El libro de la serenidad



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El ávido



Era un hombre muy ávido, siempre movido compulsivamente por sus apegos; pero, a pesar de ello, tenía inclinaciones espirituales y deseaba hallar alguna superación interior. Fue entonces a visitar a un maestro y le confesó que era víctima de todas sus apetencias, pero que consideraba que así podría satisfacer todos sus deseos y apegos y, de esa manera, quedaría libre de ellos.

-¿Libre de ellos? -le preguntó irónicamente el maestro.

-Sí, agotaré los deseos, los apegos y, luego, ya liberado, me po­dré dedicar mejor a la meditación y a la evolución interior.

El mentor se quedó pensativo unos instantes y luego dijo:

-Muy bien, muy bien. Teniendo en cuenta que si has venido a mí será porque requieres algún tipo de instrucción, sólo te diré una cosa: cuando tengas sed, come pescado salado. Cuanto más sed tengas, más pescado salado debes comer. Eso es todo.
Comentario
Nadie puede agotar el fuego suministrándole más leña en lugar de permitir que se consuma y cese por falta de combustible. El de­seo compulsivo no tiene fin, porque entronca con el pensamiento y el ego, cuya voracidad es ilimitada. El deseo es inherente a la vida. No se debe reprimir (porque lo que echas por la puerta te en­tra por la ventana, como reza un adagio), pero sí se puede apren­der a suprimir conscientemente, transformar, derivar o controlar con lucidez. Se trata de una respuesta o reacción más o menos in­tensa hacia todo aquello que place o produce disfrute; es una in­clinación a la sensación grata, del mismo modo que la aversión es una resistencia u odio a lo que displace, es decir, a la sensación de­sagradable.

El deseo es una energía muy poderosa, que cursa física, mental, emocional o espiritualmente. El problema no es en sí mismo el de­seo natural, sino el apego y los deseos artificiales o imaginarios. El deseo crea un movimiento hacia lo que codificamos y sentimos como agradable, pero no nos basta con disfrutado, sino que que­remos mantenerlo, intensificado, perpetuado, y, por medio del pensamiento, comenzamos a generar una adicción que nos hace; depender y entrar en servidumbre con respecto al objeto del deseo, sea éste una situación, un objeto o una persona. Surgen el afán de posesividad y el aferramiento y, subsiguientemente, el miedo a perder el objeto del deseo.

No es cierto que el deseo se gaste como unos zapatos nuevos. Deseo mecánico, voraz, incontrolado, lleva a más deseo mecánico, voraz e incontrolado. La persona deja de desear para ser arrastrada por sus deseos. El deseo compulsivo siempre crea ansiedad; el que ansía no tiene paz. La sociedad que sólo valora la producción ma­terial siempre está engendrando deseos artificiales en el individuo para despertar sus instintos de hacer y acumular, pero nunca su sa­biduría de ser. Sobre el deseo los maestros orientales dijeron: «Es como un tigre. Hay que aprender a cabalgar sobre él, porque si te descabalga te engulle».

Cuando uno es víctima de muchos deseos compulsivos no puede aspirar a un estado de sosiego. La energía vital siempre está proyectada hacia los supuestos objetos del deseo. Si se obtienen, pueden resultar tediosos; si no se consiguen, despiertan mucha frustración. El apego se puede convertir en un veneno. La persona lúcida y entrenada sabrá cuándo satisfacer sus deseos y cuándo suprimidos conscientemente o derivados hacia una causa más importante. Así no habrá menos, sino más disfrute, pero desde el desapego y la conciencia, sin obsesiones ni compulsiones. El deseo puede ser neuróticamente vehemente o saludablemente sosegado.

El control sobre los sentidos, incluida la mente, colabora en el dominio sobre el deseo, la disolución del apego y la trascendencia de la compulsividad. Este control nunca debe ser represivo, sino consciente, y consiste en estar más vigilante de nuestras propias energías de deseo y nuestras tendencias ego céntricas al aferramien­to y la posesividad. La represión no es la supresión consciente del deseo, sino que se le inhibe incluso a pesar de uno mismo -y mu­chas veces inconscientemente-, ya sea por códigos, filtros socio­culturales, miedos, falsa moral o esquemas familiares o sociales. La supresión consciente es hacer uso de la volición para contener un deseo cuando uno considera que su satisfacción puede resultar per­judicial para alguien. El deseo en sí mismo es una fuerza que se ca­naliza en uno u otro sentido según proceda, pero siempre que se haya desarrollado la suficiente sabiduría y el dominio para hacerla.

La superación del deseo vehemente y compulsivo, que siempre genera aferramiento y apego, exige el desarrollo del sentimiento de la nobleza, el entendimiento vivencial de la transitoriedad, el re­cordatorio de nuestra finitud, la autoobservación acertada para saber si se trata de deseos naturales o artificiales, la ecuanimidad y firmeza de mente (para que no se deje obsesionar por apegos y aversiones) y la comprensión clara. El apego puede llegar a con­vertirse en una verdadera enfermedad, y «sólo cuando nos cansa­mos de nuestra enfermedad, dejamos de estar enfermos» (Tao- Te­Ching).

Debemos reflexionar sobre la siguiente sentencia del Dhamma­rada: «No identificarse con lo agradable ni identificarse con lo de­sagradable; no mirar a lo que es placentero ni a lo que es displa­centero, porque en ambos lados hay dolor». Para los sabios de Oriente, el conflicto y el sufrimiento innecesarios no tienen nunca lugar para el que no hace diferencia entre lo anhelado y lo no an­helado. Entonces la vida comienza a vivirse en toda su totalidad y es, de continuo, el libro más sabio en el que poder inspiramos.


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