La dimensión m í s t I c a de la vida cristiana



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Consecuencias prácticas

Estas aclaraciones llevan a consecuencias importantes.

1. El valor de la meditación no se mide por la intensidad o complejidad de la reflexión, sino por la fuerza de decisión que comunica al espíritu.

"La mejor meditación no es aquella en la que se reflexiona más, sino aquella en la que el espíritu queda más y mejor empapado de sentimientos y afectos, y ama más". Lo esencial para avanzar por este camino, explica santa Teresa de Jesús, "no está en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced".

Lo que cuenta es la moción de los afectos y por tanto, "la parábola de la meditación es la parábola del amor. La meditación no puede detenerse en la inteligencia, en la investi­gación de los aspectos, en el estudio de los significados ocultos, porque la ciencia enorgu­llece; la candad, por el contrario, construye. Por medio del ver y del oír hay que llegar al to­car (1 Jn 1, 1), al contacto con Dios, a la adhesión a cuanto hacen las Personas divinas. Es verdad que la llama del amor se alimenta tanto más cuanto más profundo es el conoci­miento. Pero no tenemos que detenernos demasiado con este pretexto en la búsqueda in­telectual, de tal manera que quede poco tiempo para el afecto y falle la parte más funda­mental, que es la adoratio, por habernos perdido en las fantasías y las vacuidades de la gnosis".

2. Puesto que la meditación tiene como objetivo mover la voluntad, el trabajo intelec­tual que la introduce tiene que interrumpirse en cuanto comienza a producirse la moción; y ésta tiene que poder expansionarse libremente.

Por esto, el modo de hacer, adoptado para la meditación en común, de dividir en tres o cuatro puntos la presentación de un texto con intervalos fijos, puede ayudar al que está comenzando a meditar o en momentos de aridez; pero a menudo causa más daños que ventajas. Cuando una idea comienza a comprometer al orante, el añadir otros pensamientos se convierte en un obstáculo: el que ora tiene que poder detenerse en lo que le conmueve, en el momento en que le conmueve.

3. Es justo servirse cada día de lo que se sabe que es más útil en aquel día. Es pro­vechoso guiarse en la meditación por los principios de un sano y juicioso pragmatismo: sin mariposear de un texto a otro, y aun defendiendo firmemente el principio del primado de las Escrituras (cf. Dei Verbum, n. 25), es necesario que el texto esté al servicio del hombre, y no el hombre al servicio del texto.

Así pues, mientras un recurso fomente la moción de los afectos, se utiliza; cuando ya no es así, conviene servirse de otros.

Sobre todo a los principiantes, que necesitan una disciplina mental, les resulta prove­choso el mismo libro de meditación de forma continuada; pero no tiene que convertirse en una cadena.

Los consejos del director espiritual son útiles para saber qué elegir.

4. Se empieza reflexionando sobre la Palabra de Dios, tomada en su acepción más amplia: por consiguiente, no sólo sobre los textos bíblicos, sino también sobre los de la tra­dición espiritual cristiana; y no sólo sobre los libros, sino también sobre hechos y aconteci­mientos personales, o comunitarios, o universales, que se presentan con una carga, aunque sea mínima, de energía espiritual, capaz de mover la voluntad y de despertar el amor.

Si es verdad que la vida propia y ajena es un perenne ofrecimiento de amor de Dios a los hombres, todo puede convertirse en materia provechosa de meditación.

5. Cuando se comprueba que un texto es muy apropiado para mover la voluntad, hay que usarlo establemente para la meditación.

La moción de los afectos no acontece solamente durante la meditación, sino también en muchas otras ocasiones: mientras se escucha un sermón, leyendo un libro, en una con­versación, etc. Anotando el pensamiento que la ha hecho surgir, se puede disponer de un material excelente para meditar provechosamente.

Una colección de pensamientos de esta índole, o algún libro cuya eficacia se ha ex­perimentado ya, son los instrumentos más idóneos que se han de usar en los períodos de aridez.

6. El resultado de una meditación lo determinan, en fin de cuentas, la concreción y la firmeza de los propósitos.

Cuando la moción de los afectos es auténtica, se encarna forzosamente en un propó­sito. Su solidez se mide, no por la cantidad de los sentimientos, sino por la firmeza de las decisiones.

San Francisco de Sales dice que el fervor en el amor de Dios -que él llama devoción-"no consiste en la dulzura, suavidad, consuelo y sensible ternura", sino "en una voluntad constante, resuelta, pronta y activa, en el ejecutar todo aquello que supieren ser voluntad de Dios". Santa Teresa del Niño Jesús comenta: "No desprecio los pensamientos profundos que alimentan al alma y la unen a Dios. Pero, desde hace mucho tiempo, he comprendido que no debe el alma apoyarse en ellos ni hacer consistir la perfección en el hecho de recibir muchas luces. Los más bellos pensamientos nada son sin las obras".

Es cierto que, donde actúa el sentimiento, es fácil amar. Pero es verdad igualmente que, donde falta el sentimiento, el amor se ve obligado afortunadamente a apoyarse más directamente en Dios, ganando por eso en hondura. Tiene razón santa Teresa de Jesús: "El amor a Dios no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios".


La índole inconfundible de la meditación

El hecho de que la meditación tienda fundamentalmente a consolidar en el que ora la voluntad de adherirse a Dios en todo, excluye que su realización práctica se confunda con otras cosas semejantes. En particular, la distingue claramente del estudio, de la preparación de los sermones o de las clases de contenido religioso, de la lectura espiritual, del escuchar homilías, de las reuniones en las que se reflexiona sobre temas espirituales, y de la lectio divina.

La meditación se distingue, ante todo, del estudio, porque mientras éste es para aprender, aquélla se desarrolla en el campo de la dimensión afectiva. El estudio tiende a enriquecer la mente, no a mover los afectos, hasta tal punto que puede hacer captar un va­lor, sin que lleve a aceptarlo. La meditación, en cambio, si bien tiene necesidad de la refle­xión, no busca la ciencia, sino que el corazón lo entienda: por esto también, se hace sobre textos que comprometen con facilidad, no en libros de carácter altamente científico o, en cualquier caso, de ardua comprensión.

Sucede a veces que el estudio se transforma explícitamente en meditación: es el ca­so del aprendizaje de cosas que deleitan y que, de repente, se detiene porque está lleno de reclamos que tocan el corazón. El estudio entonces se convierte en meditación. Pero nunca tiene que suceder lo contrario.

Meditación, por un lado, y preparación de sermones o clases de catecismo, por otro, son "dos cosas incompatibles. Para enseñar y predicar es preciso explicar clara y ordena­damente, hacerse un pequeño esquema y llegar a unas conclusiones. La meditación no sir­ve para esto, porque es libre por definición; tiene ya una función como estado de ánimo. Es verdad que todos los carísimas tienen que servir al cuerpo místico; sin embargo, la utilidad que proporciona la meditación es necesariamente remota. Y un fruto remoto e importante de la meditación es la autenticidad, que se manifiesta en el sermón: la gente se da cuenta en­seguida de que 'ése señor' está convencido de lo que dice. Por tanto, el predicar, o la reli­giosa que explica la doctrina cristiana, no se pregunten qué es lo que puede sugerir aquel pasaje a los demás, ni comiencen a pensar en cómo lo podrán explicar".

La meditación se diferencia también de la lectura espiritual comunitaria y de las homi­lías o conferencias que se escuchan.

En primer lugar, estos dos modos de hacer implican una sucesión indispensable de pensamientos que no dejan que el oyente pueda detenerse en la moción de los afectos en la medida y del modo necesarios.

Después, tocan temas y argumentos que, a veces, sirven más para informar que para conmover, o que están lejos de lo que se necesita interiormente.

Por fin, aun cuando comprometen, son más pasivos y descansados que la medita­ción: hasta tal punto de que a menudo y de buena gana se los prefiere.

Sustituir con frecuencia la meditación personal por un simple sermón es dañoso: si no se recupera el efecto de la meditación, reflexionando personalmente sobre los pensamien­tos que más conmueven, se va olvidando progresivamente el encuentro de tú a tú con Dios.

La meditación tampoco se puede sustituir por encuentros espirituales de grupo, que ya conocían y apreciaban los antiguos, denominados collationes, o conferencias, y que hoy están en auge para comentar entre varios la Biblia o intercambiar experiencias espirituales.

La razón estriba en que esta manera de actuar dispensa al orante del indispensable coloquio personal que es propio de la oración mental. Aunque el ponerse cara a cara con Dios, anticipo del encuentro absolutamente individual que acontece al morir, es una empre­sa que a veces se asemeja a la lucha de Jacob con el ángel (cf. Gn 32, 25-31), nadie puede prescindir de ello.

Finalmente, la diferencia que hay entre la meditación discursiva y la lectio divina re­sulta más articulada, pero igualmente motivada.

En lo que se refiere a la lectio de cuño monástico o litúrgico, es obvia la distinción, de igual modo y por la misma razón por la que se admite pacíficamente que lo individual se distingue de lo comunitario.

En lo que respecta a la lectio individual, en cambio, las diferencias están más difumi-nadas. Desde luego, los momentos clásicos de la lectio, meditatio, oratio y contemplado, típicos de la lectio divina, están presentes también en la meditación personal. Pero en la lectio estos momentos gozan de plazos mucho más amplios. Y de por sí, aun sin excluir textos de los Padres o de los doctores de la Iglesia, la lectio se concentra en la Escritura, mientras que la meditación se extiende con mayor libertad por todos los campos, según las exigencias del momento. Por este motivo está bien meditar sobre los textos litúrgicos, pero no hay que creer que es obligatorio hacerlo.
La cuestión de los métodos

A lo largo de la historia se ha procurado que la práctica de la meditación resulte pro­vechosa; para lograrlo se han propuesto muchos métodos, a menudo marcados por las pe­culiaridades de los ambientes de donde procedían, pero ricos de los elementos de valor uni­versal.

Recordemos tres de ellos, vinculados a la época de oro del desarrollo de esta forma de oración.

1. El método ignaciano, desarrollado por san Ignacio de Loyola.

A decir verdad, el santo explica cuatro modelos, que consisten respectivamente: en la aplicación de las tres potencias de la memoria, inteligencia y voluntad (Ejerc. Esp., nn. 45-54), en la contemplación imaginativa de los misterios de la vida de Jesús (nn. 101-109), en la aplicación de los cinco sentidos (nn. 65-71; 121- 126) y en la propuesta de tres modos distintos de oración (nn. 238-260).

Pero el método más unido a su nombre es el primero que sugiere en la semana de apertura de los Ejercicios. Después de una preparación que consiste en pedir la gracia de hacer una buena meditación, el orante se aplica a ejercitar las tres potencias. Después de escoger un hecho bíblico o de experiencia personal, pone en movimiento la memoria, tra­tando de recordar las circunstancias; el entendimiento, comparándolo con la propia vida; y la voluntad, prorrumpiendo en efectos y formulando propósitos enérgicos y prácticos. La ora­ción termina con un coloquio con Dios o con los santos, seguido de un breve examen de conciencia acerca del modo como se ha llevado a cabo la práctica de oración que acaba de concluir.

No falta ninguno de los elementos clave de la meditación. Son de admirar el orden y la concreción del procedimiento, y el robusto marco que garantizan la preparación y la con­clusión.

2. El método salesiano, desarrollado por san Francisco de Sales.

Deliberadamente sencillo y breve, pues está pensado para que se beneficien de él los simples fieles, consta de tres partes, rematadas por una conclusión.

Las tres partes son: la preparación, o sea, el ponerse en la presencia de Dios, invocar a Dios y a los santos, y proponerse considerar un misterio de fe.

Las consideraciones, o actos de la inteligencia que pretenden "levantar el corazón a Dios y a las cosas divinas", y que producen el resultado previsto si se realizan con gran li­bertad de espíritu.

Los efectos, o movimientos de la voluntad, que han de convertirse "en resoluciones especiales y particulares" para la corrección y enmienda del orante. Entre los afectos y las resoluciones se inserta un coloquio.

La conclusión da lugar a actos de agradecimiento, de ofrecimiento y de súplica, y prepara una colección de pensamientos y afectos que se tendrán presentes durante el día, el llamado "ramillete espiritual".

Un excelente ejemplo práctico del método se halla en los caps. 9-19 de la primera parte de la Introducción a la vida devota, modulados en consonancia con los cuatro ele­mentos propuestos. El santo insiste especialmente en el ramillete de los propósitos: "Sobre todo, es menester, Filotea, que al salir de la meditación tengas en la memoria las resolucio­nes y deliberaciones que habrás tomado, para practicarlas cuidadosamente en aquel día. Este es el mayor fruto de la meditación".

3. El método sulpiciano, formulado por J. J. Olier y que depende en gran medida del cardenal De Bérulle, del padre Condren y del mismo san Francisco de Sales.

Consta también de los tres elementos de la preparación, del cuerpo de la oración y de la conclusión.

La preparación es, ante todo, remota: pide una vida de recogimiento y de sólida pie­dad; después, próxima: por la noche, antes de dormirse, se escoge el punto sobre el que se meditará y reflexionará; por fin, inmediata: ponerse en la presencia de Dios, recitar el acto de dolor e invocar al Espíritu Santo.

El cuerpo de la oración está compuesto, a su vez, de tres elementos:

- la adoración, el "poner a Jesús delante de nosotros", que considera en Dios, en Je­sús y en un santo aquellos afectos, palabras y acciones que se relacionan con el tema de la meditación, suscitando afectos de adoración, admiración, alabanza, acción de gracias, ale­gría y compasión;

- la comunión, el "poner a Jesús en nuestro corazón", que lleva al convencimiento de que es necesario practicar determinas virtudes, expresando afectos de contrición por el pa­sado, de humillación por el presente y de deseos para el porvenir, pidiendo a Dios que nos los conceda;

- la cooperación, el "poner a Jesús en nuestras manos", o sea, se formula un propó­sito y se renueva el propósito del examen particular.

La meditación termina dando gracias a Dios por las luces recibidas, pidiendo perdón por las culpas cometidas al realizar la meditación, suplicando a Dios que bendiga los propó­sitos que se han tomado y componiendo el ramillete espiritual necesario para el día, que hay que poner bajo la protección de María.


La estructura de la meditación

Comparando los tres métodos propuestos, brota una estructura básica muy precisa y concreta.

Es necesario cuidar la preparación remota, exigida por la continuidad de la oración continua con la oración mental, y por la unidad de la fe con la vida.

Es necesario contar con la preparación próxima, porque, sin un mínimum de previ­sión, el tiempo asignado para la meditación transcurre tratando de disponerse para la ora­ción.

Es indispensable ponerse en la presencia de Dios, premisa irrenunciable para los afectos y el diálogo. Y, para hacerlo con facilidad, es preciso aprender a vivir continuamente delante de Dios.

Hay que fijar la mente en puntos bien determinados, que comprometan y que, por tanto, hay que escoger con tiempo y no dejarlos a merced de la buena suerte del momento.

Es preciso aprender a hablar familiarmente con Dios.

La moción de los afectos tiene que terminar con un propósito preciso, de lo contrario se agota en un piadoso sentimiento, útil pero insuficiente.

Durante la jornada es necesario mantener vivos los afectos y los propósitos. Lo exige una vez más la unidad de la fe con la vida.

Finalmente, es necesario orar verdaderamente, expresar realmente a Dios nuestra admiración, gratitud, arrepentimiento, entusiasmo y nuestras necesidades espirituales y materiales.

Hay que hacerlo todo con calma, paciencia y perseverancia, según los sabios con­sejos de san Francisco de Sales: "Y si tu espíritu halla bastante gusto, luz y fruto en algunas de estas consideraciones, te detendrás en ellas sin pasar adelante. Mas si no hallas el fruto que deseabas en la una de las consideraciones, después que hayas detenido un poco en ella, pasarás a otra; yéndote poco a poco y simplemente en esta obra, sin afligirte ni acon­gojarte".

"Si te sucede, Filotea, sentir desabrimiento y desconsuelo en la meditación, ruégote no te inquietes, sino que antes abras la puerta a las palabras vocales, lamentándote tú mis­ma de ti misma a tu Dios. Confiesa tu indignidad, ruégale que te ayude. Otras veces toma un libro y léelo con atención, hasta que despierte tu corazón y vuelva en sí; hiere alguna vez tu corazón con algún movimiento de devoción exterior. Y si, después de todo lo dicho, no hallares consuelo, por grande que sea el desabrimiento, no por eso te desasosiegues, sino antes continúa en tener una humildad devota delante de Dios. Nos es honra en extremo grande el estar cerca de El y a su vista".


Las dificultades actuales de la meditación

La meditación, que ya es en sí misma una práctica que requiere esfuerzo, encuentra en el contexto cultural de hoy unas dificultades especiales. Podemos hablar esquemática­mente de:

- Tendencia desmedida a lo espontáneo.

Se piensa fácilmente que se es tanto más auténticos cuanto menos ligados se está a métodos; por lo que se los considera como obstáculos que hay que alejar, más que como ayudas que hay que utilizar.

Es un hecho que, a medida que aumenta la madurez espiritual, disminuye la necesi­dad de aplicar rigurosamente los métodos, y que éstos no han de convertirse en una jaula. Pero la espontaneidad en la meditación es un punto de llegada, no de partida. Durante mu­cho tiempo es indispensable emplear algún método, aunque sea elemental. Y, de todos mo­dos, no es lícito confundir la validez de un instrumento para la oración con sus posibles abu­sos.

-Tendencia al activismo.

Por una parte, se considera con facilidad que los compromisos apostólicos son mu­cho más importantes que la meditación y se echa mano abusivamente del principio de "de­jar a Dios por Dios", para legitimar su abandono. Por otra, se valora la meditación más como una técnica de higiene mental o terapia psicológica, como forma de adiestramiento autóge­no, que como forma de oración.

Quien no supera estas inclinaciones, pierde el sentido de la primacía de los valores espirituales y se hace incapaz, no sólo de meditar, sino simplemente de orar.

- Tendencias a la distracción

Muchos contemporáneos tienden a aborrecer el silencio del recogimiento. Arrastra­dos por un volumen incontrolable de informaciones, se pierden fácilmente, confundidos, en una existencia 'de destellos múltiples1.

Es preciso reajustar y planificar eficazmente los propios centros de interés, superan­do la convicción de que la madurez consista en acumular cuantitativamente (y toscamente) experiencias, más que en profundizar cualitativamente en las que se tienen.

- Tendencia a la superficialidad.

Domina la sensación de la prisa. La inflación de palabra escrita a la que estamos ex­puestos, engendra la costumbre de leer apresurada y epidérmicamente: mientras los ojos recorren las líneas, el pensamiento resbala sobre los significados.

Hay que redescubrir la lectura "plena" de los antiguos, la que permite llegar a la raíz de las cosas. Lo que importa es leer menos y con más concentración.

- Tendencia a trastocar el papel de Dios.

El espíritu de dominio sobre la materia, de iniciativa respecto al ambiente, de autosu­ficiencia en la vida, alimentado por el gigantesco desarrollo tecnológico de los últimos dece­nios, mientras favorece una disminución general de la capacidad de escuchar, empuja a pensar que la meditación consiste, en el mejor de los casos, en una serie de propuestas (de petición, de alabanza, de acción de gracias, etc.) que el orante presenta a Dios, esperando que El reaccione proporcionalmente.

En cambio, la estructura de la oración se basa en la dinámica opuesta. Por esto, lo primero que hay que hacer en la meditación es ponerse en la presencia de Dios y escuchar su palabra.

Vienen después el hablar y el decidir, y se configuran como respuesta a una iniciativa divina previa, que con su alteridad, a veces crucificadora, da garantías al hombre ante las ilusiones.


13. EL PASO A LA CONTEMPLACIÓN
Características generales

Los grandes maestros de espíritu unen los niveles de la oración con los grados de la vida espiritual.

Según el padre Lallemant, "cada uno tiene que ser fiel a la oración propia del grado y del estado de vida espiritual en que se encuentra". De manera que "hay tres clases distintas de oración: la meditación, u oración discursiva, propia de los principiantes que se hallan en la vía purgativa; la afectiva, propia de los que progresan y están en la vía iluminativa; y la contemplación y la oración de unión, propia de los perfectos que se hallan en vía unitiva". El padre Surin explica: "¿Para quién es la oración discursiva? Para los principiantes. ¿Para quién es la oración afectiva? Para los proficientes. ¿Para quién es la contemplación? Para los perfectos".

La terminología y las clasificaciones varían con frecuencia en los distintos autores, pero coinciden claramente en la idea de que se da un progreso en la oración, debido a la presencia de ciertas características y a la ausencia de otras. "La ley de todo progreso espiritual consiste en pasar progresivamente de lo plural a lo singular (o sea, de la pluralidad de nuestros deseos a la adhesión a la sola persona de Jesús) y de lo activo a lo pasivo (esto es, de la acción de llevar a la acción de recibir)".

En las primeras fases de la vida espiritual prevalece el esfuerzo del que ora, en la oración predomina el trabajo de la inteligencia y de la facultad discursiva, la conciencia de la acción de Dios se presenta débil y ocasionalmente. A medida que se avanza, el que ora va entrando en una oración menos trabajosa, más sencilla y fructífera, más sensible y dócil a la iniciativa de Dios: en este sentido concreto, más pasiva.

Poco a poco, se ponen a su lado y sustituyen a la oración discursiva "la oración afec­tiva, en la que los actos de la inteligencia disminuyen, y con poco esfuerzo se logra que la voluntad actúe como le corresponde; y la oración de simplicidad, en la que los actos de la voluntad se simplifican en su formulación, pero ganan en intensidad. Se pasa a la forma bá­sica de la contemplación que se llama adquirida.


La oración afectiva

La oración afectiva, explica Royo Marín, "es aquella en la que predominan los afectos de la voluntad sobre el discurso del entendimiento. Es como una meditación simplificada en la que cada vez va tomando mayor preponderancia el corazón por encima del previo trabajo discursivo".

Se llama así, precisa más analíticamente otro autor, "a una oración mental en la que son numerosos los afectos, o tienen mucho más peso que las consideraciones y los razo­namientos. No faltan las consideraciones (porque es muy necesario seguir pensando), pero son menos variadas y prolongadas. En este grado hay generalmente como base una ¡dea dominante, que no excluye, sin embargo, un buen número de otras ¡deas secundarias, me­nos visibles. Pero esta idea dominante despierta afectos muy vivos. Este grado, por tanto, no se diferencia de la meditación más que en la magnitud. Es un discurso menos variado y menos manifiesto, que da mayor cabida a los afectos del amor, de la alabanza, de gratitud, de respeto, de sumisión, de contrición, etc., y a las resoluciones prácticas. La intuición de la verdad sustituye parcialmente al razonamiento; y resulta fácil al alma cuanto se refiere a la parte intelectual".

Desde el punto de vista psicológico, la oración afectiva facilita el comprometerse, disminuyendo la ruda fatiga de la meditación discursiva. Desde el punto de vista espiritual, favorece una unión más íntima y profunda con Dios, animando poderosamente a la práctica de las virtudes.

Se trata, por consiguiente, de una forma de oración apetecible. Pero es menester en­trar en ella en el momento justo: ni demasiado tarde ni demasiado pronto. El que ora no de­be provocar a la fuerza los afectos hacia los que no se siente inclinado, sino entregarse a ellos cuando siente su atractivo.

Además, importa mucho controlar la gula espiritual, "que impulsa a buscar en la ora­ción afectiva la suavidad de los consuelos sensibles en vez de estímulo y aliento para la práctica austera de las virtudes cristianas. Dios suele castigar este afán egoísta del alma sensiblera, retirándole sus consuelos y sumergiéndola en la aridez y sequedad más desola­dora para que aprenda a rectificar la intención y vea por experiencia lo poco que vale cuan­do Dios se le retira".


La oración de simplicidad

Con la oración afectiva se está en los umbrales de la contemplación adquirida: con ésta otra se entra de lleno en ella.

La oración de simplicidad -que santa Teresa de Jesús llama oración de recogimiento activo y adquirido, para distinguirla del recogimiento infuso- se denomina también oración de simple mirada, de simple presencia de Dios o de simple visión de fe.

Como sugieren sus nombres, consiste esencialmente en mirar y amar; o sea, en ha­cer cuanto revela la respuesta de un campesino de Ars a su cura acerca del modo como rezaba a Dios: "je l'avise et II m'avise, yo le miro y El me mira". Denominada también ora­ción de simple intuición, "no es más que una lenta serie de miradas al mismo sujeto", e in­cita a estados "que a veces reciben el nombre de oración del corazón, para indicar que no están dominados por las consideraciones". Los llama así el padre De Caussade en su Tra­tado sobre la oración del corazón.

Dada su simplicidad, esta forma de oración se puede mantener durante toda la jorna­da, unida a la oración asidua. "Aun ocupados en nuestros quehaceres ordinarios, nos uni­mos a Dios, le miramos y le amamos. En las oraciones litúrgicas y en las vocales cuidamos más de la presencia de Dios que del sentido de las palabras y procuramos manifestarle nuestro amor. El examen de conciencia se simplifica; con una mirada rápida echamos de ver las faltas apenas cometidas y nos dolemos al punto de ellas. El estudio y las obras exte­riores de celo las hacemos con espíritu de oración en la presencia de Dios y con ardiente deseo de darle gloria: ad maiorem Dei gloriam. Ni aun siquiera las obras más ordinarias de­jan de estar penetradas del espíritu de fe y de amor, y de convertirse en hostias ofrecidas frecuentemente a Dios".

La oración de simplicidad, empero, no es siempre dulce y sabrosa: a menudo va uni­da a estados dolorosos de aridez prolongada.



Las tres señales del paso

Para verse libres de ilusiones, conviene aprender a discernir cuándo es el momento en que hay que dejar la meditación discursiva (oración típica de la ascética en sentido parti­cular) para entrar en la contemplación (oración típica de la mística en sentido particular).

San Juan de la Cruz propone tres criterios que son aptos para indicar que es oportu­no pasar de una a otra forma de oración.

El primero consiste en comprobar que se va haciendo cada vez más difícil la medita­ción discursiva, por el hecho de que la comunicación más directa con Dios que se va instau­rando hace superfluo y embarazoso reflexionar por largo tiempo.

El segundo lo proporciona la imposibilidad que tiene el que ora de hallar gusto y sa­tisfacción en las personas con quienes se encuentra o en las cosas que tiene entre manos.

El tercero, que es también el más seguro, procede del hecho de que sólo se encuen­tra satisfacción en la intimidad afectuosa con Dios.

La primera y segunda señales son necesarias, pero insuficientes: en efecto, la inca­pacidad de meditar podría ser efecto de negligencia o de indolencia; el disgusto por las criaturas podría ser efecto del orgullo o de una anomalía psíquica. La tercera es decisiva y hay que verla unida a las otras dos.
Contemplación adquirida y dones del Espíritu Santo

Al poner en práctica la oración afectiva y de simplicidad, el camino del creyente llega a la vida mística, tomada en sentido estricto. "Los escritores más recientes entienden por vida mística una vida espiritual en la que domina el influjo de los dones del Espíritu Santo. Es la vida espiritual que ha llegado a tal altura que requiere una moción habitual del Espíritu de Dios. Su actividad es tan sublime que ya no bastan las virtudes para desarrollarla, sino que es preciso recurrir al influjo de los dones divinos dados al alma in adiutoríum virtutum, como dice santo Tomás".

La contemplación remite a los dones del Espíritu, en todos sus niveles, no sólo en cuanto contemplación infusa, sino incluso como contemplación adquirida, precisamente porque es también verdadera contemplación, en la que tiene lugar ampliamente una infusión de luz y de fuerza de lo alto.

Y, entre los dones del Espíritu, le son provechosos sobre todo los de inteligencia, de ciencia y de sabiduría. Se comprende fácilmente por qué.

El don de inteligencia permite al alma -que se adhiere a las verdades reveladas por fe, sin comprenderlas- penetrar en sus profundidades y alcanzar de alguna manera su signi­ficado. Se trata de entender (=intus-legere) fundado en una intuición (=intus-ire).

El don de la ciencia garantiza al juicio del que ora el percibir exactamente las relacio­nes de lo divino con lo humano. Se habla de ciencia para significar que se es capaces de pasar de los principios supremos de la vida, percibidos a través de la inteligencia, a las par­ticularidades de la existencia concreta.

El don de sabiduría, finalmente, consiste en poder saborear (sapere significa gustar) las cosas de Dios como consecuencia de la intensa familiaridad con su trascendencia. Su parte eminente es "el momento afectivo de la chantas, del ardiente amor de Dios" que pre­para para la "cognitio experimentalis Dei, para aquel contacto, intelectual y afectivo a la vez, con Dios uno y trino, con el que se entra por la gracia santificante, en una misteriosa rela­ción de parentesco, de participación de naturaleza".
14. LA CUMBRE DE LA CONTEMPLACIÓN
Propiedades de la contemplación infusa

Como hemos afirmado repetidas veces, el progreso de la oración hacia las formas más altas de su realización tiene como característica el hecho de que la iniciativa divina y su impacto sobre el creyente prevalecen de forma creciente, la oración se simplifica y aparece una percepción de Dios, que va acompañada con frecuencia de fenómenos extraordinarios de orden cognoscitivo y operativo.

Al madurar, la oración se convierte en más pasiva (menos laboriosa) y más rica, se simplifica y, a menudo, se transforma en experiencia de Dios. Se hace menos masculina (menos discursiva, elaborada, apoyada en la acción humana) y más femenina (más intuitiva, directa, basada sobre la acción de Dios).

Estos elementos comienzan a vislumbrarse en la meditación simplificada, umbral de la contemplación, y brotan en la oración afectiva y de simplicidad (= contemplación adquiri­da). Y llegan a prevalecer en la oración llamada de contemplación infusa.

La contemplación infusa, en efecto, consiste en un estado de "conocimiento y de amor infundidos directamente por Dios", en una inmersión en él que "produce un conoci­miento nuevo de Dios en la inteligencia, un conocimiento experimental, basado en el gusto divino, y un amor muy intenso y suave en la voluntad".

Es la forma más completa y rica de vida mística en sentido estricto. Es la que tras­ciende todo saber discursivo, incluido el teológico, por lo que "aunque en sí esto es, acerca del objeto, el místico no sepa nada de Dios que no pueda conocer el teólogo con su investi­gación especulativa, él tiene, sin embargo, un conocimiento más íntimo y profundo de los misterios divinos". Es el conocimiento marcado por una percepción casi experimental y di­recta de la presencia y de la acción de Dios, de tal manera que "ateniéndose a las confesio­nes personales de las almas místicas, la nota esencial del fenómeno místico se podría formular así: Dios se revela a través de su acción en el alma de tal modo que ésta se da cuenta de semejante presencia, de tal contacto divino. La mística es Dios que se hace ínti­mo al alma, actuando en su centro, atrayendo en sí todas sus fuerzas, iluminándola y en­cendiéndola con una luz y un ardor sobrenatural. El hecho místico se nos presenta como la conciencia del contacto con Dios, como la experiencia viva de la presencia de Dios que ilu­mina, inflama, embriaga".


Gratuidad de la contemplación infusa

La contemplación infusa, como constituye una forma de experiencia de Dios, suscita la gran cuestión de si es posible experimentar la acción de Dios sobre el creyente (la gratia oblata), o comprobar la presencia del estado de gracia que sigue a la aceptación de tal ini­ciativa (la gratia accepta). En el sentido más estricto, se llama místico al individuo que goza de un conocimiento casi experimental de Dios y de las realidades divinas presentes en el hombre. Pero, ¿es posible una percepción de ese género? Si Dios y lo divino no son objeto adecuado de conocimiento reflejo, sino sólo términos de un asentimiento de fe, ¿cómo se puede pensar que se tiene una intuición psicológica de ello?

Es posible hacerlo porque la realidad de tal forma de experiencia resulta innegable ante la fuerza de los hechos. Por más que los grandes doctores de espíritu y los mismos que se benefician de tales experiencias insistan en decir que se va a Dios únicamente en pureza de fe, sin exponerse a los juegos del sentir, todos están de acuerdo en admitir la realidad y la importancia de los fenómenos místicos en el sentido que hemos explicado.

Comprobar que la comunicación de Dios trasciende el plano de la comprensión psi­cológica no equivale a excluir que Dios puede darse generosa y liberalmente a alguien de tal manera que su conciencia refleja lo pueda percibir. Dios puede hacerlo y a menudo lo ha hecho. No se discute la posibilidad, pues está garantizada por una multitud de testimonios de que así ha sido.

Pero no se trata de un don gratuito, unido a la misión de una persona, y que depende de las decisiones soberanas de la libertad de Dios.

Es cierto que la contemplación adquirida es una disposición que favorece la contem­plación infusa. Es igualmente seguro, dice san Juan de la Cruz, que "la causa por la que hay tan pocos que llegan a tan alto estado de perfección de unión con Dios" hay que bus­carla en la escasa disponibilidad de los hombres a dejarse levantar por Dios. "No es porque Dios quiera que haya pocos de estos espíritus elevados, que antes querría que fuesen to­dos perfectos, sino que halla pocos vasos que sufran tan alta y subida obra. Que, como los prueba en lo menos y los halla flacos -de suerte que luego huyen de la labor, no queriendo sujetarse al menor desconsuelo y mortificación- de aquí es que, no hallándolos fuertes y fieles en aquello poco que les hacía merced de comenzarlos a desbastar y labrar, echa de ver que lo serán mucho más en lo más, y mucho no va ya adelante en purificarlos y levan­tarlos del polvo de la tierra por la labor de la mortificación, para lo cual era menester mayor constancia y fortaleza que ellos muestran".

No obstante, si bien todos están "llamados a la santidad, no todos están llamados a las experiencias contemplativas propiamente dichas", a la contemplación infusa. "Por consi­guiente, se pueden distinguir en la práctica dos caminos o dos modos de ir a la perfección: uno con las experiencias contemplativas propiamente dichas (vía contemplativa), y otro sin ellas, pero no sin el influjo cada vez más amplio de los dones, esto es, sin la vida mística (vía común)".

Y no hay que olvidar que las experiencias de la contemplación infusa no hacen me­nos indispensables la fe y la oscuridad de cualquier acercamiento al misterio, realizado por el hombre que aún está en camino, precisamente por estar en él; por esto hemos hablado repetidas veces de conocimiento cuasi experimental.

Estas aclaraciones muestran que la relación de la vida mística plena, de contempla­ción infusa, con la vida ascética en sentido particular, junta la continuidad y la discontinui­dad. Hay una continuidad porque, por medio de la contemplación adquirida, la vida ascética prepara para la contemplación infusa, y la exigencia de la primacía de la fe sigue siendo taxativa. Hay una discontinuidad porque los dones de la contemplación infusa son gratuitos y distintos de cualquier otro; hasta el punto de que es causa incluso de un lenguaje original, distinto de cualquier otro.
Formas y modulaciones de contemplación infusa

La descripción de los fenómenos de la contemplación infusa, hecho sin duda muy complejo y estratificado, da lugar a clasificaciones y origina terminologías diferentes entre los maestros de espíritu, basadas en las distintas experiencias y sensibilidades.

A título de ejemplo, presentamos una sistematización muy corriente que recurre a la doctrina de santa Teresa de Jesús y distingue cinco grados denominados: recogimiento so­brenatural, quietud, oración de unión, unión extática o desposorio espiritual, unión transfor­mante o matrimonio espiritual.

El recogimiento sobrenatural es un concentrarse en Dios, producido por un don infuso de lo alto, que produce un gran amor sensible.

La quietud es un estado que compromete a la voluntad, no propiamente a la mente, por lo que puede perdurar en medio de las ocupaciones más absorbentes.

La oración de unión es aquel grado de contemplación infusa en el que todas las po­tencias internas están cautivas y ocupadas por Dios.

La unión extática o desposorio espiritual añade al anterior la suspensión de los senti­dos externos y suscita con frecuencia éxtasis y arrobamientos.

La unión de matrimonio espiritual, finalmente, lleva este estar cautivos y ocupados por Dios hasta el yo profundo, de tal manera que el que ora llega a sentirse una sola cosa con Dios.

Los cinco niveles se distinguen por el ámbito con que Dios conquista al orante y por la duración del embeleso producido por la contemplación infusa. Mientras que el recogi­miento absorbe la mente, la quietud cautiva la voluntad, y ambos a menudo duran largo tiempo. La oración de unión impregna tanto la inteligencia como la voluntad, y tiene una du­ración más breve. El desposorio espiritual hace prisioneros también a los sentidos, pero por poco tiempo. La unión del matrimonio espiritual, en cambio, llega a lo íntimo de la persona, suscitando una conciencia permanente de la comunión con Dios.

En el capítulo cuarto, dedicado al estudio de los niveles de la vida espiritual, se pro­porcionarán otras clasificaciones de los mismos fenómenos, considerados en una perspecti­va más amplia.


15. EL ESPEJO DE LA VERDADERA ORACIÓN
Las cualidades de la experiencia mística

La variedad de las descripciones y de las clasificaciones de los fenómenos de la contemplación infusa va unida a un acuerdo sustancial acerca de los rasgos esenciales de esta forma eminente de oración cristiana.

Autores espirituales y maestros de espíritu reconocen unánimemente que la expe­riencia mística se distingue en todas sus manifestaciones por una serie de características. Siendo un poco esquemáticos, encontramos los datos siguientes:

1. El hecho de acercarse a Dios es necesariamente desconcertante.

Quien ve a Dios muere, enseña la antigua sabiduría hebrea (cf. Ex 33, 20; Je 6, 22-23). La santidad de Dios no puede acercarse a nadie sin que le abrume.

Al compararla con Dios, la belleza de la creación queda reducida a una sombra; y, sin embargo, cuesta trabajo a menudo soportar su esplendor. ¿Qué sucede si se descubre algo de la hermosura de Dios, no ya en sombras y reflejos, sino de una forma casi inmediata? No se convierte como en un trueno que rompe los tímpanos? Hablando de los ángeles, afirma Rainer María Rilke que si llevase a uno de ellos de improviso en su corazón, moriría, por lo imponente de su existir, porque lo bello no es más que el primer grado de lo terrible. La be­lleza pertenece a la esfera de lo angélico, de lo trascendente que es sobrehumano. ¿Qué sucede si Dios mismo pesa sobre el corazón?

Sobre el místico descansa algo del peso de Dios, y él no puede soportarlo. El res-plendor de la luz divina es demasiado intenso y quema los ojos: san Juan de la Cruz lo lla­ma tinieblas. El abismo de Dios es demasiado vertiginoso; la mirada no logra fijarse en él: por esto san Gregorio de Nisa habla de un desmayo causado por la esencia divina. Durante sus éxtasis san Francisco Javier gritaba: ¡basta! Y el corazón de santa Teresa de Jesús quedó herido físicamente por ello.

2. La experiencia mística es sumamente iluminadora.

En el momento en que se manifiesta, la gloria de Dios sobrepasa la gloria de toda criatura: ante la suprema realidad del Ser divino, el espíritu humano percibe la relatividad total de lo demás. No es que se quite esplendor o valor a las criaturas. Sólo se destruye la falacia de un mundo en el que el brillo de lo finito ofusca, a los ojos del hombre, la luz fontal de lo infinito; en el que las innumerables llamacitas de los goces sensibles ocultan la gran noche estrellada que domina en lo alto.

Todas las cosas vuelven a la verdad: Dios sobre todo, todo desde Dios.

Envueltos por una luz suprema, los místicos se convierten en "los guías más seguros para ayudar a mirar dentro de la realidad y más allá de la realidad", en los verdaderos mis-tagogos, "como los primeros exploradores que entraron a escondidas, en la Tierra prometi­da y después regresaron para relatar lo que habían visto: una tierra que mana leche y miel".

3. La contemplación infusa es resueltamente rectificadora.

El acercarse a la infinita Alteridad de Dios confunde y desorienta al espíritu, que ca­rece de términos de comparación para entenderla o de medios para captarla. Nace en el alma la reacción religiosa de la turbación. Es la experiencia de lo "terrible" evocado por el Dies ¡rae, donde se canta el Rex tremendae maiestatis. Pertenece al orden de la metafísica, y brota de la absoluta desproporción que hay entre la grandeza de Dios y la nada de la creatura.

Pero no tiene nada que ver con un miedo vulgar, ni va unido al terror del castigo. Y produce efectos de vida: deshace la pretensión del hombre de bastarse a sí mismo, le saca de su centro, lo desaloja de sí mismo.

4. La percepción casi experimental de Dios es causa también de una actitud de ado­ración sin límites.

El místico capta algo de la infinita excelencia de Dios, que infunde respeto por su ab­soluta y suprema perfección. En su presencia, le arrastra la oleada de una estima inmensa e incondicional.

5. El aproximarse a Dios produce una purificación extraordinaria.

Los santos saben lo que es verdaderamente el pecado, no los pecadores, dice el cardenal Ratzinger. Puesto que el pecado es despreciar la voluntad de Dios, sólo quien comprende cuánto merece que se le ame, se da cuenta de su gravedad. En verdad, "sólo comprendemos el bien si lo hacemos, y sólo comprendemos el mal si lo evitamos.

Cuando la santidad de Dios se acerca a una criatura, le hace gritar como a Pedro "apártate de mí, que soy hombre pecador" (Le 5, 8). Pero la reacción de horror por la propia indignidad que impulsa al hombre pecador a huir del Dios santo, se transforma enseguida en sed de purificación: el alma que ama no puede refrenar el deseo irresistible de unirse a Dios, abismo de amabilidad, que se presenta también como terrible. Y así, la atracción de Dios se convierte para ella en un fuego devorador.

6. La experiencia de Dios es increíblemente fascinante.

En el espíritu de los místicos, limpios y brillantes por la purificación y liberados de los vínculos caducos, estalla el huracán del amor. Es ésta la realidad que rebosan sus obras. Absorbidos por una fuerza inmensa de gravitación, se pierden ciegamente en las tinieblas divinas.

7. Y Dios se convierte en descanso: el conocimiento místico hace dichosos ¡limitada­mente, prodiga una alegría que supera y trasciende cualquier otro contento.

La sobreabundante felicidad divina los colma más allá de cuanto puede imaginarse. Han encontrado en Dios el unum necessarium.

8. Pero Dios dilata su amor, los hace hallar una capacidad nueva y mayor de comu­nión, los deja siempre saciados y siempre hambrientos: la contemplación mística es insa­ciable.

Ella une, según la profunda concepción de san Gregorio de Nisa, la éxtasis y la kíne-sis, el reposo y el movimiento. El alma que asciende no se detiene jamás; va de arranque en arranque, a través de arranques que no terminan nunca. Es pregustar la visión beatífica, eterno descubrimiento de esplendores incomparables, en la que, por fin, se conoce a Dios y, no obstante, nunca se acaba de conocerle: siempre es el ser más conocido y el más ignora­do.
Repercusión sobre la verdadera oración

Las ocho características de la contemplación infusa están presentes en toda auténti­ca oración, virtual, implícita y parcialmente. La verdadera oración es siempre una realidad que desconcierta, ilumina, rectifica, lleva a adorar, purifica, fascina, hace dichosos e incita a una comunión más profunda.

Por eso el hecho de que los místicos manifiesten sus experiencias tiene importancia no sólo para ellos o para quien los dirige, sino para todo aquel que quiere orar. Cada cual encuentra allí, como en un espejo, lo mejor de la propia oración.

Índice del capítulo:


Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL
1. SIGNIFICADOS Y PROBLEMAS
Las dos acepciones de la mística
Las dos acepciones de la ascética
Relación de la mística con la ascética


2. VIDA MÍSTICA Y ORACIÓN
3. LO ESPECÍFICO DE LA ORACIÓN CRISTIANA
La oración de Jesús
Características de la oración específicamente cristiana

Oración totalitaria (al Padre)

Oración incesante (mediante el Hijo)

Oración de respuesta (en el Espíritu Santo)

Oración eclesial (con la Iglesia)

Síntesis
4. LAS MODALIDADES COMPLEMENTARIAS DE LA ORACIÓN CRISTIANA

Adoración y alabanza

Acción de gracias

Súplica e intercesión

Petición
5. PROBLEMAS Y VALORES DE LA ORACIÓN DE PETICIÓN

Legitimidad

Validez

Oración y praxis
6. NECESIDAD DE LA ORACIÓN
7. LAS CONDICIONES ASCÉTICAS DE LA ORACIÓN

1. Desasimiento del pecado

2. Desasimiento de las criaturas

3. Dominio de la mente

4. Rectitud de intención
8. FORMAS Y GRADOS DE LA ORACIÓN CRISTIANA
9. LA ORACIÓN DIFUSA Instancia de fondo

Instancia de fondo

Formas en que se ha presentado históricamente

El duro soporte de la oración difusa

Las condiciones de la oración difusa

Ventajas y actualidad
10 ORACIÓN Y ACCIÓN

Distinción

Unidad

Caridad

Libertad
11 LA ORACIÓN VOCAL

Naturaleza específica

Valores

Dificultades y remedios
12 LA ORACIÓN MENTAL

Naturaleza específica

Etimología

Importancia

Formas de meditación

Elementos esenciales

La moción de los afectos

Consecuencias prácticas

La índole inconfundible de la meditación

La cuestión de los métodos

La estructura de la meditación

Las dificultades actuales de la meditación
13. EL PASO A LA CONTEMPLACIÓN

Características generales

La oración afectiva

La oración de simplicidad

Las tres señales del paso

Contemplación adquirida y dones del Espíritu Santo
14. LA CUMBRE DE LA CONTEMPLACIÓN

Propiedades de la contemplación infusa

Gratuidad de la contemplación infusa

Formas y modulaciones de contemplación infusa
15. EL ESPEJO DE LA VERDADERA ORACIÓN

Las cualidades de la experiencia mística

Repercusión sobre la verdadera oración


Capítulo 2. LA DIMENSIÓN MÍSTICA DE LA VIDA ESPIRITUAL /


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