El tacuaral de Virginia Moratiel: una subversión de los mitos de Argentina en novela



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El Tacuaral de Virginia Moratiel:

una subversión de los mitos argentinos en novela.

Dra. Cristina Coriasso



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(Ponencia presentada en el Congreso Internacional “Mito y subversión en la novela contemporánea”, celebrado en la Universidad Complutense de Madrid (9-11 marzo 2011)



El Tacuaral de Virginia Moratiel:

una subversión de los mitos argentinos en novela.

Dra. Cristina Coriasso

Abstract

El Tacuaral de Virginia Moratiel es, según palabras de su autora, una “filosofía de la historia en novela”, en la cual se afrontan y subvierten los mitos que conforman la identidad argentina. Esta clave de lectura: la de la subversión del mito y, a la vez, la dificultad de renunciar a él, aparece ya en el preámbulo, donde se recurre a la fórmula mítica del relato cosmogónico para terminar finalmente con un chiste. La trama cuenta el itinerario existencial de Pablo, un porteño que, llegado al fin de su vida profesional y conyugal, después de haber desestimado la salida generalizada de huida a Europa, inicia un viaje de regreso a la “estancia” familiar, ubicada en pleno ámbito rural argentino. El retorno supone una inmersión en el espacio atemporal del mito. El bosque de tacuaras que rodea la finca, intrincado y laberíntico, es el escenario simbólico de una intriga de corrupción y violencia repetida desde siempre. Antonio, un anciano profesor de historia, personaje basado en una persona real infiltrada en la ficción, se encarga de reflexionar, en diálogo con el protagonista, sobre las quimeras e iconos que configuran la identidad argentina: desde los mitos de la conquista, del gauchismo, pasando por el tango, hasta el cuadro de Carpani “Los desocupados”, otro motivo biográfico infiltrado en la ficción. Esta novela maneja la idea romántica de la existencia de dos polos: naturaleza y arte, cuya interrelación constituye la base para cualquier creación artística, plasmando las figuras mitificadas para después meditarlas y hasta aventurar una propuesta de transformación.
Palabras clave: Moratiel, Carpentier, Argentina, “mito de la tierra de promisión”, tacuaral, Carpani, tango.


  1. Introducción


El Tacuaral de Virginia Moratiel (Premio Cáceres 2009) es un ejemplo perfecto de la versatilidad de la novela contemporánea, capaz de concentrar de forma armoniosa los elementos más dispares, en este caso, la reflexión teórica sobre mito e historia, el recuerdo biográfico y el género de novela negra. Más concretamente, la novela indaga las raíces de la identidad nacional en Argentina (país de origen de la autora) a través de símbolos procedentes tanto de las artes plásticas y musicales como de la naturaleza que, elevados a mitos, la atraviesan en su ser más profundo. Para poder escribirla, ha tenido que rescatar su lengua materna, después de más treinta años de vida en España, tiempo en el que se desempeñó como Profesora titular de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense.

Pero antes de adentrarnos en el universo de El Tacuaral, anotemos brevemente, de la mano de Alejo Carpentier, la particular condición del mito en América, resaltando una serie de elementos generales que contextualizan nuestra novela.




  1. América y el mito.

Preguntarse por América y el mito significa adentrarse en la fórmula del realismo mágico, que tanto éxito ha tenido y parece caracterizar bajo el aspecto estético y antropológico gran parte de la literatura que proviene de América Latina, al menos desde la perspectiva occidental. Como bien ha puesto de manifiesto la reflexión que suscitó el Bicentenario del descubrimiento, América representa, quizá de un modo único en la historia, la confluencia de dos (o más) mundos que debieron mezclarse a partir de entonces, creando algo nuevo que antes no existía culturalmente. La realidad de América se caracteriza por la multiplicidad de elementos heterogéneos que fusiona. De hecho, el protagonista de Los Pasos perdidos de Alejo Carpentier, en su viaje al corazón de la selva, al reflexionar sobre un ángel maraquero esculpido en el tímpano de una iglesia incendiada, se pregunta “[…] si el papel de estas tierras en la historia humana no sería el de hacer posibles, por primera vez, cierta simbiosis de culturas […]” (Carpentier 1978: 119).

Además, América representó tanto para los hombres que a ella arribaron como para las siguientes generaciones, una nueva oportunidad para la utopía, un escenario soberbio que inmediatamente relacionaron con el Génesis, un terreno virgen en el que volver a desplegar las ilusiones que la historia de Occidente hacía ya imposibles. En Visión de América, que recoge varios artículos, Carpentier afirma: “Hay en América una presencia y vigencia de mitos que se enterraron en Europa, hace mucho tiempo, en las gavetas polvorientas de la retórica o de la erudición. En 1780 seguían creyendo los españoles en el paraíso de Manoa, a punto de exponerse a perder la vida por alcanzar el mundo perdido, reino del último inca, visitado antaño, según fantasiosas versiones, por Juan Martínez, mal guardador de pólvoras de Diego de Ordaz, pero mejor encendedor de fuegos artificiales. En 1794, año en que París elevaba cantatas, con música de Gossec, a la Razón y al Ser Supremo, el Compostelano Francisco Menéndez andaba por tierras de Patagonia, buscando la Ciudad encantada de los Césares (Carpentier 1999: 31).

América, para el escritor cubano, “[…] conserva y alimenta los mitos con los prestigios de su virginidad, con las proporciones de su paisaje, con su perenne revelación de formas” (Carpentier 1999: 31-32). La España de la Conquista aprendió muy pronto y con ella todo el mundo occidental, que “[…] en América lo fantástico se hacía realidad” (Carpentier 1999: 32).

Pero América, al tiempo que inspiraba la utopía de autores como Campanella o Tomás Moro, proporcionaba además un terreno donde proyectar, en una dimensión inmanente, los codiciosos sueños de riqueza y poder de muchos hombres, cuyos intentos se significan inmejorablemente con la expresión “hacer la América”. El reverso del mito de la tierra prometida donde los hombres hallan la felicidad terrenal es el afán del enriquecimiento y de gloria del hombre europeo que “[…]esperó siempre encontrar en América la materialización de viejos sueños malogrados en su mundo: el oro sin sudores ni dolores de la transmutación, el fáustico anhelo de la eterna juventud” (Carpentier 1999: 20).

Por otra parte, los mitos precolombinos que alimentaron la conquista, desde El Dorado a la Ciudad de los Césares, eran leyendas arraigadas en las tierras de los pueblos que las habían creado y aún mantenían su consistencia mítica. Constituyen un componente esencial para quien quiera tener una visión no sesgada de América, porque poseen un valor cosmogónico y, en algunos casos, dieron, y aún dan, identidad a tales poblaciones. Quizás, como afirma Carpentier recordando una de las leyes fundamentales de la alquimia, “sólo serán dignos de hallar el secreto de la transmutación de los metales aquellos que no saquen provecho del oro obtenido” (Carpentier 1999:53). Para los indios, inmersos en su fe primera, aquellos paisajes retenían toda su índole mítica, mientras que los mitos superpuestos y proyectados sobre las nuevas tierras por los conquistadores, se traducían muchas veces en el sueño de riquezas materiales obtenidas sin esfuerzo.

¿Pero que tiene América que la hace “ […]un paisaje visto por primera vez” y permite desplegar allí los mitos enterrados hace tiempo? Por un lado, la hipótesis de Carpentier es la de que América conserva, como característica fundamental, una naturaleza, desmesurada y maravillosa, -aquí despuntan las raíces románticas de su pensamiento-, que el hombre occidental no puede domeñar. América es la confutación de la naturaleza amable, de la que hablaba Goethe, por siempre domada por el hombre de la modernidad. Las ciudades bien reticuladas construidas sobre la desmedida tierra americana, en el intento de alcanzar un orden civilizado y racional, sumergidas por las lluvias e invadidas por las alimañas e insectos desproporcionados, son la imagen a la que nos acostumbra el imaginario americano. El espejismo antropocéntrico del hombre occidental es imposible de mantener en una tierra de huracanes, terremotos, selvas, alturas inconmensurables y vastas planicies.

Por otra parte, Carpentier no deja de poner en juego la “frondosidad” espacio-temporal propia de América1, la conjunción de diversas culturas marcadas por una época: la ciudad contemporánea, la edad colonial, los resquicios del Medioevo, el tiempo mítico precolombino, se suceden en el espacio, de modo que el viaje es también desplazamiento en el tiempo histórico. Pero además, este carácter propio de América, que se refiere al ámbito ontogenético, haciendo de ella un territorio que fusiona en sí culturas y tiempos, como cortezas geológicas que muchas veces conviven y se superponen, es extrapolable al ámbito filogenético, al itinerario del yo, que en su viaje por América recorre capas cada vez más profundas de sí mismo.

Así, por ejemplo, en Los pasos perdidos, el protagonista, un escritor cuya narración supuestamente está escrita en inglés, traducida después a la lengua madre perdida, emprende, a partir de un impasse existencial, el viaje al corazón de la selva, que es el viaje al propio corazón, abandonando el ritmo delirante de la ciudad moderna, para penetrar una a una en esas capas, hasta introducirse en el tiempo-espacio mítico de la espesura. La selva representa el tiempo de la naturaleza, de ese infinito indomeñable que en este viaje a la semilla se muestra como posible regreso; representa el tiempo no histórico del mito. No se trata del ingenuo retorno a una naturaleza virgen, pero sí de un ejercicio de arraigamiento en el origen, con el fin de reconocer la propia identidad, que representa una necesidad lógica para una cultura como la del americano, fruto del choque de un nuevo mundo ya viejo, y de un viejo mundo que se renueva.

El esquema del hombre perdido en el laberinto en búsqueda de un centro desde el que re-definirse, un laberinto que en América es la selva, nos interesa particularmente, pues en nuestra novela nos encontraremos también con él.

3. El Tacuaral.
Los elementos que hemos entresacado de la obra de Carpentier, reconocida influencia de la autora, se modulan en nuestra novela junto con otros nuevos, siendo fundamental la presencia del viaje, a la vez personal e histórico, como itinerario de un yo hasta el corazón del laberinto-selva, una travesía que ayuda a reconocer y criticar los falsos mitos que articulan el inconsciente colectivo argentino, subvirtiéndolos. Esta clave de lectura, nos la anuncia ya el preámbulo al adoptar la forma de un relato cosmogónico acabado en chiste: Dios crea la fastuosa y magnánima naturaleza y, al contemplarla, llora y comprende que tamaña desmesura es un exceso, un pecado insostenible, por lo que, para enmendar su falta, crea a los argentinos. La parábola nos anuncia ya la idea rectora del diagnóstico sobre el propio país de origen: una tierra que lo tiene todo, menos la sensatez para aprovecharlo.

Pablo, protagonista de nuestra novela, inicia su viaje, como el personaje de Carpentier, en el meridiano de su vida, en medio de una crisis laboral, matrimonial, y en definitiva, existencial, que hace tambalear su propia identidad. Y su peripecia va a tener igualmente, desde el principio, una dimensión colectiva, que se nos muestra ya en ese limbo kafkiano de la cola del Consulado español, al que acude desesperado. La Europa “salvadora” es también un mito desde la mirada de la Argentina en crisis, que mira hacia su bonanza como tras “vidriera de cristales blindados” (Moratiel 2009:14). La crisis vital es también de identidad nacional: a ese movimiento de huida desde la europea Buenos Aires venida a menos hacia Europa, nuestro protagonista opone la única aunque desesperada y paradójica medida posible:

“Ser argentino -se dijo- es no querer ser argentino, por eso, si uno no quiere verdaderamente ser argentino, con todas las resultas que de ello se derivan, debe tratar de ser argentino en lo más profundo. Si todos quieren huir, deshacerse de este infierno, en el que cada vez se cierran más puertas de salida, lo más astuto para sobrevivir, aunque resulte paradójico, es irse al centro mismo del caos, si no es para vencer el poder de los demonios al menos para saber lo que ocurre ahí dentro” (Moratiel 2009: 21).

El esquema esencial del itinerario espacio-temporal, en el que los elementos guardan entre sí una relación dialéctica y dicotómica es el siguiente: en lugar de continuar la dirección, seguida hasta el momento, hacia la periferia, y compartir la trayectoria propia de la ciudad contemporánea, representada aquí por Buenos Aires, que, por ser puerta del mundo occidental, apunta claramente a Europa, se cambia la dirección iniciando un recorrido hacia el campo, hacia el interior, que es también un movimiento de autoesclarecimiento del origen, personal y colectivo. Este movimiento hacia el caos, hacia la semilla, aún encuentra dos estaciones fundamentales: el mundo colonial representado por la estancia, casa de campo de herencia materna, y la misteriosa selva, adyacente a la finca, que en nuestra novela encuentra la forma concreta del bosque de tacuaras. La trama, que sigue el expediente del género negro, gira en torno a una red de contrabando y narcotráfico que opera, precisamente, en la zona del río y del tacuaral, bajo la protección de la autoridad local. La escritora consigue entrelazarla armoniosamente con la reflexión teórica sobre la relación de los mitos y la historia de Argentina, en la que es indudable que el cambalache juega un papel preponderante. Lo que sucede en el presente de la novela es la concreción de lo que ocurre desde siempre en la provincia de Buenos Aires. Los diálogos del protagonista con Antonio Orbaneja, persona realmente conocida y admirada por la autora, son el vehículo para la reflexión teórica de filosofía de la historia. Precisamente, nos detendremos en mayor medida en la contextura ensayística del texto, en las alusiones filosóficas y estéticas, que reflexionan y subvierten los mitos configuradores de la identidad argentina, aludiendo a la trama, a los sucesos de la novela, sólo cuando sirvan a la meditación. Con ello pretendemos, por un lado, ceñirnos a nuestro tema, aunque dejemos de lado motivos esenciales de la trama, y por otro, no desanimar del todo a quien quiera leer la novela disfrutando de la intriga.



La estancia, a la que regresa Pablo, construida en la primera mitad del XIX en plena provincia de Buenos Aires, se extiende con sus tierras sobre la ribera del Río de la Plata. Su nombre, “El Tacuaral”, alude al cañaveral de tacuaras, bosque de bambúes gigantes de hasta 8 metros de altura, que separa las tierras fecundas de la costa cenagosa del río. Ese “ancho límite entre lo recóndito y lo conocido” (Moratiel 2010: 24) ejerce poderosa atracción sobre el protagonista y le trae a la memoria las míticas historias escuchadas a los peones en su infancia, llenas de aventura y terror, sobre el jefe de los contrabandistas, quien, como Moisés, abre las aguas para atravesar el río, o sobre hombrecillos verdes que habitan el tacuaral y forman parte de la banda. Junto a este elemento natural, que es el corazón de la finca, nuestro protagonista encuentra, en el interior de la casa abandonada y polvorienta, un cuadro olvidado en un rincón, que va a jugar un papel decisivo en la trama, y que es otro de los motivos biográficos de la novela2: “Los desocupados” de Ricardo Carpani, que, según los comentarios posteriores del anciano profesor de historia, puede interpretarse como la representación estética de la “ […] figura del trabajador de Ernst Jünger, el ser que construye un nuevo mundo siguiendo una orden” (Moratiel 2010: 53), es decir, la figura del obrero de la gran ciudad, pero, “negando su esencia” (Moratiel 2010: 53), precisamente como Argentina, simbolizando una fuerza descomunal que las circunstancias mantienen en la mera potencia. Después de adoptar la pose del propietario cabalgando sus tierras, no sin sentirse “ridículo” (Moratiel 2010: 39) en su posición de patrón, atraído por el tacuaral, el protagonista penetra en él descubriendo que está bifurcado por caminos abiertos por la mano humana, que más que ayudar a su penetración, parecen estar hechos para despistar. En el angustioso tiempo que pasa perdido en ese laberinto, “peor que el desierto”, recuerda fogonazos del pasado contradictorio y brutal de la historia argentina, el hecho de que Tacuara fuese el nombre de un grupo violento de extrema derecha, donde se formaron algunos dirigentes de Montoneros, un grupo terrorista, también nacionalista, pero de izquierdas, y la posibilidad de que su hermano desaparecido en la dictadura militar esté enterrado en esa ciénaga. El protagonista volverá aún otras dos veces al interior del bosque, produciéndose en ambos casos un importante giro en la trama. Pronto descubrirá que la actividad agrícola es ruinosa debido a las leyes impuestas desde Buenos Aires, a los cupos de exportación y a los límites de producción. Conocerá al comisario Vélez, estereotipo del poder corrupto, a la vez militar y político, característico de Argentina: máxima autoridad del pueblo, pero también, máximo empresario, jefe de la principal red de contrabando y hasta del prostíbulo donde, como más adelante va a descubrir Pablo, se encontraba el cuadro de Carpani, hasta que en la estancia supieron de su regreso. La estancia es en realidad la “tapadera” de las actividades de cambalache que desde siempre ampararon el río y el tacuaral. Este presente de corrupción que Pablo descubre escenifica, como decíamos, la historia de Argentina, una situación que en la discusión con don Antonio, propicia el discurso sobre los mitos que cimientan el país y convierten el pasado argentino en una “historia de desilusión” (Moratiel 2010: 55).

Todo viene desde atrás. Los primeros fundadores de Buenos Aires se desviaron de la ruta de las especias buscando la Sierra de la Plata y las riquezas del rey Blanco, que estaban en realidad mucho más arriba, en el imperio Inca. La segunda expedición, la que realizó Solís por el Mar Dulce, seguía el mismo mito de la plata, tan arraigado en los orígenes de Argentina que subyace en su nombre, así como en el de muchos de sus lugares, empezando por el nombre de “Río de la Plata”, un río que, por cierto, no refulge, y que es más bien, “ […]oscuro, hecho de limo arrastrado por la corriente” (Moratiel 2010: 56). El inconsciente colectivo del pueblo argentino eligió “el mito de la tierra de promisión” (así como Norteamérica hizo lo propio con el de la libertad religiosa), un mito que, según vimos en textos de Carpentier, caracteriza a toda la América latina. La historia, concebida por nuestro profesor como una mentira a medias que configura la identidad nacional, es decir, la historia como mito que la nación se da para definirse y comprenderse, tomó en Argentina la forma “del espejismo del rey Blanco y la sierra de la Plata” y más tarde de otras ficciones hijas de ésta: “[…] las fábulas de la Tierra Rica, de la Gran Noticia, de la Laguna del Dorado, del Paitití” (Moratiel 2010: 57). En épocas recientes el mito adopta nuevas formas como: “ […]el granero del mundo o la gran reserva petrolífera” (Moratiel 2010: 58). Esta expectativa mítica de los primeros colonos se tradujo a lo largo de la historia en la actitud de “[…] estar aferrados a lo que podemos ser y no a lo que somos” (Moratiel 2010: 56). Cuando los españoles comprendieron que el tesoro estaba en Potosí, pronto el Virreinato se situó en Lima y se instauró el monopolio, centralizando desde allí todo el tráfico de mercancías. La consecuencia fue el contrabando, la llegada de portugueses, ingleses y hasta chinos, que ligaron la fortuna de Buenos Aires a los tratos clandestinos pronto amparados por la autoridad. La autora describe este dualismo esencial de la identidad argentina, que políticamente se traduce en la oposición entre federales y unitarios, a través de una curiosa personificación. Buenos Aires, “engalanada a la última moda, se miró a un espejo portugués y se dijo a sí misma que era Europa. Con desprecio dio la espalda al gaucho, pero él apenas se hizo eco de su altivez. Extasiado ante su magnificencia, la siguió adorando en silencio porque, aunque sabía que sólo estaba disfrazada, sus trucos no dejaban de seducirlo” (Moratiel 2010: 71-72). Como afirma don Antonio, no debe mirarse a estas dos realidades, campo y ciudad, por separado: la economía basada en el contrabando es herencia de aquella fiebre de obtener “el oro sin los sudores ni los dolores de la transmutación” de la que hablaba Carpentier, la otra cara de la realidad del campo argentino, verdadero tesoro natural del país, maltratado y explotado. Por un lado, la épica del gaucho, que encuentra en Martín Fierro su máxima expresión, vs. las ideas de Sarmiento: “no tratar de economizar sangre de gauchos” (Moratiel 2010. 32) en pos de la modernización del país. En realidad, no nos interesa colocar a la autora de un lado o de otro, pues nos parece que el suyo es un punto de vista capaz de plasmar una síntesis de tales contradicciones a través de figuras de las artes plásticas y musicales así como de la naturaleza, a través de un movimiento simbólico que apunta a la subversión y denuncia de los falsos mitos de la identidad argentina.

El cuadro de Carpani, esencialmente urbano, con las dos moles de los “descamisados” en paro mostrando sus musculaturas gigantescas en reposo, simboliza la naturaleza, retenida y mal aprovechada por las circunstancias políticas. Como afirma el viejo profesor, representa plásticamente la figura del Trabajador de Ernst Jünger, una fuerza desbordante pero inconsciente, que aspira a realizarse de forma colectiva al dictado de un mandato ajeno, como en los movimientos masivos del populismo de la primera mitad del siglo XX, y quizás anuncie al Emboscado, otra figura del imaginario simbólico de Jünger, quien, igual que nuestro protagonista, vive solo, refugiado sediciosamente en la maraña del bosque y en constante alerta, esperando dar un golpe imprevisto al sistema del que es antagonista.

En la música y la letra del tango, por otra parte, Moratiel encuentra un mito que perturba y cuestiona también la falsa identidad argentina. Se pregunta don Antonio por qué el tango, ligado al porteño y a sus clases sociales más bajas, representa, sin embargo, a todos los argentinos y responde diciendo: “[…] el éxito del tango, esa raigambre tan profunda con nuestro pueblo, se debe a que es una denuncia constante del mito sobre el que reposa nuestra falsa identidad. El tango es un grito de protesta contra la impostura y el desamor, es rebeldía, sí, pero una rebeldía que nunca llega a concretarse, que culmina en desesperanza y resignación” (Moratiel 2010: 81). Este espíritu “ […] persiste sobre todo en su música. El tango es desengaño, contraste entre lo que se esperaba, entre ese mundo de ilusiones que uno se había forjado y la dura realidad, que no se corresponde con ellas” (Moratiel 2010: 81), cesura romántica, por tanto. “El tango es la herida más profunda que horada el mito que somos, nos despoja de máscaras y nos desgarra, sí, pero con la ternura del que se hiere a sí mismo” (Moratiel 2010:82). En consecuencia, el tango, cuyas letras se encuentran diseminadas en la novela aquí y allá a través de la memoria porteña del protagonista, desmitifica el relato quimérico sobre el que se construyó Argentina, propiciando una nueva identidad, fruto de la autocrítica. Por ello, “el tango es consuelo y se baila en un abrazo sensual en que se intenta compartir la desdicha” (Moratiel 2010:82), la desventura tanto del gaucho como la de Buenos Aires.

Pero el más potente símbolo es, sin duda, el propio tacuaral, ese laberinto en el que, como en el río de Heráclito, no se puede entrar dos veces sin que medie un cambio sustancial, y que los hombres como el comisario Vélez siguen usando desde hace siglos para el contrabando. Eludirlo o afrontarlo cobra un valor simbólico. Juan de Garay refundador de Buenos Aires, evita atravesarlo, en su búsqueda de la Ciudad de los Césares, mientras que los indios querandíes, lo usan como lugar sagrado para el rito de iniciación de sus hijos, que debían sobrevivir en él tres días o más, afrontando a Gualicho, el dios del mal, hasta ser rescatados. De nuevo es don Antonio quien apunta la clave para su interpretación: el paisaje del tacuaral es “inhumano”, “[…] por mucho que se trabaje sobre él sigue teniendo algo que es pura naturaleza” (Moratiel 2010:108). Eludir el contacto con lo que es pura naturaleza, una naturaleza que en América se muestra sin tapujos en su desmedida infinitud, es el pecado de origen de los conquistadores y uno de los elementos que generó la espiral de corrupción y violencia de la historia de Argentina: “[…] por comodidad eludieron el bosque, aunque al final llegaron al mismo resultado por un camino indirecto y más penoso, un camino que arrastró tras de sí muchas generaciones” (Moratiel 2010: 111). En definitiva, el tacuaral forma parte de la “historia mítica” de Argentina, representa la porción de América no desencantada, sin despertar a la racionalidad, que sólo siendo integrada de algún modo, que sólo afrontándose, como el querandí encara a Gualicho en el corazón de la selva, puede servir de alternativa al falso mito de la ciudad de los Césares. La novela es una propuesta de subversión del mito de la tierra de promisión, que es el mito del enriquecimiento sin esfuerzo y de la explotación sin respeto de la naturaleza. Subvertir ese falso mito es mostrar el reverso de la lucidez del mundo occidental que impone sus leyes a una tierra ajena, es comprender que “la naturaleza tiene su propio lenguaje” y que “[…] como creían los románticos, ella es capaz de despertarse de su somnolencia, pero sólo puede hacerlo cuando no se la violenta, cuando se sabe su lenguaje y se dialoga con ella. Sobre ese diálogo se edifica la cultura, sin él tarde o temprano, la naturaleza se rebela” (Moratiel 2010:108).

La resolución de la trama nos plantea un paradójico final. En el plano colectivo, una visión pesimista, pues, muerto el comisario Vélez, es sustituido inmediatamente por un tal “Malfatti”, quien sabe si peor que su predecesor. En el individual, la posibilidad de apertura a la libertad, la posibilidad de elaborar los mitos, subvertirlos e incluso proponer su renovación. Éste es el sentido de las palabras de don Antonio, que considera exorcizado el tacuaral, mientras busca nuevas etimologías que lo liberen de su significado telúrico.

Bibliografia

Aínsa, Fernando (2005). “Pasos perdidos, identidad encontrada. La edad del paisaje en Alejo Carpentier”, en Álvaro Salvador, Ángel Esteban (eds.), Alejo Carpentier: Un siglo entre luces, Madrid: Verbum: 151-166.

Carpentier, Alejo (1999). Visión de América. Barcelona: Seix Barral.

 (1978). Los pasos perdidos. Barcelona: Barral.



Moratiel, Virginia (2010). El Tacuaral. Cáceres: Institución Cultural “El Brocense”.

1 El escritor y crítico uruguayo Fernando Aínsa habla de “frondosidad” del espacio-tiempo americano, tomando la expresión de Saul Kars: “Separadas y aisladas como “cortezas geológicas” de la historia, superpuestas sin excluirse, las formas de vida del pasado coexisten con las del presente, lo que brinda a toda reflexión sobre el tema de la percepción del tiempo una connotación espacial, por no decir geográfica. “América latina es un continente donde el hombre del Génesis, el hombre medieval y el moderno pueden darse la mano” recuerda gráficamente el propio Alejo Carpentier ( Aínsa 2005: 152).

2 La obra, del pintor más representativo de la realidad porteña, icono del tango, ha pertenecido realmente a la familia de la autora.


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