La Copa Dorada



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Quinta parte

Capítulo XXXV

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Una vez que se constituyó el grupito de Fawns ––que requirió unos diez días para que el proceso quedara terminado íntegramente–– de una forma natural Maggie se sintió dotada de un dominio todavía mayor sobre cuan­to había sucedido últimamente en Londres. Recordó una frase usual en aquella Norteamérica de la que ya llevaba años alejada. Según dicha frase, ella estaba viviendo el momento cumbre de su vida, y lo sabía gracias al constante latir de esa sensación de dominio que era tan violenta que casi no se podía aceptar, ni casi se podía ocultar. Era como si hubiera salido, ésta era la sensación generalmente dominante, como si hubiera salido de un oscuro túnel, de un espeso bosque, o sencillamente de una estancia de aire húmedo, y a pesar de ello hubiera podido seguir adelante con aire fres­co en los pulmones. Era como si, por fin, pudiera cosechar el fruto de su paciencia. 0 había sido más paciente de lo que había creído mientras lo era, o lo había sido durante más tiempo del que había imaginado, y el cambio comportaba una alteración tan grande de la visión, como si hubie­ra movido en una pulgada el ajuste de un telescopio. En realidad, el teles­copio de Maggie había ganado mucho en alcance; pero al mismo tiempo el peligro de Maggie consistía en quedar expuesta a la observación ajena, por el uso más fascinante y, en consecuencia, más imprudente, de su arti­lugio óptico. La norma que aplicaba constantemente radicaba en no ser­virse en público del telescopio en ningún caso. Sin embargo, las dificulta­des del disimulo no habían disminuido, en tanto que su necesidad se había duplicado. La charlatanería de que se había servido en el trato con su padre había sido tarea relativamente sencilla, cuando la utilizaba en base a una simple duda. Pero ahora el terreno en el que debía operar era mucho más amplio, y tenía la sensación de ser algo así como una joven actriz que, después de habérsele encomendado un papel de escasa importancia en una obra, y de dominar con ansioso esfuerzo todas las frases, se encuentra de repente elevada al rango de primera actriz y tiene que estar en escena en los cinco actos de la obra.

Aquella noche, en Londres, Maggie había sacado ante su marido gran partido de su «saber», pero ahora le constaba que esto, desde el instante en que no le quedaba más remedio que disimularlo, incrementaba su res­ponsabilidad, responsabilidad que nacía de estar en posesión de algo de gran valor y extremadamente perecedero. En este aspecto, nadie podía ayudarla, ni siquiera Fanny Assingham, porque la presencia de esta buena amiga había llegado a representar inevitablemente, después del momento culminante de su última conversación con ella en la casa de Portland Place, sólo una parte de la función muy simplificada. Fanny era útil en mil oca­siones, pero a partir de entonces su utilidad sólo podía consistir en no tocar de modo harto ostentoso, por lo menos ante Maggie, aspecto alguno del tema que habían abordado. Fanny estaba allí presente como una per­sona extremadamente valiosa, pero su valor consistía solamente en negarlo todo de forma tajante. Era exactamente, para todas las partes interesadas, el emblema de su beatitud sin tacha, y la pobrecilla tenía que representar este papel notablemente arduo lo mejor que podía. En privado podía dejar de interpretarlo, caso de que fuera necesario, ante Americo y ante Charlotte, aunque ante el dueño de la casa, desde luego que no, ni siquie­ra por un instante. Este abandono de la interpretación del papel que le correspondía era problema que sólo a ella afectaba, y del que, por el momento, Maggie podía prescindir. Entretanto, debemos decir que Fanny trataba a su joven amiga de suerte que en manera alguna le revelaba las antedichas vacilaciones; desde el momento en que Fanny se apeó ante la puerta de la casa, en compañía del coronel, todo se desarrolló armoniosa­mente, como si se tratara de la interpretación de un concierto. A fin de cuentas, ¿qué había hecho aquella tarde, en Londres, sino unir a marido y mujer mucho más de lo que, al parecer, habían estado unidos en cualquier otro momento anterior? En consecuencia, ¿podía Fanny cometer indiscre­ción mayor que la de discrepar de las grandiosas apariencias de su triunfo? Hacerlo equivaldría a poner en tela de juicio su benemérita obra. Por lo tanto, sólo veía armonía a su alrededor y sólo difundía paz, una paz pródi­ga, expresiva, agresiva, nada incongruente con la inquebrantable calma que imperaba en la casa; en resumen, una especie de pax Britannica con casco y tridente en ristre.



Debemos añadir que, al paso de los días, esta paz se había convertido en una paz muy animada y poblada, gracias a la presencia de unos invitados en los que la habilidad de Maggie para mantener las apariencias, aprendi­da largo tiempo atrás, encontraba sus mejores instrumentos. No pasaba desapercibido, sino al contrario, saltaba a la vista que el recurso a estos ins­trumentos, precisamente ahora, parecía satisfacer en grado sumo las nece­sidades de todos, como si todos, por la multiplicación de seres humanos en el escenario, por la creación y confusión de falsos aconteceres, albergaran la esperanza de que todos los demás no se fijaran en ellos. En realidad, se había llegado al punto de que el pecho colectivo de los presentes jadeara esperanzado al conocer que habían desembarcado en cercanas playas, para estar en tierra un breve período de tiempo, la señora Rance y las Lutche, quienes seguían unidas y al mismo tiempo divididas, en vista a la conquista; por fin, se dio el raro caso de que el parecer del grupo se mos­tró favorable a albergar la idea de que la presencia de dichas señoras diera lugar, en breve, a pasar un fin de semana con ellas. A Maggie esto le dio la medida del camino que todos juntos habían recorrido desde aquella inol­vidable tarde de un año no muy lejano, desde aquel decisorio domingo de septiembre en que, sentada junto a su padre en el parque, como si recor­daran el momento culminante de su antiguo modo de vida y de sus anti­guos peligros, propuso al señor Verver llamar a Charlotte, llamarla como se llama al especialista para que acuda junto al inválido en silla de ruedas. ¿No era signo un tanto portentoso el que estuvieran dispuestos a someter­se a la observación, como si les distrajera de las otrora despreciadas Kitty y Dotty? En realidad, lo que acabamos de decir ya había tenido lugar en el caso de la invitación cursada por Maggie a los Castledean y a otros asisten­tes a la histórica reunión de Matcham, invitaciones que formuló antes de abandonar Londres, animada en todo momento por una idea, ya que a par­tir de ahora jamás iba a tratar a aquella gente sin una idea concreta, y el esti­mulante elemento de la relación con esta gente adquiría más importancia en el trato sucesivo. La llama con que esta idea daba renovado calor a esos determinados días, el modo en que cual antorcha iluminaba cualquier cosa, todo lo que pudiera ocurrir como culminación de las celebraciones nacidas de las tradiciones así revitalizadas, justificaba el motivo privado de Maggie y consagraba de nuevo su diplomacia. Con la ayuda de estas perso­nas, ya había conseguido producir parte del efecto que buscaba, el efecto de «servir» para todo aquello para lo que sus amigos servían, y el de no pedir a ninguno de ellos renunciar a alguien o a algo por ella. Y, dicho sea francamente, en esto se daba una penetrante agudeza que le gustaba, ya que ella daba prestancia a la verdad que deseaba ilustrar, la verdad con­sistente en que la apariencia de su reciente vida, estrechamente adornada con la flor de un empeño entusiasta, dotada de todas las formas de lo terso y de lo indubitado, no mostraba síntomas en parte alguna de quedar alte­rada. Era como si, sometidos bajo su presión, ninguno de los miembros participantes pudiera liberarse de lo que bien cabe denominar complici­dad de los otros; era, dicho sea en pocas palabras, como si Maggie viera a Americo y a Charlotte obligados, por el temor de traicionarse, a observar una especie de vaga coherencia en lo tocante al «grupo» de lady Castle­dean, en tanto que los miembros de este grupo, por idénticas razones, que­daban obligados a ratificar manifestaciones cuyo sentido y alcance no acer­taban a comprender debidamente, y les dejaban, a pesar de su hereditario optimismo, un tanto desorientados e incluso atemorizados.

Sin embargo, en Fawns, los miembros de este grupo contribuían a la ani­mación y a la algazara, e interpretaban su papel durante una crisis que debían presentir vagamente en los largos corredores de la vieja mansión, como si se tratase del tradicional fantasma de la casa en las horas noctur­nas, más bien que como la amenaza surgida a la luz del día de personas aje­nas al grupo claramente apercibidas, esas personas que había peligro de encontrar en el salón y de tener sentadas al lado de la mesa. Además, si la Princesa no hubiera gozado con su secreta utilización de tan compleja máquina de disimulos, no por ello habría dejado de sentir cierta satisfac­ción al observar las ventajas que de dicha maquinaria sacaba ahora la mal­tratada filosofía de Fanny Assingham. La relación de esta buena amiga con tal maquinaria creaba una situación de revanche, como la propia señora Assingham daba a entender paladinamente, por el escaso lustre del que su persona gozó en Matcham, en donde no se hallaba tan familiarizada con las formas de comportamiento como los demás invitados. Por el contrario, como Maggie pudo advertir, la señora Assingham, en Fawns, por el medio de internarse en la selva sin senderos, se encontraba mucho más a sus anchas que los demás. En la venganza de la señora Assingham se daba la doble magnanimidad de indicar a todos los demás cuál era el tono justo, algo parecido a una tutela maravillosamente irresistible, consciente y casi compasiva. Constantemente daba a entender con aire de triunfo que aqué­lla era una casa en la que rebosaban valores a cuyo servicio podían poner­se algunos de los restantes invitados, y que estaba divertidamente dis­puesta a compartir con algunos de ellos momentáneamente obnubila­dos, vagamente desconcertados, que habían perdido el rumbo que les era propio. Bien pudo deberse, en parte, al efecto de ese sentido espe­cial de comunidad con su vieja amiga el que una noche Maggie se sin­tiera inducida a reanudar con ella el abandonado modo de referencia directa. Se habían quedado las dos en la planta baja hasta hora avanza­da. Las otras mujeres se habían ido, solas o emparejadas, ascendiendo la «grandiosa» escalinata que permitía que los ascensos y descensos fue­ran agradablemente observados desde el igualmente grandioso salón. Los hombres, evidentemente, se habían dirigido a fumar a otra estancia destinada a tal efecto. Pero la Princesa, hallándose en situación de po­der observar el insólito panorama antes mencionado, se había demora­do para gozar de él. Entonces advirtió que la señora Assingham se reza­gaba un poco como si quisiera apreciar debidamente el goce de que aquélla disfrutaba; de esta manera, las dos quedaron mirándose, sepa­radas por el amplio y desierto espacio, hasta que la mayor de las dos mujeres, ahora vagamente expresiva y como si tanteara el terreno, se acercó un poco a la otra. Fue como preguntar si podía ser de alguna uti­lidad, y esta pregunta quedó contestada por la inmediata sensación de hallarse, al estar más cerca, como se había hallado en la casa de Port­land Place, obedeciendo a la perentoria convocatoria de Maggie. La comprensión entre las dos se reanudó en estos nuevos momentos for­tuitamente conseguidos, en el mismo punto en que quedó interrumpi­da en la otra ocasión.

––Él nunca le ha dicho a Charlotte que yo lo sé. De esto, por lo menos, estoy segura.

La señora Assingham abrió desmesuradamente los ojos. La Princesa pro­siguió:

––Cuando llegamos aquí, me hallaba yo a oscuras en este punto, sin saber lo que Americo había estado haciendo o proponiéndose hacer, sin saber lo que había pasado entre ellos dos. Pero al cabo de uno o dos días comencé a vislumbrar la verdad, y esta noche, por muchas razones, demasiadas para decirlas, lo he sabido con seguridad; sí, todo ha quedado explicado. Nada se han dicho. Esto es lo que ha ocurrido.

Con energía, la Princesa repitió:

––¡Ha quedado explicado, explicado, explicado!

Hablaba en un tono que su interlocutora calificaría después, ante el co­ronel, aunque parezca raro, de sumamente serena excitación. La Princesa regresó junto al hogar en donde, en honor de la humedad del día y fres­cor de la noche, los leños apilados se habían transformado en llamas, reduciéndose luego a cenizas. Y la evidente importancia de lo que había comunicado a Fanny Assingham fue motivo de que ésta guardara silencio. Este notable hecho explicaba realmente mucho más de lo que la señora Assingham, a pesar de tener clara conciencia de haberse quedado con la boca abierta, llevada por su buena voluntad, podía tomar de una sola vez. Sin embargo, la Princesa, en su confianza y benevolencia, rápidamente colmó la laguna:

––No quiere que sepa que lo sé, y evidentemente está dispuesto a que no lo sepa. Sí, ha tomado una decisión. No le dirá nada. En consecuencia, como ella es incapaz de llegar a saberlo por sí misma, no puede tener idea de lo mucho que en realidad sé. Cree y, en la medida de su propio conven­cimiento, sabe que nada sé. Esto, en cierto aspecto, me parece de inmensa ayuda para mí.

La señora Assingham, sin comprenderlo todavía totalmente, murmuró en tono de celebración:

––¡Inmensa, querida!

Y luego preguntó:

––¿Y él calla a propósito?

Los ojos de Maggie se iluminaron como si vieran verdades situadas muy lejos, en puntos a los que su vista jamás llegaría. Dijo: ––A propósito. Ahora jamás se lo dirá.

Fanny quedó maravillada. Miró a su alrededor. Admiraba en gran mane­ra a su joven amiga, en quien la averiguación de la conducta del Príncipe estaba animada por heroica lucidez. Allí estaba Maggie, vestida de unifor­me, de pie, como el menudo y erecto comandante de las fuerzas que ase­dian una plaza, al que un nervioso capitán acaba de darle noticias, suma­mente importantes para él, de la aparición de banderías y disensiones en la plaza sitiada. Fanny dijo:

––En consecuencia, ¿no tiene problemas?

––Esto sería mucho decir. Pero tengo la impresión, que antes no tenía, de saber dónde estoy en este caso.

Fanny meditó generosamente. Había un punto que había quedado un tanto vago:

––¿Y se lo ha dicho él? ¿Su propio marido se lo ha dicho a usted?

––¿A mí?

––Sí, lo que quiero decir es si le ha contado esto que usted me dice. ¿No ha hablado usted basándose en lo que él le ha dicho?

Siguió mirándola fijamente y contestó:

––¡Dios mío, no! ¿Imagina que le he pedido que me lo dijera?

––¿No?

Fanny esbozó una sonrisa y añadió:



––Suponía que era esto lo que usted quería decir. Entonces, ¿qué le ha...?

––¿Qué le he pedido? Nada.

Esto fue causa de que Fanny, a su vez, quedara con la mirada fija en la

Princesa:

––En este caso, la noche de la cena en la embajada, ¿no pasó nada entre ustedes dos?

––Al contrario, pasó todo.

––¿Todo?

––Todo. Le dije lo que sabía, y le dije la manera en que había llegado a saberlo.

Después de esperar unos instantes, la señora Assingham observó:

––¿Y esto fue todo?

––¿Le parece poco?

No sin severidad, la señora Assingham observó:

––A usted corresponde juzgar si fue poco o mucho.

––Pues ya lo he juzgado. Lo juzgué. Hice lo preciso para que mi marido comprendiera, y luego le dejé en paz.

Intrigada, la señora Assingham preguntó:

––¿Y no le dio explicaciones?

Maggie echó la cabeza atrás como si esa idea la horrorizara:

––¿Explicaciones? ¡No, a Dios gracias! Y al instante añadió:

––Y yo tampoco.

La evidencia del orgullo que había en estas palabras difundió una luz leve y fría, aunque desde unas cumbres en cuya base se hallaba Fanny

Assingham jadeando. Fanny preguntó:

––Y su marido, ¿ni niega ni confiesa?

––Hace algo que es mil veces mejor. No habla del asunto. Se comporta de un modo que es muy suyo. Se comporta como ahora comprendo tenía la seguridad de que se comportaría. Me deja en paz.

––En ese caso, ¿cómo sabe, como usted dice, «dónde está» usted?

––Precisamente por eso. Le hice saber la diferencia que se había produ­cido, la diferencia producida por mí por no haber sido yo tan estúpida como para no llegar a conocerlo aunque con la ayuda, lo reconozco, de una maravillosa coincidencia. Mi marido tenía que ver que he cambiado con respecto a él, que soy muy diferente de la idea que él ha tenido de mí durante tanto tiempo. Todo consistió en que se diera cuenta del cambio, y ahora veo que se está dando cuenta.

Fanny siguió esta explicación lo mejor que pudo, y preguntó:

––¿Y su marido lo da a entender dejándola en paz, como usted dice? Maggie miró fijamente a Fanny largo rato, y dijo:

––Y dejándola en paz a ella.

La señora Assingham se esforzó en comprender, un tanto frenada por un pensamiento que era lo más próximo que podía tener, en aquel cuadro excesivamente grande, a una inspiración:

––¿Y Charlotte también le deja en paz a él?

––Bueno, esto es otro asunto que prácticamente casi en nada me con­cierne. Sin embargo, me atrevería a decir que no.

La mirada de Maggie se hizo más distante para poder ver con mayor pre­cisión la imagen evocada por la pregunta. Entonces dijo:

––En realidad, no creo que pueda dejarle en paz. Pero para mí lo impor­tante es que mi marido comprende.

Fanny Assingham, serenada, dijo:

––Sí... ¿comprende?

––Comprende lo que quiero. Quiero una felicidad en la que no haya siquiera un orificio en el que pueda meter la punta de un dedo.

––Una superficie brillante y perfecta, al menos para empezar. Sí, com­prendo.

––La copa dorada, tal como hubiera debido ser.

Y Maggie contempló, meditativa, la oscura imagen evocada. Dijo:

––La copa conteniendo toda la felicidad. La copa sin la grieta.

También para la señora Assingham esta imagen tenía fuerza; el precioso objeto volvió a quedar esplendente ante su vista, esplendente, reconstrui­do, aceptable, digno de ser ofrecido. Pero ¿no faltaba allí algo? La señora Assingham preguntó:

––Pero ¿si él la deja en paz y usted le deja...?

––¿Quiere decir que eso nos delatará? ¿Que los demás se darán cuenta? Bueno, tenemos esperanzas de que no sea así, procuramos que no ocurra, andamos con mucho tiento. Sólo nosotros sabemos lo que ocurre entre nosotros. Nosotros y usted. Y desde el momento en que usted llegó a esta casa, ¿no ha quedado impresionada por lo bien que representamos nues­tra comedia?

La amiga de Maggie, dubitativa, preguntó:

––¿Ante su padre?

Esta pregunta la hizo vacilar. No quería hablar de su padre. Dijo:

––Ante todos. Ante ella... ahora que usted comprende.

Estas palabras volvieron a dejar desorientada a la pobre Fanny, que re­plicó:

––Ante Charlotte, sí. Teniendo en consideración la importancia que el asunto tiene para usted, teniendo en cuenta el plan trazado; esto, precisa­mente esto, es lo que les mantiene unidos.

Exultante de admiración, la señora Assingham exclamó:

––¡Es usted un ser incomparable, es realmente extraordinaria!

Recibió agradecida estos elogios, aunque no sin algunas reservas:

––No, no soy extraordinaria; pero soy, ante todo, serena.

––Bueno, pues precisamente esto es lo extraordinario. «Serena» es mucho más de lo que yo pueda llegar a ser jamás.

Después de decir estas palabras, la señora Assingham meditó sin rebozo alguno:

––Usted ha dicho que yo «comprendo», pero hay una cosa que no com­prendo.

Tras unos minutos de silencio, durante los cuales Maggie esperó, la seño­ra Assingham prosiguió:

––A fin de cuentas, ¿cómo es posible que Charlotte no haya presionado al Príncipe, no le haya atacado sobre este asunto? ¿Cómo es posible que no le haya preguntado; quiero decir que no le haya preguntado, haciéndole dar su palabra de honor, si usted sabe?

––¿Cómo es posible que «no»?

Después de decir estas palabras, la Princesa afirmó lisa y llanamente:

––Desde luego, forzosamente ha tenido que preguntárselo.

––¿Entonces...?

––Entonces, ¿cree usted que él se lo ha dicho? Lo que yo quería decir es que mi marido jamás hará semejante cosa, sino todo lo contrario.

––¿Ni aun en el caso de que Charlotte le pida directamente que le diga la verdad?

––Ni siquiera así.

––¿Ni siquiera apelando a su honor?

––Ni siquiera apelando a su honor. Ésta es precisamente mi afirmación básica.

Pero insistió desafiante:

––¿Ni aun pidiéndole que le diga la verdad a ella?

––No se la dirá a ella ni a nadie.

A la señora Assingham se le iluminó el rostro. Dijo:

––En ese caso, ¿su marido habrá mentido sencilla y constantemente?

––Habrá mentido sencilla y constantemente.

La señora Assingham volvió a quedar impresionada. Sin embargo, en el mismo instante, en impulsivo movimiento se arrojó sobre Maggie, abra­zándola por el cuello, y en tono exaltado exclamó:



––¡Oh, si supiera cuánto me ayuda!

Maggie había querido que Fanny Assingham comprendiera, en la medi­da de lo posible; pero poco tardó en advertir cuán corta era esa medida, a poco que se pensara en ello, por misteriosas razones que Maggie prefería no indagar. Esta incapacidad de comprensión de la señora Assingham no era sorprendente si tenemos en cuenta que la propia Princesa sólo ahora podía envanecerse de haber llegado al fondo del asunto. Maggie vivía en un estado de conciencia que sólo parcialmente podía revelar a su buena amiga; además, la inspección que la propia Maggie efectuaba de su estado de conciencia, en toda su extensión aún no había terminado. Sin embar­go, estos recovecos de su imaginación habían sido anteriormente más oscu­ros de lo que lo eran ahora. Ella los había contemplado, en la víspera de su salida de Londres, casi sin ver nada en ellos. En el curso de aquellas horas y, a decir verdad, de los días siguientes, poco había visto que no fuera la rareza de una relación cuya nota principal ––tanto si llegaba a ser pro­longada como si no–– consistía en la carencia de resultados «íntimos» sur­gidos de la crisis cara a cara, aunque brevemente, en la mañana del día siguiente al de la escena en su aposento, pero con la extraña consecuencia de dejar el problema enteramente en manos de su marido. El Príncipe había recibido la crisis de manos de su esposa como si ésta le hubiera entre­gado un manojo de llaves o una lista de diligencias, prestando atención a las instrucciones de su esposa, pero limitándose a ponerlo cuidadosamen­te a buen recaudo en el bolsillo. Con el paso de los días las instrucciones recibidas en nada modificaron el comportamiento del Príncipe en su hablar y en sus silencios, y no dieron ningún fruto en lo referente a sus actos. El Príncipe había aceptado de su esposa, inmediatamente antes de ir a vestirse para la cena, todo lo que ésta quiso darle; luego, a la mañana siguiente, le había pedido más, como si durante la noche Maggie hubiera repuesto existencias; pero en esta ocasión el Príncipe actuó con perfecto dominio de cierto aire de extraordinaria imparcialidad y discreción; un aire que venía a representar algo parecido a un recurso ante la superiori­dad; un aire que si la Princesa se hubiera rebajado a calificar de vulgar, lo habría hecho llamándolo «frío», de la misma manera que el propio Prín­cipe lo habría calificado, en cualquier otra persona, de «descarado», con ciertas sugerencias de que la Princesa debía confiar en él, en aquel asunto concreto, ya que no confiaba en todo lo demás. Para la Princesa, las pala­bras y los silencios de su marido, en aquel momento de tensión, no tuvie­ron un significado diferente del que habían tenido en las semanas prece­dentes. Sin embargo, si la mente de la Princesa no hubiera rechazado de forma absoluta la posibilidad de que su esposo albergara intenciones de ofenderla, hubiera interpretado que los imperturbables modales de su marido y la perfección con que párecía haber recobrado el aplomo reve­laban una de esas intenciones altamente impertinentes por cuyo medio los grandes de esta tierra, les grands seigneurs, las personas de la clase y del tipo de su marido, siempre saben restablecer el orden alterado.

Tuvo Maggie la gran fortuna de adquirir la seguridad de que semejante impertinencia no se contaba entre las artes en que el Príncipe se proponía confiar, ya que si no había dado contestación a nada, nada había negado, nada había explicado y de nada se había excusado, y había conseguido comunicar de algún modo a Maggie que no se debía a haber decidido que el problema carecía de importancia. En ambas ocasiones el Príncipe había dado muestras de consideración en el modo en que escuchó a su esposa, a pesar de que al mismo tiempo se había comportado con extremada reser­va; aunque también debemos recordar que esta reserva estuvo matizada en la segunda y más breve conversación sostenida en Portland Place, ya al final, por el hecho en que Maggie imaginó que el Príncipe se disponía a proponerle una solución transaccional momentánea. Fue solamente algo que había en el fondo de la mirada que el Príncipe le dirigió, y allí vio ésta con más claridad, a medida que sostenía la mirada, la tácita propuesta de un acuerdo a efectos prácticos. «Déjame mi reserva, no me la discutas, es lo único que me queda, ¿o es que no te das cuenta?, si me concedes que­darme a solas con mi reserva durante el tiempo que estime preciso, te pro­meto darte algo amparado por dicha reserva, algo que todavía no sé qué es, a cambio de tu paciencia.» Dio media vuelta, alejándose del Príncipe, mientras estas palabras no pronunciadas sonaban en sus oídos; Maggie tuvo que imaginar que había oído en su espíritu semejantes palabras, tuvo que volverlas a escuchar, evocándolas, a fin de explicarse la paciencia que había tenido al tolerar que Americo no las dijera. El Príncipe ni siquiera ha­bía pretendido por un instante dar respuesta a la pregunta implícita en la manifestación de ignorancia formulada por Maggie con respecto al mo­mento en que, en el período anterior a su matrimonio, había comenzado la intimidad con Charlotte. Teniendo en cuenta que se trataba de una ignorancia que Charlotte y el Príncipe habían estado personalmente inte­resados en mantener ––hasta el punto de proteger con consumada habili­dad, durante años, sus recíprocos intereses al respecto––; teniendo en cuenta que se trataba de una condición impuesta a Maggie, el que dicha intimidad hubiera cesado por el momento era el primer punto de la defensa del Príncipe. Sin embargo, sólo había dedicado a este aspecto su más larga mirada de consideración a tener en cuenta. Había rendido fríamente este tributo a la cuestión, y Maggie hubiera quedado realmente pasmada si ahora no tuviera otros puntos en que apoyarse, al ver su actual capacidad de enfrentarse con este capítulo de la historia en el que no hubiera sido capaz de sumergirse sin sentir escalofríos una semana atrás. Al paso en que ahora se desarrollaba su vida, Maggie se acostumbraba de hora en hora a estas ampliaciones del panorama que ante ella tenía, y cuando se pregun­taba a sí misma, en Fawns, a qué observación formulada por ella en Londres, el Príncipe había opuesto una afirmación, poco le faltaba para transformar en su imaginación a la joven y tensa esposa de los momentos aludidos, en la jadeante bailarina que interpreta una dificil danza y que, ante las candilejas de un teatro vacío, ha dedicado una pirueta a un espec­tador adormilado en un palco.

La mejor manera que Maggie tenía de comprender el éxito alcanzado por Americo en no comprometerse consistía en recordar las preguntas que éste le había hecho en la única ocasión en que volvieron a abordar el tema, cosa que él había provocado explícitamente a fin de formularlas. Consiguió que Maggie volviera a explicarle el tan notable incidente de su conversación con el pequeño tendero de Bloomsbury. No es de sorprender que el Príncipe necesitara que se le narrara esta anécdota de forma un poco más directa, y la actitud que él adoptó marcó el momento en que más se acercó a la postura de quien formula un interrogatorio. La mayor difi­cultad respecto al hombrecillo de la tienda radicó en los motivos que le animaron: en primer lugar su motivo para escribir, animado por el espíri­tu de la retractación, a una señora con la que había cerrado un trato suma­mente favorable para él, y luego el motivo de ir a verla porque sus discul­pas tuvieron un carácter más personal. Maggie estimó que la explicación que dio al Príncipe era un tanto débil, pero así fueron los hechos, y no podía tergiversarlos. Al quedarse solo después de la transacción, con el conocimiento de que la señora que le había visitado tenía intención de regalar a su padre, en ocasión de su cumpleaños ––Maggie confesó al Prín­cipe que había conversado con el hombrecillo casi como si fuera un amigo––, el vendedor de la copa dorada actuó llevado por un escrúpulo insólito en todo género de vendedores y casi sin precedentes en los apro­vechados hijos de Israel. Al hombrecillo de la tienda de Bloomsbury no le había gustado lo que había hecho, y sobre todo haberlo hecho tan prove­chosamente. Al pensar en la buena fe y encantadora presencia de la com­pradora, en comparación con la tara de la compra que hacía, que la con­vertía verdaderamente en cuanto a obsequio a un padre amado, en objeto de siniestro significado y maléficos efectos, el vendedor experimentó re­mordimientos de conciencia, sintió supersticiosos sentimientos y obedeció a un impulso harto notable, teniendo en cuenta su mentalidad comercial, tanto más notable si aclaramos que jamás le había atormentado en otros casos. Maggie reconoció la rareza de esta aventura y la relató lisa y llana­mente sin darle interpretaciones. Por otra parte, no se dio cuenta de que si esta aventura no hubiera afectado tan de cerca a Americo, éste la habría considerado tan sólo materia de divertida reflexión. El Príncipe emitió un extraño sonido, entre carcajada y aullido, cuando ella le dijo con evidente retintín: «Ciertamente el vendedor me dijo que la razón por la que había venido a verme radicaba en que me había tomado simpatía». Sin embargo, la Princesa albergada dudas acerca de si esta brusca declaración del comer­ciante había sido motivada por las familiaridades que ella le había ofrecido o por su tolerancia de las que había tenido que padecer. Que la otra parte contratante en dicho trato había ansiado volverla a ver, y que evidente­mente se había aprovechado del pretexto que se le ofrecía, también lo expresó francamente al Príncipe, indicando que se había percatado de ello inmediatamente, pero que no le dio ningún chasco al vendedor, ni se escandalizó, sino que por el contrario su actitud fue positivamente agrade­cida y satisfecha. Con toda seriedad, el vendedor manifestó sus deseos de devolverle parte del precio pagado, pero que declinó sinceramente la oferta. Acto seguido el vendedor expresó sus esperanzas de que la Princesa, de todas maneras, no le hubiera dado todavía a la copa de cristal el noble destino que tan amable y afortunadamente le había comunicado. La copa no era objeto adecuado para obsequiar a una persona amada, ya que dificilmente podía desear ofrecerle un regalo propicio a traer mala suerte. Esto era lo que el vendedor había pensado, y después de pensarlo no halló descanso, y estimaba que ahora se sentía mucho mejor por habérselo reve­lado a Maggie. El haberla inducido a actuar sumida en la ignorancia tenía avergonzado al vendedor, y si ella, dama magnánima, le perdonaba todas las libertades que se había tomado, bien podía dar a la copa dorada cual­quier destino, menos uno.

Después de esto fue cuando ocurrió el más extraordinario de todos los incidentes, al indicar el vendedor dos fotografías, observando que se trata­ba de personas a las que conocía; pero lo que resultaba aún más raro era que las había conocido años atrás, precisamente en relación con el mismo objeto motivo de su visita. En aquella ocasión, la señora había tenido el capricho de ofrendar la copa al caballero, y el caballero, intuyendo la ver­dad y eludiendo los propósitos de la dama de forma muy inteligente, declaró que por nada del mundo aceptaría un objeto tan sospechoso. A continuación, durante su visita a Maggie, el hombrecillo declaró que no hubiera tenido el menor inconveniente en vender el objeto a aquellos dos. De todas maneras, el hombrecillo jamás olvidó lo que los dos dijeron, ni su cara, ni la general impresión que le causaron, y si Maggie quería ahora real­mente saber qué era lo que de manera especial le había inducido a actuar así, le diría que había sido la idea de que ésta compraba en la ignorancia un objeto que rechazaron por malo otras personas. Otro punto importan­te consistía en que el vendedor quedó inmensamente impresionado por el hecho de que Maggie, después de tanto tiempo, resultaba ser amiga de aquella pareja. Para el vendedor, los dos habían desaparecido, y nada más supo de ellos. El vendedor se ruborizó, quedando con la cara muy roja, al reconocer a las dos personas, al darse cuenta de su responsabilidad, y declaró que aquella coincidencia a la fuerza debía guardar, de modo mis­terioso, cierta relación con el impulso que le había llevado allí. Maggie, mientras su marido se hallaba de pie ante ella, no ocultó la fuerte impresión tan brusca y violentamente recibida. Incluso mientras recibía plenamente tal impresión, hizo cuanto pudo para no delatar sus sentimientos, aunque no sabía, no podía saber lo que en su agitación había inducido a su infor­mador a pensar. Pudo pensar cualquier cosa, pues transcurrieron tres o cuatro minutos durante los cuales, mientras le formulaba pregunta tras pregunta, muy poco le había importado lo que aquél pensara. El hombre­cillo había hablado de cuanto recordaba con la extensión que ella pudiera desear; había hablado, con deleite, de los vínculos que parecían unir a aquellos otros visitantes, y también de su convencimiento respecto a la naturaleza y al grado de su intimidad, que, a pesar de las precauciones que adoptaron, no pudieron ocultarle. El hombrecillo había observado, había juzgado y había recordado, llegando a la seguridad de que se trataba de grandes personajes, pero no le habían «gustado» tanto como la Signara Principessa. Ciertamente ––y Maggie no fue ambigua en esta declaración–– el vendedor anotó su nombre y sus señas, con la finalidad de enviarle la copa y la cuenta. Pero, con respecto a los otros dos, el vendedor se quedó sólo con interrogantes y con la seguridad de que jamás volverían a su tienda. Respecto al tiempo en que tuvo lugar la visita de los otros dos, el vendedor lo podía determinar con toda seguridad, debido a una importante tran­sacción anotada en sus libros de contabilidad, que tuvo lugar pocas horas después de dicha visita. En resumen, el vendedor se fue evidentemente satisfecho de haber podido resarcir a Maggie de no haberse portado con absoluta franqueza en aquel pequeño negocio, resarcimiento que consistió en poderle prestar, de tan imprevista manera, el servicio de su información. Además, la satisfacción del hombrecillo también tenía su fuente en el personal interés que la amabilidad, la cortesía, la gracia, el encanto, y la sencilla humanidad y familiaridad de Maggie le había inspirado y en cuan­to Americo quisiera imaginar. Todo lo cual mientras Maggie lo repasaba en su pensamiento una y otra vez ––teniendo en cuenta la temeridad aneja al dolor y a la pasión del momento, así como el relato sencillo y directo, como tuvo que efectuarlo––, consideraba que bien podía constituir un notable acervo de interrogantes para el Príncipe.

Entretanto, después de que se hubieran ido los Castledean, que habían sido invitados para que coincidieran con ellos, y antes de que la señora Rance y las Lutche hubieran llegado, transcurrieron tres o cuatro días du­rante los cuales Maggie llegaría a saber hasta qué punto tenía necesidad de ser impenetrable, y entonces fue cuando sintió toda la fuerza y se arrojó sobre toda la ayuda de la verdad que había confiado unas cuantas noches antes a Fanny Assingham. Maggie lo sabía de antemano y se lo había dicho a sí misma cuando la casa estaba llena: Charlotte albergaba designios con respecto a ella, designios cuya naturaleza sólo Charlotte sabía, y esperaba la oportunidad más favorable cuando estuvieron menos acompañados. Este conocimiento había sido la mismísima base del deseo de Maggie de multiplicar los espectadores a su alrededor. En la vida de la Princesa había momentos de planeada demora, de evasión menos disimulada que estu­diada, durante lo cuales meditaba con ansiedad las diferentes maneras ––había dos o tres a lo sumo–– en que su joven madrastra podía abordarla en caso necesario. El hecho de que Americo no hubiera comunicado a Char­lotte las conversaciones habidas con su esposa daba, a juicio de ésta, un nuevo aspecto a las percepciones y condición de Charlotte, un aspecto con el cual por curiosidad y, en ciertos momentos, por incongruente que parez­ca, por compasión, ahora Maggie tenía que contar. Se preguntaba en su fuero interno ––sí, era capaz de esto–– qué pretendía el Príncipe al mante­ner a la partícipe de su culpa en la ignorancia de un tema que tan de cerca la afectaba, es decir, qué pretendía con respecto a ese inconfundiblemen­te engañado personaje. Podía imaginar lo que el Príncipe pretendía con respecto a ella misma, lo cual podía ser cualquier cosa imaginable, desde cuestiones de mera «forma», a cuestiones de sinceridad, cuestiones de pie­dad o cuestiones de prudencia. Por ejemplo, lo más probable es que el Príncipe hubiera pretendido primordialmente evitar todo signo de haber­se producido un cambio en la relación entre las dos mujeres, que su sue­gro pudiera percibir e interpretar. Sin embargo, habida cuenta de su inti­midad con Charlotte, tenía a su dispósición, para evitar este peligro, otros medios más lógicos y una enfática advertencia: la plena libertad de la alar­ma, la de señalar con insistencia a Charlotte el peligro en que se hallaban de despertar sospechas, y la correspondiente insistencia en la importancia de mantener a todo precio las apariencias de paz; esto habría sido, en rea­lidad, el medio más concebible. Pero en vez de advertir y aconsejar a Char­lotte, la había engañado y tranquilizado, de manera que nuestra joven amiga que, desde largo tiempo, por los hábitos propios de su naturaleza, se había esforzado en gran manera en evitar el sacrificio de los demás, como si creyera que el gran cepo de la vida estuviera principalmente dis­puesto para producir estos sacrificios, se encontraba ahora orientando su imaginación hacia esta faceta de la situación de la pareja afectada, que comportaba, por lo menos en cuanto a ellos hacía referencia, el sacrificio del menos afortunado.

En la actualidad Maggie jamás pensaba en lo que Americo podía pre­tender sin efectuar al mismo tiempo la reflexión de que, fuera lo que fuese lo que pretendiera, mayor importancia tenía aún lo que dejaba a los recur­sos de su propio ingenio, del de Maggie. Cuanto llegaba el momento de actuar, Americo solamente la ayudaba mediante la brillante, quizá casi bri­llante en exceso, apariencia que ofrecían los modales con que trataba a su esposa, ante un mundillo admirado, lo que sin duda apenas merecía más que los elogios de que es merecedora la diplomacia negativa. Como Ma­ggie había dicho a Fanny, su marido seguía observando unos perfectos mo­dales, pero en realidad el caso habría llegado a extremos insospechados si, para colmo, hubiera usado con ella malos modales. Verdaderamente Maggie vivía horas de exaltación cuando el significado de todo esto ejercía presión en ella, como si se tratase de un tácito juramento prestado por el Príncipe de plegarse sin rechistar a cuanto ella pudiera conseguir o a cuan­to estimara aconsejable prescribir. Estos eran los momentos en los que Maggie, incluso mientras contenía el aliento por el temor que experimen­taba, se sentía verdaderamente capaz casi de cualquier cosa. Era como si hubiera pasado, en un período increíblemente breve, de ser nada para el Príncipe a serlo todo; era como si, en correcta interpretación, cada movi­miento de la cabeza del Príncipe, las distintas modalidades de su voz, pudieran significar que sólo había un modo en el que un hombre altivo, reducido a la abyección, podría comportarse. Durante aquellas meditacio­nes en las que más claramente lo percibía, la imagen que ofrecía de su ma­rido gozaba, para Maggie, de una belleza por cuya revelación estimaba con sorpresa que pagaba mucho menos de lo que valía. Con tal de poder per­cibir claramente esta belleza esplendente emanada de la humildad, esa humildad oculta en la altivez de la presencia del Príncipe, hubiera llegado a pagar más todavía, a pagar con dificultades y con ansiedades, compara­das con las cuales las presentes hubieran sido superficiales como jaquecas o días lluviosos.



Sin embargo, el punto en que esas exaltaciones menguaban era aquel en que pensaba que si sus complicaciones fueran mayores, el problema de pagar hubiera quedado todavía menos limitado a las posibilidades de su bolsillo. Las complicaciones actuales ya eran de por sí suficientemente graves, tanto en lo que tocaba al ejercicio del ingenio como en lo refe­rente a las sublimes sensaciones, máxime si se tiene en cuenta que a menudo pensaba que quizá Charlotte hubiera estado luchando en todo momento con secretos todavía más dolorosos que los suyos. Era raro advertir la manera en que esta hipótesis determinaba y matizaba una y otra vez las interrogantes que Maggie se formulaba sobre los detalles, como, por ejemplo, la cuestión referente a la manera en que Americo, en contadas y difícilmente halladas oportunidades de conversación, tranqui­lizaba a la atormentada muchacha con falsas explicaciones, hacía frente a sus retos y se hurtaba a sus exigencias. Incluso la convicción de que Charlotte no hacía más que esperar la oportunidad de medir la magnitud de sus preocupaciones usando el efecto como medida a la esposa de su amante dejaba a Maggie con la sensación que produce la visión de alam­bres dorados y alas golpeadas en la espaciosa jaula, del hogar de la eterna inquietud, de idas y venidas, aleteos, estremecimientos en que la con­ciencia desconcertada estérilmente se encierra. La jaula era la condición de engaño, y Maggie, que sabía lo que era el engaño ––¡y no poco!––, com­prendía la esencia de las jaulas. Paseaba alrededor de la jaula de Charlotte cautelosamente, trazando un círculo muy amplio; cuando inevitablemen­te tenían que conversar, se sentía, en comparación con Charlotte fuera de la jaula, en el seno de la naturaleza, y el rostro de Charlotte se le antoja­ba el de una prisionera, mirando a través de la reja. Y a través de rejas, rejas bellamente doradas, pero firme y discretamente dispuestas, Charlotte le causó la impresión de estar efectuando un duro y triste esfuerzo, lo cual, al principio, indujo a la Princesa a echarse hacia atrás, como si la puerta de la jaula se hubiera abierto desde dentro.

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