Mujeres enamoradas



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-Si no fueses una estúpida, si no fuese una estúpi­da, si solamente no fueses una estúpida -gritó él con amarga desesperación-, verías que uno puede ser de. cente aun cuando haya estado equivocado. Yo estuve equivocado yendo todos esos años con Hermione..., fue un proceso mortífero. Pero, después de todo, uno puede tener un poquito de decencia humana. Pero no, tú ras­garías mi alma con tus celos ante la mera mención del nombre de Hermione.

-¡Yo celosa! ¡Yo... celosa! Estás equivocado si pien­sas eso. No tengo ningunos celos de Hermione, ella no es nada para mí, no es eso -y Ursula chasqueó los dedos-. No, eres tú el mentiroso. Tú el que tiene que volver como un perro a su vómito. Lo que odio es lo que Hermione representa. Lo odio. Son mentiras, es falso, es muerte. Pero tú lo deseas, no puedes evitarlo, no puedes evitar desearlo. Perteneces a ese modo viejo y mortífero de vida..., vete entonces con él de vuelta. Pero no vengas a mí, porque yo no tengo nada que ver con él.

Y en la tensión de su emoción violenta se bajó del coche y fue hacia un seto, cogiendo inconscientemente algunas bayas color rosa carne, de las cuales algunas estaban abiertas mostrando semillas naranja.

-Ah, eres una estúpida -exclamó él amargamente, con algún desprecio.

-Sí, lo soy. Soy una estúpida gracias a Dios. Soy demasiado estúpida para tragarme tu inteligencia. Ala­bado sea Dios, vete con tus mujeres. ., vete con ellas..., son de tu especie.. , siempre has tenido una ristra de ellas siguiéndote... y siempre la tendrás. Vete con tus novias espirituales... pero no vengas también conmigo, porque no voy a tragar nada, gracias. No estás satisfe­cho, ¿verdad? Tus novias espirituales no pueden darte lo que deseas, no son vulgares y lo bastante carnosas para ti, ¿verdad? Así que vienes a mí ¡y las mantienes a ellas en el fondo! Te casarás conmigo para uso coti­diano. Pero seguirás estando bien provisto de novias es­pirituales por el fondo. Conozco tu jueguecito sucio.

De repente una llama inflamó a Ursula y se puso a patalear locamente sobre el camino, y él se retrajo, te­meroso de ser golpeado por ella.

-¡Y yo, yo no soy lo bastante espiritual, no soy tan espiritual como es Hermione...!

Tenía el ceño fruncido y sus ojos lanzaban destellos como los de un tigre.

-Vete entonces con ella, eso es todo lo que digo; vete con ella, vete. ¡Ja, ella espiritual..., espiritual ella! Una sucia materialista como ella. ¿Ella espiritual? ¿De qué se cuida ella, cuál es su espiritualidad? ¿Cuál es?

Su furia parecía derramarse hacia el exterior y que­marle a él el rostro. Se apocó un poco.

-Te digo que es porquería, porquería, y nada sino porquería. Y es porquería lo que deseas, lo que ansías. ¡Espiritual! ¿Es espiritual su imposición, su desprecio, su materialismo sórdido? Y todo tan sórdido. ¿En qué termina con toda su pasión social, como tú la llamas? Pasión social..., ¿qué pasión social tiene ella?..., ¡mués­tramela!..., ¿dónde está? Ella desea un poder petulante inmediato, desea la ilusión de ser una gran mujer, eso es todo. En su alma es una descreída diabólica, vulgar como el polvo. Eso es lo que es en el fondo. Y todo el resto son pretensiones.., pero a ti te encanta. Te en­canta la espiritualidad fingida, es tu alimento. ¿Y por qué? Debido a la porquería que hay debajo. ¿Piensas que no conozco la inmundicia de tu vida sexual... y la suya...? Sí lo sé. Y es esa inmundicia la que tú deseas, mentiroso. Tenla entonces, tenla. Eres tal mentiroso.

Se apartó, rasgando espasmódicamente las ramitas con bayas del seto, sujetándoselas en el busto de su i abrigo con dedos vibrantes. El contemplaba en silencio. Ardía en él una maravillosa ternura viendo sus dedos temblorosos, tan sensibles..., y al mismo tiempo esta- ! ba lleno de rabia y dureza.

-Esto es una exhibición degradante -dijo tranqui­lamente.

-Sí, desde luego que degradante -dijo ella-. Pero más para mí que para ti.

-Puesto que elijes degradarte a ti misma -dijo él.

Una vez más apareció el relámpago sobre el rostro de ella, las luces amarillas se concentraron en sus ojos.

-¡Tú! -gritó ella-. ¡Tú amante de la verdad! ¡Tra­ficante de pureza! Hiede, hieden tu verdad y tu pureza. Hiede a la basura que comes, perro carroñero, devo­rador de cadáveres. Eres inmundo, inmundo..., y debes saberlo. Tu pureza, tu candor, tu bondad..., sí, gracias, ya hemos visto algo. Eres una cosa inmunda, mortífe­ra, obscena; eso es lo que eres, obsceno y perverso. ¡Tú y el amor! Bien puedes decir que no deseas amor. No, tú te deseas a ti mismo, y a la porquería, y a la muerte...; eso es lo que tú deseas. Eres tan perverso, tan carroñero. Y entonces...

-Viene una bicicleta -dijo él, estremeciéndose bajo su sonora denuncia.

Ella miró la carretera.

-No me importa -exclamó.

Sin embargo, se calló. El ciclista, tras escuchar las voces sonoras del altercado, miró con curiosidad al hombre y a la mujer cuando pasó.

-... tardes -dijo alegremente.

-Buenas tardes -replicó fríamente Birkin.

Quedaron silenciosos a medida que el hombre fue alejándose.

Una mirada más clara apareció sobre el rostro de Birkin. Sabía que ella estaba para lo fundamental en lo cierto. Sabía que era perverso, tan espiritual por una parte y de un modo extraño degradado por la otra. Pero ¿era mejor ella? ¿Era alguien mejor?

-Puede ser verdad todo: mentiras, hedor y lo de­más -dijo él-. Pero la intimidad espiritual de Hermione no es más podrida que tu intimidad celoso-emo­cional. Uno puede ocultar las vergüenzas, incluso de los enemigos propios, por uno mismo. Hermione es mi enemigo... ¡hasta su último aliento! Esa es la razón de que deba borrarla del campo.

-¡Tú! ¡Tú y tus enemigos! ¡Bonito retrato haces de ti mismo! Pero sólo te incluye a ti. ¡Yo celosa! ¡Yo! Lo que digo -su voz se inflamó- lo digo porque es verdad, porque tú eres tú, un inmundo y falso menti­roso, un sepulcro blanqueado. Por eso lo digo. Y tú lo oyes.

-Y estate agradecido -añadió él con una mueca satírica.

-Sí -exclamó ella-, y estate agradecido si te que­da una chispa de decencia.

-Aunque no tenga una chispa de decencia... -re­puso él.

-No -exclamó ella-, no tienes siquiera una chispa. Por lo cual sigue tu camino, que yo seguiré el mío. No sirve de nada, ni para lo más mínimo. Así que pue­des dejarme ahora, no deseo ir a ningún otro lugar con­tigo..., déjame...

-No sabes siquiera dónde estás -dijo él.

-¡Oh, no te preocupes, te aseguro que no me pasa­rá nada. Tengo diez chelines en el bolso, y eso me de­volverá a casa desde cualquier lugar donde tú hayas podido llevarme.

Ursula vaciló. Los anillos seguían en sus dedos, dos en el meñique y uno en el anular. Seguía vacilando.

-Muy bien -dijo él-. Lo único desalentador es un estúpido.

-Tienes mucha razón -dijo ella.

Pero seguía vacilando. Luego invadió su rostro un gesto feo, malévolo, se arrancó los anillos de los dedos y se los tiró. Uno tocó su rostro, los otros golpearon


contra su chaqueta y se desparramaron por el barro.

-Y coge tus anillos -dijo- y cómprate una mujer en otra parte.... muchas encontrarás bastante contentas de compartir tu misa espiritual... o para tener tu misa física, dejándole tu misa espiritual a Hermione.

Tras lo cual se alejó sin meta fija, caminando por la carretera. El quedó inmóvil, contemplando su cami­nar hosco y más bien feo. Cogía y arrancaba hoscamen­te ramitas del seto según iba pasando. Fue haciéndose más pequeña, pareció desvanecerse. Una oscuridad se apoderó de la mente de él. Sólo flotaba cerca un pe­queño destello mecánico de conciencia.

Se sintió cansado y débil. Sin embargo, se sentía ali­viado. Abandonaba su vieja posición. Fue y se sentó sobre la cuneta. Ursula estaba indudablemente en lo cierto. Era realmente cierto lo que decía. Sabía que su espiritualidad era concomitante de un proceso de de­pravación, una especie de placer en la autodestrucción. Había realmente cierto estímulo para él en la autodestrucción..., especialmente cuando se traducía espiritual­mente. Pero entonces él lo sabía..., lo sabía y estaba concluido. ¿No era el camino de intimidad emocional y física de Ursula tan peligroso como la intimidad espi­ritual abstracta de Hermione? Fusión, fusión, esa horri­ble fusión de dos seres sobre la cual insistían todas las mujeres y la mayoría de los hombres ¿no era nausea­bunda y horrible en cualquier caso, tanto si era una fusión del espíritu como si lo era del cuerpo emocio­nal? Hermione se veía como la Idea perfecta, a la cual debían acudir todos los hombres; y Ursula era el Utero perfecto, el baño natal al que deberían acudir todos los hombres también. Y ambas eran horribles. ¿Por qué no podían permanecer como individuos, limitadas por sus propios límites? ¿Por qué esa horrible omnicomprensión, esa odiosa tiranía? ¿Por qué no dejar libre al otro ser, por qué intentar absorber, fundirse o mezclarse? Uno debería abandonarse radicalmente a los moremos, pero no a ningún otro ser.

No podía soportar ver los anillos yaciendo sobre el barro pálido del camino. Los recogió y los limpió in­conscientemente con las manos. Eran los pequeños sig­nos de la realidad de la belleza, la realidad de felicidad en creación cálida. Pero le pusieron las manos todas sucias y arenosas.

Había una oscuridad sobre su mente. El terrible nudo de conciencia que había persistido allí como una obse­sión estaba roto, desaparecido. Su vida se había disuelto en oscuridad sobre sus miembros y su cuerpo. Pero había ahora un punto de ansiedad en su corazón. De­seaba que ella volviese. Respiraba leve y regularmente, como un niño que respira inocentemente, más allá del toque de responsabilidad.

Ella estaba volviendo. Vio que se movía sin rumbo fijo bajo el alto seto, avanzando lentamente hacia él. El no se movió ni miró de nuevo. Estaba como dormi­do, en paz, dormitando y profundamente relajado.

Ella se aproximó hasta quedar delante de él, con la cabeza adelantada.

-Mira qué flor te encontré -dijo mientras sujetaba con aire de remordimiento un trozo de brezo con los pequeños frutos redondos rojo púrpura bajo el rostro de él. Birkin vio el manojo de campanillas coloreadas y la rama minúscula semejante a un árbol: también las manos de ella, con su piel superfina, supersensible.

-¡Bonita! -dijo él mirándola con una sonrisa mien­tras tomaba la flor. Todo había vuelto a ser simple de nuevo, bastante simple, la complejidad había desapare­cido. Pero deseaba mucho llorar: si no fuese porque estaba fatigado y aburrido por la emoción.

Entonces llenó su corazón una pasión caliente de ternura. Se levantó y miró el rostro de ella. Era nuevo y -oh- tan delicado en su asombro luminoso y su miedo. Puso los brazos alrededor de ella, y ella ocultó el rostro en su hombro.

Era paz, sencillamente paz, mientras él permanecía abrazándola tranquilamente allí, en el sendero abierto. Era paz al fin. El viejo y detestable mundo de tensión había desaparecido al fin, su alma era fuerte y estaba a gusto.

Ella le miró. La maravillosa luz amarilla de sus ojos era suave y rendida ahora, estaban en paz el uno con el otro. El la besó suavemente, muchas, muchas veces. Una risa apareció en los ojos de ella.

-¿Me excedí? -preguntó.

El sonrió también, tomando la mano de ella, que era tan suave y entregada.

-No te preocupes -dijo ella-,,no hay mal que por bien no venga.

El volvió a besarla suavemente muchas veces.

-¿No es así? -dijo ella.

-Desde luego -repuso él-. ¡Espera! Quiero que me devuelvan lo mío.

Ella rió súbitamente con algo salvaje en la voz y lan­zó sus brazos a rodearle.

-Eres mío, mi amor, ¿verdad? -exclamó apretán­dole.

-Sí -dijo él suavemente.

Su voz era tan suave y definitiva, ella quedó muy inmóvil, como si estuviese bajo un destino que se hu­biera apoderado de ella. Sí, tuvo aquiescencia..., pero se cumplió sin su aquiescencia. El la 'besaba serena, repetidamente, con una felicidad suave, fija, que casi hizo detenerse el corazón de ella.

-¡Mi amor! -exclamó ella levantando el rostro y mirando con un asombro asustado y gentil de encanta. miento.

¿Era todo eso real? Pero los ojos de él eran hermo­sos y suaves e inmunes ante el agotamiento o la exci­tación, hermosos y sonriéndole levemente, sonriendo con ella. Ella ocultó el rostro sobre su hombro, escondiéndose delante de él porque estaba completamente ex­puesta. Sabía que él la amaba, y tenía miedo; estaba en un elemento extraño, rodeada por un nuevo cielo. Deseaba que él fuese apasionado, porque en la pasión ella estaba en su terreno. Pero esto era tan fijo y frágil como el espacio es más asustador que la fuerza.

De nuevo levantó su cabeza rápidamente.

-¿Me amas? -dijo ella deprisa, impulsivamente.

-Sí -repuso él, interesado únicamente por la inmo­vilidad de ella, no por su movimiento.

Ella sabía que era verdad. Se separó.

-Como debe ser -dijo volviéndose para mirar el camino-. ¿Encontraste los anillos?

-Sí.

-¿Dónde están?



-En mi bolsillo.

Ella le metió la mano entonces en el bolsillo y los sacó.

Estaba inquieta.

-¿Nos vamos? -dijo ella.

-Sí -repuso él.

Y montaron en el coche una vez más, dejando tras ellos este memorable campo de batalla.

Se deslizaron a través de la tarde salvaje y avanzada con un impulso hermoso que era jovial y trascendente. La mente de él estaba dulcemente cómoda, la vida fluía por él como a través de alguna fuente nueva; él se sen­tía como nacido del calambre de un útero.

-¿Eres feliz? -preguntó ella con su manera extra­ña, encantada.

-Sí -dijo él.

-Yo también -exclamó ella en éxtasis súbito, ro­deándole con sus brazos y apretándose violentamente contra él mientras dirigía el coche.

-No conduzcas mucho más -dijo ella-. No deseo que estés haciendo siempre algo.

-No -dijo él-. Terminaremos este viajecito y lue­go estaremos libres.

-Lo estaremos, mi amor, lo estaremos -exclamó ella encantada, besándole cuando él volvió el rostro hacia ella.

El condujo en una extraña vigilia nueva, rota la tensión de su conciencia. Parecía ser consciente en toda su superficie; todo su cuerpo estaba despierto con una atención simple, con un tenue resplandor, como si aca­base de despertarse, como una cosa que ha nacido, como un pájaro cuando sale de un huevo a un nuevo universo.

Bajaron una larga colina en el ocaso, y de repente Ursula reconoció a mano derecha, tras la hondonada, la forma de Southwell Minster.

-¡Henos aquí! -exclamó ella con placer.

La catedral rígida, sombría, fea, se aposentaba bajo la tiniebla de la venidera noche mientras penetraron en la ciudad estrecha, reflejándose las luces doradas como losas de revelación en los escaparates de las tiendas.

-Padre vino aquí con madre -dijo ella- cuando se conocieron por primera vez. A él le encanta..., le encanta Minster. ¿Y a ti?

-Sí. Parecen cristales de cuarzo brotando del hueco oscuro. Nos tomaremos el último té en la «Cabeza del Sarraceno».

Mientras descendían oyeron las campanas de Minster tocando con himno, cuando la hora acababa de anunciarse con seis campanadas.


«Gloria a ti mi Dios esta noche

por todas las bendiciones de la luz... »
Así cayó para el oído de Ursula, gota a gota, la me­lodía desde el cielo no visto sobre la ciudad en cre­púsculo. Eran como siglos pasados y difusos resonando. Era todo tan distante. Ella quedó en el viejo patio de la taberna con olor a paja, establos y petróleo. Por en­cima pudo ver las primeras estrellas. ¿Qué era todo ello? Este no era el mundo real, era el mundo soñado de la propia infancia..., una gran reminiscencia circuns­crita. El mundo se había hecho irreal. Ella misma era una realidad extraña, trascendente.

Se sentaron juntos en un cuartito al lado del fuego.

-¿Es? -replicó ella, riendo pero sin mucha segu­ridad.

-¿Qué?


-Todo..., ¿es cierto todo?

-Lo mejor es cierto -dijo él haciéndole un gesto.

-¿De verdad? -repuso ella, riendo pero sin mucha seguridad.

Le miró. El parecía tan separado aún. En el alma de ella se abrieron nuevos ojos. Vio en él una extraña criatura proveniente de otro mundo. Fue como si ella estuviese encantada y todo se metamorfoseara. Recordó de nuevo la vieja magia del libro de Génesis, donde los hijos de Dios vieron a las hijas de los hombres y vieron que eran bellas. Y él era uno de ellos, una de esas extrañas criaturas del más allá, mirándola y vien­do que era bella.

El permaneció mirándola sobre el felpudo de la chi­menea, contemplando el rostro vuelto hacia arriba, exactamente como una flor, una flor lozana, luminosa, brillando con una débil luz dorada bajo el rocío del alba. Y él sonreía débilmente, como si no hubiese palabras en el mundo, como si sólo existiese el silencioso deleite de las flores en el otro. Se deleitaban sonrientes el uno en la presencia del otro, en la pura presencia, no para ser pensada, ni siquiera conocida. Pero los ojos de él tenían una contracción levemente irónica.

Y ella se veía arrastrada extrañamente hacia él como bajo un encantamiento. Arrodillándose sobre la alfom­bra de la chimenea, delante de él, rodeó sus riñones con los brazos y puso el rostro contra su muslos. ¡Ri­queza! ¡Riqueza! Estaba abrumada con la sensación de un cielo lleno de riqueza.

-Nos amamos -dijo feliz.

-Más que eso -repuso él mirándola con su rostro tenuamente resplandeciente, suave.

Inconscientemente, con sus sensibles yemas, Ursula estaba recorriendo la parte de atrás de sus muslos, si­guiendo allí cierto flujo vital misterioso. Había descu­bierto algo, algo más que asombroso, más asombroso que la vida misma. Era el extraño misterio de su movi­miento vital, en la parte de atrás de los muslos, ba­jando por los flancos. Era una realidad extraña de su ser, la pasta misma del ser, situada allí mismo, en la recta caída de los muslos. Fue allí donde ella le descu­brió como uno de los hijos de Dios existentes al co­mienzo del mundo y no como un hombre; algo distinto, algo más.

Esto fue al fin liberación. Ella había tenido amantes, había conocido la pasión, pero esto no era amor ni pa­sión. Eran las hijas del hombre volviendo con los hijos de Dios, los extraños e inhumanos hijos de Dios que estaban en el comienzo.

El rostro de Ursula era ahora un fulgor de luz do­rada puesta en libertad, mirándole y poniendo las ma­nos de lleno sobre los muslos de él, por detrás, mien­tras quedaba de pie ante ella. Birkin la miró con un ceño luminoso como una diadema sobre su ojos. Ella era hermosa como una nueva flor magnífica abierta ante sus rodillas, una flor paradisíaca más allá de la femi­neidad, una flor de luminosidad. Pero algo estaba tenso y no liberado en él. No le gustaban la posición arrodi­llada y el brillo radiante..., no juntos.

Todo se consumó para ella. Había encontrado uno de los hijos de Dios desde el comienzo, y él había en­contrado a una de las hijas del hombre más luminosas.

Ella recorrió con sus manos la línea de sus riñones y sus muslos por detrás y fue recorrida por un fuego vivo desde él, oscuramente. Desencadenó en él un flujo oscuro de pasión eléctrica, lo atrajo hacia sí. Había establecido un circuito rico y nuevo, una nueva corrien­te de energía eléctrica pasional entre ellos, emancipada de los polos más oscuros del cuerpo y establecida en circuito perfecto. Era un fuego oscuro de electricidad que fluía tumultuosamente desde él hacia ella, inundán­doles a ambos de satisfacción y rica paz.

-Mi amor -exclamó ella levantando el rostro ha­cia él, con los ojos y la boca abiertos en un transporte.

-Mi amor -repuso él, inclinándose y besándola, be sándola siempre.

Ella cerró las manos sobre el cuerpo lleno y redon­deado de sus riñones; cuando él se inclinó sobre Ursula ella pareció tocar la médula del misterio de oscuridad que era corporalmente él. Parecía desmayarse debajo, y él parecía desmayarse inclinándose sobre ella. Era una perfecta desaparición para ambos y, al mismo tiem­po, el más intolerable acceso al ser, la plenitud maravi- ¡losa de la gratificación inmediata, abrumadora, rebo­sante desde la fuente de la más profunda fuerza vital, la más oscura, profunda y extraña fuente vital del cuer­po humano, en la base de los riñones, por los flancos y detrás de los muslos.

Tras un lapso de quietud, después de que los ríos de riqueza extraña, oscura y fluida pasaron sobre ella inundando, arrastrando su mente e inundándole la co­lumna y bajando por las rodillas hasta los pies un flujo extraño, borrando todo y dejando en ella un nuevo ser esencial, Ursula quedó libre, libre en completa como­didad, en su ser completo. Se incorporó despacio y ale­gre, sonriéndole. El estaba frente a ella, con un resplan­dor tenue, tan terriblemente real que el corazón de Ursula casi dejó de latir. El estaba allí con su cuerpo extraño, total, que tenía sus fuentes maravillosas como los cuerpos de los hijos de Dios que estaban en el co­mienzo. Había fuentes extrañas en su cuerpo, más misteriosas y potentes de lo que ella jamás había imagi­nado o conocido, más satisfactorias, ah, definitivas, místico-físicamente satisfactorias. Ella pensaba que no habla fuente más profunda que la fuente fálica y ahora de la castigada roca del cuerpo masculino, de los extraños y maravillosos flancos y muslos, más profundas, más re­motas en el misterio que la fuente fálica, llegaban las inundaciones de oscuridad inefable e inefable riqueza.

Estaban contentos, podían olvidar perfectamente. Rie­ron y se lanzaron sobre la comida. Había una empanada de venado, jamón hervido cortado en lonchas, huevos, berros y remolacha, así como nísperos, tarta de man­zana y té.

-¡Qué cosas estupendas! -exclamó ella con pla­cer-. ¡Qué noble aspecto! ¿Sirvo el té?

Solía ponerse nerviosa e insegura al realizar tareas públicas como servir el té. Pero se olvidó entonces com­pletamente, estaba cómoda y olvidaba por completo los recelos. La tetera derramaba hermosamente su líquido desde un tubo orgullosamente esbelto. Los ojos de Ursula estaban pálidos de sonrisas mientras le servía su té. Había aprendido al fin a ser inmóvil y perfecta.

-Todo es nuestro -le dijo.

-Todo -repuso él.

Ella lanzó un pequeño graznido de triunfo.

-¡Estoy tan contenta! -exclamó con alivio inefable.

-Yo también -dijo él-. Pero estoy pensando que deberíamos descargarnos de nuestras responsabilidades lo antes posible.

-¿Qué responsabilidades? -preguntó ella inquisiti­vamente.

-Debemos abandonar al punto nuestros trabajos.

Una nueva comprensión amaneció en el rostro de ella.

-Naturalmente -dijo ella-, hay eso.

-Debemos escapar -dijo él-. Lo único que pode­mos hacer es escapar rápidamente.

Ella le miró con vacilación desde el otro lado de la mesa.

-Pero ¿dónde? -dijo.

-No lo sé -dijo él-. Vagaremos por ahí, sencilla­mente, durante un tiempo.

Ella volvió a mirarle extrañada.

-Yo estaría perfectamente feliz en el molino -dijo ella.

-Está demasiado cerca de lo viejo -dijo él-. Va­guemos un poco.

Su voz podía ser tan suave y regocijante, atravesó las venas de ella como una exaltación de alegría. Sin embargo, ella soñaba con un valle, jardines salvajes y paz. También tenía un deseo de esplendor..., un extra­vagante esplendor aristocrático. Vagar le parecía desa­sosiego, insatisfacción.

-¿Dónde quieres que vayamos? -preguntó

-No lo sé. Siento como si acabara de conocerte y partiésemos... simplemente hacia la distancia.

-¿Pero dónde podemos ir? -preguntó ella ansiosa­mente-. Después de todo, sólo hay el mundo, y nada en él está muy distante.

-A pesar de todo -dijo él-, me gustaría ir conti­go... a ninguna parte. Sería más bien vagar hacia nin­guna parte. Ese es el lugar donde ir..., ninguna parte. Deseamos alejarnos, vagando de los lugares del mundo, para entrar en nuestro propio ninguna parte.

Ella seguía meditando.

-Sabes, mi amor -dijo ella-, temo que mientras seamos sólo personas tengamos que aceptar el mundo dado..., porque no hay ningún otro.


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