Falsa Alarma



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Capítulo 3


¡Laurel ayúdanos! ¡Laurel, por favor! ¡Por favor! Por favor... por favor...

Ella había tenido cien veces el mismo sueño.

Recorría su mente como una grabación de video una y otra vez, y la fatigaba, y gravitaba sobre su conciencia, y le desgarraba el corazón. Las voces eran siempre lo peor del asunto. Las voces de los niños, frenéticas, rogando y pidiendo. Los matices de esas voces tocaban los nervios, provocaban reacciones fisiológicas automáticas. Las pulsaciones de Laurel brincaban, respiraba con un jadeo breve, superficial e insatisfactorio. La adrenalina y la frustración recorrían su cuerpo en proporciones iguales.

El doctor Pritchard había intentado enseñarle a identificar esas señales y a desactivarlas. En teoría, ella hubiera debido ser capaz de suspender el sueño y todos los horribles sentimientos que el mismo desencadenaba; pero nunca lo conseguía. Yacía allí, sintiéndose encolerizada y dominada por el pánico e impotente, viendo cómo el drama se desarrollaba en su subconsciente para llegar al fin inevitable, incapaz de despertar, incapaz de detenerlo, incapaz de modificar el curso de los hechos que lo provocaban. Débil, impotente, ineficaz, incapaz.



Señorita Chandler, retiramos los cargos por la falta de pruebas suficientes.

Aquí, ella siempre trataba de tragar saliva, y no podía. Imaginaba que era un episodio freudiano. Ella no podía refutar la decisión del fiscal general, del mismo modo que no hubiera podido masticar y tragar el Libro de Actas del Congreso. O quizás era la carga de la culpa la que le apretaba la garganta, y amenazaba asfixiarla. No había conseguido demostrar su caso. Había fracasado, y los niños pagarían las consecuencias.



¡Ayúdanos, Laurel! ¡Por favor! ¡Por favor, por favor!

Golpeó el cuerpo contra la cama, y de nuevo imaginó las ataduras de su propia incompetencia. Podía ver a los tres niños impotentes detrás del fiscal general, sus caras como óvalos descoloridos dominados por ojos oscuros sobrecargados de dolor y esperanza moribunda. Habían dependido de ella, confiado en ella. Laurel había prometido ayudar, había garantizado que se haría justicia.



...falta de pruebas suficiente, señorita Chandler

Quentin Parker se agrandaba cada vez más en su imagen, se convertía en un ser sombrío y amenazador, metamorfoseado en un monstruo horrible, mientras las caras de los niños se alejaban más y más. Las veía cada vez más descoloridas mientras retrocedían flotando, y los ojos se les agrandaban de miedo.



¡Ayúdanos, Laurel! Por favor... por favor... por favor...

...serán devueltos a sus padres...

—No —murmuró Laurel volviéndose, y apartando bruscamente la ropa de cama.



¡Ayúdanos, Laurel!...

...serán devueltos a la custodia de...

—¡No! —Descargó los puños sobre el colchón, varias veces, al mismo tiempo que repetía la negación—. ¡No! ¡No!

...se presentará una disculpa formal...

—¡¡NO!!


Laurel enderezó el cuerpo cuando la puerta se cerró sobre su subconsciente. El aire entró y salió de sus pulmones con un jadeo tremendo, cálido y áspero. Tenía el camisón pegado a la piel y empapado de frío sudor. Abrió muy grandes los ojos y se impuso mirar alrededor, y ocupó su cerebro con la catalogación de cada cosa que veía los pies de la cama, el enorme armario colonial francés perfilándose sombrío contra la pared, la cómoda de madera de avellano con tapa de mármol, y la jarra y la palangana de porcelana adornadas con dibujos de flores. Cosas normales, cosas conocidas iluminadas por la pálida luz de la luna que entraba por los ventanales franceses. Ya no estaba en Georgia. Ese no era el condado Scott. Eso era Belle Riviere, la casa de la tía Caroline en Bayou Breaux. El lugar adonde ella había huido.

Cobarde.

Rechinó los dientes al pronunciar la palabra y se frotó las manos sobre la cara, y después se pasó los dedos por los cabellos húmedos y despeinados.

—¿Laurel?

La voz vacilante expresaba preocupación. La puerta del dormitorio se abrió y Savannah asomó la cabeza. Laurel pensó: Como en los viejos tiempos, cuando eran niñas y Savannah había asumido el papel de madre que Vivían Chandler se resistía a aceptar, a menos que contase con un público. Ahora ella y Savannah tenían treinta y treinta y dos años, pero habían retornado a ese esquema con la misma facilidad con la que uno se pone un par de zapatos viejos muy cómodos.

Parecía extraño en vista de que Laurel era la que había crecido para hacerse cargo de su vida, la que había hecho carrera y adquirido cierto nombre. Y Savannah se había rezagado, sin romper jamás con el pasado o el lugar, sin ser capaz de elevarse por encima de los hechos que formaban el contexto.

—Eh, nena —murmuró Savannah mientras cruzaba la habitación. La luna se escondió tras una nube y la envolvió en sombras, de modo que Laurel tuvo a lo sumo la impresión de una masa de largos cabellos negros, un vestido de seda clara asegurado descuidadamente con un cinturón, las piernas largas y bien formadas y los pies descalzos—. ¿Estás bien?

Laurel unió los brazos alrededor de las rodillas y respiró, y en sus labios se dibujó una sonrisa forzada mientras su hermana se sentaba sobre el borde de la cama.

—Estoy bien.

Savannah encendió la lámpara depositada sobre la mesa de noche, y las dos parpadearon para proteger los ojos de la luz.

—Mentirosa —gruñó, frunciendo el entrecejo mientras miraba a su hermana—. Te oí agitarte y moverte en la cama. ¿Otra pesadilla?

—No creí que volvieras a casa esta noche —dijo Laurel, tratando de desviar la conversación hacia otro rumbo. Se agitaba y movía todas las noches, tenía pesadillas noche tras noche. Esa era su norma, y no valía la pena hablar del asunto.

La boca carnosa de Savannah esbozó un mohín, y sus cejas bien dibujadas confluyeron en un punto.

—Eso no importa —dijo secamente—. Las cosas terminaron con más prisa que lo que yo preveía.

—¿Dónde estuviste? —En algún lugar cargado de humo y bebida. Laurel podía ver la combinación, por encima de una base generosa de perfume. Humo y alcohol y algo más salvaje y terrenal, como el sexo o el pantano.

—No importa. —Savannah desechó el tema con un movimiento de la cabeza—. Dios mío, mírate. Ese camisón está empapado de transpiración. Te traeré otro.

Laurel permaneció donde estaba, mientras su hermana se acercaba a la cómoda de madera de cerezo y comenzaba a abrir cajones buscando ropa blanca. Se dijo que probablemente hubiera debido insistir en el cuidado de su propia persona, pero la verdad era que no sentía deseos. Estaba agotada por la falta de sueño y por su encuentro con Jack Boudreaux. Además, ¿eso no era parte de lo que había venido a buscar? ¿No deseaba que la reconfortasen, no quería recibir la atención dispensada por los seres que ella conocía bien?

Aunque detestase reconocerlo, aún se sentía físicamente débil, además de golpeada emocionalmente. Con una mueca se dijo que sentirse descalabrada era agobiador para una persona, Pero como el doctor Pritchard solía destacar, su declinación física había comenzado mucho antes de la crisis nerviosa. Durante lo que el periodismo había rotulado sencillamente «El caso del condado Scott», ella estaba excesivamente concentrada, demasiado obsesionada para pensar en cosas triviales como la comida, el sueño, el ejercicio. Su mente estaba absorta en las acusaciones de abuso sexual, en la búsqueda de pruebas, en la protección de los niños, en la defensa de la justicia.

La voz rezongona de Savannah la apartó de esos recuerdos.

—Por Dios, muchacha, ¿no tienes un camisón que no se parezca a algo que Mamá Pearl confeccionó para los pobres utilizando sacos de harina?

Regresó a la cama sosteniendo en las manos una camisa de algodón blanco varios números demasiado grande, como si temiese que su fealdad pudiera pegársele. El gusto de Savannah a la hora de ir a la cama se ajustaba a las normas más exigentes de Hollywood. Bajo el escote de la bata de seda corta, color champaña, Laurel alcanzó a ver el busto abundante tensando los limites de una prenda de encaje color café. Con un cuerpo que era todo curvas abundantes, un cuerpo que en cierto modo proclamaba su sexualidad, Savannah estaba destinada a la seda y al encaje. La femineidad de Laurel era sutil, era una manifestación atenuada y ella no deseaba modificar eso.

—Soy la única persona que verá este camisón —dijo. Se quitó la prenda húmeda y se puso la nueva, y sintió el contacto de la tela seca y fresca que recayó sobre su piel pegajosa

La respuesta de Savannah fue un resoplido indignado. De nuevo se sentó sobre el borde de la cama, y cruzó las piernas como una modelo, con una expresión de fiereza en la cara.

—Si alguna vez llego a cruzarme con Wesley Brooks, te juro que lo mataré. Imagina que se atrevió a abandonarte.

—No —Laurel suavizó la orden con una sonrisa insegura y extendió la mano para tocar la de Savannah, convertida en un puño cerrado—. No deseo imaginarlo, lo viví. Además, no fue culpa de Wes que nuestro matrimonio no funcionase.

—¡De modo que no fue culpa de él!

Laurel interrumpió lo que sería otro discurso para denigrar a su ex marido Wesley afirmaba que él no la había abandonado, sino que ella lo había alejado, que ella había aplastado el matrimonio reciente con el peso de su obsesión por el caso, y eso probablemente era cierto. Laurel no intentaba negarlo. Savannah tomaba partido automáticamente, siempre dispuesta a luchar por su hermanita, pero Laurel sabía que no merecía que la apoyasen en esa discusión. Nada tenía que decir contra Wes, pese a la vehemencia de Savannah. Lo único que tenía frente a Wes era un sólido fragmento de remordimiento y culpa, pero no necesitaba abrir ahora ese frasco de gusanos.

—Calla —dijo, apretando los dedos de Savannah—. Hermana, aprecio tu apoyo. Lo digo sinceramente. Pero no discutamos eso esta noche. Es tarde.

La expresión de Savannah se suavizó y la joven abrió la mano y entrelazó sus dedos con los de Laurel.

—Necesitas dormir un poco —Extendió la otra mano y con el índice recorrió la medialuna oscura bajo el ojo de Laurel, el signo que reflejaba la tensión y la fatiga extrema de su hermana.

—¿Y tú? —preguntó Laurel—. ¿No necesitas dormir?

—¿Yo? —Savannah intentó sonreír, pero el gesto no llegó a sus ojos, donde antiguos fantasmas recorrían las frías y azules profundidades—. Soy una criatura nocturna, ¿no lo sabías?

Laurel no dijo nada, pues el antiguo dolor emergió en su interior y vino a mezclarse con el nuevo.

Con un suspiro, Savannah se puso de pie, tironeó del borde de su bata con una mano, y con la otra se recogió un mechón de largos cabellos y lo acomodó tras la oreja.

—Mira, hablo en serio —murmuró— .Si Wesley Brooks apareciese aquí ahora, le cortaría las pelotas y se las metería en las orejas —Con los dedos dibujó un par de pistolas, y con ellas apuntó a Laurel—. Y entonces verías qué cruel puedo ser.

Laurel consiguió sonreír apenas. Por Dios, Vivían palidecería si oía hablar así a una de sus hijas. Las hijas que ella había educado de modo que se comportasen como debutantes. Las bellas deslumbrantes, de hablar suave, que jamás maldecían y casi se desmayaban en presencia de la vulgaridad. Vivían había esperado princesas pertenecientes a los grupos universitarios selectos, pero Dios sabía que Savannah prefería comer tierra y morir antes de afiliarse a ese tipo de actividad social, y sin duda permanecía despierta por las noches ideando los modos de escandalizar a la Liga Juvenil. Laurel había estado excesivamente atareada para unirse a la sociedad, pues estaba obsesionada con la necesidad de diplomarse y consagrarse a la tarea de hacer justicia.

—Y tú, ¿me acusarías? —preguntó Savannah, mientras extendía la mano hacia la llave de la lámpara.

—Sería difícil, pues ya no tengo empleo

—Lo siento, muchacha —Savannah apagó la lámpara, de modo que en la habitación ahora había luz de luna y sombras—. No pensé en lo que estaba diciendo. Tú tampoco deberías pensar en eso. Has regresado a casa. Trata de dormir.

Laurel suspiró y se apartó de la frente los mechones de cabello, y observó cómo Savannah caminaba hacia la puerta, con su andar indolente, naturalmente seductor, la bata reluciente como mercurio.

—Buenas noches, hermana.

—Dulces sueños.

Habría preferido privarse de soñar, pensó Laurel mientras escuchaba el cerrojo de la puerta y los pasos de su hermana que se alejaban por el corredor. Pero la ausencia de sueños significaba que tampoco dormiría. Inspeccionó la faz reluciente del viejo reloj despertador. Las tres y media. Esa noche tampoco dormiría, por mucho que su cuerpo lo necesitase. Su mente no contemplaba la posibilidad de otra repetición del sueño. La conciencia del hecho le llenó de lágrimas los ojos. Estaba tan fatigada, físicamente fatigada, emocionalmente exhausta, cansada de sentir el descontrol.

Evocó el recuerdo de Jack Boudreaux, y una oleada de vergüenza la cubrió, dejándole la piel erizada. Se había comportado como una estúpida. Si ella tenía suerte, tal vez descubriera que Boudreaux estaba demasiado borracho para recordar nada y la próxima vez que lo viese podría fingir que no había sucedido nada. Si existía una próxima vez.

La imagen de los ojos oscuros y la sonrisa perversa ocupó todo el cuadro de su mente. El recuerdo del contacto le provocó estremecimientos que descendieron desde el cuello hacia abajo, y la conmovieron.

No habría una próxima vez si ella podía evitarlo. Sabía por instinto que ella jamás podría dominar a un hombre como Jack Boudreaux. Su tosca sexualidad la abrumaría. Ella nunca podría asumir el control de ese hombre, o de la relación, o de ella misma Lo cual no significaba que él le interesase.

Arrojó a un lado la manta y la sábana, pasó las piernas sobre el borde de la cama, se acercó al ventanal francés y abrió las dos hojas. La noche era agradablemente tibia, fragante con los aromas de la primavera, y ya sugería la humedad que en pocas semanas más descendería sobre la tierra como una manta de lana húmeda. El árbol de magnolia, cerca de la esquina de la casa, aún tenía unas cuantas flores, con sus pétalos de cera de un blanco crema, grandes como platos de comida, entre las hojas verdes, anchas y correosas.

Cuando era niña había trepado a ese árbol, decidida a descubrir cuál era el color de la experiencia. Trepar a los árboles estaba prohibido en Beauvoir, la plantación de la familia Chandler que se extendía a pocos kilómetros de distancia, por el camino que partía de Belle Riviere y la localidad de Bayou Breaux. Trepar a los árboles no era algo que hacían las «niñas buenas», o por lo menos eso decía Vivían. Laurel sacudió la cabeza mientras salía al balcón.

Las niñas buenas... Las buenas familias... Esas cosas no suceden en las buenas familias.

¡Ayúdanos, Laurel! Ayúdanos.

El pasado y el presente se entrelazaban en su espíritu como enredaderas, enredaderas que se retorcían y trepaban adhiriendo los afilados zarcillos al cerebro de la propia Laurel. Se llevó las manos a las orejas, como si de ese modo pudiese acallar las voces que existían únicamente en su propia cabeza. Se mordió el labio hasta que percibió el sabor de la sangre, luchando furiosamente para retener las lágrimas que se amontonaban en sus ojos y formaban un bloque sólido en su garganta.

—Maldición, maldición, maldición...

Entonó las palabras como un mantra, mientras se paseaba por el balcón de su habitación. Ida y vuelta, ida y vuelta, los pies pequeños y desnudos golpeteando suavemente la madera vieja. La debilidad se manifestaba en ella como una corriente marina, y Laurel trataba de resistir a la tentación de apoyarse en la pared y sollozar. Las lágrimas la sofocaban. La debilidad minaba la estabilidad de sus rodillas y la inducía a encogerse como una anciana encorvada o una niña con dolor de vientre. Los recuerdos la bombardeaban con un cañoneo feroz e implacable, los niños del condado Scott, Savannah y el pasado de las dos hermanas.



Niñas buenas. Buenas familias. Sé buena, Laurel. No digas nada, Laurel. Laurel, trata de que todos nos sintamos orgullosos. Ayúdanos, Laurel...

Ya no podía combatir eso, de modo que se volvió y apretó el cuerpo contra la pared de la vieja casa, y también apretó la cara, sin preocuparse siquiera por que los bordes de los ladrillos viejos y gastados le lastimaban la mejilla. Se aferró a la pared, como el individuo que está asomándose al abismo y de pronto recuerda que la altura lo aterroriza.

—Dios mío —murmuró, y la desesperación irrumpió por las grietas de la armadura, y las lágrimas sobrepasaron la débil barrera de los párpados—. Oh, Dios mío, por favor, por favor,...

¡Ayúdanos, Laurel! Por favor, por favor, por favor...

Las yemas de los dedos, y después los nudillos rasparon el ladrillo mientras los dedos se convertían en puños. Laurel sollozó en silencio un momento, liberando una pequeña medida de la tensión interior, y después realizó un esfuerzo enorme para contenerse, y sofocó la necesidad de llorar, y se negó cruelmente ese privilegio. Se apartó de la pared y se volvió hacia el balcón, y se enjugó las lágrimas de la cara con el dorso de la mano.

Maldición, no podía hacer esto. Debía ser fuerte. Había llegado allí para asumir de nuevo el control de su vida, no para desintegrarse en una sola noche.

Utilizando la cólera para anular los restantes sentimientos, se volvió y descargó el puño sobre una de las muchas columnas blancas y lisas que sostenían el techo del balcón, y recibió con agrado el dolor intenso que recorrió su brazo.

—Débil... estúpida... cobarde...

Escupió los insultos, y su furia se orientó hacia adentro. Se castigó mentalmente por sus fracasos, del mismo modo que castigó a la columna con el pie desnudo. El dolor la recorrió como una descarga eléctrica, imponiéndose a todo el resto, quebrando la tensión que había venido acentuándose y endureciéndose cada vez más.

Tragó aire, y se inclinó sobre la balaustrada, los dedos rodeando con fuerza la baranda de hierro forjado. Después del dolor llegó la calma. Le temblaron los músculos, y al fin se relajaron. El latido del corazón se convirtió en un movimiento regular tump, tump, tump...

—Santo Dios, tengo que ir a hacer algo —murmuro—. No puedo continuar así.

Esa idea la había inducido a marcharse de la Clínica Ashland. Su estancia allí había sido tranquila, pero no fecunda. El doctor Pritchard había demostrado más interés por escarbar en el pasado que por ayudarla a mejorar su presente miserable. Ella no comprendía qué sentido tenía todo eso. Lo hecho, hecho estaba. No podía retroceder y resolverlo, por mucho que lo deseara. Lo que necesitaba era rechazar el pasado, elevarse sobre él. Avanzar. Hacer algo ¿Hacer qué?

Su trabajo había concluido. La caída después del caso la había afectado directamente. Ya no tenía poder, profesión ni credibilidad. Ignoraba lo que sería de ella, lo que en definitiva haría o sería. Su trabajo había sido su identidad. Sin él estaba perdida.

—Tengo que hacer algo —repitió, mirando alrededor, como si una respuesta pudiese llegarle del corredor oscuro del balcón, o estuviese en los árboles, o en el jardín, allí abajo.

Belle Riviere había sido construida en la década de 1830 por un comerciante local para suavizar a su joven esposa que tenía añoranza del Vieux Caire de Nueva Orleans. La casa había sido diseñada de modo que emulase el esplendor del distrito francés, con su hermoso jardín cerrado, y la fuente, y las paredes de ladrillos coronadas por filigranas de hierro forjado negro. El jardín donde Laurel había dedicado dos días a arreglarlo todo, para asistir después al desastre provocado por el perro de Jack Boudreaux, supuestamente su perro. Maldito animal.

Maldito hombre.

El jardín había sido mantenido esporádicamente en el curso de los años. Laurel lo recordaba como un lugar de maravillosa belleza durante su niñez, cuando el anciano Antoine Thibodeaux lo cuidaba, y estaba al servicio de la tía Caroline. Fecundo y verde como el Edén, con el agua que brotaba de la fuente, las estatuas elegantes de mujeres griegas sosteniendo jarrones de plantas exóticas. Antoine había ido, hacía de esto mucho tiempo, a gozar de su descanso eterno, y el último jardinero de Caroline hacía mucho que se había trasladado a Nueva Orleans, para trabajar en la calle Bourbon. Caroline, concentrada en su última actividad comercial, una tienda de antigüedades, no se había molestado en contratar a otra persona.

Laurel había considerado que el jardín era el proyecto perfecto para ella física, psicológica y metafóricamente. Debía limpiar los antiguos restos, podar las ramas secas, renovar el suelo, plantar nuevas especies pensando en el futuro. La resurrección, el renacimiento, un nuevo comienzo.

Contempló el desastre que el sabueso Huey había dejado, y suspiró. Las plantas jóvenes arrancadas de raíz y abandonadas allí. Sabía lo que eso significaba...

—Mamá, ¿adonde llevas las cosas de papá?

—A la beneficencia de Lafayette —dijo Vivían Chandler, sin mirar siquiera a su hijita de diez años.

Estaba de pie al lado del lecho que había pertenecido a su marido, elegantemente vestida con una prenda verde claro, una hilera de perlas al cuello. Se la veía serena y refinada, como siempre, como un modelo extraído de una revista de moda, los cabellos de color rubio ceniza, apenas peinados, el lápiz de labios rosado claro. Se llevó a la cintura las manos perfectamente manicuradas, y con uno de sus zapatos blancos de tacón alto golpeó impaciente la alfombra, mientras supervisaba el procedimiento. Tansy Jonas, la última de una serie de jóvenes doncellas, retiró del armario una brazada tras otra de trajes y camisas y pantalones, y con ellos formaba sucesivas pilas.

—Por supuesto, tendremos que llevar una parte a la iglesia —dijo distraídamente Vivian mientras observaba la brazada de camisas que la pobre Tansy sostenía en los brazos. Laurel creía que Tansy no tenía más de quince años, y era delgada como un sauce joven. La muchacha parecía sumergida bajo la carga de prendas de seda y algodón, y los ojos negros se le agrandaron en la cara redonda de color chocolate.

—Es lo que todos esperan —continuó Vivian, mientras inspeccionaba el estado de los puños y los cuellos, sin prestar atención a la incomodidad de Tansy—. Los Chandler siempre fueron la familia principal en la región, y nuestra obligación es aliviar la situación de los miembros menos afortunados de la comunidad. Caramba, el otro día Ridilia Montrose me preguntó si no había donado las cosas de Jefferson —dijo, frunciendo el entrecejo—. Como si creyera que yo no estaba dispuesta a hacerlo. Tiene mucho descaro, y así se lo habría dicho si yo no fuese una dama. Imagínense, ¡me mira en actitud de superioridad cuando en la ciudad todos saben que están casi en la ruina! Y qué vergüenza habría sido, porque la dentadura de esa hija que tiene parece pertenecer a una mula, y arreglarla costará una fortuna.

Eligió un par de camisas de rayas, indiferente a la expresión de ruego en la cara de la doncella, y las depositó sobre una de las pilas que ocupaban la cama.

—Le dije que todavía no había clasificado las cosas de Jefferson. Caramba, nada más que pensar en eso casi me provoca un ataque. De todos modos, entiendo que no puedo retrasarme ni un segundo más, porque las lenguas comenzarán a agitarse en toda la ciudad. Juro que Ridilia es una de las peores chismosas que he conocido. Tansy, pon el resto sobre la silla.

—Sí, señora —murmuró aliviada Tansy, trastabillando bajo el peso de la carga.

—Clasificaré todas las cosas de tu padre —dijo Vivian—. No importa que eso me moleste. Lo donaré a la iglesia, pero no aceptaré que un vagabundo cualquiera se pasee por Bayou Breaux con los trajes de seda de Jefferson. Irán a parar a Lafayette, y Ridilia Montrose puede irse al infierno.

Laurel se apartó del sillón tapizado con terciopelo azul antes de que la doncella pudiese sepultarla viva. La situación no le agradaba en absoluto. Experimentaba una sensación de profunda incomodidad cuando veía cómo retiraban del ropero todas las cosas de su padre, y las distribuían por toda la habitación. Había jugado allí más veces que las que podía recordar, pues solía refugiarse en el interior de ese mueble con sus muñecas, y fingía que los zapatos grandes de su padre eran automóviles o embarcaciones o navíos espaciales. Había sido su lugar secreto cuando deseaba estar completamente sola. Olía a cuero, a cedro, y a su papá. Ella se sentaba con las piernas cruzadas sobre el suelo, y sentía las piernas de los pantalones bien planchados de su padre que le rozaban la cabeza, y fingía que eran enredaderas, y que ella estaba en una caverna secreta de la jungla y que los cinturones eran serpientes. Ahora, estaban retirando todo eso para regalarlo a desconocidos que vivían en otra ciudad.

Mordiéndose el pulgar, Laurel se deslizó por el costado del gran escritorio de caoba, los ojos fijos en su madre. Al parecer, lo que hacía no molestaba en absoluto a Vivian, a menos que cierto sentimiento de contrariedad importase. Laurel no creía que eso contara. Significaba únicamente que su madre prefería más bien hacer otra cosa, no que esa tarea la entristeciera. No obstante, dijo que era posible que sufriese un ataque, lo cual era un millón de veces peor que el mero hecho de entristecerse. Laurel se sentía muy mal cuando su madre caía presa de uno de sus accesos de melancolía —lloraba constantemente, apenas se quitaba el camisón, se encerraba en sus habitaciones— lo que había hecho a la muerte de papá.

En el fondo, Laurel temía sufrir el mismo tipo de ataques. Había sentido lo mismo a la muerte del padre. Se había negado a ver a nadie. Y había llorado y llorado. Había llorado tanto que llegó a temer que se le revolvieran todas las entrañas, que era la broma que papá siempre le hacía. Ella y Savannah habían llorado juntas. Laurel pasaba a la habitación de su hermana a través de la puerta de comunicación, porque mamá le había dicho más de una vez que ahora era una muchacha adulta, y tenía que dormir sola. Ella y Savannah se ocultaban bajo las mantas y lloraban sobre las respectivas almohadas, hasta que casi se sofocaban.

A continuación, del ropero salieron las corbatas, una colección completa que colgaba de varias perchas. Las corbatas cayeron casi a los pies de Tansy. La doncella trató de alzar los brazos muy delgados, de modo que su patrona pudiese ver bien los retazos de seda. Laurel vio la corbata azul con el gran ojo pintado sobre la seda, y casi se echó a reír al recordar a su padre usándola. Era la corbata que le daba suerte en el póquer, había dicho siempre con un guiño y una sonrisa. Vivían la arrancó del montón y la depositó sobre la pila destinada a Lafayette.

—Pero mamá —dijo Laurel, sintiendo que se le oprimía el corazón—. ¡Era la favorita de papá!

—Siempre odié esa corbata —rezongó Vivían, hablando más para sí misma que para Laurel—. Creía que moriría de vergüenza cada vez que Jefferson se la ponía. ¡Pensar que un hombre de su posición se paseaba por ahí con una corbata como ésta!

Laurel se acercó a la cama y extendió la mano para rozar la seda pintada con la yema de los dedos.

—Pero mamá...

—Laurel, deja eso en paz —rezongó Vivían—. ¿No tienes que preparar deberes para el colegio?

—No, mamá —murmuró Laurel, apartándose de la cama y mirando anhelosa la corbata con el dibujo, mientras su madre depositaba encima tres corbatas más.

—¿No ves que estoy muy atareada?

—Sí, mamá.

Retrocedió de nuevo hacia el rincón de la cómoda, y durante un rato fingió que era invisible. No deseaba que la enviasen a su habitación. Deseaba estar allí, con las cosas de papá. Pero no quería que mamá y esa tonta de Tansy manosearan todo.

Se pasó un pie sobre la otra pantorrilla, ida y vuelta, ida y vuelta, exactamente lo que mamá siempre le criticaba porque, según afirmaba, de ese modo se le arruinaban los zapatos. A Laurel no le importaba. Mama estaba muy atareada despachando las cosas de papá, y no veía nada. De todos modos, a ella no le habría importado, porque los ojos se le llenaron de lágrimas y necesitaba concentrar la atención en algo para evitar el llanto, lo que le acarrearía una regañina todavía más severa. De modo que volvió a pasarse el pie sobre la pantorrilla, ida y vuelta, y se mordió el pulgar, aunque ya no había mucho que morder.

Los dedos de la mano izquierda de Laurel se deslizaron sobre la superficie del escritorio, y rozaron el borde del joyero de papá. Como la irritaba mucho mirar a mamá y a Tansy, se volvió y contempló la pesada caja de madera con su tapa cubierta de adornos y el reluciente cerrojo de bronce. Pasó la mano pequeña sobre la superficie lisa y pensó en papá, tan corpulento, tan fuerte, siempre con una sonrisa para ella y una golosina en el bolsillo.

Una lágrima grande se desprendió de sus pestañas y cayó por su mejilla, y fue a parar a la tapa del escritorio lustrado. Siguió otra. No podía creer que papá se hubiera ido para siempre. Ya lo echaba mucho de menos. Él representaba la fuerza, la seguridad y el amor. No le importaba si ella se ensuciaba los zapatos, y siempre la abrazaba cuando Laurel lloraba. Laurel no podía soportar la idea de perderlo. No quería que se marchase al cielo con los ángeles, como afirmaba el reverendo Monroe. Quizás esa actitud era egoísta, y ella lo lamentaba, pero de todos modos no quería renunciar a su papá.

Los dedos pequeños manipularon el cerrojo, y Laurel levantó la tapa del joyero. La caja estaba forrada con terciopelo rojo y ocupada por artículos de uso masculino. El monedero de papá, los dos anillos grandes que nunca usaba, los pasadores para las corbatas y los gemelos para los puños, y algunos , peniques antiguos.

Laurel metió la mano y retiró el alfiler rojo con el dibujo de un cangrejo que ella le había regalado el Día del Padre, cuando tenía siete años. No valía gran cosa. Savannah le había ayudado a comprarlo por tres dólares en el festival del cangrejo de Breaux Bridges. Pero papá había sonreído al abrir el estuche, y le había dicho que sería uno de sus favoritos. Él lo había usado en la cena de Padres e Hijas, organizada ese año en el colegio, y Laurel se había sentido tan feliz y orgullosa que hubiera podido estallar.

—Laurel —exclamó Vivían—. ¿Qué estás haciendo ahora? Oh, ese joyero. Casi lo había olvidado.

Vivían apartó a Laurel y revisó de prisa el contenido del joyero; separó un par de gemelos de diamantes, un anillo de sello y un alfiler de corbata con un diamante. Después, ordenó a Tansy que trajera una caja de zapatos y volcase en ella el resto del contenido. Laurel miró horrorizada, y las lágrimas descendieron en silencio por sus mejillas. El alfiler con el cangrejo le pinchó la mano cuando cerró el puño para ocultarlo. Vivían le dirigió una mirada suspicaz.

—¿Qué tienes allí?

Laurel gimió y apretó más el puño.

—Nada —dijo.

—No me mientas —dijo bruscamente Vivían—. Las niñas buenas no mienten. Abre la mano.

«Tienes que ser una buena chica —pensó Laurel—. Siempre tienes que ser buena porque de lo contrario mamá se enoja». Contuvo la respiración y se mordió el labio para evitar el llanto, mientras mostraba la mano abierta.

Vivían se apoderó del alfiler de corbata, y lo sostuvo entre el pulgar y el índice, como si hubiera sido un insecto vivo.

—¡Por Dios! ¿Qué quieres hacer con esta basura?

Laurel se encogió como si la palabra la hubiese lastimado. Papá no lo habría llamado basura, aunque lo fuese.

—Pero mamá...

Su madre le dio la espalda, y dejó caer el alfiler en la caja de zapatos que Tansy sostenía.

—Pero mamá —dijo Laurel, que sentía que se le había formado un nudo enorme en la garganta—. ¿No puedo guardarlo como un recuerdo de papá?

Vivían se volvió hacia ella, la cara abotagada, los ojos entrecerrados como los de una serpiente.

—Tu padre está muerto y enterrado —dijo ásperamente—. No tiene sentido mostrarse sentimental con sus cosas. ¿Me oyes?

Laurel se apartó de su madre, dolorida y desconcertada. Las lágrimas descendieron por sus mejillas, y sintió un dolor agudo en el corazón.

—Aquí eres una verdadera molestia —continuó Vivían, cada vez más irritada—. Estoy, haciendo lo posible para terminar una tarea muy desagradable, y me amenaza la jaqueca, y tengo que resolver muchísimos problemas. Tenemos invitados a cenar, y tú te cruzas en mi camino.

El resto de lo que Vivían tuvo que decir sonó en los oídos de Laurel como una especie de bla-bla-bla-bla. Los oídos le resonaban de un modo extraño, y sentía que la cabeza le estallaría de un momento a otro si no conseguía llorar ahora mismo. Y entonces Savannah se acercó por detrás, y apoyó las manos sobre los hombros de Laurel.

—Vamos, nena —murmuró, obligándola a salir por la puerta del dormitorio—. Iremos a mi habitación y miraremos algunas fotos.

Fueron al cuarto de Savannah y se sentaron sobre la alfombra, junto a la cama, y miraron un álbum de fotos lleno de instantáneas de papá que Savannah había robado del salón el día del funeral. Lo tenía bajo el colchón, y había dicho a Tansy que si alguna vez intentaba retirarlo de allí o informaba de su existencia a Vivian, la propia Savannah se encargaría de que una mujer vudú le echase una maldición, de modo que se le cubrirían de verrugas la cara y las manos. Tansy ni siquiera se había acercado al álbum, y había comenzado a usar una moneda colgada de un cordel alrededor del cuello para protegerse del gris-gris.

Se sentaron sobre la alfombra y miraron a su padre del único modo en que podrían volver a verlo en el futuro, y se sintieron solas en el ancho mundo, como dos florecillas arrancadas de raíz.

Esa noche, Ross Leighton fue a cenar.

Savannah estaba sentada de espaldas a la mesa de tocador, un pie apoyado en el asiento de la silla, un brazo alrededor de su propia pierna, la otra mano jugando con el pendiente que ella usaba siempre. Perdida en sus pensamientos, balanceaba una y otra vez el corazón de oro colgado de una fina cadena. Por los ventanales franceses que conducían al balcón podía ver a Laurel apoyada en una columna, un poco más lejos. Pobre niña. El caso le había arrebatado todo: el orgullo, su espíritu combativo, la confianza en sí misma, su independencia. Todo lo que la había apartado de esta casa le había sido arrebatado; y ahora, ella estaba de regreso. Pobre corderito perdido, débil y tan necesitado de comprensión y amor. Exactamente como en los viejos tiempos. Como después de la muerte de papá, cuando Vivían proporcionaba tanto consuelo como un fragmento irregular de granito.

Era extraño cómo el tiempo había descrito un círculo. Durante los años en que habían crecido, Savannah se había mostrado maternal y había sostenido y protegido a su hermana, y Laurel cada vez era más fuerte y más inteligente, y estaba poseída por la ambición, y se elevaba más y más y llegaba más lejos, de modo que en definitiva Savannah había quedado en una posición muy inferior. Pero ahora, Laurel regresaba, y necesitaba de nuevo protección y aliento.

Se volvió y miró su propia imagen reflejada en el espejo, sobre la mesa de tocador, y percibió los cabellos recogidos, los labios generosos que ella frotaba con colágeno a intervalos regulares. La bata se le había desprendido de un hombro, desnudando la piel suave y el fino sostén de la camisa. Los pechos apenas estaban contenidos por las tiras de encaje, y su forma natural se veía aumentada por los implantes de silicona que ella había conseguido en Nueva Orleans unos años antes. Se pasó la yema de un dedo sobre el labio inferior, después a lo largo del borde irregular del encaje, y el pezón se irguió ante el más leve contacto, una reacción que a su vez desencadenó una sensación rápida y automática entre las piernas

Laurel había ido a Georgia para conquistar fama y luchar por la justicia. Para enorgullecer a la familia. Y Savannah había permanecido detrás, labrándose una reputación de mujer fácil.

Se quitó la bata, cruzó la habitación y se recostó en la cama, con su cabecera curva de elegante talla. Apoyando la espalda en una montaña de almohadas de satén, encendió un cigarrillo y exhaló un perezoso flujo de humo en dirección al techo. La vida había descrito un círculo completo. Laurel estaba en casa y Savannah tenía la posibilidad de ser importante otra vez, de hacer algo meritorio. Su hermanita la necesitaba. Quizás al fin la vida llegaría a favorecerla.

Ahora, todo lo que necesitaba era que Astor Cooper muriese.



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