿Me comprendes, Laurel?
Laurel la miró, deseando que ella no tuviese que contestar afirmativamente. Deseando que pudiera decir que no y aún así que su madre la amase. Pero no podía, y lo sabía. En realidad, mamá ya había llegado al punto en que casi nunca amaba a Savannah.
—¿Me comprendes? —repitió temblándole la voz, al borde del tipo de histeria que siempre la dominaba antes de uno de sus ataques.
—Sí, mamá —balbuceó Laurel, y la irritación y el pesar se trenzaron en su interior como un par de gatos coléricos—. Lo siento, mamá.
El humor de Vivian se enfrió visiblemente. Apretó con menos fuerza los brazos de Laurel. Se inclinó con movimientos dificultosos, porque no deseaba arrugar su nuevo vestido rosado, y acarició varias veces los cabellos de Laurel, al mismo tiempo que se enjugaba las lágrimas. Una sonrisa temblorosa perturbó la boca perfectamente pintada.
—Así tienes que ser. Sé que eres una chica buena. Sabes lo que es importante, ¿verdad, Laurel? Siempre has sido buena —murmuró, resoplando—. La preferida de mamá. Ahora, vete y trata de jugar en otro lado.
Y Laurel se había marchado. Había huido para reunirse con Savannah en la vieja y achacosa casa flotante amarrada a la orilla del bayou. Ahora estaban sentadas en el viejo bateau que papá les había permitido usar, y Savannah la abrazaba y le enjugaba las lágrimas. Laurel deseaba desesperadamente que ella dijese que todo volvería a estar bien; pero Savannah ya no repetía esa afirmación después de que Vivian y Ross habían regresado de su luna de miel.
Tantas cosas habían cambiado tan de prisa. Papá había muerto. Ross Leighton ocupaba su lugar. Ciertas noches esa situación la asustaba tanto que no podía dormir, y trataba de entrar en el cuarto de Savannah, como había hecho siempre, pero su hermana ahora echaba llave a la puerta secreta, y no le explicaba la razón.
—Ojalá pudiésemos tripular el barco y descender por el río hasta Nueva Orleans —murmuraba apoyando la cara en el hombro de su hermana.
—Ojalá pudiésemos huir.
—No podemos —murmuró Savannah acariciándole los cabellos.
—Podríamos ir a vivir con la tía Caroline.
—No —murmuró Savannah con los ojos fijos en el agua—. ¿No comprendes, nena? No hay escapatoria.
El modo de decirlo asustó de nuevo a Laurel, y se estremeció y miró a su hermana, y se sintió vacía y dolorida por dentro al ver la tristeza en los ojos de Savannah. Y de pronto, Savannah sonrió y le hizo cosquillas.
—Pero podemos ir al bayou, y fingir que naufragamos en una isla en medio de la selva —dijo, volviéndose para soltar las amarras del bateau.
Y así permitieron que la embarcación se apartase del antiguo cobertizo que parecía un montón de chatarra y olía a pescado, y navegase por el bayou hasta un lugar donde podían fingir que el mundo era perfecto y Ross Leighton no existía
—Esa Armentine Prejean sabe cocinar —declaró Mamá Pearl, sacudiendo la cabeza con su cabellera lanosa mientras depositaba habas en un cubo de plástico puesto entre sus pies minúsculos—. No prepara nada bueno para Vivian, pero sabe cocinar, te lo aseguro. Si no cocinara para Vivian, te aseguro que aceptarías su comida.
Laurel apartó los ojos de la ensalada de mariscos que estaba mordisqueando. Se había quitado la falda para ponerse un par de pantalones cortos descoloridos y una amplia blusa de algodón púrpura. Y de nuevo se sentía sumergida en un grato anonimato, con las gafas encaramadas sobre la nariz. Todos se habían instalado en la galería del fondo de la Belle Riviere, y allí estaban protegidos por el silencio del patio y la calidez de la tarde.
—Mamá Pearl, la comida fue excelente; yo no tenía mucho apetito, eso fue todo.
Pearl rezongó como un cerdo viejo, la cara carnuda formando arrugas de suprema desaprobación.
—Tú no eres nada más que un saco de huesos. Si no los recubres con un poco de carne, te secarás y el viento te arrastrará.
Savannah se estiró sobre la mecedora acolchada, y dejó a un lado el libro.
—Mamá Pearl, ya sabes lo que dicen: una muchacha no puede ser demasiado rica ni demasiado delgada.
Pearl rezongó de nuevo.
—Eso es una tontería —dijo
Caroline removió el hielo de su vaso de té, con los ojos oscuros clavados en Laurel.
—Querida, anoche te vimos en las noticias de la televisión. Al lado de ese televangelista.
Pearl se rió y se golpeó las rodillas.
—¡Se la diste buena! ¡Incluso con un versículo de la biblia! ¡Mi niña pequeña y buena! Esta mañana, en la iglesia, dije a todos que tú eras mi muchacha preferida.
Laurel puso una cara que era una mezcla de sonrisa y entrecejo fruncido, y no dijo nada. El escaso apetito que había conseguido demostrar frente a la ensalada de mariscos se esfumó, y ahora depositó el tenedor sobre el plato. Lo que menos había deseado era atraer la atención sobre su persona.
—Los Delahoussayes son buena gente —dijo Caroline con voz neutra.
Dejó la frase flotando en el aire mientras volvía a cruzar las piernas y se acomodaba la falda de color amarillo claro. Percibía el retraimiento de su sobrina, y una parte de su persona aceptaba esa actitud. Su instinto más firme era proteger a Laurel, pero después de ver cómo Laurel clavaba los dientes en Jimmy Lee Baldwin, se preguntaba si mantenerla recluida era la solución. Quizás lo que necesitaba era recobrarse poco a poco, y aceptar de la vida un pequeño fragmento cada vez hasta recuperar la confianza en sí misma.
—¿Sería difícil impedir que Baldwin los molestase?
Laurel se encogió de hombros.
—Quizás no. Podrían hablar con el juez Monahan. Pero eso no impide que Baldwin continúe haciendo la guerra al pecado mediante otros métodos.
—Un poco de acción es mejor que mucha charla —dijo Caroline. Bebió un sorbo de té y depositó el vaso, recorriendo con la yema de un dedo el costado del cristal.
—Dios sabe que la acción no es la especialidad del reverendo —dijo secamente Savannah, y con su observación consiguió que Laurel la mirase contrariada—. Si Jimmy Lee es un hombre de Dios, entonces el marqués de Sade estaría en el cielo, atando a los ángeles de sexo femenino a los grandes portones de entrada y relamiéndose.
Mamá Pearl dejó un montón de habas en el recipiente y reprendió a Savannah con un rápido flujo de frases en francés, que no impresionaron a la destinataria. En el interior de la casa sonó el teléfono. Savannah se levantó de la silla sin demasiada prisa y fue a atender. Pearl levantó su cubo y caminó tras ella, murmurando por lo bajo. Laurel contuvo el ansia de seguirlas. Sentía la mirada de Caroline que la observaba atentamente.
—Todavía perteneces a la Asociación del Foro de Luisiana, ¿verdad? —preguntó con aire inocente.
—Sí, pero no estoy en condiciones de aceptar nada —arguyó Laurel, con los dedos cerrándose para formar puños apoyados en la cubierta de vidrio de la mesa—. No quiero tener problemas.
Caroline se puso de pie, y sacudió una miga imaginaria de la amplia túnica de seda color chocolate. Caminó un par de pasos hacia la casa, y miró a Laurel como si de pronto hubiese concebido una idea.
—Tampoco los Delahoussayes.
Laurel rechinó los dientes mientras su tía se acercaba al ventanal francés que comunicaba directamente con el estudio.
—He venido aquí a descansar —murmuró, cruzando los brazos y acomodándose mejor en su silla—. He venido a buscar paz y tranquilidad.
Nadie le respondió. Mamá Pearl se había retirado a su dominio, la cocina. Y en el momento mismo en que Laurel contempló la posibilidad de ir a buscar a Savannah para descargar su fastidio, oyó el ruido del motor del Acura y el chillido de los neumáticos frente a la casa. La tía Caroline había pronunciado sus palabras sabias y se había retirado.
Sintiéndose de pronto inquieta, Laurel se puso de pie y se paseó un momento a lo largo de la galena. La brisa vespertina movió su blusa, agitó un helecho colgante, movió las páginas del libro abandonado por Savannah. Muy necesitada de distracción, Laurel se inclinó y se apoderó del libro en edición rústica.
—Ilusiones perversas, de Jack Boudreaux.
La tapa mostraba el pantano por la noche, un lugar brumoso y sombrío, el agua reluciente como vidrio oscuro bajo una luna pálida. Desde el matorral denso, junto a la orilla, un par de ojos espiaba emitiendo reflejos rojizos. La ilustración provocó un estremecimiento en Laurel. Movió el libro y leyó el texto de la contratapa, mientras descendía de la galería y caminaba por un sendero de ladrillo en dirección al fondo del jardín.
Maestro del suspenso Jack Boudreaux, el autor más vendido según el New York Times, crea otro relato escalofriante, que sin duda mantendrá despierto al más valeroso de los cínicos.
Algo recorre la localidad de Perdue, en Luisiana, atacando a los niños y difundiendo un terror que amenaza destruir al pueblo. De día Perdue conserva la fachada de un pequeño pueblo de perfiles perfectos, pero las apariencias son ilusorias, y el mal acecha en los bosques que están detrás esperando que se ponga el sol.
La hermosa y joven viuda Claire Fontaine ha llegado a Perdue con su hija para reclamar una herencia que según afirman los habitantes locales soporta los efectos de una maldición. Perseguida por un pasado violento, abriga la esperanza de comenzar de nuevo. Pero incluso cuando inicia una nueva carrera como asistente en la clínica social, una sombra se proyecta sobre el camino que debería llevarla a la felicidad. Una Sombra de amenaza y muerte.
Cuando el terror infecta al pueblo, Claire debe decidir en quién puede confiar ¿El interesante doctor Verret es un candidato meritorio o un asesino? ¿El vidente Jalen Pierce es un charlatán inofensivo o con su disfraz inocente es una Ilusión Perversa?
Intrigada, Laurel se sentó sobre un banco de piedra en un rincón del jardín, y abrió al azar el libro.
La noche se impone al pantano con una fuerza tan fría y oscura como la muerte. Los dedos de bruma se deslizan entre los troncos de los cipreses como serpientes fantasmales. De algún lugar lejano llega un rugido que evoca los tiempos prehistóricos, los pantanos primitivos, los antiguos monstruos.
El temor desciende como un hilo por la espalda de Paula. Mientras ella está sentada en la embarcación, esperando y observando, un sentimiento de perversidad la sofoca. Es una presencia densa y pesada en el aire. Tan densa como la bruma. Tan sofocante como una manta. Ella se aferra el cuello de la blusa y trata de tragar, y se vuelve bruscamente al oír un movimiento en el matorral que está detrás.
Una nutria grita cuando encuentra la muerte. Una víbora acuática quiebra la superficie del bayou, y su cuerpo largo y liso se enrosca alrededor del cuerpo móvil de un sapo. Arriba, una forma negra y alada desciende de las ramas del árbol. Otro depredador nocturno. Un búho, un murciélago, algo inmundo, algo terrorífico... Y un grito brota de la garganta de Paula. Cálido, salvaje, áspero. Un grito semejante al de la nutria. El grito de la presa. El grito que nadie oye. Tragado por la noche.
—Me siento halagado
Laurel se sobresaltó, y sintió que el corazón le latía con más fuerza. Jack estaba a menos de medio metro de distancia, apoyándose indolente en una de las estatuas griegas de la tía Caroline, con las manos en los bolsillos de los vaqueros gastados y una pierna doblada. Se le veía duro y atractivo con su descolorida camisa negra que mostraba a un caimán bailando y la leyenda “Bar del Caimán” Restaurant et Salle de Danse. Tenía los cabellos cubriéndole la frente, y una expresión perversa en los ojos oscuros. El corte sobre el ojo izquierdo sólo acentuaba su aureola de peligroso misterio, y en cierto modo destacaba el minúsculo rubí que colgaba del lóbulo de su oreja.
Laurel se incorporó bruscamente, indignada, y cerró con fuerza el libro
—¡Me ha asustado terriblemente!
Jack sonrió ante la indignación de Laurel.
—Mi editor se sentiría muy complacido de saberlo. Me paga montones de dinero para asustar a la gente.
—No me refería a eso, y usted lo sabe. ¿Por qué se me acerca disimuladamente?
Él se llevó las manos al corazón y adoptó una actitud demasiado inocente para que le creyesen.
—Yo me limitaba a pasear por aquí cerca, y entonces me dije que debía ser buen vecino y detenerme para visitarla.
Ella cruzó los brazos y lo miró con franca sospecha. Jack se acercó más, le quitó el libro de los dedos y lo depositó sobre el banco.
—Querida, ¿sabe cuál es su problema? —murmuró, rodeándola con los brazos.
Ella pegó un salto con una expresión atónita ante la audacia de ese hombre y trató de apartarse, pero él cerró las manos sobre la espalda de la muchacha y la retuvo fácilmente. Su sonrisa perversa le deformó la cara.
—Está demasiado tensa. Querida, tiene que relajarse.
—Suélteme —exigió Laurel, y su cuerpo se puso tan rígido que pareció a un paso de quebrarse como reacción ante la proximidad de Jack.
—¿Por qué? Me agrada retenerla.
—No quiero. Y no me agrada.
Él la miró un momento, y leyó en la cara de Laurel algo parecido al miedo. ¿Miedo de él? ¿O era algo más profundo y fundamental? Quizá miedo de la intimidad. Miedo ante la posibilidad de que en efecto le agradase.
—Mentirosa —dijo en voz baja, pero de todos modos la soltó. Ella tenía motivos para temerle. Jack estaba acostumbrado a usar a la gente, y era un canalla. Si hubiera tenido un átomo de decencia, la habría dejado en paz. Pero ella lo intrigaba porque era un manojo de contradicciones. La deseaba. No podía evitar la atracción que ella ejercía, y no deseaba negarla.
Retiró el cigarrillo que tenía detrás de la oreja, y se lo puso entre los labios mientras se inclinaba para recuperar el libro. Ilusiones perversas el bestseller más reciente. Jack escribía para pasar el tiempo, para contar con una válvula de escape, para expresar lo que tenía adentro. Nunca le había interesado alcanzar el éxito, actitud que irritaba profundamente a su editora. Ella quería que Jack saliese de gira, representase el papel de la celebridad. Y el se negaba. Ella le pedía que cortejase a los libreros y distribuidores. Él se refugiaba en su casa. Esa actitud la exasperaba, pero Jack respondía con una sonrisa y decía a Tina Steimberg que ella poseía energía, entusiasmo y ambición suficientes para los dos.
—¿No piensa fumar nunca ese cigarrillo? —preguntó sarcásticamente Laurel.
Jack la miró entrecerrando los ojos y sonrió, y el cigarrillo se balanceó.
—No. Hace dos años que no fumo.
Ella frunció el entrecejo, como un gesto de desaprobación, desaprobación frente a la tentación que él representaba, y desaprobación del hombre mismo.
—Entonces, ¿por qué no aparta de los labios ese cigarrillo? —preguntó Laurel, tratando de apartarse del alcance de su carisma magnético y sintiéndose acorralada
La mirada de Jack sostuvo la de Laurel, y en los ojos del hombre bailoteaban luces perversas.
—Tengo una fijación oral. Querida, ¿desea ayudarme a resolver eso?
Laurel lo miró irritada, pero de todos modos sintió la oleada de calor líquido que la recorrió.
—¿Por qué se dedica al género de horror? —preguntó de pronto, señalando con el dedo la tapa del libro.
Una sonrisa cautelosa se insinuó en un rincón de los labios de Jack. Porque es mi vida. Es lo que vive en mi interior. Dieu, si le dijese la verdad ella huiría como un conejo. Felizmente, él jamás se había negado especialmente a mentir.
—Porque es lo que se vende —dijo, devolviendo el libro al banco.
Era mejor que ella lo creyese un mercenario y no un lunático. Por lo menos, un mercenario probablemente aún tenía cierta posibilidad de llevarla a la cama. Y después de todo, en efecto era un mercenario ¿Acaso no había pasado la mitad de la tarde consultando viejos periódicos y estudiando la carrera de fiscal de la señorita Laurel Chandler? Se dijo que no había hecho eso porque deseara conocerla mejor como persona, sino porque la consideraba sugestiva como carácter. Incluso había garabateado algunas notas acerca de su persona para referencia futura, y considerado que sería una heroína fascinante a causa de su mezcla de fragilidad y fuerza.
Pero había muchas cosas que los diarios no decían, cosas que él deseaba... no, necesitaba conocer. Para un libro futuro.
De veras, se dijo mientras sus grandes ojos azules adoptaban una expresión escéptica.
Ella llevaba puestas sus gafas. Las mismas que creía erróneamente que disimulaban su belleza. Aunque Jack no atinaba a imaginar por qué quería ocultarla. Otro interrogante, otro fragmento faltante en el rompecabezas que era Laurel. La idea de que ella podía mostrarse tímida con respecto a su femineidad oprimió un poco lo que restaba del corazón de Jack, y ahora él extendió la mano y colocó mejor las gafas sobre la nariz de Laurel.
—Vamos, tite chatte —dijo haciendo un gesto en dirección a la salida. Aferró la pequeña mano de la joven y echó a andar.
Laurel se afirmó sobre sus talones y lo miró con el entrecejo fruncido.
—¿Vamos a dónde?
—A pescar cangrejos.
Ella intentó en vano retirar la mano, incluso cuando ya sus pies comenzaban a caminar en dirección a Jack.
—No voy a pescar con usted. ¡No voy a ninguna parte con usted!
—Claro que vendrá, querida. —Sonrió con un gesto perverso y dio otro paso en dirección a la salida—. No puede permanecer encerrada eternamente en este jardín. Tiene que salir y vivir con la gente común.
Ella gruñó.
—No veo nada muy común en usted.
—¡Merci!
—No fue un cumplido.
—Vamos, querida. —Trató de convencerla.
Saltó hacia ella, moviéndose con la gracia de un felino y obligando a Laurel a iniciar una danza lenta, al compás de una música que sólo él alcanzaba a escuchar.
—Yo soy un pobre muchacho cajun que está solo en este mundo —murmuró con una voz cálida y áspera como terciopelo, el acento grave y profundo
Atrajo la mirada de Laurel y la sostuvo, e inclinó la cabeza de modo que estaban casi tocándose una nariz contra la otra.
—Mon coeur, ¿no quiere venir a pescar cangrejos conmigo?
La tentación la dominó mientras él se acercaba. Esta atracción que los unía parecía absurda. Ella no deseaba un hombre en su vida precisamente en ese momento. Ya le costaba bastante trabajo mantener cierto control sobre sus cosas. Y Jack no podía ser controlado. Había en él una actitud desordenada e imprevisible. Hubiera podido decir a Laurel que de pronto había decidido volar a Brasil a pasar el día, y ella no se habría sentido sorprendida en lo más mínimo. No, no era el hombre para ella.
Pero la oferta era tentadora. Casi podía sentir el lodo entre los dedos, oler el aroma del bayou, sentir la excitación al retirar una red llena de pequeños cangrejos rojos extraídos del agua. Habían pasado años desde la última vez que había pescado. Su padre la había llevado, lo mismo que a Savannah, pese a las estridentes objeciones de Vivian. Y ella y Savannah habían repetido la experiencia una vez o dos después de la muerte del padre, pero esas ocasiones parecían tan alejadas en el tiempo que se hubiera dicho que no eran reales. Ahora Jack se lo proponía. El alegre Jack con su sonrisa perversa y su actitud que rezumaba joie de vie.
Ella lo miró y su boca se movió antes de que la propia Laurel lo hubiese autorizado.
—Está bien. Vamos.
Dostları ilə paylaş: |