El paraiso en la otra esquina



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Te contó que él había conseguido que se implan­tara en el Perú la costumbre alemana de que fueran los propios oficiales, no sus subordinados, los que impusie­ran a la tropa los castigos corporales:

—El látigo del oficial hace al buen soldado, así como el látigo del domador hace a la fiera del circo —afir­maba, muerto de risa. Tú pensabas: «Es como uno de esos germanos bárbaros que acabaron con el Imperio romano».

Un día en que fueron a Tingo con amigos, a cono­cer los baños termales (había varios, en los alrededores de Arequipa), ella y Althaus hicieron un aparte, para visitar unas cuevas. De pronto, el alemán la tomó en sus brazos —te sentiste frágil y vulnerable como un pajarillo atrapada por esos músculos—, le acarició los pechos y la besó en la boca. Flora tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para no rendirse a las caricias de este hombre cuyo encanto se ejercía sobre ella como nunca antes le había ocurrido con varón alguno. Pero, la repugnancia aquella contraída ha­cia el sexo desde su matrimonio con Chazal, prevaleció:

—Siento mucho que, con esta grosería, haya des­truido la simpatía que sentía por usted, Clemente.

Y le dio una bofetada sin mucha fuerza, que ape­nas remeció aquella rubia cara sorprendida.

—Yo soy el que lo siento, Florita —se disculpó Althaus, chocando los tacones—. No volverá a ocurrir. Se lo juro por mi honor.

Cumplió su palabra y, en todos los meses restantes que Flora pasó en Arequipa, no volvió a propasarse ni insinuarse, aunque, a veces, ella sorprendía en los glaucos ojos de Althaus amagos de deseos.

Pocos días después de aquel episodio en los ba­ños de Tingo experimentó el primer terremoto de su vida. Estaba en su recámara, escribiendo una carta, cuando, segundos antes de que todo comenzara a temblar, escu­chó en la ciudad un desaforado tumulto de ladridos --le habían dicho que los perros eran los primeros en sentir lo que se venía— y vio que, al instante, su esclava Dominga caía de rodillas y, con los brazos en alto y los ojos espan­tados, comenzaba a rezar a voz en cuello al Señor de los Temblores:


Misericordia, Señor

Aplaca, Señor,

tu ira tu justicia y tu rigor

Dulce Jesús de mi vida

Por tus santísimas llagas

Misericordia, Señor.


La tierra tembló dos minutos seguidos, con un ron­quido sordo, profundo, mientras Flora, paralizada, olvida­ba correr al quicio de la puerta, como le habían enseñado sus parientes. El terremoto no hizo muchos estragos en Arequipa, pero destruyó dos ciudades de la costa, Tacna y Arica. Los tres o cuatro temblores que hubo luego, fueron insignificantes en comparación con el terremoto. Nun ca olvidarías esa sensación de impotencia y catástrofe vivida durante aquel sacudón interminable. Aquí en Marsella, once años después, todavía te daba escalofríos.

Pasó sus últimos días en el puerto mediterráneo en cama, agobiada por el calor, los dolores de estómago, la debilidad general y rachas de neuralgias. La sublevaba perder el tiempo así, cuando le quedaba tanto por hacer. Su impresión de los obreros de Marsella mejoró algo, en esos días. Al verla enferma, se desvivieron por cuidarla. En pequeños grupos, desfilaban por la pensión trayéndo­le frutas, un ramito de flores, y se estaban al pie de la cama, atentos y cohibidos, con sus gorras en las manos, espe­rando que les pidiera algo, ansiosos por servirla. Gracias a Benjamin Mazel, pudo formar un comité de la Unión Obrera de diez personas, entre las que, fuera del folletinista y aguador, todos eran trabajadores manuales: un sastre, un carpintero, un albañil, dos talabarteros, dos peluqueros, una costurera y hasta un estibador.

Las reuniones, en su dormitorio de la posada, eran distendidas. Por la debilidad y el malestar, Flora hablaba poco. Pero escuchaba mucho, y se divertía con la ingenui­dad de sus visitantes y su enorme incultura, o se enojaba con los prejuicios burgueses que se les habían contagiado. Contra los inmigrantes turcos, griegos y genoveses, por ejemplo, a los que tenían por responsables de todos los ro­bos y crímenes; o contra las mujeres, a las que no conse­guían considerar sus iguales, con los mismos derechos que los hombres. Para no irritarla, fingían aceptar sus ideas respecto a la mujer, pero Flora veía en sus expresiones y las miraditas que cambiaban, que no los convencía.

En una de estas reuniones se enteró, por Mazel, que madame Victoire, además de alcahueta, era informante de la policía. Y que llevaba días averiguando sobre ella en los mentideros marselleses. De modo que aquí también andaba la autoridad siguiéndole los pasos. Cuando oyó esto, Salin, un carpintero que la visitaba a diario, se alarmó y, temeroso de que la policía detuviera a la señora y la encerrara en un ergástulo de prostitutas y ladronas, le propuso disfrazarla con su uniforme de la Guardia Nacional v esconderla en un refugio de pastores que el conocía en la montaña. La propuesta hizo reír a toda la concurrencia. Flora les contó que ya había vivido una peripecia como la que le proponía Salin. Y les relata sus aventuras en Lon­dres, donde, hacía cinco años, estuvo cuatro meses vesti­da casi siempre de hombre para moverse con libertad y realizar sus investigaciones sociales. Mientras hablaba, le fallaron las fuerzas v se desmayó.

También en Arequipa te habías disfrazado de hom­bre, durante los carnavales ----de húsar, con espadín, cas­co con penacho, botas y bigote—, para asistir a un baile de disfraces. Los arequipeños de la «buena sociedad.» juga­ban en las noches echándose mistura, serpentinas o perfu­me, pero, en el día, al igual que la gente común, celebraban los carnavales a baldazos de agua v cascarones ---cáscaras de huevo rellenas de aguas de colores-- en verdaderas bata­llas callejeras. Desde la terraza-azotea de la casa de don Pío, tú contemplabas el espectáculo con la fascinación que te inspiraba esta tierra tan distinta de las que conocías.

Todo, en Arequipa, te dejaba sorprendida, descon­certada, y soliviantaba tus ideas sobre los seres humanos, la sociedad y la vida.. Por ejemplo, que el menor negocio de las órdenes religiosas consistiera en vender los hábitos a los moribundos, pues era costumbre arequipeña que los muertos se enterraran con hábitos religiosos. También, que la vida social y mundana en esta pequeña ciudad fuera más Intensa que la de París. Las familias hacían y recibían visitas todo el día, y a media tarde comían los deliciosos bizcochos y golosinas que preparaban las monjas de clausura de Santa Catalina, Santa Teresa y Santa Rosa, toma­ban chocolate traído del Cusco, y fumaban —las mujeres más que los hombres— sin cesar. El cotilleo, los dimes v diretes, las infidencias, las maledicencias, las indiscrecio­nes sobre la intimidad y las vergüenzas de las familias, hacían la dicha de los comensales. En todas estas reunio­nes, por supuesto, se hablaba, con nostalgia, con envidia, con desesperación, de París, que era para los arequipeños una sucursal del Paraíso. Te comían a preguntas sobre la vida parisina, y tú, que la desconocías más que ellos, te­nías que inventar toda clase de fantasías para no defrau­darlos.

Al mes y medio de estar en Arequipa, el tío don Pío seguía en Camaná y no daba señales de regreso. ¿Era esta ausencia prolongada una estrategia para desanimarte en tus
pretensiones? ¿Temía don Pío que hubieras traído contigo nuevas pruebas que forzaran a la justicia a declararte hija legítima, y por lo tanto heredera de primera clase de
don Mariano Tristán? Estaba en estas reflexiones, cuando le anunciaron que el capitán Zacarías Chabrié, recién llegado a Arequipa, vendría esa tarde a visitarla. La aparición del marino bretón, en quien no había vuelto a pensar desde que se despidió de él en Valparaíso, le hizo el efecto de otro terremoto. Sin la menor duda, insistiría en casarse con ella.
El primer día, el reencuentro con Chabrié fue amable, afectuoso, gracias a la presencia, en la sala, de media docena de parientes que impidió al marino hablar del apasionado asunto que lo traía. Pero sus ojos decían a Flora lo que su boca callaba. Al día siguiente, se presentó en la mañana y Flora no pudo evitar quedarse a solas con él.De rodillas, besándole la mano, Zacarías Chabrié le imploró que lo aceptara. Dedicaría el resto de su vida a hacerla feliz, sería un padre modelo para Aline; la hijita de Flora sería la suya. Abrumada, sin saber qué hacer, estu viste a punto de decirle la verdad: que eras una mujer ca­sada, no con una hija sino con dos hijos (porque el terce­ro había muerto), legal y moralmente impedida de casarte otra vez. Pero te retuvo el temor de que, en un arranque de despecho, Chabrié te delatara a los Tristán. ¿Qué ocu­rriría entonces? Esta sociedad que te había abierto los bra­zos te echaría, por mentirosa y cínica, por ser una esposa prófuga y una madre desalmada.

¿Cómo librarse de él, entonces? En su cama de Marsella, abanicándose para defenderse del candente ano­checer de octubre y oyendo el runrún de las chicharras, Flora volvió a sentir la acidez en el estómago y la sensación de culpa, la mala conciencia. Siempre le ocurría cuando recordaba la estratagema de que se valió para decepcio­nar a Chabrié y librarse de su acoso. Ahora, sentiste tam­bién el metal frío de la bala, junto al corazón.

-Bien, Zacarías. Si es verdad que me ama tanto, pruébemelo. Consígame un certificado, una partida de na­cimiento, demostrando que soy hija legítima de mis pa­dres. De este modo, podré reclamar mi herencia y, con lo que herede, viviremos tranquilos y seguros, en California. ¿Lo hará? Usted tiene conocidos, influencias, en Francia. ¿Me conseguirá esa partida, aunque sea sobornando a al­gún funcionario?

Ese hombre rectilíneo, ese católico íntegro, palide­ció y abrió mucho los ojos, sin dar crédito a lo que aca­baba de oír.

—Pero, Flora, ¿se da cuenta de lo que me pide?

—Para el verdadero amor nada es imposible, Za­carías.

--Flora, Flora. ¿Esa es la prueba de amor que ne­cesita? ¡Que corneta un delito! ¡Que violente la ley! ¿Eso espera de mí? ¿Que me convierta en un delincuente para que usted cobre una herencia? —Ya lo veo. Usted no me ama lo bastante para que yo sea su mujer, Zacarías.

Lo viste palidecer aún más; luego, enrojecer co­mo si fuera a sufrir una apoplejía. Se mecía en el sitio, a punto de desplomarse. Por fin, se alejó de ti, de espaldas, arrastrando los pies corno un anciano. En la puerta, se vol­vió, para decirte, con una mano en alto, como exorcizán­dote:

—Sepa que ahora la odio tanto como la amé, Flora.

¿Qué habría sido del buen Chabrié todos estos años? Nunca habías vuelto a saber de él. Tal vez había leído las Peregrinaciones de una paría y de esta manera conocido la verdadera razón por la que te serviste de esa fea treta para rechazar su amor. ¿Te habría perdonado? ¿Te odiaría todavía? ¿Cómo habría sido tu vida, Florita, si te casabas con Chabrié y te ibas a enterrar con él a Ca­lifornia, sin volver a poner los pies en Francia? Una vida tranquila y segura, sin duda. Pero, entonces, nunca habrías abierto los ojos, ni escrito libros, ni te habrías convertido en abanderada de la revolución que liberaría a las muje­res de la esclavitud y a los pobres del mundo de la explo­tación. Después de todo, hiciste bien dándole aquel tre­mendo mal rato en Arequipa, a ese santo varón.

Cuando, algo repuesta de sus males, Flora hacía sus maletas para continuar su gira rumbo a Toulon, Ben­jamin Mazel le trajo una noticia divertida. El poeta-alba­ñil Charles Ponce, que la dejó plantada con el pretexto de un viaje de descanso a Argel, nunca cruzo el Medite­rráneo. Subió al barco, sí, pero, antes de que zarpara, preso de pavor ante el riesgo de un naufragio, tuvo un ataque de nervios, con llanto y gritos, y exigió que tendieran la es­calerilla y lo desembarcaran. Los oficiales de la nave optaron por el remedio de la marina inglesa para quitar a los reclutas el miedo al mar: echarlo al agua por la borda. Muerto de verguenza, Charles Pomcy se encondió en su casita de Marsella, haciendo tiempo, para que creyeran que estaba en Argel, buscando a las musas. Un vecino lo delató y era ahora el hazmerreír de la ciudad.

- Cosas de poetas - comentó Flora.

12. ¿Quiénes somos?

Punaauia, mayo de 1898
Llegó a Papeete muy temprano, antes de que arreciara el calor. El barco-correo de San Francisco, anuncia-do la víspera, ya había entrado en la laguna y atracado. Esperó, tomando una cerveza en un bar del puerto, que aparecieran los empleados del Correo. Los vio pasar por el Quai du Commerce, en un coche tirado por un caballo cansino, y el más viejo de los carteros, Foncheval o Fonte­val --siempre te equivocabas, lo saludó con una incli­nación de cabeza. Tranquilo, sin hablar con nadie, pala­deando la cerveza en la que había invertido sus últimos centavos, esperó que los dos empleados se perdieran de vista bajo los flamboyanes y las acacias de la rue de Rivoli. Hizo tiempo calculando lo que les tomaría disponer en anaqueles y buzones los paquetes y cartas esparcidos por el suelo del pequeño local. No le dolía el tobillo. No sentía el escozor en las pantorrillas que lo tuvo desvelado, sudando frío, toda la noche. Esta vez tendrías más suerte que con el último barco, el mes pasado, Koke.

Se dirigió a la oficina de Correos despacio, sin apu­rar al pony que tiraba el cochecito. Sentía en la cabeza el lamido de un sol que en los minutos y horas siguientes se iría enardeciendo hasta alcanzar, entre dos y tres de la tarde, el extremo intolerable. La rue de Rivoli estaba semi-desierta, aunque había algunas personas en los jardines y balcones de sus grandes casas de madera. Entre la verdu­ra de los altos mangos divisó la torre de la catedral, a lo lejos. El Correo estaba abierto. Eras el primer usuario de la mañana, Koke. Los dos carteros se afanaban por orde­nar carras y paquetes, ya filiados por orden alfabético, en el mostrador de recibo.

—No hay nada para usted ---lo saludó, con gesto contrito, Foncheval o Fonteval----. Lo siento.

¿Nada? —sintió el ardor vivísimo en las panto­rrillas, la punzada del tobillo—. ¿Está usted seguro?

--Lo siento --repitió el viejo cartero, encogiéndo los hombros.

Supo inmediatamente qué debía hacer. Regresó a Punaauia sin prisa, al ritmo del caballo que tiraba de su pequeño coche a medio pagar, maldiciendo a los galeris­tas parisinos de los que no tenía noticias hacía medio año por lo menos. El próximo barco, que venía por la ruta de Sidney, no llegaría antes de un mes. ¿De qué vivirías hasta entonces, Koke? El chino Teng, dueño de la única bo­dega de Punaauia, le había cortado el crédito porque hacía dos meses no amortizaba la deuda acumulada por las conservas, el tabaco y el alcohol. Eso no era lo peor, Koke. Estabas acostumbrado a vivir debiendo a medio mundo sin por ello perder la confianza en ti mismo ni el amor a la vida. Pero, una sensación de vacío, de acabamiento, se había apoderado de ti hacía tres o cuatro días, cuando supiste que aquel cuadro enorme, cuatro metros de lado y casi dos de alto, el más grande que habías pintado nunca y el que más tiempo te tomó --varios meses--, estaba de­finitivamente terminado. Un solo retoque más lo estro­pearía. ¿No era estúpido que el mejor cuadro en tus cin­cuenta años de vida lo hubieras pintado en una arpillera que se pudriría con la humedad y las lluvias en poco tiem­po? Pensó «¿Importa que desaparezca sin que nadie lo vea? De todos modos, nadie reconocería que se trata de una obra maestra». Nadie la comprendería. ¿Cómo era po­sible que tampoco te hubiera escrito Daniel de Monfreid, ese amigo tan leal a quien hacía tres meses pediste ayuda con desesperación de ahogado?

Entró a Punaauia a eso del mediodía. Afortuna­damente, Pau'ura y el pequeño Emile no estaban en la casa. No porque ella hubiera podido estorbar sus planes, pues la chiquilla era una maorí cabal, acostumbrada a obedecer a su marido en todo lo que hiciera o quisiera, sino porque hubieras tenido que hablar con ella, contestar sus pregun­tas estúpidas y, ahora, no tenías tiempo, humor ni pacien­cia para la estupidez. Y menos para los berridos del niño. Recordó lo inteligente que era Teha'amana. Conversar con ella sí te ayudaba a capear los temporales; con Pau'u­ra, no. Subió por la cimbreante escalerilla exterior de la cabaña al dormitorio, en busca de la bolsa de polvillo de arsénico con que se frotaba las llagas de las piernas. Co­gió su sombrero de paja y el bastón al que había tallado en la empuñadura un falo tieso y, sin echar una ojeada de despedida al desorden de libros, cuadernos, ropas, postales, vasos y botellas entre los que dormitaba el gato, abandonó la casa. Ni siquiera miró su estudio, donde, estas últimas semanas, había vivido encarcelado, en estado de incan­descencia, por culpa del enorme cuadro que vampirizó toda su existencia. Pasó sin mirar junto a la escuelita ve­cina de la que salía un vocerío con carreras y se apresuró al cruzar la finca de frutales de su amigo, el ex soldado Pierre Levergos. Vadeó el riachuelo y tomó el rumbo del valle de Punaruu, que, alejándose de la costa, enfilaba ha­cia las tupidas y escarpadas montañas.

Hacía ya muchísimo calor, ese calor del verano que podía hacer perder el sentido al imprudente que se expusiera mucho rato con la cabeza descubierta a la vio­lencia del sol. En algunas de las ralas cabañas de los nati­vos oyó risas y canciones. Las fiestas del Año Nuevo, co­menzadas hacía una semana. Y, por dos veces, antes de abandonar el valle, oyó que lo saludaban («Koke», «Koke»), llamándolo con ese apodo que en realidad era la manera más aproximada que tenían los tahitianos de pronunciar su apellido. Les respondía con la mano, sin detenerse, tra­tando de apresurar el paso, lo que aumentó el escozor de las piernas y las punzadas del tobillo.

En realidad, avanzaba muy despacio, apoyándose en el bastón, cojeando, De tanto en tanto, se limpiaba el sudor de la frente con los dedos. Cincuenta años era una edad decente para morir. ¿Vendría aquella gloria póstuma en la que, en tus años jóvenes, en París, en el Finisterre, en Panamá v la Martinica, habías tenido una fe tan firme? ¿Cuando la noticia de tu muerte llegara a Francia, desper­taría la frivolidad de los parisinos una chisporroteante cu­riosidad en torno a tu obra y tu persona? ¿Ocurriría contigo lo que con el Holandés Loco luego de su suicidio? La cu­riosidad, el reconocimiento, la admiración, el olvido. No te importaba lo más mínimo.

Había comenzado a escalar la montaña por un sen­dero angosto, sombreado por una intrincada vegetación de cocoteros, mangos y árboles del pan medio sumergidos por los matorrales. Tenía que abrirse paso usando el bastón como un machete. «No me arrepiento de nada de lo que he hecho», pensó. Falso. Te arrepentías de haber contraído la enfermedad impronunciable, Koke. A medida que el sendero se empinaba, él iba más despacio. El esfuerzo lo agitaba. No era cuestión de que, precisamente ahora, te vi­niera un infarto. Tu muerte sería como la habías planeado tú, no como y cuando lo decidiera la enfermedad im­pronunciable. Andar protegido por la vegetación de las faldas de la montaña era mil veces preferible que hacerlo por el valle, bajo el fuego del cielo, ese instrumento de trepanación. Se detuvo varias veces a tomar aliento, antes de alcanzar la pequeña meseta. Había subido hasta allí meses atrás, guiado por Pauura, y apenas pisó esa explanada de tierra, sin árboles pero con multitud de helechos de todos los tamaños, desde la cual se veía el valle, la línea blanca de la costa, la laguna azulina, la luz rosada de los arrecifes de coral, y, detrás, el mar confundiéndose con el cielo, decidió: «Aquí quiero morir». Era un sitio bellísimo. Tranquilo, perfecto, virginal. Acaso el único, en todo Tahití, que se pareciera como una gota de agua al refugio que tenías en la mente, siete años atrás, en 1891, al partir de Francia rumbo a los Mares del Sur, anunciando a tus amigos que huías de la civilización europea corrompida por el becerro de oro, en busca de un mundo puro primitivo, en cuya tierra de cielos sin invierno, el arte no sería un negocio más de los mercaderes sino un quehacer vital, religioso y deportivo, y donde un artista, para comer, sólo necesitaría, como Adán y Eva en el Jardín del Edén, levantar los brazos y arrancar su alimento de los fértiles árboles. La realidad no estuvo a la altura de tus sueños, Koke.


Hasta este pequeño balcón natural colgado de la falda de la montaña ascendía, traída por una suave brisa, esa fragancia intensa, despedida por la vegetación en los meses de las lluvias, que los tahitianos llamaban noa noa.
Aspiró, con delicia, y por unos segundos se olvidó de su tobillo y de sus piernas. Se sentó en un pedazo de tierra reseca, al pie de una mata de helechos que le ocultó el cielo.
Sin emoción, sin que la mano le temblara, abrió la bolsa y se tragó todo el polvillo de arsénico, ayudándose con la saliva y haciendo unas pequeñas pausas para no atorarse.
Lamió los últimos residuos de la bolsa. Tenía un sabor terroso, ligeramente ácido. Esperó los efectos del veneno, sin miedo, sin fantasear alguna de esas truculencias que tanto
le gustaban, con distante curiosidad. Casi de inmediato, comenzó a bostezar. ¿Ibas a dormirte? ¿Pasarías de manera dulce, inconsciente, de la vida a la muerte? Tú creías que morir por veneno era dramático, dolores atroces, desga­rramientos musculares, un cataclismo en las entrañas. En vez de eso, te hundías en un mundo gaseoso y empezabas a soñar.

Soñó con la negra aquella de Panamá, en abril o mayo de 1887, de sexo rojo como un coágulo. A la puer­ta de su casucha de tablones había siempre una cola más larga que en la de las otras putas colombianas del campamento. Los trabajadores del Canal en construcción la pre­ferían a causa del «perrito», algo que Paul tardó en des-cubrir era la versión panameña, benigna, de la terrífica vagina Dentata de la mitología. La de esa negra, según los peones del Canal, no castraba a sus montadores, los mor­disqueaba con cariño y ese cosquilleo sobresaltado los hacía gozar. Curioso, hizo también la cola el día de la paga, igual que otros lamperos de su cuadrilla, pero no notó en el sexo de la negra nada de particular. Recordabas el pode­roso vaho de su cuerpo sudado, la cálida hospitalidad de su vientre, muslos y tetas. ¿Te había contagiado ella la en­fermedad impronunciable? La sospecha lo acosaba desde las fiebres voraces que casi lo matan en la Martinica. A esa negra panameña debías que se te hubiera debilitado la vista, que te fallara el corazón, que las piernas se te hubieran llenado de pústulas? Esta idea lo entristeció y. de pronto. lloraba por Aline: no la veías hacía tantos años y no la verías nunca más, pues tu hija había muerto allá en Dinamarca, arrebatada por una pulmonía, cuando era ya sin duda una bella señorita danesa que hablaría el fran­cés tan mal como Pau'ura. Ahora, tú estabas muriendo aquí, en esta islita perdida de los Mares del Sur: Tahiti-­nui. Y, entonces, soñó con su compañero y amigo Charles Laval. Lo habías conocido en la buena época de Pont-Aven y te acompañó a la Martinica y Panamá, a buscar el Paraíso. No se encontraba allí; más bien, tú y Charles se dieron de bruces con el Infierno. Charles contrajo la fie­bre amarilla y trató de matarse. Pero ¿por qué apiadarte ahora de Charles Laval, Koke? ¿No se había curado de la peste? ¿No había sobrevivido a su intento de suicidio? ¿No había regresado a Francia a contar sus hazañas como un cruzado vuelve al terruño luego de conquistar Jeru­salén? ¿No había conseguido una digna fama de pintor? Y, sobre todo, ¿no se había casado con la bella, delicada, aérea Madeleine, hermana de Émile Bernard, de la que habías estado prendado allá en Bretaña? Bruscamente, su sueño mudó en pesadilla. Se ahogaba. Algo espeso y ca­liente le subía por el esófago y le cerraba la garganta. No podías escupirlo. Estuvo mucho rato así, sufriendo, aho­gándose, removiéndose, presa de la angustia. Cuando abrió los ojos, se había vomitado encima y una fila de hormi­gas rojas desfilaba por su pecho, contorneando las man­chas del vómito.

¿Estabas vivo? Estabas vivo. Pero confuso, aturdido, avergonzado, sin fuerzas ni para levantar los brazos. Era el atardecer y, a lo lejos, presentía la última llamarada del crepúsculo. A ratos, perdía la conciencia y una galería de imágenes desfilaba por su mente. Una sobre todo, recu­rrente, sobre la cubierta del Jéróme-Napoléon. Un oficial te preguntaba: «¿Dónde le rompieron la nariz, marinero Gauguin?». «No está rota, señor, es así. Pese a mis ojos azules y a mi apellido francés, soy un Inca, señor. Mi marca es mi nariz.» Se había hecho de noche; cuando abría los ojos, veía estrellas y temblaba de frío. Se dormía, se des­pertaba, se volvía a dormir y de pronto supo con total lucidez qué título convenía al cuadro que había estado pintando estos últimos meses, después de medio año sin tocar los pinceles ni hacer un solo boceto en sus cuader­nos. Esta certeza le inyectó una seguridad tranquilizado­ra y eclipsó la vergüenza que sentía por haber fracasado también en su suicidio, como Charles Laval en el Caribe, en abril o mayo de 1887, cuando contrajo la peste. Con los primeros destellos del alba recuperó la lucidez y las fuerzas para enderezarse y ponerse de pie. Las piernas le temblaban pero no le ardían. y el tobillo no le causaba aho­ra molestia alguna. Antes de emprender el regreso, estuvo un buen rato sacándose a manotazos las hormigas rojas que ambulaban por su cuerpo. Qué frustradas se sentirían de que no murieras, Koke, qué banquete se hubieran dado con tu esqueleto podrido, pero tan terco y tan estúpido que se empeñaba en vivir.


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