El paraiso en la otra esquina



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Tumbado en el viejo colchón que los Molard le prestaron para que no durmiera en el suelo, muchas veces se dijo que esta tela sería el único buen recuerdo de su venida a París, tan inútil, tan perjudicial. Había terminado con los preparativos para el retorno a Tahití, pero tuvo que aplazar el viaje porque -«bien vengas mal si vienes solo» solía decir su madre, en Lima, cuando vivían de la caridad de la familia Tristán- las piernas se le llenaron de eczemas. El escozor lo atormentaba y las manchas se convirtieron en una placa de llagas purulentas. Debió internarse, tres semanas, en el pabellón de infecciosos de La Salpetrie're. Dos médicos te confirmaron lo que ya sabías, aunque nunca aceptaste esa realidad. La enfermedad impronunciable, otra vez. Hacía sus repliegues, te daba vacaciones de seis, ocho meses, pero seguía, soterrada, su trabajo mortífero, emponzoñándote la sangre. Ahora se manifestaba en tus piernas, despellejándolas, erupcionándolas de cráteres sanguinolentos. Después, subiría a tu pecho, a tus brazos, alcanzaría tus ojos y quedarías en tinieblas. Entonces tu vida habría acabado, aunque siguieras vivo, Paul. La maldita tampoco se detendría allí. Continuaría hasta penetrar en tu cerebro, privarte de lucidez y de memoria, desquiciándote, antes de volverte un desecho despreciable, al que la gente escupe, del que todos se apartan. Te volverías un perro sarnoso, Paul. Para combatir la depresión, bebía, a escondidas, el alcohol que le llevaban Daniel, el caballero, y Schuff, el generoso, en termos de café o botellas de refrescos.

Salió de La Salpétriére con las piernas ya secas, aunque surcadas de cicatrices, Las ropas se le caían por la flacura. Con sus largos cabellos castaños, entre los que menudeaban hebras grises, sujetos por su gran gorro de astracán, la agresiva nariz quebrada sobre la cual titilaban, en perpetua excitación, sus pupilas azules, y la barbita de cabra en el mentón, su presencia seguía siendo imponente, y también sus gestos y ademanes, y las palabrotas con que acompañaba sus discusiones, cuando se reunía con sus amigos, en casa de ellos o en la terraza de algún café, pues en su estudio vacío ya no podía recibir a nadie. La gente solía volverse a mirarlo y a señalarlo, por su físico y sus excentricidades: la capa rojinegra que llevaba revoloteando, sus camisas de colorines tahitianos y su chaleco bretón, o sus pantalones de terciopelo azul. Lo creían un mago, el embajador de un exótico país.

La herencia del tio Zizi se redujo mucho con los gastos de hospital y médicos, de modo que se compró un pasaje de tercera, en The Australian, que, zarpando de Marsella el 3 de julio de 1895, cruzaría el canal de Suez y llegaría a Sidney a principios de agosto. De allí tomaría una conexión a Papeete, vía Nueva Zelanda. Procuró, antes de embarcarse, vender los cuadros y esculturas que le quedaban. Hizo una exposición en su propio taller, a la que, ayudado por sus amigos, y por una esquela de invitación escrita en términos crípticos por el sueco August Strindberg, cuyas obras de teatro tenían mucho éxito en Paris, acudieron algunos coleccionistas. La venta fue magra. Hizo un remate en el Hotel Drouot de toda su obra restante, que resultó algo mejor, aunque por debajo de sus expectativas. Tenía tanta urgencia de llegar a Tahití, que no podía disimularlo. Una noche, en casa de los Molard, el español Paco Durrio le preguntó por qué esa nostalgia de un lugar tan terriblemente alejado de Europa.

-Porque ya no soy un francés ni un europeo, Paco. Aunque mi apariencia diga lo contrario, soy un tatuado, un caníbal, uno de esos negros de allá.

Sus amigos se rieron, pero él, con las exageraciones de costumbre, les decía una verdad.

Cuando preparaba su equipaje -se había comprado un acordeón y una guitarra en reemplazo de los que se llevó Annah, muchas fotografías y una buena provisión de telas, bastidores, brochas, pinceles y botes de pintura- le llegó una carta furibunda de la Vikinga, desde Copenhague. Se había enterado de la venta pública de sus pinturas y esculturas en el Hotel Drouot, y le reclamaba dinero. ¿Cómo era posible que se mostrara tan desnaturalizado con su esposa y esos cinco hijos suyos, a los que ella, haciendo milagros -daba clases de francés, hacía traducciones, mendigaba ayuda a sus parientes y amigos-, llevaba ya tantos años manteniendo? Era su obligación de padre y marido ayudarlos, enviándoles un giro de cuando en cuando. Ahora podía hacerlo, egoísta.

La carta de Mette lo irritó y entristeció, pero no le envió un centavo. Más fuerte que los remordimientos que a veces lo asaltaban -sobre todo cuando recordaba a Aline, niña dulce y delicada- era el imperioso deseo de partir, de llegar a Tahiti, de donde no debía haber vuelto nunca. Peor para ti, Vikinga. El poco dinero de esa venta pública le era indispensable para retornar a la Polinesia, donde quería enterrar sus huesos, y no en este continente de inviernos helados y mujeres frígidas. Que se las arreglara como pudiera con los cuadros de él que aún tenía, y, en todo caso, que se consolara, pues, según sus creencias (no eran las de Paul), los pecados que su marido cometía -descuidando a su familia, los pagaría abrasándose toda la eternidad,

La víspera del viaje hubo una despedida, en casa de los Molard. Comieron, bebieron, y Paco Durrio bailó y cantó canciones andaluzas. Cuando él prohibió a sus amigos que, a la mañana siguiente, lo acompañaran a la estación donde tomaría el tren a Marsella, la pequeña Judith rompió a llorar.

7. Noticias del Perú

Roanney Saint-Étíenne, Junío de 1844

El cielo estaba lleno de estrellas y corría una brisa veraniega impregnada de aromas la noche que Flora llegó a Roanne, procedente de Lyon, el 14 de junio de 1844. Permaneció desvelada en su pensión, observando por la ventana el firmamento lleno de luceros, pero pensando todo el tiempo en Eléonore Blanc, la obrerita de Lyon con la que se había encariñado. Si todas las mujeres pobres tuvieran la energía, la inteligencia y la sensibilidad de esa muchacha, la revolución sería cosa de meses. Con Eléonore, el comité de la Unión Obrera funcionaría a la perfección y seria el motor de la gran alianza de trabajadores en todo el sur de Francia.

Echabas de menos a aquella chiquilla, Florita. Hubieras querido, en esta noche tranquila y estrellada de Roanne, abrazarla y sentir su cuerpo delgadito, como lo sentiste el día que fuiste a buscarla a su miserable casucha de la rue Luzerne, y la encontraste llorando.

-¿Qué te ocurre, hija mía? ¿Por qué lloras?

-Temo no ser lo bastante fuerte y hábil para hacer todo lo que usted espera de mi, señora.

Oyéndola hablar así, transida de emoción, viendo la ternura y reverencia con que la contemplaba, Flora tuvo que hacer un gran esfuerzo para no ponerse a llorar, también. La estrechó en sus brazos y la besó en la frente y las mejillas. El marido de Eléonore, un obrero tintorero de manos manchadas, no comprendía nada:

Eléonore dice que en estas semanas usted le ha enseñado más que todo lo que ha vivido hasta ahora. ¡Y, en vez de alegrarse, llora! ¡Quién lo entiende!

Pobre muchachita, casada con semejante bobo. ¿También ella sería destruida por el matrimonio? No, tú te encargarías de protegerla y de salvarla, Andaluza. Imaginó una nueva forma de relación entre las personas, en la sociedad renovada gracias a la Unión Obrera. El matrimonio actual, esa compraventa de mujeres, habría sido reemplazado por alianzas libres. Las parejas se unirían porque se amaban y tenían fines comunes, y, a la menor desavenencia, se separarían de manera amistosa. El sexo no tendría el carácter dominante que mostraba incluso en la concepción de los falansterios de Fourier; estaría tamizado, embridado, por el amor a la humanidad. Los deseos serían menos egoístas, pues las parejas consagrarían buena parte de su ternura a los demás, a la mejora de la vida común. En esa sociedad, tú y Eléonore podrían vivir juntas y amarse, como madre e hija, o como dos hermanas, o amantes, unidas por el ideal y la solidaridad hacia el prójimo. Y esta relación no tendría el sesgo excluyente y egoísta que tuvieron tus amores con Olympia -por eso los cortaste, renunciando a la única experiencia sexual placentera de tu vida, Florita-; por el contrario, se sustentaría en el amor compartido por la justicia y la acción social.

A la mañana siguiente comenzó a trabajar en Roanne, desde muy temprano. El periodista Auguste Guyard, liberal y católico, pero admirador de Flora, cuyos libros sobre el Perú y sobre Inglaterra había comentado con entusiasmo, le tenía organizadas dos reuniones con grupos de unos treinta obreros cada uno. No resultaron muy exitosas. Comparados con los despiertos e inquietos canutos lioneses, qué resignados parecían los roanneses. Pero, des pués de visitar tres fábricas de paños de algodón -la gran industria local, que empleaba cuatro mil obreros-, Flora quedó sorprendida de que, dadas las condiciones en que trabajaban, estos infelices no fueran todavía más rústicos.

Su peor experiencia la tuvo en los talleres de paños de un ex obrero, monsieur Cherpin, convertido ahora en uno de los capitalistas más ricos de la región y explotador de sus antiguos hermanos. Alto, fuerte, velludo, vulgar, de maneras brutales y un olor de axilas que mareaba, la recibió mirándola burlonamente, de arriba abajo, sin disimular el desdén que le inspiraba, a él, un triunfador, una mujercita abocada a la innecesaria redención de la humanidad.

-¿Está usted segura de que quiere bajar allí? -le señalaba la entrada al sótano que era el taller---. Se arrepentirá, se lo advierto.

Ochenta desdichados se apiñaban, en tres hileras apretadas de telares, en una cueva asfixiante, donde era imposible estar de pie por lo bajo del techo, ni moverse debido al hacinamiento. Una cueva de ratas, Andaluza. Sintió que se iba a desmayar. El vaho ardiente del horno, la pestilencia y el ruido ensordecedor de los ochenta telares operando simultáneamente, la marearon. Apenas podía formular preguntas a esos seres semidesnudos, sucios, esqueléticos, encorvados sobre los telares, muchos de los cuales apenas la entendían porque sólo hablaban la jerga burguiñona. Un mundo de fantasmas, de aparecidos, de muertos vivientes. Trabajaban de cinco de la madrugada a nueve de la noche y ganaban, los hombres, dos francos diarios, las mujeres ochenta centavos, y los niños, hasta los catorce años, cincuenta centavos. Retornó a la superficie empapada de transpiración, las sienes oprimidas y el corazón acelerado, percibiendo clarito en su pecho el frío del huésped incómodo. Morisieur Cherpin le alcanzó un vaso de agua, riéndose siempre con obscenidad.

-Se lo advertí; no es un lugar para una señora decente, madame Tristán.

Haciendo esfuerzos por guardar la compostura, Madame-la-Colere silabeo:

-Usted, que comenzó como obrero tejedor, ¿cree justo hacer trabajar a sus prójimos en Dios, en semejantes condiciones? Este taller es peor que todos los chiqueros que he conocido.

-Debe ser justo, cuando cada madrugada se agolpan aquí decenas de hombres y mujeres implorándome que les dé trabajo -se ufanó monsieur Cherpin-. Compadece usted a unos privilegiados, madame. Si les pagara más, se lo gastarían en las tabernas, emborrachándose con ese vinazo que los vuelve idiotas. Usted no los conoce. Yo sí, precisamente porque fui uno de ellos.

Al día siguiente, luego de una jornada extenuante repartiendo ejemplares de la edición popular de La Unión Obrera en las librerías de Roanne, y de visitar otras dos fábricas de paños igual de infernales que la de monsieur Cherpin, Auguste Guyard llevó a Flora a las aguas termales de Saint-Alban. Su propietario, el doctor Émile Goin, era devoto lector suyo, en especial de su libro de viajes por el Perú, Peregrinaciones de una paría, que le hizo firmar, cincuentón apuesto, de patillas canosas, ojos penetrantes, maneras aristocráticas aunque afables, el doctor Goín vivía con una apacible mujer y tres hijas de miriñaque en una casa señorial, llena de cuadros y esculturas, rodeada de jardines. En la cena que le ofreció, Flora advirtió que el dueño de casa la miraba con admiración. No sólo lo atraían tus hazañas intelectuales; también, lo negro de tus cabellos enrulados, la gracia y viveza de tus ojos y lo armonioso de tus rasgos, Andaluza. Se sintió muy halagada. «He aquí un hombre al que, tal vez, hubieras podido soportar en casa», pensó. El doctor Goin quería saber si todo aquello que Flora contó en Peregrinaciones de una paria era cierto, o estaba muy coloreado por la imaginación. No, no lo estaba; ella había hecho grandes esfuerzos por contar sólo su verdad, como Rousseau en sus Confesiones. ¿Era exacto, entonces, que esa increíble aventura comenzó de manera casual, en una pensión parisina, gracias al encuentro con aquel capitán de navío que regresaba del Perú?

En efecto, así comenzó la historia que hizo de ti lo que eras ahora, Florita. El buen Chabrié te salvó de ser un parásito mustio, de vida prestada, como la regordeta esposa pasmada del doctor Émile Goin. Sí, en aquella pensión de Paris donde te refugiaste con Aline, luego de tres años de servidumbre y degradación moral trabajando de doméstica de la familia Spence. Un lugar donde, pensabas, nunca te encontraría tu marido André Chazal, de quien seguías huyendo y escondiéndote, después de tanto tiempo. Qué madeja de coincidencias y azares decidían los destinos de las personas, ¿no, Florita? Qué distinta hubiera sido tu vida si aquella noche, en el pequeño comedor de la pensión parisina donde cenaban los pensionistas, no te hubiera dirigido la palabra tu vecino de mesa:

-Discúlpeme, señora, pero acabo de oír que la a patrona la llama madame Tristán. ¿Así se apellida? ¿No será usted pariente de la familia Tristán, del Perú?

El capitán de navío Zacarías Chabrié hacia viajes a ese lejano país, y había conocido allá, en Arequipa, a la familia Tristán, la más próspera e influyente de toda la región. ¡Una familia patricia! Durante tres días, a la hora de las comidas y las cenas, Flora sometió a un interrogatorio al amable marino, a quien sacó todo lo que sabía sobre aquella familia, la tuya, ya que don Pío, jefe y cabeza de los Tristán, era nada menos que el hermano menor de don Mariano, tu padre. A ese don Pío, tu tío carnal, tu madre le había escrito tantas veces desde que quedó viuda, pidiéndole ayuda, sin obtener jamás una respuesta. Vueltas que daba la vida, Florita. Sin esas charlas con el capitán Chabrié, en 1829, jamás se te hubiera ocurrido escribir aquella carta amorosa y dramática a tu tío arequipeño, el poderosísimo don Pío Tristán y Moscoso, contándole, con ingenuidad que pagarías cara, la situación en que tu madre y tú quedaron a la muerte de don Mariano por el irregular matrimonio de tus padres.

Diez meses después, cuando Flora había perdido las esperanzas, llegó la respuesta de don Pío. Una astuta y calculada carta en la que, a la vez que la llamaba «sobrina querida», le hacía saber, de manera rotunda, que su condición de hija natural -¡ay, el implacable rigor de la ley! la excluía de todo derecho a la herencia de su «queridísimo hermano don Mariano». Herencia que, por lo demás, no existía, pues, luego de cancelar deudas y tributos, los bienes del padre de Flora se habían esfumado. Sin embargo, don Pío Tristán, en gesto dadivoso, enviaba a su desconocida sobrina de París, a través de un primo suyo residente en Burdeos, don Mariano de Goyeneche, un regalo de dos mil quinientos francos, y otra dádiva de tres mil piastras, ésta de la madre de don Pío y don Mariano, la abuelita de Flora, una matrona inquebrantable de noventa y nueve primaveras.

Aquel dinero cayó sobre Flora como una bendición del cielo. Eran tiempos difíciles, por la persecución encarnizada a que la sometía André Chazal. Había descubierto su paradero, en Paris, y la demandó ante los tribunales, acusándola de esposa y madre desnaturalizada. Le reclamaba los dos hijos que sobrevivían (el mayor, Alexandre, acababa de morir). Flora pudo pagar a un abogado, defenderse, alargar el proceso y demorar una sentencia que -su defensor la previno-, dadas las leyes vigentes contra la mujer que desertaba su hogar, le sería desfavorable. Hubo un intento de arreglo amistoso, en casa de un tío materno de Flora, el comandante Laisney, en Versalles. André Chazal, a quien ella no veía hacía cuatro años, compareció hediendo a alcohol, con los ojos vidriosos y la boca llena de ira y de reproches. Andaba medio loco de resentimiento y amargura. «Usted me ha deshonrado, señora», repetía de tanto en tanto, trémulo. Luego de contenerse durante un buen rato, como le había suplicado su abogado, Madame-la-Colere no pudo más: cogió un plato de cerámica de la repisa más próxima y lo pulverizó contra la cabeza de su marido. Éste cayó al suelo, desbaratado, dando un rugido de sorpresa y de dolor. Aprovechando la confusión, Flora, cogiendo de la mano a la pequeña Aline --cuya custodia había confiado la justicia a su padre-, huyó. Su madre se negó a darle asilo, reprochándole comportarse como una enajenada. No contenta con eso, delató (estabas segura de ello) su escondite a André Chazal, en un hotelito pobretón de la rue Servandoni, en el barrio Latino donde Flora se refugió con Aline y Ernest-Camille. Una mañana, cuando ella abandonaba el hotel con el niño, su marido le salió al encuentro. Echó a correr, seguida por Chazal, quien le dio alcance en las puertas de la Facultad de Derecho de la Sorbonne. Se abalanzó sobre ella y comenzó a golpearla. Flora se defendía como podía, tratando de parar los golpes con su cartera y Ernest-Camille chillaba, aterrado, cogiéndose la cabeza. Un grupo de estudiantes los separó. Chazal aullaba que esa mujer era su esposa legítima, nadie tenía derecho a entrometerse en una disputa conyugal. Los fu turos abogados dudaron. «¿Es cierto eso, señora?» Cuando ella reconoció que estaba casada con ese señor, los jóvenes, cariacontecidos, se apartaron. «Si es su esposo, no podernos defenderla, señora. La ley lo ampara.» «Son ustedes más puercos que este puerco», les gritó Flora, mientras Andrés Chazal la arrastraba, a empellones, al puesto de policía de la Place Saint~Sulpice. Allí fue fichada, amonestada y advertida por el comisario: no podría moverse del hotel de la rue Servandoni. Pronto recibiría una orden de comparecencia del señor juez. Aplacado, André Chazal partió llevándose en brazos al pequeño Ernest-Camille, que lloraba a gritos.

Horas después, Flora era de nuevo una fugitiva, con Aline, de seis añitos. Gracias a los francos y piastras venidos de Arequipa, erró cerca de seis meses por el interior de Francia, alejándose siempre de Paris como de la peste. Vivía a salto de mata, con nombres falsos, en hosterías modestísimas o viviendas de campesinos, sin permanecer jamás demasiado tiempo en ninguna parte. Estaba segura de que había una orden de captura contra ella. Sí la policía le echaba mano, perdería también a Aline e iría a la cárcel. Se hacía pasar por una viuda atribulada por la muerte de su esposo; por una dama española alejada de su patria por motivos políticos; por una turista inglesa; por la mujer de un marino que navegaba en el mar de la China y distraía su añoranza viajando. Para hacer durar el dinero, comía apenas y buscaba cada vez hospedajes más humildes. Un día, en Angouleme, la fatiga, la angustia y la incertidumbre la derribaron. Cayó enferma. Las altísimas fiebres la hacían delirar, Madame Bourzac, dueña de la granja donde se alojaban, fue su ángel de la guarda, la salvadora de la pequeña Aline. La cuidó, la curó, le levantó el ánimo, y cuando Flora, entre sollozos, le contó su verdadera historia, con infinita dulzura la tranquilizó:

-No se preocupe, señora. La niña no puede seguir viviendo así, por los caminos, como una gitanilla. Déjela conmigo, hasta que su situación se arregle. Le he tomado cariño y la cuidaré como a una hija.

-El más noble y generoso ser que he conocido -exclamó Flora-. Sin ella, yo y Aline hubiéramos muerto en esos días terribles. ¡Madame Bourzac! Una campesina humilde, que apenas sabía escribir su nombre.

-¿Ya había decidido usted partir al Perú, -el doctor Émile Goin la miraba con tanta fascinación que Flora se ruborizó.

-¿Qué me quedaba? ¿Adónde podía seguir huyendo de André Chazal y de la mal llamada justicia francesa?

De Angouléine escribió una carta a don Mariano de Goyeneche, el primo de don Pío Tristán que vivía en Burdeos. Flora había estado ya en contacto epistolar con él, para recibir el dinero de Arequipa. Le pedía una audiencia, a fin de confiarle un asunto delicado de la mayor urgencia. Debía ser de viva voz. Don Mariano de Goyeneche contestó de inmediato, muy cordial. La hijita de don Maríano Tristán, su primo, podía venir a Burdeos cuando quisiera. Sería recibida con los brazos abiertos y todo el cariño del mundo. Don Mariano no tenía familia y estaba feliz de hospedarla por el tiempo que ella quisiera.

---Aquí debo interrumpir la historia -dijo Flora, de manera abrupta, poniéndose de pie-. Es tardísimo y mañana temprano parto a Saintt-Etienne,

Cuando, al despedirla, el doctor Goin le besó la mano, Flora notó que sus labios húmedos se demoraban sobre su piel, insinuantes.«Me desea», pensó, disgustada. El desagrado le impidió dormir su última noche en Roanne, y la tuvo tensa y malhumorada al día siguiente durante el viaje en tren a Saint-Etienne. Y, en cierto modo, la persiguió, acosó, y no pudo desembarazarse de él toda la semana que pasó en aquella ciudad de militares cretinos y semicretinos, y de obreros beatos e idiotas, impermeables a toda idea inteligente, a todo sentimiento altruista, a toda iniciativa social. Lo único bueno que le ocurriría en la semana de Saint-Étienne fueron las dos cartas -largas, tiernas- de Eléonore Blanc, a la que contestó también extensas misivas. Como suponía, el comité de Lyon iba viento en popa.

En los cuatro talleres de tejedores que visitó -dos de hombres, uno de mujeres y otro mixto- se quedó sorprendida al saber que, al principio y al fin de la jornada, obreras y obreros rezaban. En uno de ellos la invitaron a sumarse a la plegaria. Cuando les explicó que no era católica, porque, a su juicio, la Iglesia era una institución opresora de la libertad humana, la miraron con tanto espanto que temió que la insultaran. De todas las reuniones salió convencida de que perdía su tiempo. Pese a sus esfuerzos, no ganaría a casi nadie para la Unión Obrera. En efecto, al final no pudo constituir el comité organizador con los diez miembros acostumbrados; debió conformarlo con siete y sospechando, además, que la mitad desertaría apenas ella partiera.

Para que la visita a Saint-Étienne no resultara inútil, se dedicó a esos estudios sociales que, después de la acción Política, tanto le gustaban. Desde una mesa del simpático Café de París, donde tomaba sus desayunos y comidas, y de cuya dueña se hizo amiga, se dedicó a observar a los oficiales de la guarnición que hablan hecho del Café de París una sucursal del cuartel.

Pronto llegó a la conclusión de que los militares de línea eran tarados congénitos, y que los oficiales de artillería, aunque alcanzaban los niveles del ser humano normal, lucían una arrogancia y un esnobismo nauseabundos. Por lo visto, estos oficiales, hijos de familias adineradas de la alta burguesía o la aristocracia, nada tenían que hacer en la vida salvo venir al Café de París, a jugar al dominó o a las cartas, a beber, fumar, contarse chistes y lanzar piropos a las damas que cruzaban la acera, en espera de alguna guerra en que ocuparse. Con Flora pretendieron coquetear también, al principio. Pero, desistieron, porque sus maneras desenvueltas e irónicas los incomodaban. Les gustaban las mujeres sumisas, como sus ordenanzas y sus caballos. Flora se dijo que había sido muy sensato seguir las enseñanzas del conde Saint-Simon y prohibir, en la nueva sociedad planeada por la Unión Obrera, la fabricación de toda clase de armas y abolir el ejército.

La fogata de recuerdos encendida en la cena donde los Goin, en Roanne, siguió chisporroteando durante su visita a Saint-Etienne. Aquella estancia en Burdeos, en el palacete del increíblemente rico don Mariano de Goyeneche, que se empeñó en que ella lo llamara «tío Mariano» y la llamó siempre «sobrina Florita», fue una fantasía hecha realidad. Nunca habías estado en una casa tan suntuosa, ni visto tantos criados, ni sospechado lo que era vivir como una persona rica. Nunca habías sido tratada con tanta deferencia, halagos y comodidades. Sin embargo, Andaluza, no fuiste totalmente feliz en esos meses de Burdeos, porque todavía no estabas acostumbrada a mentir. Vivías en el miedo, la desazón y la incertidumbre, con pánico de contradecirte, desdecirte, ser descubierta, humillada y regresada a tu verdadera condición, por don Mariano de Goyeneche y por su sombra, hombre de confianza, secretario y sacristán: Ismaelillo, el Eunuco Divino.


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