Gregorio no entró, pues, en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los demás. Entre tanto el día había aclarado. Al otro lado de la calle se distinguía claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e interminable —era un hospital—, con sus ventanas regulares que rompían duramente la fachada. Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el padre el desayuno era la comida principal del día, que prolongaba durante horas con la lectura de diversos periódicos. Justamente en la pared de enfrente había una fotografía de Gregorio, de la época de su servicio militar, que le representaba con uniforme de teniente, con la mano sobre la espada, sonriendo despreocupadamente, como exigiendo respeto para su actitud y su uniforme. La puerta del vestíbulo estaba abierta y se podía ver el rellano de la escalera y el comienzo de la misma, que conducía hacia abajo.
—Bueno —dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que había conservado la tranquilidad—, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado, ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar. Viajar es fatigoso, pero no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén? ¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede uno ser incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él, aunque no me lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén! Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal. Sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe, que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la razón.
Pero el apoderado ya se había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y lo miraba por encima del hombro, convulsivamente agitado y con un gesto de asco en los labios. Mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un momento, sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, muy lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregorio comprendió que de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén. Los padres no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este almacén para el resto de su vida, y además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tranquilizado, persuadido y, finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de su familia dependía de ello! ¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista. Ya había llorado cuando Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella. Ella habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de movimiento y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma grotesca, se agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano. Pero, buscando algo en que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo, obedecían a la perfección, como advirtió con alegría. Incluso intentaban transportarle hacia donde él quería, dándole la sensación a Gregorio de que el alivio definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance. Pero en el mismo momento en que, a causa del movimiento reprimido, se balanceaba a ras de suelo, no lejos de su madre, ésta, a pesar de que parecía completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba, con los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:
—¡Socorro, por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio; pero, en contradicción con ello, se desplomó hacia atrás, cayendo inerte sobre la mesa, y no habiendo recordado que estaba aún puesta, quedó sentada en ella, sin darse cuenta de que el café chorreaba de la cafetera volcada, derramándose en un punto fijo de la alfombra.
—¡Madre, madre! —murmuró Gregorio mirándola de abajo a arriba. Por un momento había olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al vacío.
Al verlo la madre gritó nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se encontraba ya en la escalera y, con la barbilla sobre la barandilla, dirigía una última mirada a aquella escena. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor rapidez posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios escalones y desapareció, lanzando aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del todo al padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán, tomó con la mano izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro con las manos.
Entre la calle y la escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las cortinas de las ventanas volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia atrás, lo hacía realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor rapidez posible, aunque en realidad lo hacía con una gran lentitud. Quizá advirtió el padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en que Gregorio tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible. Tampoco hubiera permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregorio para incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno. Gregorio sentía tras de sí una voz que parecía imposible fuese la de su padre; ahora ya no había que andarse con bromas. Gregorio, pasase lo que pasase, se apretujó en el marco de la puerta. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el umbral, con su costado completamente deshecho. En la puerta blanca quedaron marcadas unas manchas desagradables. Pronto se quedó allí atascado, totalmente incapaz por sí solo de realizar cualquier movimiento. Las patitas de uno de los lados estaban colgadas en el aire y temblaban, las del otro permanecían aplastadas dolorosamente contra el suelo.
Entonces el padre le dio por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico alivio y que lo precipitó dentro del cuarto, sangrando en abundancia. Luego, la puerta fue cerrada con el bastón, y todo retornó por fin a la calma.
19. a. ERNEST HEMINGWAY: El viejo y el mar.
«Capítulo I»
Era un viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro días que no cogía un pez. En los primeros cuarenta días había tenido consigo a un muchacho. Pero después de cuarenta días sin haber pescado, los padres del muchacho le habían dicho que el viejo estaba definitiva y rematadamente salao, lo cual era la peor forma de la mala suerte, y por orden de sus padres el muchacho había salido en otro bote que cogió tres buenos peces la primera semana. Entristecía al muchacho ver al viejo regresar todos los días con su bote vacío, y siempre bajaba a ayudarle a cargar los rollos de sedal o el bichero y el arpón y la vela arrollada al mástil. La vela estaba remendada con sacos de harina y, arrollada, parecía una bandera en permanente derrota.
El viejo era flaco y desgarbado, con arrugas profundas en la parte posterior del cuello. Las pardas manchas del benigno cáncer de la piel que el sol produce con sus reflejos en el mar tropical estaban en sus mejillas. Estas pecas corrían por los lados de su cara hasta bastante abajo y sus manos tenían las hondas cicatrices que causa la manipulación de las cuerdas cuando sujetan los grandes peces. Pero ninguna de estas cicatrices era reciente. Eran tan viejas como las erosiones de un árido desierto.
Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.
—Santiago —le dijo el muchacho trepando por la orilla desde donde quedaba varado el bote—. Yo podría volver con usted. Hemos hecho algún dinero.
El viejo había enseñado al muchacho a pescar y el muchacho le tenía cariño.
—No —dijo el viejo—. Tú sales en un bote que tiene buena suerte. Sigue con ellos.
—Pero recuerde que una vez llevaba ochenta y siete días sin pescar nada y luego cogimos peces grandes todos los días durante tres semanas.
—Lo recuerdo —dijo el viejo—. Y yo sé que no me dejaste porque hubieses perdido la esperanza.
—Fue papá quien me obligó. Soy un chiquillo y tengo que obedecerle.
—Lo sé —dijo el viejo—. Es completamente normal.
—Papá no tiene mucha fe.
—No. Pero nosotros sí, ¿verdad?
—Sí —dijo el muchacho— ¿Me permite invitarle a una cerveza en la Terraza? Luego llevaremos las cosas a casa.
—¿ Por qué no? —dijo el viejo—. Entre pescadores.
Se sentaron en la terraza. Muchos de los pescadores se reían del viejo, pero él no se molestaba. Otros, entre los más viejos, lo miraban y se ponían tristes. Pero no lo manifestaban y se referían cortésmente a la corriente y a las hondonadas donde habían tendido sus sedales, al continuo buen tiempo y a lo que habían visto. Los pescadores que aquel día habían tenido éxito habían llegado y habían limpiado sus agujas y las llevaban tendidas sobre dos tablas, dos hombres tambaleándose al extremo de cada tabla, a la pescadería, donde esperaba a que el camión del hielo las llevara al mercado, a La Habana. Los que habían pescado tiburones los habían llevado a la factoría de tiburones, al otro lado de la ensenada, donde eran izados en aparejos de polea; les sacaban los hígados, les cortaban las aletas y los desollaban y cortaban su carne en trozos para salarla.
19. b. JOHN DOS PASSOS: Manhattan Transfer, «II. METRÓPOLI».
Los faroles de gas oscilan un momento en las calles moradas de frío, luego se apagan en un amanecer lívido. Gus McNiel, con los ojos todavía pegados de sueño, marcha al lado de su carro, balanceando una cesta de rejilla, llena de botes de leche. Para en las puertas, recoge las botellas vacías, sube las escaleras heladas, deja los cuartillos de leche, calidad A o calidad B, mientras tras las cornisas, los tanques de agua, los caballetes de los tejados, las chimeneas, el cielo se tiñe de rosa y amarillo. Las pisadas comienzan a oscurecer el pavimento escarchado. Un camión de cerveza retumba calle abajo.
—¿Cómo va, Moike? Vaya fresquito, ¿eh? —grita Gus McNiel a un guardia que se frota los brazos en la esquina de la Octava Avenida.
—¿Qué hay, Gus? ¿Siguen las vacas dando leche?
Ya es completamente de día cuando al fin, golpeando con las riendas el raído trasero de su caballo capón, emprende el regreso a la lechería. A sus espaldas brincan en el carro las botellas vacías. En la Novena Avenida un tren pasa disparado por lo alto, en dirección al centro, arrastrado por una maquinilla verde que lanza burbujas blancas, densas como algodón, a disolverse en el aire crudo, entre rígidas casas de negras ventanas. Los primeros rayos del sol hacen resaltar el dorado letrero de
DANIEL McGILLYCUDDY, VINOS Y LICORES
en la esquina de la Décima Avenida. Gus McNiel tiene la lengua seca, y el alba le da un gusto salado. Un buen vaso de cerveza le entona a uno en una mañana como ésta. Enrolla las riendas al látigo y salta por encima de la rueda. Sus pies ateridos le duelen al chocar contra el pavimento.
Pateando para que le vuelva la sangre a los dedos, franquea la portezuela.
—Que el diablo me lleve si no es el lechero que nos trae una pinta de crema para el café.
Gus escupe en la recién lustrada escupidera, junto al mostrador.
—Chico, tengo sed…
—Apuesto que has bebido mucha leche otra vez, Gus —rugió el dueño del bar con su cara cuadrada de filete.
El local huele a lustre y a serrín fresco. A través de una ventana abierta un rojo rayo de sol acaricia las nalgas de una mujer desnuda, que quieta como un huevo duro sobre un plato de espinacas, aparece reclinada en un cuadro de marco dorado, detrás del mostrador.
—Bueno, Gus, ¿qué te apetece una mañana fría como ésta?
—Cerveza basta, Mac.
La espuma sube en el vaso, tiembla, se derrama. El dueño roza los bordes con una paleta de madera, deja que la espuma se asiente un instante, luego pone otra vez el vaso bajo la espita poco abierta. Gus se instala confortablemente apoyando los talones en la barra de latón.
—¿Y cómo va el trabajo?
Gus despacha su vaso de cerveza y levanta hasta el cuello la mano, antes de limpiarse la boca con ella.
—Estoy hasta aquí… Lo que voy a hacer es irme al Oeste, comprar un terreno en North Dakota, o en cualquier sitio por allá, y plantar trigo… Yo me las arreglo bien en una granja… Esta vida de las ciudades no vale para nada.
—¿Cómo lo tomará Nellie?
—No se avendrá muy bien al principio, le gustarán las comodidades de la casa, sus costumbres, pero creo que en cuanto se vea allá… Ésta no es vida ni para ella ni para mí.
—Tienes razón. Esta ciudad está acabada… Yo y la señora venderemos esto el mejor día; pronto, me parece. Si pudiéramos comprar un «restaurante chique» en el centro o un merendero, eso sí que nos vendría al pelo. Ya le he echado el ojo a una finquita por cerca de Bronxville, a distancia razonable. —Apretando meditativamente la barbilla en un puño como un mazo, prosiguió—: Yo estoy harto de tener que andar a porrazos con esos malditos borrachos todas las noches. ¡Qué caramba, yo no he dejado el ring para seguir boxeando! Justamente anoche, dos tíos empezaron a darse golpes y yo tuve que habérmelas con ellos para despejar el local… Ya estoy cansado de pelear con todos los beodos de la Décima Avenida… Toma algo por cuenta de la casa.
—Temo que Nellie me lo va a notar por el olor.
—Bah, no te preocupes… Nellie debe estar acostumbrada a que se beba un poquito. A su padre bien le gusta.
—En serio, Mac, no me he emborrachado desde que me casé.
—Haces bien. Es realmente un encanto de mujer, Nellie; vaya si lo es. Aquellos ricitos suyos son para volver loco a cualquiera.
La segunda cerveza lleva un acre torrente de espuma hasta las puntas de sus dedos. Gus, riendo, se da una palmada en el muslo.
—Es una perla, eso es lo que es, Gus; tan señorita y demás.
—Bueno, creo que me voy a verla.
—Qué tío de suerte, volverte a casa a acostarte con tu mujer, cuando todos empezamos a trabajar.
La cara de Gus se puso más roja. Los oídos le palpitaban.
—A veces me la encuentro en la cama aún… Hasta la vista, Mac.
Gus sale a la calle. La mañana está triste y fría. Nubes de plomo pesan sobre la ciudad.
—Arre, saco de huesos —dice Gus dando un tirón de la rienda.
La Undécima Avenida está cubierta de un polvo helado. Chirrían las ruedas, martillean los cascos en los adoquines. Por la vía férrea llega el tin-tan de la campana de la locomotora de un tren de mercancías que entra en agujas. Gus está en la cama con su mujer, hablándole dulcemente: «Mira, Nellie, no te importará que nos vayamos al Oeste, ¿verdad? He hecho una instancia pidiendo un terreno en North Dakota, tierra negra donde podremos hacer un montón de dinero con el trigo. Hay tipos que se han hecho ricos con cinco buenas cosechas… Y es mejor para los dos porque también…» «Hola, Moike.» Aún está ahí el pobre Moike, en su puesto. Mal negocio ser guardia con este frío. Más vale cultivar trigo y tener una buena granja, con graneros, y cerdos, y caballos, y vacas, y gallinas… Nellie tan bonita con su pelo rizado, dando de comer a las gallinas a la puerta de la cocina…
—¡Eh, caramba!... —le grita uno desde la acera—. ¡Cuidado con el tren!
Una boca que grita bajo una gorra de visera, una bandera verde que ondea. «¡Dios mío, estoy en la vía!» De un brusco tirón hace volver la cabeza al caballo. Un topetazo destroza el carro. Los vagones, el caballo, la bandera verde, las casas rojas, todo voltejea y se hunde en las tinieblas.
20 .a. EUGÈNE IONESCO: La cantante calva, «Escena I».
Interior burgués inglés, con sillones ingleses. Velada inglesa. El SEÑOR SMITH, inglés, en su sillón y con sus zapatillas inglesas, fuma su pipa inglesa y lee un diario inglés, junto a una chimenea inglesa. Tiene anteojos ingleses y un bigotito gris inglés. A su lado, en otro sillón inglés, la SEÑORA SMITH, inglesa, remienda unos calcetines ingleses. Un largo momento de silencio inglés. El reloj de chimenea inglés hace oír diecisiete toques ingleses.
SRA. SMITH: ¡Vaya, son las nueve! Hemos comido sopa, pescado, patatas con tocino, y ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien esta noche. Eso es porque vivimos en los suburbios de Londres y nos apellidamos Smith.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Las patatas están muy bien con tocino, y el aceite de la ensalada no estaba rancio. El aceite del almacenero de la esquina es de mucho mejor calidad que el aceite del almacenero de enfrente, y también mejor que el aceite del almacenero del final de la cuesta. Pero con ello no quiero decir que el aceite de aquéllos sea malo.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Sin embargo, el aceite del almacenero de la esquina sigue siendo el mejor.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Esta vez Mary ha cocido bien las patatas. La vez anterior no las había cocido bien. A mí no me gustan sino cuando están bien cocidas.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: El pescado era fresco. Me he chupado los dedos. Lo he repetido dos veces. No, tres veces. Eso me hace ir al retrete. Tú también has comido tres raciones. Sin embargo, la tercera vez has tomado menos que las dos primeras, en tanto que yo he tomado mucho más. Esta noche he comido mejor que tú. ¿Cómo es eso? Ordinariamente eres tú quien come más. No es el apetito lo que te falta.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: No obstante, la sopa estaba quizás un poco demasiado salada. Tenía más sal que tú. ¡Ja, ja! Tenía también demasiados puerros y no las cebollas suficientes. Lamento no haberle aconsejado a Mary que le añadiera un poco de anís estrellado. La próxima vez me ocuparé de ello.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: Nuestro rapazuelo habría querido beber cerveza, le gustaría beberla a grandes tragos, pues se te parece. ¿Has visto cómo en la mesa tenía la vista fija en la botella? Pero yo vertí en su vaso agua de la garrafa. Tenía sed y la bebió. Elena se parece a mí: es buena mujer de su casa, económica, y toca el piano. Nunca pide de beber cerveza inglesa. Es como nuestra hijita, que sólo bebe leche y no come más que gachas. Se ve que sólo tiene dos años. Se llama Peggy. La tarta de membrillo y de fríjoles estaba formidable. Tal vez habría estado bien beber, en el postre, un vasito de vino de Borgoña australiano, pero no he llevado el vino a la mesa para no dar a los niños un mal ejemplo de gula. Hay que enseñarles a ser sobrios y mesurados en la vida.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: La señora Parker conoce un almacenero rumano, llamado Popesco Rosenfeld, que acaba de llegar de Constantinopla. Es un gran especialista en yogurt. Posee diploma de la escuela de fabricantes de yogurt de Andrinópolis. Mañana iré a comprarle una gran olla de yogurt rumano folklórico. No hay con frecuencia cosas como ésa aquí, en los alrededores de Londres.
(El SR. SMITH continuando su lectura, chasquea la lengua).
SRA. SMITH: El yogurt es excelente para el estómago, los riñones, el apéndice y la apoteosis. Eso es lo que me dijo el doctor Mackenzie-King, que atiende a los niños de nuestros vecinos, los Johns. Es un buen médico. Se puede tener confianza en él. Nunca recomienda más medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de operar a Parker se hizo operar el hígado sin estar enfermo.
SR. SMITH: Pero, entonces, ¿cómo es posible que el doctor saliera bien de la operación y Parker muriera a consecuencia de ella?
SRA. SMITH: Porque la operación dio buen resultado en el caso del doctor y no en el de Parker.
SR. SMITH: Entonces Mackenzie no es un buen médico. La operación habría debido dar buen resultado en los dos o los dos habrían debido morir.
SRA. SMITH:¿Por qué?
SR. SMITH: Un médico concienzudo debe morir con el enfermo si no pueden curarse juntos. El capitán de un barco perece con el barco, en el agua. No le sobrevive.
SRA. SMITH: No se puede comparar a un enfermo con un barco.
SR. SMITH: ¿Por qué no? El barco tiene también sus enfermedades; además tu doctor es tan sano como un barco; también por eso debía perecer al mismo tiempo que el enfermo, como el doctor y su barco.
SRA. SMITH: ¡Ah! ¡No había pensado en eso!... Tal vez sea justo... Entonces, ¿cuál es tu conclusión?
SR. SMITH: Que todos los doctores no son más que charlatanes. Y también todos los enfermos. Sólo la marina es honrada en Inglaterra.
SRA. SMITH: Pero no los marinos.
SR. SMITH: Naturalmente.
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