Gonzalo fernández-gallardo jiménez



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CONCLUSIONES

En nuestros días el ecumenismo forma parte del común bagaje cultural y eclesial. Dentro del mundo franciscano se vive cada día más un clima de entendimiento y colaboración entre las diversas Familias Franciscanas. Los Ministros generales se reúnen con frecuencia y publican documentos conjuntos con las clarisas y los franciscanos seglares. Incluso los estudios de las fuentes franciscanas –escritos de San Francisco, primeras leyendas y biografías del santo- invitan a arrinconar un esquema interpretativo de la historia de la Orden que, de forma maniquea e interesada, clasificaba a las diversas ramificaciones que han ido surgiendo en el árbol franciscano como fieles o infieles al fundador. Siempre resulta determinante que quien se acerca a Francisco de Asís, las fuentes franciscanas o la historia de la Orden, tenga como principio el que la identidad “franciscana” es algo de naturaleza objetiva o subjetiva, es algo establecido de forma clara, precisa e inalterable, o es algo que se va descubriendo, que se ha dado, se ha vivido y se vive de manera multiforme y se redescubre por cada generación en base a la experiencia carismática de Francisco. Para superar el secular dilema entre fidelidad o infidelidad a la regla, los franciscanistas –cada uno desde su ángulo de estudio- están aportando la sugestiva idea de que hay muchas formas –no excluyentes sino complementarias- de acceder a Francisco de Asís, que las primeras leyendas sobre su vida respondieron ya entonces a diversos acercamientos a su persona, y que los ocho siglos de historia franciscana están constituidos por los múltiples intentos de dar vida al carisma franciscano422. No obstante, todavía hay quien piensa que sólo los “movimientos reformadores… parecen salvaguardar lo carismático”423.

Aunque directamente no tenga nada que ver con la intención de Lambertini y Tabarroni, creo que bien podemos afirmar que los sucesos que hemos estudiado fueron el trágico final de un largo episodio de la “eredità difficile” de Francisco de Asís. Nuestro propósito ha sido situar los acontecimientos en su contexto político y eclesial, pero resulta indudable que estamos ante el final de una lucha fratricida entre dos de las diversas ramas (familias) de la Orden franciscana en la España del siglo XVI: los Franciscanos Conventuales y los Observantes.

El clima de entendimiento y colaboración, el sentimiento común de pertenecer a una misma familia, la conciencia de saber que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa, el deseo que a veces se explicita en algunos ámbitos de caminar hacia la unificación de las órdenes franciscanas, no puede solapar los momentos amargos y tormentosos de la historia. Los individuos somos pasado, presente y futuro. Las instituciones también. Y tanto los individuos como las instituciones necesitan aceptar y asumir su pasado con toda la carga de elementos positivos y negativos. En este sentido, valoramos reflexiones como las de José García Oro cuando afirma, sobre la supresión de los Franciscanos Conventuales, que entonces “sonaron voces de alerta y disconformidad que recordaron y nos convencen aún hoy de que el planteamiento era simplificador en exceso, unidimesional”424.

Ahora, al final de nuestro estudio, teniendo en cuenta la documentación examinada y el análisis histórico realizado hasta aquí, podemos concluir y afirmar con fundamento que la supresión de los Franciscanos Conventuales en la España del siglo XVI no fue cuestión puramente religiosa, con la finalidad de corregir los excesos de una Orden demasiado relajada e infiel al carisma de su fundador (así ha presentado los hechos tradicionalmente una línea mayoritaria –y poco crítica- de la historiografía franciscana), sino que dicha supresión fue resultado de la confluencia de diversos y complejos factores políticos, sociales y religiosos: la política de Felipe II, las rivalidades internas de la Orden franciscana, las relaciones entre España y a Santa Sede…

Vamos a considerar a continuación cada uno de estos factores, recogiendo sintéticamente indicaciones dispersas de aquí y allá a lo largo de nuestro estudio.




1.- EN EL MARCO DE LA REFORMA GENERAL DE LAS ORDENES RELIGIOSAS.

La supresión de los Franciscanos Conventuales en 1567 se enmarca dentro del programa de reforma de las órdenes religiosas que, siguiendo los pasos dados por sus antecesores en la Corona, diseñó la Corte de Felipe II desde los primeros días de su reinado.

Oficialmente la “reforma” pretendía corregir las desviaciones de vida y costumbres de los frailes, por el escándalo que causaban en los fieles425: se tenían que ajustar a lo que ordenaban sus reglas y constituciones, de modo que fuesen ejemplo para el pueblo cristiano y agentes de evangelización.

Este motivo, que había llevado desde hacía más de un siglo a “sacralizar” la palabra “observancia” y que encajaba perfectamente con el estilo rigorista que se consolidó en Trento, se encontró rodeado de otros que, en ocasiones como la que hemos estudiado, acabaron siendo los verdaderos móviles y motores de la reforma. Es más, la “reforma” fue, en determinados casos, la tapadera de algunos objetivos menos nobles. Sabemos que en muchas ocasiones se tomaron iniciativas de reforma sin conocer la situación concreta en que se encontraban los conventos426. Se partía, pues, de una idea previa de reorganización y control de la vida religiosa que, de hecho, importaba más que la observancia de los consejos evangélicos. Y lo mismo podemos decir sobre el que se comenzase por los Franciscanos Conventuales, cuando, por ejemplo, de los Terciarios Regulares se afirmaba que “en su vida y modo de proceder (eran) mucho más discolos y dristrydos que los claustrales”427. Si era así, lo lógico hubiera sido comenzar por ellos.

La necesidad de reforma de las órdenes religiosas era moneda de uso común428. Era una idea generalizada. Hombres como Juan de Ávila incidían sobre su gran necesidad: “Aunque en muchas de ellas, o en todas, nunca falten algunos varones verdaderamente religiosos y tales cuales se puedan desear, mas la comunidad de ellos no sólo ha descrecido de aquel primer hervor con que comenzó, mas ha caido en estado muy laxo, diferente de su principio”429. Tenemos, pues, que situarnos dentro de ese ambiente, que venía de lejos, sobre la necesidad de reformar, especialmente en el ámbito de la reforma que propició el Concilio de Trento y todavía, estrechando más el círculo, dentro de la reforma de la vida religiosa que capitaneó la Corte española de Felipe II; de todos modos, no conviene olvidar que aquí estamos no ante la reforma de una Orden, sino ante su supresión. Las reformas normalmente consistían en una visita por parte de quien era autorizado para examinar el cumplimiento de la normativa vigente en el convento, y después establecía nuevas normas, si era el caso, o exhortaba a un más fiel cumplimiento; a veces se daba el cambio de individuos de un convento a otro o de los responsables de algún cargo u oficio. Una supresión es algo muy distinto, y difícilmente se podía ajustar a derecho, tal y como se encargó de demostrar y divulgar el doctor Navarro, y tal y como el mismo franciscano observante Francisco de Pacheco pensaba, si bien al hablar de otras órdenes, que era “cosa de concilio”.

Las órdenes religiosas necesitaban una reforma, los Franciscanos Conventuales como parte de la Vida Religiosa de aquel momento, también, pero, con la escusa de la reforma, lo que se hizo fue una reorganización de las órdenes que para los Franciscanos Conventuales supuso su extinción en los territorios de la Monarquía hispánica. Henry Kamen afirma que “probablemente sea inapropiado usar el término ‘reforma’… lo que tuvo lugar fue un intento de restructurar las órdenes religiosas aboliendo las órdenes y monasterios menores, y entregándolos a los mayores”430.

Frente a ese cariz político, un hombre como Ignacio de Loyola intuía que la reforma de una orden religiosa debía recorrer el camino de –en palabras de Tellechea-“ganar las voluntades, hacer amigos, demostrar que se busca el bien y honra del monasterio,…ir resolviendo paso a paso las dificultades,…no perder el ánimo ni enojarse, no usar mediadas coercitivas”431.



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