En busca del tiempo perdido



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Y aun a veces, a aquella música se añadía la voz humana. Albertina pronunciaba unas palabras. ¡Cuánto hubiera que­rido yo captar su sentido! Ocurría que a sus labios venía el nombre de una persona de la que habíamos hablado y que suscitaba mis celos, pero sin hacerme sufrir, pues el recuer­do que traía aquel nombre parecía no ser otro que el de las conversaciones que sobre él había tenido conmigo. Pero una noche, despertándose a medias, con los ojos cerrados, me dijo tiernamente dirigiéndose hacia mí: «Andrea». Disimulé mi emoción.

-Estás soñando, yo no soy Andrea -le dije riendo.

Ella sonrió también:

-No, quería preguntarte qué te había dicho Andrea antes.

-Yo habría creído más bien que habías estado como ahora acostada a su lado.

-Pues no, nunca -me dijo.



Pero antes de contestarme esto se tapó un momento la cara con las manos. Luego sus silencios no eran más que ve­laduras, luego sus cariños de superficie no hacían más que retener en el fondo mil recuerdos que me hubieran destroza­do, luego su vida estaba llena de esos hechos cuyo relato bur­lón, cuya crónica humorística constituye nuestros cotilleos cotidianos sobre los demás, sobre los que nos son indiferen­tes, pero que cuando un ser no está bien claro en nuestro co­razón, nos parecen un esclarecimiento tan precioso de su vida que por conocer ese mundo subyacente daríamos de buen grado la nuestra. Entonces veía su sueño como un mundo maravilloso y mágico en el que va surgiendo por momentos, desde el fondo del elemento apenas traslúcido, la confesión de un secreto que no entenderemos. Pero, gene­ralmente, cuando Albertina dormía parecía haber recobra­do su inocencia. En la actitud en que yo la había puesto, pero que en seguida ella hacía suya en el sueño, parecía confiarse a mí. Su semblante había perdido toda expresión de astucia o de vulgaridad, y entre ella y yo, levantado su brazo hacia mí, posada en mí su mano, parecía haber un completo aban­dono, una indisoluble unión. Su sueño no la separaba de mí y dejaba subsistir en ella la noción de nuestro cariño; más bien producía el efecto de abolir todo lo demás; yo la besaba, le decía que iba a dar una vuelta, ella entreabría los ojos y me decía sorprendida -y, en efecto, era ya de noche-: «Pero ¿adónde vas así, querido?» (llamándome por mi nombre de pila), y se volvía a dormir en seguida. Su sueño no era más que una especie de anulación del resto de la vida, nada más que un silencio compacto sobre el que, de cuando en cuando, emprendían el vuelo palabras familiares de cariño. Enlazando unas con otras, se hubiera compuesto la conver­sación sin mezcla, la intimidad secreta de un puro amor. Este sueño tan tranquilo me encantaba como encanta a una madre, que lo interpreta como una cualidad, el buen sueño de su niño. Y, en efecto, el sueño de Albertina era el sueño de un niño. También su despertar, y tan natural, tan tierno, in­cluso antes de que ella supiera dónde estaba, que a veces me preguntaba yo con espanto si Albertina había tenido la cos­tumbre, antes de vivir en mi casa, de no dormir sola y de en­contrar, al abrir los ojos, a alguien a su lado. Pero su gracia infantil era más fuerte. Yo me maravillaba, también como una madre, de que se despertara siempre de tan buen hu­mor. Al cabo de unos momentos iba recobrando la concien­cia, decía palabras encantadoras, no ligadas las unas a las otras, simple piar de pájaro. Por una especie de sustitución, su cuello, habitualmente poco notable, ahora casi demasia­do bello, había tomado la inmensa importancia que sus ojos, cerrados por el sueño, habían perdido, sus ojos, mis interlo­cutores habituales y a los que, cerrados los párpados, ya no podía dirigirme. De la misma manera que los ojos cerrados dan al rostro una belleza inocente y grave suprimiendo lo que las miradas expresan demasiado, las palabras no sin sig­nificación, pero entrecortadas de silencio, que Albertina pronunciaba al despertar tenían una pura belleza no macu­lada a cada momento, como la conversación, con hábitos verbales, con muletillas, con huellas de defectos. Además, cuando me decidía a despertar a Albertina, podía hacerlo sin temor, pues sabía que su despertar no tendría ninguna relación con la velada que acabábamos de pasar, sino que surgiría de su sueño como de la noche surge la mañana. En cuanto abría los ojos sonriendo, me ofrecía su boca, y antes de que dijera nada, gustaba yo su frescor, sedante como el de un jardín todavía silencioso antes de salir el sol.

Al día siguiente de aquella noche en que Albertina me dijo que acaso iría y después que no iría a casa de los Verdurin, me desperté temprano y, todavía medio dormido, mi alegría me dijo que iba a hacer, interpolado en el invierno, un día de primavera. Fuera, los temas populares finamente escritos para instrumentos varios, desde la corneta del que arregla cacharros de cocina, o la trompeta del que pone asientos en las sillas, hasta la flauta del cabrero, que en un buen día pa­recía un pastor de Sicilia, orquestaban ligeramente el aire matinal, en una «obertura para un día de fiesta». El oído, ese sentido delicioso, nos trae la compañía de la calle, trazándo­nos todas sus líneas, dibujando todas las formas que por ella pasan, mostrándonos su color. Las «cortinas» de hierro del panadero, del lechero, que ayer se bajaron sobre todas las posibilidades de felicidad femenina, se alzaban ahora, como las ligeras poleas de un navío que apareja y se dispone a zar­par, atravesando el mar transparente, sobre un sueño de jó­venes empleadas. Este ruido de cortina que se levanta hubie­ra sido quizá mi único placer en un barrio diferente. En éste, otros cien me alegraban, otros cien de los que no hubiera querido perder ni uno quedándome dormido demasiado tiempo. En esto radica el encanto de los viejos barrios aris­tocráticos: en ser al mismo tiempo populares. Así como al lado de las catedrales había a veces, junto al pórtico, diversos pequeños oficios (y a veces conservaron el nombre de éstos, como el de la catedral de Ruan, llamado de los «Libreros», porque éstos exponían contra él, al aire libre, su mercancía), otros pequeños oficios, pero ambulantes, pasaban delante del noble hotel de Guermantes y recordaban a veces la Fran­cia eclesiástica de otras épocas. Pues el gracioso pregón que lanzaban a las casitas vecinas no tenía, con raras excep­ciones, nada de una canción. Tanto como de la declamación -apenas esmaltada de insensibles variaciones- difería de Boris Godunov y de Pelléas; pero por otra parte recordaba la salmodia de un sacerdote de unas ceremonias que tienen en las escenas de la calle una contrapartida inocente, ferial, y, sin embargo, semilitúrgica. Nunca me habían gustado tanto aquellos pregones como desde que Albertina vivía conmigo; me parecían como una gozosa señal de su despertar e, inte­resándome en la vida de la calle, me hacían sentir mejor la sedante virtud de una presencia querida, tan constante como yo la deseaba. Algunos de los alimentos pregonados en la calle, y que yo personalmente detestaba, le gustaban mucho a Albertina, tanto que Francisca mandaba a com­prarlos por el criadito, quizá un poco humillado de verse confundido con la multitud plebeya. En aquel barrio tan tranquilo (donde los ruidos no eran ya para Francisca un motivo de tristeza y lo eran de alegría para mí) me llegaban muy distintos, cada uno con su modulación diferente, unos recitativos declamados por aquella gente del pueblo como se declamarían en la música, tan popular, de Boris, donde una entonación inicial apenas es alterada por la inflexión de una nota que se inclina sobre otra música de la multitud que es más bien un lenguaje que una música. El pregón «¡A los bue­nos bígaros, dos perrillas el bígaro!» hacía que se precipitara la gente hacia los cucuruchos en que vendían esos horribles moluscos que, de no ser por Albertina, me hubieran repug­nado, lo mismo que los caracoles que oía vender a la misma hora. También aquí el vendedor hacía pensar en la declama­ción apenas lírica de Musorgski, pero no solamente en ella. Pues después de decir en tono solamente «hablado»: «¡Cara­coles, caracoles frescos, hermosos!», el vendedor de caraco­les, con la tristeza y la vaguedad de Maeterlinck, musical­mente traspuestas por Debussy, en uno de esos dolorosos finales en que el autor de Pelléas se parece a Rameau: «Si yo he de ser vencido, ¿serás tú mi vencedor?», añadía con una cantarina melancolía: «A seis perrillas la docena...»

Siempre me fue difícil comprender por qué estas palabras tan claras las suspiraba el hombre en un tono tan poco ade­cuado, misterioso como el secreto que pone a todo el mun­do triste en el viejo palacio al que Melisanda no ha logrado llevar la alegría, y profundo como un pensamiento del an­ciano Arkel que procura proferir en palabras muy sencillas toda la sabiduría y el destino. Las mismas notas sobre las que se eleva, con creciente dulzura, la voz del viejo rey de Alle­monde o de Golaud para decir: «No se sabe qué es lo que hay aquí. Esto puede parecer extraño. Acaso no hay aconteci­mientos inútiles», o bien: «No te asustes... Era un pobre ser misterioso, como todo el mundo», eran las notas que ser­vían al vendedor de caracoles para repetir, en una cantilena indefinida: «A seis perrillas la docena...» Pero este lamen­to metafísico no tenía tiempo de expirar al borde del infi­nito, pues lo interrumpía por una aguda trompeta. Esta vez no se trataba de cosa de comer; las palabras del libreto eran: «Se esquilan perros, se pelan gatos, se cortan rabos y orejas».

Claro que la fantasía, el ingenio de cada vendedor o ven­dedora, solían introducir variantes en todas estas músicas que yo oía desde mi cama. Sin embargo, una interrupción ri­tual que ponía un silencio en medio de la palabra, sobre todo cuando se repetía dos veces, evocaba constantemente el re­cuerdo de las viejas iglesias. El vendedor de prendas de ves­tir, con su látigo, en su carrito conducido por una burra, que paraba delante de cada casa para entrar en los patios, salmo­diaba: «Ropa, vendo ropa, ro... pa», con la misma pausa en­tre las dos sílabas de ropa que si estuviera entonando en ple­no canto: per omnia saecula saeculo... rum o Requiescat in pa... ce, aunque no creyera en la eternidad de su ropa y no la ofreciera tampoco como sudarios para el supremo descanso en paz. Y de la misma manera, como los motivos comenza­ban a entrecruzarse en aquella hora matinal, una verdulera, empujando su carretilla, se valía para su letanía de la divi­sión gregoriana:
À la tendresse, à la verduresse

Artichauts tendres et beaux

Ar - tichauts,
aunque seguramente ignoraba el antifoniario y los siete to­nos que simbolizan, cuatro de ellos las ciencias del quadri­vium y tres las del trivium.

Sacando de un flautín o de una cornamusa unos aires de su país meridional, cuya luz rimaba bien con los días bue­nos, un hombre de blusa, llevando en la mano una correa de buey y tocado con una boina vasca, se paraba delante de las casas. Era el cabrero, con dos perros y, delante de él, su reba­ño de cabras. Como venía de lejos, pasaba bastante tarde por nuestro barrio, y las mujeres acudían con un tazón para co­ger la leche que iba a fortalecer a sus pequeños. Pero a los so­nes pirenaicos de aquel benéfico pastor se mezclaba ya la campanilla del afilador, el cual gritaba: «¡Cuchillos, tijeras, navajas de afeitar!» Con él no podía luchar el afilador de sie­rras, pues éste, desprovisto de instrumento, se contentaba con gritar: «Tenéis sierras que afilar, el afilador», mientras que el estañador, más alegre, después de enumerar las calde­ras, las cacerolas, todo lo que estañaba, entonaba el refrán:


Tam, tam, tam,

C'est moi qui rétame,

Même le macadam,

C'est moi qui mets des fonds partout,

Qui bouche tous les trous,

Trou, trou, trou.
Y unos italianos pequeños, con unas grandes cajas de hie­rro pintadas de rojo que llevaban marcados los números -perdedores y ganadores-, y tocando una carraca, propo­nían: «Diviértanse, señoras, aquí está la diversión».

Francisca me trajo Le Figaro. De una sola ojeada me di cuenta de que tampoco publicaba mi artículo. Me dijo que Albertina preguntaba si podía entrar en mi cuarto y me avi­saba que, en todo caso, había renunciado a la visita a los Ver­durin y pensaba ir, como yo le había aconsejado, a la función «extraordinaria» del Trocadero -lo que hoy se llamaría, con mucha menos importancia, sin embargo, una matinée de gala- después de un pequeño paseo a caballo que iba a dar con Andrea. Ahora que yo sabía que Albertina había renun­ciado a su deseo, tal vez malo, de ir a ver a madame Verdurin, dije riendo: «¡Que venga!», y pensé que podía ir donde qui­siera y que me daba lo mismo. Sabía que al final de la tarde, al llegar el crepúsculo, sería seguramente otro hombre, tris­te, dando a las menores idas y venidas de Albertina una im­portancia que no tenían a esta hora matinal y cuando hacía tan buen tiempo. Pues a mi despreocupación seguía la clara noción de su causa, pero ésta no alteraba aquélla.

-Francisca me dijo que estabas despierto y que no te mo­lestaba -dijo Albertina al entrar. Y como el mayor temor de Albertina, junto con el de que yo tuviera frío al abrir ella su ventana en un momento inadecuado, era entrar en mi cuar­to cuando estaba dormido, añadió-: Espero no haber hecho mal. Tenía miedo de que me dijeras:
Quel mortel insolent vient chercher le trépas?8

Y se rió con aquella risa que tanto me alteraba. Le contesté en el mismo tono de broma:


Est-ce pour vous qu'est fait cet ordre si sévère?9
Y por miedo de que la infringiera alguna vez, añadí:
-Aunque me daría mucha rabia que me despertaras.

-Ya lo sé, ya lo sé, no temas -me dijo Albertina. Y para dulcificar la cosa, añadí, siguiendo la representación con ella de la escena de Esther, mientras en la calle continuaban los pregones, muy confusos ahora por nuestra conversación:


Je ne trouve qu'en vous je ne sais quelle grâce Qui me charme toujours et jamais ne me lasse10
(y pensaba para mí: «Sí, me cansa muy a menudo»). Y recor­dando lo que me había dicho la víspera, al mismo tiempo que le daba con exageración las gracias por haber renuncia­do a los Verdurin, le dije, para que otra vez me obedeciera también en alguna otra cosa:

-Albertina, desconfías de mí, que te quiero, y tienes con­fianza en personas que no te quieren -como si no fuera na­tural desconfiar de las personas que nos quieren y que son las que tienen interés en mentirnos para saber, para impedir, y añadí estas palabras mentirosas-: En el fondo, no crees que te quiero, es curioso. En efecto, no te adoro.

Albertina mintió a su vez al decirme que no se fiaba de na­die más que de mí, y después fue sincera al asegurar que sa­bía muy bien que la quería. Pero esta afirmación no parecía implicar que no creyera que yo mentía y que la espiaba. Y sa­bía perdonarme, como si viera en ello la consecuencia inso­portable de un gran amor o como si ella misma se encontra­ra menos buena.

-Por favor, niña mía, nada de alardes ecuestres como el otro día. ¡Figúrate, Albertina, si te ocurriera un accidente!

No le deseaba, naturalmente, ningún mal. Pero ¡qué suer­te si se le ocurriera un día la buena idea de partir con sus ca­ballos a cualquier sitio, que le gustara aquel sitio y no volvie­ra nunca más a casa! ¡Cómo se simplificaría todo si se fuera a vivir, dichosa, lejos, sin que a mí me interesara siquiera sa­ber dónde!

-¡Oh!, estoy segura de que no me sobrevivirías ni cuaren­ta y ocho horas, de que te matarías.

Así fuimos cruzando palabras mentirosas. Pero una ver­

dad más profunda que la que diríamos si fuéramos sinceros podemos a veces expresarla y anunciarla por una vía que no es la de la sinceridad.

-¿No te molestan todos esos ruidos de fuera? -me pregun­tó-. A mí me encantan, pero a ti que tienes el sueño tan ligero...

A veces lo tenía muy profundo (como ya he dicho, pero lo que va a seguir me obliga a recordarlo), y sobre todo cuando no me dormía hasta la madrugada. Como un sueño de éstos es, por término medio, cuatro veces más reparador, al que se despierta de él le parece que ha sido cuatro veces más largo, cuando ha sido cuatro veces más corto. Magnífico error de una multiplicación por dieciséis, que tanta belleza da al des­pertar e introduce en la vida una verdadera innovación, pa­recida a esos grandes cambios de ritmo musical en virtud de los cuales una corchea contiene en un andante tanta dura­ción como una blanca en un prestissimo, y que en el estado de vigilia son desconocidos. En ella, la vida es casi siempre la misma, de aquí las decepciones del viaje. Sin embargo, pare­ce que el sueño esté hecho a veces con la materia más grosera de la vida, pero, en él, esta materia está «tratada», trabajada de tal modo -con un alargamiento debido a que ninguno de los límites horarios del estado de vigilia le impide llegar a al­turas insólitas- que no se la reconoce. Las mañanas en que me tocaba esta fortuna, en que la esponja del sueño había borrado de mi cerebro los signos de las ocupaciones cotidia­nas trazados en él como en una pizarra, tenía que hacer revi­vir mi memoria; a fuerza de voluntad podemos recuperar lo que la amnesia del sueño o un ataque nos ha hecho olvidar y que va renaciendo poco a poco a medida que abrimos los ojos o que desaparece la parálisis. Llamaba a Francisca y quería hablarle en un lenguaje adecuado a la realidad y al momento, pero había vivido tantas horas en unos instantes que tenía que recurrir a todo mi poder interno de compren­sión para no decir: «Bueno, Francisca, son las cinco de la tar­de y no la he visto desde ayer». Y para dominar mis sueños, en contradicción con ellos y mintiéndome a mí mismo, y obligándome con todas mis fuerzas al silencio, decía desca­radamente palabras contrarias: «¡Francisca, son las diez!» Ni siquiera decía las diez de la mañana, sino simplemente las diez, para que aquellas «diez» tan increíbles pareciesen pro­nunciadas en un tono más natural. Sin embargo, decir estas palabras, en lugar de las que seguía pensando el durmiente apenas despertado que yo era todavía, me exigía el mismo esfuerzo de equilibrio que a una persona que, saltando de un tren en marcha y corriendo un momento a lo largo de la vía, lograra no caerse. Corre un momento porque el medio que deja era un medio animado de gran velocidad y muy dife­rente de este otro suelo inerte, al que a sus pies les es difícil acostumbrarse.

Del hecho de que el mundo del sueño no sea el mundo de la vigilia no se deduce que el mundo de la vigilia sea menos verdadero, al contrario. En el mundo del sueño, nuestras percepciones están tan sobrecargadas, expresada cada una por otra superpuesta que la duplica y la ciega inútilmente, que, en el aturdimiento del despertar, ni siquiera sabemos distinguir lo que pasa; ¿había venido Francisca, o era que yo, cansado de llamarla, iba a buscarla? En aquel momento el si­lencio era el único medio de no revelar nada, como en el mo­mento en que nos detiene un juez enterado de circunstan­cias que nos conciernen, pero de las que no nos informan. ¿Había venido Francisca?, ¿la había llamado yo? E incluso, ¿no sería Francisca quien dormía y yo quien acababa de des­pertarla? Más aún, ¿no estaba Francisca encerrada en mi pecho, pues la distinción de las personas y su interacción apenas existen en esa parda oscuridad donde la realidad es tan poco traslúcida como en el cuerpo de un puercoespín y donde la percepción puede quizá dar idea de la de ciertos animales? Por otra parte, hasta en la límpida locura que pre­cede a esos sueños más pesados, si flotan luminosamente unos fragmentos de sentido, si no se ignoran los nombres de Taire, de George Eliot, no por eso deja de tener el mundo de la vigilia esa superioridad de poder continuar el sueño cada mañana, y no cada noche. Pero acaso hay otros mundos más reales que el de la vigilia. Y aun hemos visto que hasta éste, cada revolución en las artes le transforma, mucho más, en el mismo tiempo, el grado de aptitud o de cultura que diferen­cia a un artista de un necio ignorante.

Y con frecuencia una hora de sueño de más es un ataque de parálisis después del cual hay que recuperar el uso de los miembros, aprender de nuevo a hablar. La voluntad no lo conseguiría. Hemos dormido demasiado, ya no somos. El despertar lo sentimos apenas mecánicamente, y sin concien­cia, como quizá en una tubería el cierre de un grifo. Sucede una vida más inanimada que la de la medusa, una vida en la que, suponiendo que pudiéramos pensar algo, nos parecería salir del fondo de los mares o volver de presidio. Pero enton­ces, desde lo alto del cielo, se inclina sobre nosotros la diosa Mnemotecnia y nos tiende, en forma de «hábito de pedir el café con leche», la esperanza de la resurrección11. La resu­rrección no llega en seguida; creemos haber llamado, no lo he­mos hecho, se trata de ideas demenciales. Sólo el movimiento restablece el pensamiento, y cuando hemos apretado de ver­dad la pera eléctrica, podemos decir con lentitud, pero clara­mente: «Son las diez. Francisca, tráigame el café con leche.»



¡Oh milagro! Francisca no podía sospechar el mar de irrealidad que me bañaba todavía todo entero y a través del cual había tenido la energía de hacer pasar mi extraña pre­gunta. Pues me contestaba: «Son las diez», lo que me daba una apariencia razonable y me permitía no dejar notar las extrañas conversaciones que me habían mecido intermina­blemente (los días en que no era una montaña de vacío que me quitaba toda vida). A fuerza de voluntad, me reintegra­ba a la realidad. Gozaba todavía de los restos del sueño, es decir, de la única invención, de la única renovación que exis­te en la manera de contar, pues ninguna narración en estado de vigilia, aunque sea embellecida por la literatura, tiene esas misteriosas diferencias de las que nace la belleza. Es fácil hablar de la que crea el opio. Mas para un hombre habituado a no dormir sino con drogas, una hora inesperada de sueño natural descubrirá la inmensidad matinal de un paisaje no menos misterioso y más lozano. Variando la hora, el lugar donde dormimos, provocando el sueño de una manera arti­ficial, o, al contrario, volviendo por un día al sueño natural -el más extraño de todos para quien tiene el hábito de dor­mir con soporíferos-, se llega a obtener variedades de sueño mil veces más numerosas que las que obtendría un floricul­tor de claveles o de rosas. Los floricultores obtienen flores que son sueños deliciosos, también otras que parecen pesa­dillas. Cuando me dormía de cierta manera, me despertaba tiritando, creyendo que tenía el sarampión o, lo que era más doloroso aún, que mi abuela (en la que ya no pensaba nun­ca) sufría porque me había burlado de ella un día en que, en Balbec, creyendo que se iba a morir, quiso que yo tuviese una fotografía suya. En seguida, aunque despierto, quería ir a explicarle que no me había entendido. Pero ya no tiritaba. Quedaba descartado el pronóstico de sarampión, y mi abue­la tan alejada de mí que ya no hacía sufrir a mi corazón. A veces, una oscuridad súbita se abatía sobre estos sueños di­ferentes. Yo tenía miedo prolongando mi paseo en una ave­nida completamente oscura, por la que oía pasar rondado­res. De pronto surgía una discusión entre un guardia y una de esas mujeres que solían ejercer el oficio de conducir y que, de lejos, tomamos por jóvenes cocheros. En su pescante ro­deado de tinieblas yo no la veía, pero ella hablaba y en su voz leía yo las perfecciones de su rostro y la juventud de su cuer­po. Avanzaba hacia ella en la oscuridad para subir a su ca­rruaje antes de que reanudara la marcha. Estaba lejos. Afor­tunadamente, se prolongaba la discusión con el guardia. Yo alcanzaba el coche, todavía parado. Esta parte de la avenida estaba alumbrada con reverberos. Ahora la conductora era visible. Desde luego era una mujer, pero vieja, alta y gorda, con un pelo blanco que se salía del gorro y una erupción roja en la cara. Me alejaba pensando: «¿Ocurre esto con la juven­tud de las mujeres? Si de pronto deseamos volver a ver a las que hemos conocido, ¿son ya viejas? ¿Acaso la mujer que de­seamos es como un papel de teatro que cuando decaen sus creadoras hay que encomendarlo a nuevas estrellas? Pero entonces ya no es la misma.»

Y me invadía la tristeza. Resulta, pues, que en nuestro sue­ño tenemos numerosas Piedades, como las Pietà del Renaci­miento, pero no ejecutadas en mármol como ellas, al contra­rio: inconsistentes. Sin embargo, tienen su utilidad, la de hacernos recordar cierta visión de las cosas más tierna, más humana, visión que tendemos demasiado a olvidar en la cordura gélida, a veces llena de hostilidad, de la víspera. Así me hicieron recordar a mí la promesa que a mí mismo me hiciera, en Balbec, de conservar siempre la compasión por Francisca. Y al menos durante toda esta mañana me esforza­ría por no irritarme con las querellas de Francisca y del ma­yordomo del hotel, por ser bueno con Francisca, a quien tan poca bondad dedicaban los otros. Esta mañana solamente, y tendría que procurar hacerme una ley más estable; pues así como los pueblos no son mucho tiempo gobernados por una política de puro sentimiento, los hombres no se gobier­nan por el recuerdo de sus sueños. Ya aquél comenzaba a es­fumarse. Procurando recordarle para pintarle, le hacía huir más de prisa. Mis párpados no estaban ya tan fuertemente cerrados sobre mis ojos. Si intentaba reconstruir mi sueño, se abrirían por completo. En todo momento hay que elegir entre la salud, la cordura por una parte y los goces espiritua­les por otra. Yo he tenido siempre la cobardía de elegir la pri­mera parte. Por lo demás, el peligroso poder a que renuncia­ba lo era más aún de lo que se cree. Las compasiones, los sueños, no se esfuman solos. Al variar las condiciones en las que nos hemos dormido, no se desvanecen solamente los sueños, sino también, por muchos días, a veces por años, la facultad no sólo de soñar, sino de dormir. El dormir es divi­no, pero poco estable; el más ligero choque lo volatiliza. Amigo del hábito, éste le retiene cada noche, más fijo que él, en su lugar consagrado, le preserva de todo choque; pero si le cambian de lugar, si ya no está sujeto, se desvanece como el humo. Es como la juventud y como los amores, que no se recuperan.


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