Capítulo 17
Cuando se acercaron a la Taberna de Frenchie, vieron la conmoción. Había automóviles estacionados en distintos lugares del camino. Se había reunido una multitud de proporciones considerables. Desde esa distancia, sólo podía oírse la crepitación confusa de una voz a través de un mediocre sistema de altavoces; pero era indudable que algo importante estaba sucediendo en la vieja estación de servicio Texaco que apenas la víspera estaba vacía, una calle por medio de la Taberna de Frenchie.
Laurel miró a Jack, algo que había evitado durante toda la tarde desde la humillación de su derrumbe en presencia de ese hombre. Los hombros de Jack se elevaron y descendieron en un gesto perezoso. Era la imagen misma de la indiferencia con su camisa caqui abierta, la gorra de béisbol inclinada sobre la cabeza y una serie de peces relucientes sostenidos de un hilo sujeto a una mano.
No le interesaba lo que sucedía del otro lado de la calle. Concentraba la atención en Laurel y en la extraña timidez que la dominaba. Nunca había conocido una mujer que no derramase lágrimas con satisfacción e impunidad. Sin embargo, Laurel había reaccionado después de su estallido emocional, sin duda avergonzada por haber demostrado tanta vulnerabilidad frente a Jack.
Jack se preguntó si ella nunca se relajaba aunque fuese un poco. Exigía de sí misma la verdadera perfección, una meta que era sencillamente inalcanzable para cualquier ser humano mortal. Un rasgo del cual a él le convenía mantenerse apartado. Le bon Dieu sabía que él no era perfecto, ni mucho menos. Pero Jack descubrió que admiraba esa actitud en Laurel. La joven parecía menuda y frágil, pero tenía una veta profunda de fuerza, y la utilizaba constantemente y no aceptaba excusas.
Lo cual, mon ami, es más de lo que puedes decir de ti mismo.
Caminaron unos metros más sobre la conchilla aplastada del estacionamiento, en busca del bar, pero la mirada de Laurel continuó clavada en la agitación que podía observarse enfrente. Los espectadores se habían reunido y estiraban el cuello para ver mejor algo. Laurel pensó que quizá se trataba de una subasta, aunque no alcanzaba a recordar que en la vieja estación de servicio hubiese nada que atrajese la atención de un comprador. El lugar había sido vaciado y abandonado allá por los años setenta, durante el embargo del petróleo. Y de pronto, una palabra resonó a lo lejos, y ella se detuvo en seco.
—¡...maldición!
Ella lanzó una exclamación indignada, y casi gritó:
—¡Ese hijo de perra!
Antes de que Jack pudiera decir una palabra, ella había virado en redondo y se había dirigido a la estación de servicio, los hombros cuadrados, el paso rápido y decidido. Jack hubiera debido permitirle que hiciera su voluntad. Permaneció inmóvil un segundo, con el propósito de adoptar precisamente esa actitud. Deseaba dejar el pescado en manos de T-Grace y pedir una cerveza fría. No quería hundir la nariz en un nido de avispas. Pero cuando vio alejarse a Laurel no pudo apartar de su mente la imagen de la joven descansando en su abrazo, llorando contra su pecho porque no había podido conceder a la Dama Justicia el milagro de la visión.
Jurando por lo bajo, él sujetó con más fuerza el cordel con los peces y trató de alcanzar a Laurel.
—No está en la propiedad de los Delahoussaye —señaló.
Laurel frunció el entrecejo.
—Más vale que haya arrendado ese lugar y que tenga permiso para organizar una manifestación pública —susurró con la secreta esperanza de que Baldwin no tuviese ninguna de las dos cosas, y ella pudiera echarle encima a Kenner.
—Querida, ya has hecho lo que correspondía —arguyó Jack—. Ya lo has sacado de la propiedad de Ovide... y así están las cosas. ¿Por qué no lo dejas en paz y vamos a beber una copa?
—¿Por qué? —preguntó ásperamente Laurel—. Porque estoy aquí. Soy funcionaría del tribunal y tengo una obligación con los Delahoussaye. —Dirigió una mirada hostil a Jack—. Ve a beber tu copa. No te pedí que me acompañases,
—Especes de tete dure—rezongó Jack, elevando los ojos al cielo.
—Sí, así es —dijo Laurel sin aminorar el paso—. La obstinación es una de mis mejores cualidades.
Baldwin y sus partidarios no habían perdido el tiempo. El anuncio «En venta o alquiler» que antes estaba pegado a la vidriera principal de la estación de servicio, había sido reemplazado por otro que decía: «Acabemos con el pecado. Encontremos el camino de la verdad». La puerta del garaje estaba abierta, y se había construido rápidamente un escenario que casi cerraba la entrada, de modo que Jimmy Lee tenía una suerte de fondo sombrío y dramático para sus discursos y su representación teatral.
Sus partidarios se habían reunido sobre el cemento agrietado que se extendía frente a la estación de servicio, y formaban un grupo numeroso a pesar del calor. Muchas mujeres se acercaban todo lo posible al escenario para mirar mejor a Baldwin, y las caras relucían a causa del sol y la adulación. Jimmy Lee estaba a cierta altura sobre el público, bañado en transpiración y gloria, los cabellos peinados hacia atrás, los pantalones blancos relucientes bajo los rayos del sol vespertino. Se paseaba por el escenario con la camisa blanca empapada, la corbata suelta, exhortando a sus partidarios a avanzar valerosamente bajo el peso de sus respectivas cruces, urgiéndolos a aliviar la carga del propio Baldwin mediante las donaciones que le permitirían continuar ejerciendo su ministerio.
—¡Continuaré la lucha, hermanas y hermanos! ¡No importa que Satán intente detenerme, no importan los obstáculos que se alcen en mi camino, no importa si para luchar cuento únicamente con mi fe! —Permitió que su declaración resonara en el aire unos segundos, y después suspiró de manera dramática y permaneció un instante inmóvil, los hombros caídos—. Pero no quiero librar solo esta lucha. Necesito que ustedes me ayuden; necesito la colaboración de los fieles, de los valerosos, de los devotos. Aunque me entristezca reconocerlo, vivimos en un mundo gobernado por el dólar todopoderoso. El ministerio del Camino de la Verdad no puede continuar llevando la buena nueva a muchísimos millares de creyentes si no dispone de dinero. Y sin el ministerio, soy impotente. Solo, no soy más que un hombre. ¡Cuando ustedes me apoyan, soy un ejército!
Mientras los fieles y los devotos aplaudían la habilidad como actor de Baldwin, Laurel rodeaba la periferia de la gente reunida. Ella observó a todos con una mezcla de cólera y compasión —cólera porque eran tan crédulos como para escuchar a un charlatán como Baldwin, y compasión por la misma razón. Necesitaban tener algo en qué creer. Eso no provocaba la hostilidad de Laurel. Pero que hubiesen decidido creer en un perverso estafador originaba en ella el deseo de golpearles la cabeza con una estaca.
No vio las cámaras hasta que fue demasiado tarde. Vio primero la camioneta estacionada junto al garaje. Ostentaba las siglas de la estación de televisión por cable de Lafayette, que era el lugar donde ahora Baldwin ofrecía su espectáculo semanal. Después, su ojo vio una de las cámaras de vídeo que estaba filmando el espectáculo para el público del estado. A esa altura de las cosas Laurel ya estaba casi en el sector delantero del público, y Baldwin la había visto.
Su mirada, que relucía con la luz del fanatismo, se clavó en Laurel como un reflector, y el predicador se interrumpió en mitad de la frase. La expectación de la gente aumentó con cada segundo que pasaba. El sistema de altavoces subrayaba la escena con un zumbido bajo y grave.
Laurel quedó como paralizada, y el corazón le latió con fuerza cuando el cámara y Jimmy Lee se acercaron. Podía sentir el ojo de cíclope de la cámara apuntándola, y el calor de la mirada de Baldwin, y el peso adicional de un centenar de pares de ojos mientras uno por uno los miembros de la multitud se volvían hacia ella. Trató de reunir todas sus fuerzas, y respiró lento y hondo.
—Señorita Laurel Chandler—dijo Baldwin con voz suave—. Una mujer inteligente y con convicciones profundas. Una buena mujer llevada con engaños a luchar del lado de Satán.
De la multitud surgieron exclamaciones aisladas y murmullos. La mujer que estaba más cerca de Laurel retrocedió un paso, y trató de protegerse el seno con una mano.
—No creo que el juez Monahan se sienta muy complacido con la comparación —dijo severamente Laurel, cruzando los brazos—. Pero usted probablemente se divierte, porque es un experto en el oficio de atraer a la gente buena mediante engaños.
Los que estaban bastante cerca como para oír a Laurel comenzaron a protestar y a silbar. Baldwin los interrumpió con un movimiento de la mano.
—¡Los creyentes no deben condenar! —gritó—. El propio Cristo, en su infinita sabiduría, predicó el perdón para quienes nos ofenden. Y Él me aconsejó en todo lo que se refiere al perdón...
—¿Y le aconsejó en las cuestiones legales? —preguntó Laurel—. ¿Tiene derecho a ocupar esta propiedad y organizar esta asamblea?
Una luz de triunfo iluminó los ojos de Baldwin. Ciertamente, no le agradaba que ella viniera a interrumpir su discurso.
—Tenemos todo el derecho del mundo, hermana extraviada —dijo con perfecta tranquilidad—. Tenemos derechos legales, otorgados por el hombre. Y derechos morales, concedidos por Dios mismo, de reunirnos en este local humilde y...
—Un marco apropiado —interrumpió Jack. Rodeó a Laurel para apoyarse indolente en el borde del escenario de Jimmy Lee, siempre sosteniendo en una mano la hilera de pescados.
Estaba bastante cerca del micrófono, de modo que este difundió sus últimas palabras, y la gente que estaba en la periferia de la multitud y que había acudido sólo por curiosidad, se echó a reír.
La cara de Jimmy Lee enrojeció bajo el bronceado artificial. La boca le tembló un poco mientras él trataba de contenerse frente al hombre que se apoyaba en su plataforma. Maldito Jack Boudreaux, Maldita Laurel Chandler. Ella era la metomentodo, la perrita. Boudreaux venía únicamente porque lo atraía el olor de la hembra. Pero por mucho que deseara atacar a Laurel Chandler, Jimmy Lee se contenía. Sus partidarios no tolerarían un ataque a una mujer como Laurel. En cambio, Boudreaux era algo muy distinto.
Sonrió para sus adentros, una sonrisa perversa y cruel.
—¿Le parece, señor Boudreaux? —preguntó—. ¿Quiere saber qué efecto provocan en mí sus libros? Me enferman y repugnan, lo mismo que a cualquier buen cristiano. El contenido es bajo, brutal, una exaltación del mal y un manual de instrucciones acerca de las cosas de Satán. ¿O ha venido aquí para informarnos de que renunció a seguir el camino de la perversidad?
Jack intentó sonreír. Depositó sus pescados cerca de los zapatos de Jimmy Lee; el predicador retrocedió; y Jack se sentó sobre el escenario, con las piernas colgando sobre el borde.
—Bien, Jimmy Lee, eso es como preguntarle si usted ha dejado de robar el dinero de la gente. Según como está concebida la pregunta, la mera negación es un reconocimiento de culpa. Como he sido abogado en una encarnación anterior, sé muy bien que no debo contestar. —Inclinó la cabeza y dirigió a Baldwin una sonrisa que pretendió ser recia e implacable—. Por mi parte, me asombra saber que usted sabe leer.
Hubo otra andanada de carcajadas en la periferia del público. Jimmy Lee apretó los labios para evitar una respuesta demasiado dura a las palabras de Jack. Su puño se cerró sobre el micrófono mientras el predicador se entregaba a la fantasía de que lo que estaba apretando era el cuello de Boudreaux.
—El mal no es cosa de risa —dijo severamente. Se volvió hacia el público que se había reunido para escucharlo, y señaló a Jack—. ¿Deseamos que nuestros hijos crezcan leyendo los relatos retorcidos y depravados que este hombre publica? ¡Relatos de crímenes y mutilación y horror que seguramente están más allá de la imaginación de la gente decente!
—Eh, Jack —gritó Leonce desde un lugar cercano a los viejos surtidores de gasolina—. ¿Cómo se llama ese libro?
—¡Ilusiones perversas! —gritó Jack, tratando de tomar a broma el asunto—. ¡Se vende en todas partes por cinco dólares con noventa y cinco centavos!
—¡Y él se ríe y gana dinero con esa basura! —gritó Jimmy Lee, imponiéndose a la risa de los amigos de Jack—. ¿Una mente enferma como la de este hombre puede cometer otros pecados? Todos los días nos enteramos de crímenes cometidos en perjuicio de las mujeres y los niños en este país. Nuestra propia Acadiana está siendo aterrorizada por una bestia que acecha y asesina a nuestras mujeres. ¿Y dónde encuentran las ideas de sus crímenes las criaturas de ese género?
A Jack se le acabó la diversión. Miró a los ojos a Baldwin, y con gestos gráciles se puso de pie y acortó la distancia que los separaba, y de un puntapié apartó el pescado. La hostilidad se desprendía de él como una oleada cálida.
—Predicador, más vale que cuide lo que dice —dijo apartando a un lado el micrófono de Baldwin—. Uno nunca sabe qué clase de venganza puede ejercer sobre usted una mente enferma como la mía.
Jimmy Lee saboreó la victoria de haber provocado el descontrol de Jack, y afrontó la mirada dura de Jack con su propia mirada de desprecio.
—Boudreaux, yo no le temo.
—¿No? —Jack enarcó el entrecejo—. ¿Teme a las palabras «juicio por calumnias»? Más vale que les tema, Jimmy Lee, porque podría conseguir que mis abogados le obliguen a soportar el peso de la ley por el resto de su vida antinatural. No le dejaría absolutamente nada, y todo el trabajo que ahora está realizando sería completamente inútil.
Baldwin entrecerró los ojos. Un músculo le tembló en el mentón.
—Boudreaux, por si no lo sabe, este es un país libre. Si yo creo que la lectura de la basura que usted escribe induce a las mentes inestables a cometer actos terribles, puedo decirlo.
—Muy bien. Y si usted pronuncia mi nombre en relación con esos actos terribles, tengo el derecho de defenderme y contratacar... en términos figurados. —Sonrió como un cocodrilo y alzó la mano de Jimmy Lee, de modo que el micrófono recogió sus palabras siguientes—. Jimmy Lee, tal vez debería tratar de expulsar los demonios que me dominan. Traspasarlos a algunos cerdos, o algo parecido. De modo que la gente reciba un espectáculo por el dinero que paga. —Baldwin lo miró divertido—. ¿No? Bien, eso es todo, Jimmy Lee.
Se inclinó y recogió los pescados y los arrojó sobre Jimmy Lee. Baldwin apenas tuvo tiempo de reaccionar, y recibió con un gruñido y una mueca la masa gelatinosa que le pegó en el vientre.
—Ahí tiene —dijo Jack—. Ahora, consígase un par de hogazas de pan y quizá pueda conseguir ese milagro.
Surgieron nuevas carcajadas de la periferia de la multitud. Laurel se llevó una mano a la boca y trató de contenerse. Jack descendió del escenario y caminó hacia ella, mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo de la camisa y lo ponía entre los labios.
—¡Eres tan malo! —murmuró ella con un gesto reverente, mientras él la tomaba del brazo y los dos se alejaban de la multitud.
Los ojos oscuros de Jack centellearon con picardía mientras miraba de reojo a la joven.
—Querida, eso es lo que determina que yo sea tan bueno —musitó—. Y ahora, vamos a beber esa copa que me debes.
Apenas habían dado tres pasos en dirección a la calle cuando un grito terrible desgarró el aire, un grito intenso, escalofriante, un sonido que cortaba hasta el hueso. Laurel se enderezó, temerosa y conmovida, y su mano aferró el antebrazo de Jack, y su corazón le palpitó con fuerza en el pecho. Alcanzó a oír que la gente reunida detrás murmuraba y lanzaba exclamaciones, y movía los pies sobre el cemento mientras se volvía para mirar. Y después, el grito se repitió una vez, varias veces. Venía de la Taberna de Frenchie, y era un alarido terrible y escalofriante, que incluía un acento entendido instintivamente por todos; y por eso todos permanecieron de pie, inmóviles, conteniendo la respiración, esperando.
La mano de Laurel apretó con fuerza el brazo de Jack cuando ella vio el automóvil policial estacionado frente al local. El alguacil Kenner salió del bar y descendió la escalera, y sus gafas ahumadas reflejaron la luz del sol. La puerta lateral del local golpeó con fuerza y un joven delgado con pantalones cortos y una camisa verde brillante saltó la baranda y cruzó corriendo el estacionamiento, y volaba como si el diablo lo persiguiese, con la cara intensamente pálida y los faldones de la camisa flotando en el aire.
La puerta del frente se abrió de nuevo, y T-Grace se abalanzó literalmente sobre la galería, gritando:
—¡Mi bebe! ¡Mi bebe! —Cayó de rodillas y golpeó el suelo con los puños, varias veces, y los sollozos desordenados y terribles le desgarraron el alma. Ahora Ovide apareció en la galería, y caminaba a tientas como un ciego; descubrió a su esposa al tocarla con las manos, y cayó de rodillas al lado de T-Grace, y elevó la cara hacia el cielo y gritó:
—Bon Dieu, avoir pitie!
—Dios mío, Jack —murmuró Laurel, y las lágrimas formaron un nudo en su garganta y se desprendieron de sus ojos. El sentimiento que quería manifestarse en ella cuando se volvió hacia Jack era sin duda el dolor, y una pequeña y aislada parte de su cerebro se maravilló ante la capacidad del cuerpo para reaccionar con tanta fuerza frente a algo que todavía era una incógnita.
Unos segundos después el joven que había salido a la carrera del bar llegó con la noticia: Annie Delahoussaye-Gerard, a quien nadie había visto desde la noche del domingo, había sido hallada. El cuerpo desnudo y torturado había sido descubierto por un par de excursionistas que recorrían la orilla del bayou.
El crimen conmovió hasta los cimientos al pueblo del Bayou Breaux. Mientras el terror del Estrangulador del Bayou había afectado a otros distritos de Acadiana, los residentes del lugar se habían sentido a salvo. Habían creído que Partou era un refugio seguro, un lugar mágico donde esas cosas terribles no sucedían. En el tiempo que Annie Delahoussaye-Gerard necesitó para rendir el último suspiro, la ilusión de seguridad se desvaneció. El mundo giró sobre su eje, y los residentes del Bayou Breaux buscaron frenéticamente algo a lo cual aferrarse.
Esa noche las calles quedaron desiertas. Las tiendas cerraron temprano. La gente volvió al hogar para estar con su familia. Las puertas que antes nunca habían sido cerradas con llave, ahora fueron aseguradas con cerrojos contra la amenaza del mal que acechaba en las orillas oscuras y sombrías del bayou.
T-Grace, inconsolable en su dolor, debió ser llevada a su lecho y sedada. Como si la noticia les hubiese llegado por vía telepática, el resto de los hijos del matrimonio Delahoussaye comenzó a llegar. La familia se reunió para afrontar el duelo, para apoyarse mutuamente, para ocupar la minúscula casa donde todos se habían criado y tratar de compensar el vacío dejado por esa cara que faltaba.
No se abrió el bar, pero un núcleo de clientes habituales se reunió allí, del mismo modo que lo hacía el clan Delahoussaye en la casa. Eran hasta cierto punto miembros de la familia, Leonce y Taureau, Dede Wilson y media docena de otras personas. Annie había sido una de ellos, y ahora la habían arrancado brutalmente de la trama de la vida de cada uno, dejando un agujero deshilachado y horrible.
Leonce se hizo cargo del bar, y sirvió las bebidas sin rastros de su habitual sonrisa despreocupada. Su sombrero panamá colgaba del perchero que estaba cerca de la puerta principal; se lo había quitado por respeto, y había cambiado su camisa hawaiana por una camiseta negra más discreta. El resto del grupo estaba sentado frente al bar o cerca, y salvo Jack todos evitaban la pista de baile y el escenario. Jack se había sentado frente al piano, y bebía whisky y ejecutaba canciones suaves y tristes con su pequeño acordeón.
Laurel lo miró desde el taburete que ocupaba frente al extremo del mostrador. Jack estaba sentado con la cabeza inclinada, las manos gráciles manejando el instrumento, arrancándole notas tan dolorosas que parecían una forma del llanto. No había dicho ni diez palabras después del anuncio, a Laurel o a nadie. A pesar de que él estaba presente físicamente, Laurel no podía dominar la sensación de que se había retirado de allí. Se había encerrado en sí mismo, y clausurado todas las puertas y las persianas, del mismo modo que los residentes del Bayou Breaux estaban encerrados en sus hogares. Su cara era una máscara fría y neutra, que no decía nada y no dejaba transparentar nada. No había signos del hombre que bromeaba con Laurel, o del que la sostenía mientras ella lloraba. Laurel se mordisqueó la uña del pulgar y se preguntó dónde estaba ese hombre... y lamentó que se hubiese alejado sin ella.
De nuevo se sintió una extraña. Todos los demás tenían recuerdos de Annie que los unían, historias compartidas y experiencias comunes. Laurel no había conocido a Annie. Hasta poco tiempo antes, su vida nunca se había cruzado con la de cualquiera de las personas que entendían que un lugar como la Taberna de Frenchie era un segundo hogar.
Un antiguo sentimiento surgió de las profundidades de la niñez, el recuerdo de ella misma y Savannah vestidas con sus mejores galas dominicales, de pie en el sendero, frente a la iglesia, mirando y deseando mientras otros niños corrían y jugaban en el parque adyacente a los terrenos de la iglesia.
—Mamá, ¿también nosotros podemos jugar?
—No, querida, no querrás ensuciarte ese bonito vestido, ¿verdad? —Vivian, con un vestido de pintitas rojas y blancas que hacía juego con el atuendo de sus hijas, un elegante sombrero blanco de ala ancha que le cubría la cabeza, se inclinó y recogió un rizo tras la oreja de Laurel—. Además, querida, esos no son la clase de niños con quienes debes jugar.
—¿Por qué no?
—No seas tonta, Laurel. —Sonrió con esa sonrisa quebradiza que siempre inquietaba a Laurel—. Son vulgares. Tú eres una Chandler.
Laurel se dijo que era un recuerdo estúpido, y trató de rechazar el resto de vulnerabilidad. Era un momento trágico para los Delahoussaye; no era lógico que ella se autocompadeciera. Además, nadie en su sano juicio deseaba que se le incluyera entre los deudos.
—Aquí tiene.
Laurel miró y parpadeó cuando vio el vaso de leche que Leonce había depositado en el mostrador, frente a ella.
—Mi abuelo tenía úlcera —dijo Leonce con voz suave. Apoyó los codos en el bar y se inclinó hacia ella, enarcando el entrecejo y elevando al mismo tiempo el tejido cicatricial que lo interrumpía—. Solía frotarse el vientre como usted estaba haciendo hace un momento. Cuando se le acababa el zumo de repollo que le administraba el médico local, bebía leche.
Laurel dirigió una mirada culpable a la mano que distraídamente se había pasado sobre el vientre.
—Estoy bien —dijo, cerrando las dos manos sobre el vaso frío—. Pero de todos modos gracias, Leonce.
Él aspiró profundamente el humo de su cigarrillo y exhaló una nube de humo claro, y paseó la mirada por el salón sin prestar atención a nada en particular.
—Me parece increíble que se haya ido, que la hayan apartado así de nosotros —dijo, chasqueando los dedos.
—¿Usted estaba muy cerca de ella?
Leonce sonrió con tristeza.
—Todos amaban a Annie.
Laurel bebió la leche y de reojo miró a Jack, preguntándose si había amado a Annie.
—Estaba casada, ¿verdad?
—Oh, sí, pero Tony no la trataba bien, de modo que en el fondo ella era una mujer libre.
Aspiró de nuevo su cigarrillo y aplastó la colilla en un cenicero. Abstraído un momento en sus recuerdos, elevó una mano para frotarse distraídamente la cicatriz de la mejilla.
—A Annie le gustaba divertirse —murmuró—. No era una muchacha mala. Sólo que le agradaba pasar un momento alegre. Eso era todo.
Lo cual significaba que engañaba a su agresivo marido. La mente de Laurel clasificó y archivó automáticamente los hechos, y elaboró teorías. Una antigua costumbre. A su modo, una costumbre reconfortante. Conferir cierto sentido a la tragedia era descansado y consolador. De ese modo era posible resolver los crímenes y servir a la justicia.
Pero nada conseguiría nunca que Annie regresara.
Se abrió la puerta lateral que estaba cerca de la cocina, y Ovide apareció, moviéndose como un autómata. A pesar de su corpulencia, se hubiera dicho que tenía veinte años más y que su cuerpo era frágil. Los cabellos que rodeaban su cabeza destacaban formando una aureola plateada. El color rojizo había desaparecido de su rostro, y le había dejado en la piel un matiz grisáceo y fantasmal.
Se interrumpieron las conversaciones, y todos le miraron expectantes. Todos excepto Jack, que se inclinó sobre su acordeón y tocó el Valse de Grand Meche. Ovide permaneció de pie, y parecía perdido y confundido, como si no supiera dónde estaba o qué estaba haciendo allí. Leonce se le acercó y lo tomó del brazo, hablándole suavemente en francés. Pareció que Ovide no escuchaba, pero paseó la mirada por el salón y la fijó en la gente que se había reunido a conversar, y en Jack, que estaba separado del resto. Finalmente, su mirada se detuvo en Laurel.
—Viens ici, cherie —murmuró, elevando hacia ella una mano—. T-Grace quiere verte.
Laurel apenas pudo evitar mirar hacia atrás por encima del hombro, para comprobar si a sus espaldas había un destinatario más verosímil de esa invitación.
—¿Yo? —murmuró tocándose el pecho.
—Oui, ven. Por favor.
Dominada por un presentimiento denso y sombrío, y diciéndose con cierta ironía que después de todo al parecer los demás estaban dispuestos a incluirla, Laurel descendió de su taburete.
Entraron en el hogar de los Delahoussaye después de pasar por la cocina, y allí Laurel comprobó que era la habitación más amplia de la casa. Ahora parecía un lugar inapropiadamente alegre y luminoso. El intenso aroma del café y la fragancia de las especias flotaban en el aire. Las paredes tenían un empapelado amarillo y blanco, y en los estantes había una colección de adornos que formaban una amplia gama, desde un par de manos de plástico en actitud de orar a cubiletes de Las Vegas y ardillas y gallinas de plástico, todo lo cual pareció a los ojos de Laurel un conjunto dolorosamente tierno y muy revelador acerca de la mujer que había criado a sus hijos en esa casa.
Los hijos y los nietos de la familia Delahoussaye ocupaban los bancos frente a la larga mesa puesta en el centro de la habitación. Los niños de mirada somnolienta estaban sentados en el regazo de los padres o de los hermanos mayores. El resplandor de la luz fluorescente privaba de color a las caras, y destacaba los ojos enrojecidos por el llanto. Laurel les envidió que fuesen miembros de esa familia, pero no por cierto el dolor que ahora se cernía como una mortaja alrededor del grupo.
—Lo siento mucho —murmuró, tratando de consolarlos por la pérdida y de pedir disculpas por su intromisión en ese momento tan íntimo.
Sus palabras provocaron un raudal de lágrimas en una mujer que hubiera podido ser la hermana melliza de Annie, mejillas como manzanas y rizos en tirabuzón, y una blusa dos números demasiado pequeña. Un marido bronceado la abrazaba, lo mismo que al niño de cabellos negros sentado sobre el regazo de la muchacha; y el hombre los acunaba a los dos. En el extremo opuesto de la mesa, una versión más joven de T-Grace se puso de pie bruscamente y miró a los ojos a Laurel.
—Gracias por venir —dijo automáticamente—. Prepararé café.
Se dedicó a la tarea con la energía frenética de una persona que trata de distanciarse de sus demonios interiores. Laurel reconocía los signos por propia experiencia, y experimentaba un sentimiento de empatía que se alimentaba de su limitada reserva de energía.
Caminó detrás de Ovide a través de la sala atestada, donde dos niños de unos diez años estaban sentados en el suelo y veían una antigua repetición de Viaje a las estrellas, en un televisor cuyo sonido estaba tan bajo que se hubiera dicho que los actores murmuraban. Una niña pequeña estaba durmiendo en el sofá tapizado de verde, y un cobertor anaranjado le cubría todo el cuerpo, exceptuando únicamente la cara y el puño apretado contra la boca, donde estaba chupándose el pulgar.
T-Grace estaba acostada en la cama, en una habitación a la cual en Beauvoir hubieran considerado un armario. La escasa luz de la lámpara roja depositada sobre la mesa de noche iluminaba los paneles que imitaban la madera de avellano; fijados a la pared había candelabros de plástico y llaves de luz de acero inoxidable. El olor de la naftalina y el perfume barato impregnaba el aire. Las ropas estaban plegadas y apiladas en montones inseguros que ocupaban toda la superficie disponible, y daban al atestado cuartito el aspecto de un armario en un depósito del Ejército de Salvación.
Cuando Laurel apareció en la puerta, sintió que se le cortaba la respiración. Su primer pensamiento fue que T-Grace había fallecido a consecuencia de la impresión y el sufrimiento, y lo único que pudo pensar fue que era extraño que Ovide la hubiese llevado allí para contemplar el cadáver. La mujer estaba recostada sobre media docena de almohadas, los ojos saltones fijos en el vacío, la boca delgada muy floja, como si la hubiesen interrumpido en mitad de una oración. Los cabellos anaranjados formaban mechones finos e irregulares alrededor de la cabeza. De pronto, T-Grace se movió, y alzó una mano que descansaba sobre el cobertor verde; y Laurel con un esfuerzo entró en la habitación.
—Lo siento muchísimo, T-Grace —dijo en voz baja, mientras apretaba la mano de la mujer y se sentaba en el borde de la cama.
T-Grace movió la cabeza a un lado y al otro sobre la almohada, demasiado sedada para hacer mucho más que eso.
—Mi pobre, mi pobre bebe. Se nos fue. Se fue de este mundo —murmuró—. No puedo soportarlo.
—Debería tratar de descansar —murmuró Laurel, incapaz de hallar palabras adecuadas para calmar el sufrimiento de una madre.
—No hay dolor como el que provoca la pérdida de un hijo —dijo T-Grace, y los ojos se le llenaron de lágrimas. No intentó enjugárselas. Descendieron por sus mejillas hundidas y recorrieron el mentón. La escasa energía que T-Grace aún conservaba la concentró en lo que deseaba decir—. Preferiría mil veces haber muerto en su lugar.
Laurel se mordió el labio y apretó con fuerza la mano que parecía tan frágil.
—Alguien tendrá que pagar por esto.
—Atraparán a ese hombre —dijo Laurel con voz sorda, para aliviar a T-Grace y reconfortarse ella misma. Alguien tendría que pagar. En definitiva, la justicia triunfaría. Así tendría que ser.
Pero eso no llegaría a tiempo para Annie.
T-Grace la miró a los ojos, y un destello de su antiguo fuego se manifestó en su rostro.
—Chere, ¿nos ayudarás en eso?
El pánico oprimió el estómago de Laurel.
—¿Qué puedo hacer, T-Grace? No soy policía. Usted no necesita un abogado. —No me necesita. Por favor, por favor, no me pida que participe en esto.
—Mi Ovide y yo no confiamos en ese estúpido de Kenner —dijo T-Grace—. Ocúpese de que él trabaje bien en honor de nuestra pobre bebe Annick.
Laurel sacudió la cabeza.
—Oh, T-Grace...
T-Grace reunió sus últimas fuerzas y se inclinó hacia adelante, y se aferró a Laurel con manos frías y huesudas como la muerte.
—¡Por favor, Laurel, ayúdenos! —exclamó, y su voz expresaba desesperación—. ¡Por favor, chere, s'il vous plait!
Las palabras resonaron en la cabeza de Laurel, y fueron a unirse con los ruegos que escuchaba todas las noches en su sueño. Se puso de pie, y T-Grace volvió a desplomarse sobre las almohadas; y Laurel se apartó de la cama, e hizo todo lo posible para evitar una fuga a toda carrera. Las lágrimas le enturbiaron la visión y se sintió ahogada, y trató de contener el llanto apelando a la razón. Esto no era el Condado de Scott. Ella no tendría que ocuparse de la investigación, ni soportaría la carga de la prueba. Todo lo que estaba pidiéndole era que supervisara un poco el trabajo de investigación.
De todos modos, su instinto inicial y más firme era negarse, protegerse.
Egoísta. Cobarde. Débil.
Por favor, ayúdenos, Laurel...
Nunca podrá conseguir que se haga justicia a estos niños... vaya y consiga que se haga justicia a otros...
Miró a T-Grace, postrada en la cama como un cadáver, con su increíble energía anulada por el dolor. Después, se volvió hacia Ovide, que estaba en el umbral y que parecía viejo, extraviado e impotente. Podía ayudarles, aunque fuese en una medida reducida, si lograba dominar su propia debilidad.
—Haré lo que pueda.
Cuando Laurel regresó al salón, Jack había cambiado el acordeón por el piano. Sus dedos se movían lentos e inquietos, acariciando las teclas. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. El antiguo piano, que estaba más acostumbrado a ejecutar piezas de bugui-bugui, desgranó el movimiento inicial de la Sonata Claro de Luna de Beethoven, un fragmento sombrío, lleno de añoranza, callado y triste.
Cuando Laurel entró, las últimas personas que se habían reunido para conversar estaban saliendo por la puerta principal. Sólo quedaban Jack y Leonce, que apagaba las luces y levantaba las sillas, al mismo tiempo que barría el suelo.
Miró a Laurel apoyándose en su escoba, con la cara con la cicatriz en las sombras y un cartel luminoso a sus espaldas.
—Eh, chere, ¿quiere que la lleve en automóvil a su casa? —preguntó—. Por mi parte, no creo que Jack deba sentarse frente a un volante, ¿me comprende?
—Está bien, Leonce —murmuró—. Nos arreglaremos. Una caminata larga nos hará bien a los dos.
Él bajó los ojos hacia la escoba, y volvió a barrer antes de que ella pudiese ver nada en su expresión.
—Como le parezca.
Laurel hundió las manos en los bolsillos de sus pantalones y se acercó al escenario. Jack no hizo el más mínimo gesto para reconocer la presencia de la joven, ni siquiera cuando ella se sentó al lado en el banco puesto frente al piano. Continuó tocando como un hombre que está en trance, los dedos largos acariciando las teclas amarillentas con la dulzura de un amante. La música se elevó y descendió, y las melodías se desgranaron una tras otra, envolviendo a Laurel y arrastrándola a otro mundo, un mundo acervo y sombrío, de emociones agridulces. Cada nota parecía grávida de añoranzas. Un dolor abrumador colmaba los silencios intermedios.
Eso era lo que se ocultaba detrás del otro Jack, el hombre de los ojos angustiados y la aureola de peligro, soledad, angustia, espíritu artístico. La comprensión de este hecho consiguió que vibrase en ella una cuerda muy profunda, y Laurel cerró los ojos para rechazar el dolor. ¿Cuántos estratos más había allí? ¿Cuántos Jack? ¿Cuál era el núcleo del hombre? ¿Dónde estaba su corazón?
Clausuró su mente a todos esos interrogantes y apoyó la cabeza sobre el hombro de Jack, demasiado agobiada por las sensaciones como para pensar. Había mantenido el control de sí misma las últimas horas, y no se había permitido reaccionar ante el asesinato de Annie o ante cualquiera de los sentimientos que habían intentado manifestarse después. Pero ahora, cuando no había testigos excepto un hombre que ya la había visto llorar, interrumpió la resistencia. Los sentimientos irrumpieron a través de su pecho, llegaron a la garganta y allí se convirtieron en una suerte de nudo resistente. Llegaron las lágrimas, no en un torrente sino como un hilo doloroso y ardiente que se desprendía de las pestañas y le humedecía las mejillas.
Las manos de Jack se movieron más lentamente sobre el teclado cuando la pieza llegó al final. Sus dedos tocaron la última nota, un acorde grave que vibró y quedó suspendido en el aire como el eco de la voz de un pasado sombrío.
—¿La amabas? —preguntó Laurel, y formuló la pregunta casi sin pensarlo. Contuvo la respiración esperando la respuesta.
—¿Quieres decir si me acosté con ella? —la corrigió Jack. Miró la madera oscura del piano, y sintió que no deseaba ver nada, ni la madera ni el fantasma de la alegre sonrisa de Annie; nada—. Sí, por supuesto —dijo con voz neutra y sin matices—. Un par de veces.
La respuesta de Jack la lastimó, aunque Laurel se dijo que su propia reacción no se justificaba. Él era un disipado, un mujeriego. Probablemente se había acostado con la mitad de las mujeres del distrito. Eso no debía significar nada para ella. Rechazó la reacción y trató de descifrar lo que él podía estar sintiendo después de la muerte de una mujer a quien había conocido, íntimamente, y cuyos padres eran sus amigos.
—Lo siento —murmuró Laurel.
—Debes sentirlo por Annie, no por mí. Yo estoy vivo.
Para lo que eso podía servir a nadie. La boca de Jack se curvó ante la ironía de la situación, y ahora él extendió la mano hacia su vaso de whisky para calmar el dolor. El licor descendió hasta su estómago, suave como la seda, para acumularse en su vientre e irradiar hacia afuera una calidez muy conocida.
—Lo siento por T-Grace y Ovide —dijo Laurel, recordando muy vívidamente la escena de la galería, y también la desesperación de T-Grace cuando le pidió ayuda—. Me pidieron que los representara ante el sheriff.
—Y tú aceptaste.
—Sí.
—Naturalmente.
Aunque él apoyó los dedos sobre las teclas del piano y comenzó a tocar algo lento y melancólico. Laurel percibió el acento cáustico en su voz. Con un movimiento lento se enderezó y se apartó de él, y le dirigió una mirada dura y directa.
—¿Qué significa eso?
Jack no se molestó en mirarla. Podía adivinar la actitud defensiva que se levantaba como un muro alrededor de la joven, que era exactamente lo que él había previsto.
—Significa que eres una niña buena, que haces lo que corresponde.
—Son amigos —dijo secamente Laurel—. Me pidieron un favor. Me pareció algo bastante pequeño en vista de que acaban de asesinar a la hija. No comprenden el procedimiento policial. No confían en que el sistema los favorezca.
—¿Qué te parece? —dijo Jack con expresión sardónica.
Laurel se erizó.
—Mira, estoy cansada de tus comentarios tan astutos. Es posible que el sistema no sea perfecto, pero es el único que tenemos. Es tarea de la gente como tú y como yo que funcione.
Él continuó jugueteando con las teclas, ansiando que la música liberase parte de la tensión que se acumulaba en su interior, como una serpiente venenosa que se prepara para atacar. Él se sentía muy deprimido. Demasiado sensible, como si todas sus terminaciones nerviosas estuviesen expuestas y alguien las frotase. Su instinto más firme era evitar que nadie se acercara. Deseaba refugiarse en esa habitación pequeña y oscura que tenía en su fuero íntimo, como había hecho cuando era un niño que esperaba que la máquina castigadora de Blackie Boudreaux recayese sobre él. Deseaba ir a ese lugar donde nadie podía tocarlo, nadie podía lastimarlo, donde él no podía sentir y nada le importaba.
Pero Laurel Chandler se sentó al lado, puntillosa y debidamente ofendida por la falta de fe de Jack en su precioso sistema de jurisprudencia. Que se fuese al infierno.
—No funcionó muy bien en tu caso, ¿verdad, tite chatte?
En su tono había un matiz de astucia que hirió en lo más profundo a Laurel, y ahora el dolor la recorrió al pensar que había compartido esa experiencia con él, le había revelado ese lugar frágil y doloroso de su corazón, y ahora veía que lo usaba contra ella.
—Magnífico —dijo Laurel. Descargó los puños sobre el teclado, originando una maraña discordante de notas al levantarse del banco—. El sistema apesta. Por lo tanto, ¿debemos alzar los brazos y permitir que el delito domine todo?
Se paseó detrás de Jack, tratando de convertir el dolor en rabia. Una discusión era algo que ella podía afrontar y encauzar hábilmente. Era más profundo que el pesar o el miedo.
—Eso sería grandioso, Jack. En ese caso, todos seríamos como tú, nos sentaríamos para no hacer nada mientras la sociedad se desintegra de arriba a abajo.
Él arqueó el entrecejo mientras se volvía en el banco para mirar a Laurel. Estiró los brazos con engañosa pereza, apoyó los codos en el teclado y cruzó los tobillos frente al mismo.
—¿Y qué? —preguntó belicosamente—. ¿Crees que yo debería hacer algo? ¿Qué papel me adjudicarías? ¿Que maneje una varita mágica y devuelva la vida a Annie? No puedo. ¿Debo buscar en una bola de cristal para descubrir quién la mató? Tampoco eso puedo hacerlo. ¿Me comprendes, querida? Es como siempre me dijo mi viejo: soy un inútil.
—Qué cómodo para ti —protestó Laurel, rechazando a la parte más tierna de su corazón, que se condolía de los sufrimientos infantiles de Jack. Estaba demasiado irritada con él como para sentir simpatía.
Él le recordaba muchas cosas de Savannah; chapoteaba en las aguas contaminadas del pasado en lugar de reaccionar y hacer algo positivo por su vida.
—No asumes la responsabilidad de nada. No necesitas aspirar a nada. Si las cosas se ponen difíciles, siempre puedes girar en redondo y culpar a tu pasado. ¡No tienes tiempo para preocuparte por nadie porque estás muy atareado compadeciéndote tú mismo!
Él se puso de pie y se inclinó sobre ella en un movimiento tan rápido que Laurel apenas tuvo tiempo de contener un grito de sorpresa. El sentido común exigía que ella se apartase de Jack, del mismo modo que uno se aparta de una pantera que aparece en la espesura. Pero un instinto más profundo la indujo a defender su posición, y entre ellos se formó un silencio tenso y espinoso.
Él la miró con una mirada larga y dura, y su pecho desnudo estaba agitado por la irritación, y el mentón tenía tal rigidez que la cicatriz relucía como plata bajo la luz débil de la lamparilla. Pero el fuego que se había encendido en sus ojos oscuros se atenuó lentamente, dejando esa abyecta y antigua fatiga. Las comisuras de su boca sensual se elevaron en una amarga imitación de la sonrisa.
—Querida, no pretenderás que te cuide —murmuró—. Todas las personas a las cuales he cuidado han muerto.
Alzó una mano para acariciarle la mejilla y ella se sobresaltó por el contacto.
—¿Ves? Yo te dije que esto es malo para ti. Debiste escucharme.
Ella apartó la mano y retrocedió un paso. Él intentaba asustarla. El mismo hombre que apenas unas horas antes la había seducido con su sonrisa perversa. Pero no. No era el mismo hombre.
Irritada por la actitud camaleónica de Jack, irritada porque él intentaba asustarla, irritada consigo misma porque le importaba en lo más mínimo lo que él hacía, Laurel dirigió a Jack una última mirada de desafío.
—Jack, juega tus juegos con otra persona. Yo me vuelvo a casa.
Él la miró descender del escenario y caminar hacia la puerta principal, y se dijo que debía permitir que se marchara, y que él mismo estaba mejor si no se preocupaba porque ella se enfrentaba sola a las sombras de la noche. Pero no pudo decidirse a cerrar la puertas de ese cuartito. No pudo apartar de su mente las imágenes... Annie... Evie, perdidas para siempre. La necesidad de proteger a Laurel superó a la necesidad de protegerse él mismo, y tensó los nervios convirtiéndolos en cuerdas de violín, y él tembló con esa sensación, y tuvo el presentimiento de que el mecanismo terminaría quebrándose.
Laurel continuó caminando, la cabeza en alto, los hombros erguidos, los pies minúsculos apenas arrancando un leve sonido al piso. Tan menuda, tan frágil, tan fieramente decidida a enfrentarse a todas las cosas perversas que podían cruzársele en el camino.
Padeciendo por lo bajo, Jack descendió del escenario. La alcanzó en media docena de pasos y le aferró el brazo, deteniendo su marcha hacia la puerta.
—Te acompañaré.
—¿Por qué? —preguntó ella, mirándolo hostil—. ¿Qué piensas hacer, Jack? ¿Protegerme? Acabas de decirme que eres muy peligroso. Y ya que estamos, ¿por qué permitiré que me acompañes? Estás borracho.
La mano de Jack se cerró con más fuerza sobre el brazo de Laurel. Su malhumor se agravó, mientras los bandos en pugna que se debatían en su interior oscilaban entre la necesidad de estrangularla o de abrazarla con todas sus fuerzas.
—No estoy tan borracho —rezongó Jack—. Dije que te acompañaré a tu casa.
—Y yo te pregunté por qué —dijo Laurel, demasiado enojada para mostrarse prudente. Un pequeño rincón racional de su cerebro le dijo que estaba provocando a un tigre, pero eso no le importó. Algo en su interior la empujaba a mostrarse temeraria con él. Ella no entendía, no estaba muy segura de que deseara entenderlo, pero al parecer no podía detenerse—. ¿Por qué?
Jack respiró hondo. Frunció ominosamente el entrecejo. Parecía un demonio mirándola irritado, y los planos y los ángulos duros de su cara alargada se destacaban nítidamente.
—No seas estúpida. Hay varias mujeres muertas. ¿Quieres ser una de ellas?
—Jack, ¿qué te importa lo que me suceda? —replicó ella—. Sólo te preocupas de ti mismo. Después de que encuentren mi cadáver puedes beberte una botella de whisky en mi honor, y decir a la gente que dormiste conmigo un par de veces.
El mecanismo del autocontrol de Jack casi se quebró. La cólera lo agitó como un trueno conmoviéndolo, hinchándole el pecho, rugiéndole en sus oídos. Él la aferró con las dos manos, temblando por la necesidad de sacudirla como una muñeca de trapo y arrojarla a un lado, fuera de su vida.
—Maldita sea —rezongó Jack, no muy seguro de que quisiera maldecir a Laurel o maldecirse él mismo—. Si querías un idealista, deberías haber ido a buscar en un ambiente mejor. Soy un canalla, un tipo que usa a la gente, un cínico...
—Jack, ¿por qué deseas acompañarme a casa? —preguntó Laurel, oponiendo su mirada a la mirada de Jack.
—¡Porque tengo suficiente número de cadáveres en mi conciencia, y no quiero más!
Un silencio tenso flotó en el aire alrededor de ellos mientras se miraban. La expresión de Jack era fiera y salvaje. Sus dedos se hundían en la superficie suave del brazo de Laurel. Ella tenía la sensación de que Jack hubiera podido partirla en dos como una ramita. Nunca había tenido una conciencia tan cabal de la diferencias físicas entre ellos, nunca se había sentido físicamente tan frágil.
Tengo suficiente número de cadáveres en mi conciencia como para... Las palabras se marcaron en su cerebro una por una para ser examinadas, y un escalofrío la recorrió.
Laurel miró durante un largo momento a Jack, y vio que él trataba de contener a esa bestia que era su temperamento. Mientras la respiración de Jack se regularizaba, ella también trató de relajarse poco a poco, y cuando el apretón de la mano de Jack se aflojó, Laurel consiguió respirar mejor.
—¿Quisieras aclarar esa afirmación? —preguntó ella con voz suave.
Con un gesto muy pausado, Jack apartó las manos de los hombros de Laurel y se volvió, dándole la espalda.
—No, no quiero —dijo, y caminó hacia la puerta.
Recorrieron las calles oscuras y desiertas en silencio, dirigiéndose a Belle Riviere sin hablarse ni tocarse. Jack se había encerrado totalmente en sí mismo. Laurel lo miraba subrepticiamente, y los engranajes de su cerebro de abogada trataban de buscar una explicación lógica, y su corazón le confirmaba que debía existir algo por el estilo.
Él la acompañó hasta el patio de la casa, y le abrió la puerta de acceso. Laurel entró en el jardín, tratando desesperadamente de pensar algo que aliviase la tensión entre ellos pero, cuando se volvió para decirlo, él se había ido. Sin decir palabra, se había zambullido en las sombras oscuras de los árboles que ocupaban el terreno entre Belle Riviere y L'Amour.
El tiempo se deslizó inadvertido mientras ella permanecía con las manos aferradas a los barrotes de hierro del portón, mirando hacia la casa de ladrillos que se levantaba a orillas del bayou. No se encendieron luces en las ventanas.
Todos los seres a quienes amé están muertos.
Tengo cadáveres suficientes en mi conciencia para que me duren...
¿A quiénes había perdido? ¿A quiénes había amado? ¿Por qué las muertes de esos seres pesaban en su conciencia?
La única cosa que ella sabía positivamente era que no le convenía acceder a ese conocimiento. Laurel poseía todo lo que le interesaba para vivir de un día al siguiente. No necesitaba el tipo de problemas que estaba creándose entre ella misma y Savannah. No deseaba comprometerse con los Delahoussaye o con una investigación del asesinato. No tenía fuerza suficiente para soportar una relación con un hombre como Jack. Él tenía excesivo número de facetas, demasiados secretos, excesivo caudal de sombras en su pasado, excesiva oscuridad en su alma.
Y pese a todo, Laurel sentía que él la atraía con una fuerza magnética.
—Dios mío —murmuró, cerrando los ojos y apretando la frente contra los barrotes fríos del portón—. Jamás debí regresar aquí.
Una nube cubrió la luna. La brisa murmuró entre las ramas de los árboles. Laurel sintió un escalofrío y bruscamente volvió los ojos, y sintió... algo. Clavó la mirada en la oscuridad y no vio nada, pero sintió... una presencia. La sensación se prolongó como una mirada sombría e intensa, y Laurel sintió que se le erizaba el vello de la nuca.
—¿Jack? —llamó, y un débil estremecimiento de duda vibró en su voz.
Silencio.
—¿Jack? ¿Huey?
Sólo la extraña sensación de esos ojos.
En algún lugar de los bosques que estaban más allá de L'Amour se elevó el graznido de un búho, y su voz también pareció el grito de una mujer. Laurel tragó con dificultad y el corazón se le subió a la garganta. Con movimientos lentos volvió hacia la casa, deslizando los pies sobre el sendero de ladrillos desiguales para evitar un resbalón. Mientras paseaba la mirada por las sombras del patio en busca de formas extrañas, se criticó ella misma por asustarse tan fácilmente, y trató de no pensar en que el cuerpo de Annie había sido descubierto no muy lejos de allí.
Pareció que necesitaba una eternidad para llegar a la galería, pero cuando estuvo allí se sintió como un niño que llega a un lugar seguro. El alivio la recorrió como una oleada embriagadora, y entró en la casa y cerró con fuerza los ventanales franceses.
El depredador se refugia en las sombras. Una criatura de la noche. Una criatura de la oscuridad. Observa. Espera. Despectivo, seguro de sí mismo.
Ya eligió a su adversario. A ese antiguo campeón de la justicia. Pero el bien y la justicia nada tienen que ver en este juego. En este juego sólo sobreviven los fuertes y los astutos.
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