La dimensión m í s t I c a de la vida cristiana



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Distinción

Lo primero que hay que decir es que el problema es real, porque los dos términos son distintos, sin lugar a dudas. El trabajo no es oración. Puede llegar a serlo, tiene que llegar a serlo; pero por sí mismo no lo es. La acción no coincide automáticamente con la ora­ción. Y viceversa, la oración constituye, de por sí, una realidad distinta de la acción.

Que la acción no coincide con la oración lo prueba el hecho evidente de la oposición que existe con frecuencia entre una y otra. Con el ímpetu desarmonizador de la concupis­cencia, el tesón en el trabajo tiende demasiado eficazmente a distraer de la oración al hom­bre.

Que la oración es una realidad de la acción lo prueba el hecho, igualmente manifies­to, de que la oración y la recta intención no bastan para cambiar la calidad intrínseca de una acción, de un trabajo o de un producto y pueden también degenerar en evasión del com­promiso en la acción. Un proyecto o un resultado de baja calidad o de escaso redimiendo no quedan mejorados por la sola presencia de la buena intención que los anima, y una falsa concepción de la contemplación puede inducir a dejar a un lado responsabilidades que, en cambio, hay que asumir.


Unidad

Los elementos distintos, sin embargo, quedan armonizados en la unidad. Los no idénticos confluyen al combinarse. La acción pide encontrarse con la oración, porque la ple­garia es una respiración incesante y se respira para vivir: no se deja de respirar para traba­jar.

Para aclarar esta relación puede servir la analogía del pan eucarístico hecho cuerpo de Cristo. O también, la del alma y la materia convertida en cuerpo por su presencia.

De igual manera que el espíritu no es materia, sino que la trasciende, la oración se presenta como una realidad distinta de la acción y tiene un valor superior.

Pero del mismo modo que el espíritu no llega a ser plenamente él mismo sino porque se encarna en la materia, así también la oración llama a la acción y la produce, expresando en ella el impulso de amor que procede de su estar junto al indomable amor de Dios. Lo atestigua el "celo1 de los santos, que son activos porque son contemplativos, a menudo ge­niales y siempre concretos, cuando responden a las exigencias históricas del momento.

Y viceversa (ésta es la cuestión), como la materia no llega a ser cuerpo fuera de la anima­ción que produce en ella el espíritu, así también la acción no se transforma en oración si no se deja impregnar por lo que la hace convertirse en oración.


Caridad

La que está en grado de realizar semejante prodigio de tansustanciación es la cari­dad, entendida, en sentido exquisitamente neotestamentario, como libre obediencia filial al Padre, modelada sobre la de Cristo.

La síntesis se realiza en el amor, porque como explica santa Teresa de Jesús la ora­ción "no está en pensar mucho, sino en amar mucho", pues es un coloquio e intercambio de amor. De modo que "orar no es simplemente hablar ni siquiera pensar solamente; orar es, sobre todo, amar". Y el amor, a su vez, se reduce a obedecer (cf. Jn 4, 34; 8, 29).

En concreto, la oración se convierte en oración cuando se la toma como aquello que Dios quiere, cuando se hace porque Dios lo quiere, cuando está dirigida a lo mejor de sí por amor a Dios: como sucedió exactamente en Jesús, y por su fuerza.

"La vocación del amor, explica un autor, es absoluta, no tolera ninguna excepción, urge de tal manera que no realizarla equivale a arruinarla por completo". Pues bien, ama quien hace todo lo que Dios quiere, adhiriéndose radicalmente al querer de Dios. Ama quien lo hace porque Dios lo quiere, sin que haya ninguna otra razón básica más que este querer de Dios. Ama quien lo hace del modo mejor posible, tal como lo exige la excelencia de Dios.

No hay ningún espacio de la vida que no pueda y no deba estar colmado por esta voluntad, que es verdadera y perfecta oración. Por tanto, "la única condición que se nece­sita es un corazón que ama". Y cuando más vigorosa y explícita sea esta obediencia de amor, tanto más profunda y continua será la transustanciación de la acción en oración.


Libertad

De acuerdo con lo que reconoce constantemente la tradición de la Iglesia, el ele­mento-clave de la unidad de la vida interior con la acción exterior se encuentra, por tanto, en la recta intención. Esto significa que, en última instancia, la síntesis se decide en el terreno de la libertad, de la conformidad del hombre con el valor infinito de Dios que se manifiesta en el valor pequeño de las obras.

Como siempre, la palabra decisiva corresponde a la voluntad humana, a su posibili­dad de decir que sí a la iniciativa de Dios. Poro esto supone muchas cosas. Por una parte, en el planto de lo subjetivo, exige que se cumplan las condiciones requeridas para poner por obra la oración continua. Por otra, en el plano objetivo, hay que percibir la capacidad intrín­seca de las obras humanas para ser mediación de amor.

Si la acción no se transforma en oración sin la voluntad de obedecer, ésta no se tra­duce en oración si no implica la acción.


11 LA ORACIÓN VOCAL
Naturaleza específica

Comencemos precisando que, mientras la oración difusa consiste esencialmente en un estado de oración, las dos formas de oración que se llaman vocal y mental están consti­tuidas por actos y prácticas concretas.

La oración vocal, comparada con la oración mental, se define por los elementos que la distinguen de ella.

Su denominación induce a pensar que se trata de una oración en la que los pensa­mientos y los sentimientos interiores se expresan por medio de palabras pronunciadas sen­siblemente, mientras que la oración mental los deja ocultos en la interioridad.

Pero E. Ancilli precisa que la costumbre "ha dado un significado algo diferente a es­tas divisiones, porque en la práctica, como hizo notar santa Teresa (Camino de perfección, caps 22, 24 y 25; Castillo interior, Moradas primeras, 1, 7), la oración no se llama vocal o mental por el hecho de tener la boca abierta o cerrada, ni deja de ser mental por el hecho de que en ella el alma esté en coloquio con Dios también de modo sensible; si este coloquio es el fruto espontáneo de su meditación, no es más que una parte de la oración mental, aun­que casualmente se exprese oralmente. Por consiguiente, entendiendo dicha división en un sentido más práctico que lógico, diremos que la oración vocal es aquella que se hace em­pleando una fórmula preestablecida, mientras que la mental es la que se hace espontánea­mente, expresando sentimientos que brotan actualmente del corazón".

Por eso, la esencia de la oración vocal está en hacer personalmente propia una fór­mula de encuentro con Dios tomada de otros.

Son tres los elementos que la componen: 1. la comprensión de la fórmula, la percep­ción de lo que significan las palabras con la carga de ideas y afectos que comunica; 2. el hacerla propia o personal; 3. eventualmente, su formulación oral.

Y el requisito que resulta más importante es el segundo. "En la oración vocal auténti­ca se ha de instaurar una unión muy estrecha entre lo que el espíritu ve, comprende, siente en sí mismo, y las expresiones de la fórmula de que se sirve. Es preciso que entre el espí­ritu y la fórmula brote y exista una unión vital; si así no fuera, las fórmulas no serían más que expresiones mecánicas, muertas; tanto si oramos vocalmente, como si oramos mental­mente, tenemos que orar con el corazón, dice san Agustín (Enarr. in Ps 118, 29, 1)".


Valores

Por tratarse de una oración que no se crea, sino que sólo se recibe y reproduce, se puede tener la impresión de que la oración vocal vale menos que las otras. En cambio, es digna de consideración y de igual aprecio.

En primer lugar, goza de un lugar eminente y predominante en la liturgia, que consti­tuye asimismo el culmen de la oración de la Iglesia: y esto no es ciertamente poco.

Y después, garantiza ventajas de gran valor y de actualidad. En particular, las cuatro siguientes:

1. La facilidad con que se pone en práctica. Las fórmulas de la oración vocal están siempre a disposición: basta pensar en las posibilidades que hay de rezar el rosario. Enca­jan bien en cualquier momento, también, y especialmente, en los menos idóneos para la oración, cuando el corazón no sabe qué decir, está árido, frío, quizás también turbado, y siente el peso de las tentaciones o de la fragilidad congénita. Lo atestigua santa Teresa del Niño Jesús: "Algunas veces, cuando mi alma se halla en tanta sequedad que me es imposi­ble formar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio el Padrenuestro y el Avemaria. Estas oraciones, así rezadas, me gustan mucho, y me alimentan el alma más que si las recitara precipitadamente un centenar de veces".

2. La ductilidad de las expresiones, la multiplicidad de las fórmulas permiten expresar muchas resonancias del alma. El que ora encuentra, dentro de la variedad que ofrecen con sus matices los numerosos textos, la posibilidad de hacer explícitas mociones interiores preciosas que, de otro modo, no llegarían a expresarse y serían escasamente eficaces.

3. La ampliación de perspectivas. La oración vocal dilata los horizontes de la oración personal, obliga a darse cuenta de exigencias, necesidades, valores, dimensiones de la Iglesia y de la humanidad que el individuo ni siquiera sospecharía, probablemente. Las ora­ciones vocales tomadas del pasado transmiten al que ora un portentoso capital de experien­cias espirituales acumuladas en los siglos. Las del presente le ayudan a actualizar la propia oración en el contexto concreto del mundo en que vive.

4. El afianzamiento de la pobreza de espíritu. Esta clase de oración obliga a salir del círculo restringido de los propios pensamientos, de las propias preocupaciones, de los pro­pios modos de sentir, para entrar en contextos más amplios: por esto mortifica el orgullo y favorece el desapego de sí mismos, o sea, la pobreza de espíritu. Las fórmulas "no quieren ser solamente una ayuda para la debilidad de nuestra fantasía, para nuestra incapacidad de hablar y pensar (también con esto), sino que quieren servir, introduciéndonos en la oración de los demás, para el desposeimiento que tiene que ser, por su misma naturaleza, la verda­dera oración. Amparándonos en la oración de los demás, objetivando nuestra oración, nos despojan de nosotros mismos y nos ponen, al mismo tiempo, unas normas, ya que las peti­ciones que hacemos a Dios son exhortaciones dirigidas a nosotros mismos; hemos de aco­ger estas peticiones, adherirnos a ellas, aceptarlas como verdaderas peticiones nuestras. Las del Padrenuestro son aleccionadoras; no pueden convertirse en peticiones nuestras sin que se produzca un cambio en nosotros mismos".


Dificultades y remedios

a) Sin embargo, a pesar de ser más fácil, tampoco la oración vocal está exenta de di­ficultades y peligros.

Ante todo, está expuesta de modo particular al riesgo de la esclerosis a que conduce el automatismo, que tiene lugar cuando la fórmula se transforma en una sucesión mecánica de palabras pronunciadas sin que haya una participación personal.

Luego, no permite fácilmente (al menos, cuando se hace en común) detenerse en los pensamientos y afectos que conmueven y comprometen, y que producirían mucho fruto.

En tercer lugar, no se salva del peligro de las distracciones.

Son éstas las dificultades que se experimentan, por ejemplo, en el rezo de la Liturgia de las Horas o del rosario.

b) ¿Qué hacer para superar estos obstáculos? Los autores espirituales proponen va­rios remedios.

El primero y más general consiste en cultivar las disposiciones ascéticas que se do­minan: pureza de conciencia, de corazón, de espíritu y de acción; se pueden resumir en el requisito de un recogimiento habitual.

El segundo propone que se reciten las fórmulas con tal lentitud que la mente pueda seguir cuando se pronuncia con los labios.

Otro recurre al segundo y tercer modo de oración que recomienda San Ignacio en los nn. 238-260 de sus Ejercicios Espirituales, y aconseja dos cosas: tomar de cuando en cuando los textos de las oraciones vocales más comunes como objeto de las propias medi­taciones, tratando de redescubrir su riqueza de contenido; recitarlas muy lentamente de cuando en cuando para participar más intensamente en ellos.

Para san Ignacio, efectivamente, el "segundo modo de orar es contemplar la signifi­cación de cada palabra de la oración" (n. 249). A tal fin, es preciso que quien ora "teniendo los ojos cerrados o hincados en un lugar, sin andar con ellos variando, diga Pater, y esté en la consideración de esta palabra tanto tiempo cuanto halla significaciones, comparaciones, gustos y consolación en consideraciones pertinentes a la tal palabra; y de la misma manera haga con cada palabra del Pater noster, o de otra oración cualquiera quien de esta manera quisiere orar", (n. 252).

El tercer modo de orar es "por compás". "Con cada anhélito o resollo, explica el san­to, se ha de orar mentalmente, diciendo una palabra del Pater Noster, o de otra oración que se rece, de manera que una sola palabra se diga entre un anhélito y otro, y mientras dure el tiempo de un anhélito a otro, se mire principalmente a la significación de tal palabra, o en la persona a quien reza, en la bajeza de sí mismo, o en la diferencia de tanta alteza a tanta bajeza; por la misma forma y regla se procederá en las otras palabras del Paternóster" (n. 258).


12 LA ORACIÓN MENTAL
Naturaleza específica

Ya hemos visto que la oración mental se distingue de la oración vocal por el hecho de que expresa afectos, pensamientos y sentimientos personales, sin emplear fórmulas prees­tablecidas. Por este motivo, constituye "la oración más personal, en la que más destacan las características, las tendencias y las necesidades de la persona".

Sin embargo, en cierto sentido, toda oración vocal ha de ser también mental, si no quiere dejar de ser verdadera oración: la oración debe comprometer personalmente. Lo recuerda santa Teresa de Jesús, cuando dice: "Rezar el Paternóster y Avemaria, o lo que qui­siereis, es oración vocal. Pues mirad qué mala música hará sin lo primero (la oración men­tal); aún las palabras no irán con concierto todas veces".

Aquí hablamos de la oración mental en sentido exclusivo, como distinta formalmente de la vocal. Y tomamos como tema central su forma más común, que se denomina medita­ción discursiva.


Etimología

En el Antiguo Testamento se menciona la práctica de la meditación con términos que se relacionan con la raíz haga; ésta significa: murmurar a media voz o susurrar. Se insinúa la idea de un pronunciar oralmente para memorizar y asimilar, como hacían los antiguos, una enseñanza (besoretá), por medio de la cual se establece la comunión entre Dios y el hombre.

Equivalen en griego a “meletáo-meléte” que significan cuidarse de, discurrir, procurar; solicitud, ejercicio, estudio. En latín se emplean meditari-meditatio, con significados afines.

La tradición cristiana ha asociado a menudo y de buena gana la ¡dea que subyace en esos términos a las metáforas de la mensa verbi y de la ruminatio. Meditar, dicen los Pa­dres, quiere decir masticar la Palabra de Dios para alimentar el espíritu. Meditar significa rumiar, esto es, absorber lenta y profundamente, y purificar el alma: significado sugerido por el hecho de que Lv 11, 3 y Dt 14, 6 clasifican a los rumiantes entre los animales puros.


Importancia

No hay ningún maestro de espíritu que no insista en la necesidad de la meditación discursiva para el progreso del espíritu.

San Francisco de Sales dice a Filotea (=el alma amante, enamorada de Dios): "sobre todo te aconsejo la (oración) mental y cordial, y particularmente la que se hace a la vida y muerte de Nuestro Señor. Mirándole a menudo por medio de la meditación, toda tu alma se llenará de él; aprenderás de su doctrina, y formarás tus acciones al modo de las suyas. Esto es bien consideres, Filotea; y créeme, que no podremos ir a Dios Padre sino por esta puer­ta". Por eso, "si sucediese pasarte toda la mañana sin este ejercicio sagrado de la mental oración, o por muchos negocios o por otra causa (procurando cuanto te sea posible no ocu­par este tiempo en otra cosa), procurarás reparar esta falta después de comer en alguna hora. Y si, en todo el día, no pudieres hacer este ejercicio, repararás esta pérdida multipli­cando las oraciones ordinarias y leyendo en algún libro de devoción con alguna penitencia que supla esta falta; y con esto resuelve el enmendarte al día siguiente y continuar tu ejerci­cio devoto".

El padre De Guibert afirma que el camino ordinario para llegar a la purificación y ele­vación de la mente consiste "precisamente en este trabajo, tantas veces penoso, de la me­ditación. Es por haberse aplicado a ella demasiado a la ligera por lo que muchas almas ve­getan en una piedad sentimental y superficial; es por haber querido demasiado pronto li­brarse de las dificultades de este trabajo, y llegar al reposo de la oración simplificada, por lo que la oración de estas almas, a pesar de una buena voluntad innegable y a menudo, de una verdadera generosidad, no pasa de ser vacía, distraída, ineficaz e incapaz de procu­rarles una fuerte e íntima unión con Dios".

Existe una "antigua convicción entre los maestros de espíritu, según la cual no hay progreso en el camino hacia Dios y no se profundiza en la fe sin la meditación. Es difícil sostener lo contrario".

Lo prueban dos observaciones que están al alcance de todos.

Primera: el deterioro de la meditación es una de las señales más visibles y constan­tes del deterioro de toda la situación espiritual de un sujeto. Quitando este ladrillo, se des­morona toda la pared.

Segunda: cuando dos personas se quieren de verdad, son felices cuando conversan de corazón a corazón, con calma y tranquilidad; si no se quiere meditar, no hay excusas que valgan, ni siquiera la aridez: falta el amor y, por tanto, se desvanece la sustancia de la vida espiritual.


Formas de meditación

Muchos autores espirituales insisten en la distinción que hay entre una forma de me­ditación llamada reflexiva, y otra que llaman simplificada.

La forma de meditación reflexiva tiene lugar cuando prevalece la reflexión, cuando uno se propone "orar como si estuviera mirando atentamente un cuadro, para ver todos sus detalles y descubrir su belleza". En concreto, se toma "un texto de la Escritura o la exposi­ción de un misterio, y se va examinando trocito a trocito con la inteligencia y el corazón. Se le analiza para descubrir su alcance espiritual y sacar de él al final conclusiones para la pro­pia vida personal. Este ejercicio se lleva a cabo en la presencia de Dios, para subrayar que no es una mera labor de análisis literario o exegético, sino una reflexión que tiene que poner en evidencia el misterio de la fe arraigarlo más profundamente en nuestro corazón y en nuestro espíritu u".

La meditación simplificada, en cambio, que ya está cerca de la oración de simplici­dad, tiene lugar cuando la reflexión se reduce a bien poco, gracias a la facilidad con que uno queda cautivado por la presencia de Dios. "Quien ya está habituado a reflexionar, quien ha aprendido a amar la meditación, dice O. Pesch, ve al fin las cosas en términos cada vez más simplificados. Se puede llegar a un momento en el que ya no es necesario reflexionar sobre muchos detalles y proponerse un objeto específico. A quien ora puede bastarle una simple frase, una expresión central que, de cuando en cuando y con suma sencillez, va re­pitiéndose a sí mismo; por ejemplo, "el Reino de Dios está cerca", "convertíos y creed en el Evangelio". Todo lo demás, todas las peticiones y reflexiones ya no se tienen en considera­ción explícitamente. Están presentes de una manera más profunda, más sencilla. Se puede dar incluso el caso de que ya no se necesite decir algo o pensar en alguna cosa, sino que basta tener conciencia de que se está allí delante de Dios".

La meditación simplificada ocupa un nivel más elevado que la anterior. Pero las dos formas de meditación no se suceden necesariamente, y con frecuencia se alternan. Hay momentos en los que espontáneamente se sintoniza con Dios y resulta natural poner en práctica la meditación simplificada. Pero hay otros, cuando aún en los principios, o tal vez ya adelantados pero sometidos a la prueba de la aridez, en los que se requiere la meditación reflexiva. No hay que tener miedo a pasar tranquilamente de la una a la otra, según los ca­sos. En la gradualidad de la oración, el paso a las formas superiores no anula la utilidad, y a veces la necesidad, de las inferiores. Lo ilustra el cuadro de las relaciones entre las mora­das presentado en el Castillo Interior de santa Teresa de Jesús.
Elementos esenciales

La meditación discursiva, se verifica en una escala variada de modulaciones en cada uno de los que la practican, consta de una estructura objetiva rigurosa, basada en tres ele­mentos fijos que se suceden.

En primer lugar, se encuentra la reflexión, que pone en relación al orante con un va­lor, que hay que acoger, o con su contrario, que hay que rechazar. Después, está el afecto, esto es, la resonancia que produce en el orante la percepción del uno o del otro. Finalmen­te, viene la resolución, que hace que pase a la vida práctica cuanto se ha meditado.

"Leyendo el Evangelio, propone como ejemplo un autor, nos topamos con una máxi­ma que llame la atención de un moco particular. Parece que tiene algo muy personal que decirnos y dejamos que actúe sencillamente en nosotros, dejamos que penetre en nosotros, y resulta que, al final, ciertas cosas se nos presentan con más claridad. Descubrimos cosas que tenemos que hacer y otras que tenemos que omitir; y llegamos así, espontáneamente, a algunas conclusiones, además de dirigirnos a Dios para pedirle luz y fuerza".

El primer paso lo realiza la inteligencia, abriéndose a la percepción del valor o de su contrario, representados por una realidad concreta. El segundo paso lo da la voluntad, abriéndose al atractivo de valor y dejándose impregnar por él, o cerrándose a su contrario y rechazándolo. El tercer paso lo lleva a cabo también la voluntad, orientando la vida hacia la aceptación del valor o hacia el rechazo de su contrario, comenzando por implorar la ayuda de Dios. En esta sucesión lógica, la reflexión queda legitimada en función del afecto y el afecto se encarna en lo concreto de la vida por medio del propósito que se apoya en una petición.

Queda claro que el corazón de la meditación se halla en el segundo elemento, en aquel movimiento de apertura a Dios y de rechazo del mal, que los autores espirituales suelen llamar la moción de los afectos. Se reflexiona para suscitar la moción de los afectos. Se toman propósitos y se suplica para permitir que la moción de los afectos pueda dar sus frutos.


La moción de los afectos

Se comprende fácilmente qué significa moción: quiere decir poner en movimiento, hacer salir de la inmovilidad, del estancamiento, de la inercia. Pero, ¿qué son, propiamente los afectos? ¿Qué se entiende con esta palabra?

a) Nos ayuda a comprenderlo una analogía, tomada de un texto bíblico que a menu­do se cita en sentido acomodaticio y que, sin embargo, está basada en una experiencia in­negable.

El texto de que hablamos es el versículo 4 del salmo 39, empleado durante muchos años, en la traducción latina de la Vulgata -in meditatione mea exardescet ignis (la Nueva Vulgata dice: exarsit)- para comprobar e ilustrar la eficacia de la meditación, como si quisie­ra decir: gracias a la meditación, el fuego del amor de Dios se inflama; mientras que, en rea­lidad, tiene un significado muy distinto. Como se deduce del versículo precedente -"el cora­zón me ardía por dentro"- las palabras citadas se han de traducir (como lo hace la versión oficial española de la Liturgia de las horas): "pensándolo me requemaba". Y son sencilla­mente la expresión del enojo del salmista ante la impunidad de los malvados. El fuego de que se trata, es el fuego de la rebelión contra el gobierno misterioso de Dios, tan distinto de cuanto esperaba el hagiógrafo, que le empuja a rebelarse y a pecar con su lengua (v. 2). De modo que el versículo encierra "el significado precisamente opuesto al de la meditación as­cética que enciende en el cristiano el fuego del amor de Dios". El significado genuino del versículo es el pleito con Dios por su modo de actuar, el de la turbación al pensar en ello, el de decirle: cuanto más lo pienso, más me enfado. De ninguna manera, el otro.

Y, sin embargo, el citarlo equivocadamente, la sensibilidad creyente ha puesto de manifiesto una intuición feliz: porque el texto aclara inmediatamente qué es la moción de los afectos que constituye el alma de la meditación, haciendo ver cómo actúa en el enfado del salmista.

b) La palabra afecto se deriva del verbo latino afficere: afectar, conmover, impresio­nar, causar algún sentimiento en alguien, inquietar. Se llama afecto a la resonancia del espíritu ante un valor o ante su contrario, percibidos como tales. Se llama afectividad a la capa­cidad de sintonía o distonía activa del hombre con lo que capta como estimulante o degra­dante.

Hablamos de capacidad activa de comunión o de ruptura porque el hombre es libre, no se limita a soportar los impulsos, sino que puede fomentarlos o reprimirlos.

Cuando la resonancia es positiva, se desarrollan los afectos de la atracción y del amor. Cuando, por el contrario, es negativa, se producen los afectos del miedo, del furor, del odio. Unos y otros son verdaderos afectos: reacciones profundas del espíritu. Los produce una percepción. Acaban manifestándose en gestos, actos y decisiones.

La moción de los afectos es central en la meditación: por esto empieza con la refle­xión y concluye con el propósito. La lógica de la meditación es la misma, en sentido positivo o en sentido negativo, que la del salmista. Como quien rumia las ofensas recibidas, alimenta y agranda la amargura y la cólera, así el orante que medita acerca de la tragedia del pecado o sobre las propias infidelidades aprende a detestar el mal y a no tener piedad consigo mismo. Como quien reflexiona largamente acerca de los beneficios que ha recibido de una persona, aumenta y acrecienta la gratitud hacia ella, quien se detiene a considerar los do­nes de Dios se enardece en el agradecimiento y amor a El.

El salmista decía: cuanto más lo pienso, más me enfado. Aquí se dice: cuanto más comprendo el horror del pecado, tanto más me decido a combatirlo.

c) Empero, hay que precisar ulteriormente que la unión del alma y cuerpo, típica del hombre, comporta la conexión inseparable, dentro de la distinción recíproca, de dos formas o niveles distintos de afectividad, determinados respectivamente por la preponderancia del componente material o del componente espiritual.

De igual manera y dado que hay en el hombre dos niveles mutuamente relacionados de conocimiento (o dos facultades para la verdad), lo sensitivo y lo intelectivo, así también hay dos niveles mutuamente relacionados de afectividad (o dos facultades para el bien), la sensible y la espiritual. Refiriéndose a estas últimas, se habla, desde el punto de vista psi­cológico, de un querer emotivo y de un querer racional. San Francisco de Sales los distin­gue, llamando afectos a las reacciones de la actividad espiritual y pasiones a las reacciones de la afectividad sensible.

De igual manera y dado que los dos niveles de conocimiento, a pesar de ser recípro­camente irreductibles, están siempre unidos, de tal modo que el conocimiento humano es constantemente sensitivo-intelectivo e intelectivo-sensitivo así también la afectividad sensi­ble está siempre unida a la afectividad espiritual, de tal modo que los sentimientos (= reac­ciones de la primera) van siempre unidos a las voliciones (= reacciones de la segunda), y las voliciones están siempre impregnadas de sentimientos.

De igual manera y dado que la unidad del conocimiento sensible con el intelectivo no borra en modo alguno su diferencia, hasta el punto de que las percepciones del uno están a menudo en contradicción con las del otro (baste pensar en la famosa experiencia del bastón que parece roto en el agua), así también las dos afectividades, aun estando unidas, son tan distintas que con frecuencia entran en conflicto: es la experiencia de las tentaciones de gula, de lujuria, de pereza, etc.

Digamos, por tanto, que: -afectividad sensible, productora de sentimientos, significa la resonancia activa del hombre en la que prevalece lo material, dirigido hacia lo biológico y orientado a la alimentación y al bienestar-malestar físico (ámbito del instinto de conserva­ción) o a la reproducción (instinto sexual), ligados siempre al instinto de agresividad; -afectividad espiritual, productora de voliciones, significa la resonancia activa del hombre en la que prevalece el componente espiritual, orientado hacia los valores arraigados en la ma­teria, pero metamateriales o totalmente inmateriales.

Y aquí es preciso distinguir ulteriormente entre afectividad espiritual inmanente, es­pecificada por la orientación hacia los valores creados (la que se manifiesta en la pasión por el arte, por la ciencia, por la política o cualquier otro valor profano no meramente material, que quizás degenere en ambición desenfrenada, fanatismo ideológico y cosas semejantes); y afectividad espiritual transcendente, determinada por la orientación hacia el valor increado, Dios, y concretada en la atracción por la santidad y en el disgusto por el pecado.

d) La meditación comprende de por sí, en cuanto moción de los afectos, tanto la afectividad sensible (los sentimientos), cuanto la afectividad espiritual (las voliciones) en su doble modalidad. Pero la oración mental se dirige a Dios y, por esto, el aspecto directa­mente interesado es el de la afectividad espiritual trascendente, Esto significa que se medita para alimentar el amor a Dios y el odio al pecado.


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