Capítulo 2
En la Taberna de Frenchie las cosas estaban animándose. La noche del viernes en la Taberna de Frenchie era una tradición para cierta clase de personas del Bayou Breaux. No las que pertenecían a la clase de los plantadores, a los caballeros con sus damas calzadas con zapatos de tacón alto y adornadas con perlas, la gente que cenaba con manteles de damasco blanco y usaba una platería tan antigua como el país mismo. Frenchie atendía a un público más vulgar. Lo peor de la clase baja —los contrabandistas y los cazadores furtivos, y la gente que buscaba problemas graves— gravitaba hacia el Bayou Noir y un lugar llamado Mouton's. Frenchie recibía al público de medio pelo. Los peones agrícolas, los obreros de las fábricas, los empleados, los campesinos pobres, todos acudían a Frenchie la noche del viernes para comer cangrejo hervido y beber cerveza fría, escuchar la música estrepitosa y bailar y a veces participar en una gresca.
La construcción se elevaba a unos quince metros del embarcadero, y se asentaba en postes que la protegían de la inundación. Daba frente al bayou, e invitaba a los clientes que volvían de las expediciones de pesca y caza con un cartel de neón rojo que prometía cerveza fría, alimentos frescos y buena música. Varias secciones del lateral del edificio estaban sostenidas por goznes y apoyadas en estacas de madera, de manera que formaban una especie de galería al costado.
Aunque todavía no se había puesto el sol, el estacionamiento alfombrado de conchas partidas desbordaba de automóviles y camionetas. En el bar el ruido era intenso. Los sonidos de las risas, los gritos, el entrechocar de los vasos, subrayaba un flujo constante de estrepitosa música cajun que resonaba a través de los tabiques y se difundía en la cálida noche de primavera. Una música alegre y desordenada, una maraña de violines, guitarras y acordeones, invitaba a todos a moverse rítmicamente al compás de sus acordes.
Laurel se detuvo al pie de la escalera y elevó la mirada hacia la puerta principal. Nunca había venido a este lugar, aunque sabía que Savannah lo frecuentaba. Savannah, que hacía todo lo posible para desafiar las convenciones de la familia. Incluso era posible que en ese momento estuviese sentada frente a una mesa del local de Frenchie. Había salido de la casa de tía Caroline alrededor de las cinco, vestida como una mujer que buscaba dificultades, y bastante animada ante la perspectiva de encontrarlas. Lo único que había dicho a Laurel era que tenía una cita, y que si todo iba bien nadie la vería antes del mediodía del sábado.
De pronto, el perro rodeó la esquina de la galería y se detuvo bruscamente, mirando a los ojos a Laurel. Si ella tenía alguna aprensión acerca de la Taberna de Frenchie —y tenía algunas—, la visión del animal la disipó. Laurel había venido en cumplimiento de una misión.
Un terceto de hombres de poco más de veinte años, vestidos y arreglados como para pasar una noche en la ciudad, pasaron alrededor de Laurel y comenzaron a subir la escalera, riendo y conversando, y diciéndose bromas subidas de tono en francés cajun. Laurel no esperó a escuchar el final. Corrió tras ellos y aferró la manga del más corpulento, un hombre muy robusto, con una barba bien recortada y un montón de cabellos espesos como la piel de un castor.
—Discúlpeme —dijo Laurel—. ¿Pero podría decirme a quién pertenece ese perro?
El hombre volvió los ojos al perro de la galena, y otro tanto hicieron sus amigos.
—Eh, es el perro de Jack, ¿verdad Taureau?
—Jack Boudreaux.
—Mais sí, es el perro de Jack —dijo Taureau. Su mirada se suavizó y una sonrisa le curvó los labios gruesos, mientras miraba de arriba a abajo a Laurel—. Preciosa, está buscando a Jack.
—Sí, creo que sí. —Estaba buscando justicia. Si para obtenerla había que encontrar a ese Jack Boudreaux, lo buscaría.
—¡Ese Jack tiene un verdadero imán! —dijo otro de los hombres.
Taureau rezongó.
—Son pine!
Todos rieron con sonoras carcajadas al oír esto. Laurel les dirigió su mejor mirada de mujer fría y profesional, con la esperanza de que ese recurso no se viese totalmente arruinado por el vestido demasiado holgado y la falta de maquillaje.
—No he venido aquí para verle el pene —dijo directamente—. He venido a conversar con él un asunto de negocios.
Los hombres se miraron con esa expresión tímida que los niños aprenden en el jardín de infantes y después perfeccionan a lo largo de treinta años. Bajo el bronceado se sonrojaron. Taureau escondió la cabeza grande entre los hombros.
—¿Es posible que lo encuentre allí? —Laurel hizo un gesto en dirección a la puerta principal del bar, que se abrió para permitir el paso de una pareja anciana y una oleada de ruidos.
—Sí, lo encontrará allí —dijo Taureau, rascándose la cabeza y evitando la mirada directa de Laurel—. En el centro de la escena.
—Gracias. —Laurel se recogió el vuelo de la larga falda y los precedió en el ascenso por la escalera. El perro le ladró, y después se volvió y desapareció detrás de la esquina del edificio.
El movimiento contra el consumo de tabaco aún necesitaba progresar mucho en la Luisiana meridional. Apenas Laurel entró en el bar, tuvo que parpadear para evitar que le quemasen los ojos. Una bruma azul se cernía sobre la gente. El olor del tabaco encendido se mezclaba con el sudor y el perfume barato, el whisky y el cangrejo hervido. La iluminación era escasa, y el lugar estaba atestado. Las camareras se abrían paso entre la gente con bandejas cargadas de cerveza y platos de comida Los clientes se sentaban hombro contra hombro frente a las mesas redondas y los reservados colmados, riendo, hablando, comiendo y bebiendo.
Laurel se sintió instantáneamente sola y aislada, como si la hubiese rodeado una especie de invisible campo de fuerza. Se la había criado en un ambiente socialmente estéril, a través de una sucesión de tés y veladas y cotillones, todos muy correctos y apropiados. Los Leighton no descendían a las diversiones vulgares y groseras, y después de la muerte del padre y el nuevo matrimonio de Vivían, Laurel y Savannah se habían convertido en Leighton pese a que Ross Leighton jamás se había molestado en adoptarlas formalmente.
Sorprendida durante un instante, la antigua amargura volvió a ella. Pero se vio rechazada por sentimientos más recientes y desagradables, pues su intensa aprensión ante la posibilidad de entrar allí se manifestó y amenazó tragársela, no era el temor de que nadie la conociese, sino el temor de que todos la reconocieran. El temor de que todos la reconocieran y supieran que había regresado al Bayou Breaux, el temor de que supieran que había fracasado horrible y absolutamente. La respiración se le congeló en los pulmones mientras esperaba que todos volviesen la cabeza para mirarla.
Una camarera que volvía al mostrador tropezó con Laurel, esbozó una sonrisa de disculpa, y alargó una mano para palmearle el brazo.
—Disculpe, señorita.
—Busco a Jack Boudreaux —gritó Laurel, enarcando el entrecejo en un gesto de interrogación.
La camarera, una joven de abundantes curvas, con un mechón de rizos oscuros y una sonrisa contagiosa, apuntó con la bandeja vacía hacia el escenario y el hombre que estaba sentado frente al teclado de un viejo piano, que parecía como si alguien lo hubiera castigado con un pedazo de cadena.
—Ahí lo tiene, querida, en carne y hueso. El diablo en persona —dijo la joven, y su voz se elevó y descendió con el peculiar ritmo cajun— ¿Desea unirse al club de admiradoras, o algo parecido?
—No, busco una indemnización —dijo Laurel, pero la camarera ya se alejaba, respondiendo a la llamada de «Eh, Annie», lanzada por Taureau y sus amigos, que se habían apoderado de una mesa en el centro del salón.
Laurel se dirigió hacia el hombre con quien deseaba hablar, y se acercó al pequeño escenario. La banda suavizaba el estrépito con un vals cantado por un hombre pequeño y nervudo, con una barba a lo Van Dyke y un sombrero panamá. Una fea cicatriz le cortaba la cara, partiendo de la ceja derecha y cruzándole la mejilla, para deformar el extremo de la nariz ganchuda y desaparecer bajo el bigote. Pero si la cara no era hermosa, la voz ciertamente lo era. El hombre tenía las manos sobre el corazón y entonaba los versos en francés cajun mientras los bailarines, jóvenes y viejos, se desplazaban elegantes sobre la pequeña pista.
A la derecha del cantante, Jack Boudreaux estaba de pie, con una rodilla sobre el taburete, la cabeza inclinada en un gesto de concentración, mientras accionaba un pequeño acordeón entre las manos.
De cerca, Boudreaux parecía un hombre alto y fuerte, con los hombros sólidos y las caderas esbeltas. La expresión de su cara delgada y curtida era severa, casi meditabunda. Tenía los ojos casi cerrados, como si temiese que las imágenes perjudicaran su interpretación de la música. Los cabellos negros y lacios le caían sobre la frente, y parecían húmedos y sedosos bajo las luces del salón.
Laurel esquivó a los bailarines y se acercó al frente del escenario, durante un momento seducida por la melancolía de la canción y el estado de ánimo que parecía envolver al hombre a quien había venido a ver. Durante un instante creyó que podía sentir el dolor íntimo que él manifestaba en la ejecución. Eso era tonto. Podía decirse que la mitad de la música cajun se refería a la historia de un hombre que había perdido a su muchacha. Ese vals —Valse de Grand Meche— era antiguo, y se refería a una mujer que se había perdido en el pantano, y a su amante que evocaba en el canto cómo se reunirían otra vez después de la muerte. No era la historia de la vida de Jack Boudreaux, y no habría preocupado a Laurel incluso si lo hubiese sido. Ella había ido a ver al hombre para hablarle de su perro.
Jack deslizó lentamente los dedos sobre las teclas del acordeón mientras ejecutaba el último conjunto de tresillos y tocaba el último acorde. La última nota se elevó en el aire y los pies de los bailarines rozaron apenas el suelo. Mientras la música se apagaba y la gente aplaudía, Jack se dejó caer sobre el banco del piano, agotado. Esa canción le traía muchos recuerdos. Y que él sintiera algo le decía una sola cosa: que necesitaba otra copa.
Extendió la mano hacia el vaso depositado sobre el piano, sin mirar, y bebió el último trago de whisky, y aspiró el aire cuando el fuego líquido le golpeó el vientre. Atravesó su cuerpo como una sola oleada de calor, dejando tras de sí un agradable entumecimiento.
Poco a poco abrió los ojos y el lugar comenzó a definirse mejor. Vio un enorme par de ojos azules, apenas disimulados por un par de gafas grandes, con montura de carey. La cara de un ángel detrás de esas ridículas gafas, una cara redonda, delicada, con una pequeña nariz respingona y una boca que pedía a gritos que la besaran. Jack sintió que su espíritu se reanimaba cuando ella pronunció su nombre.
No era el tipo usual de mujer que se acercaba al escenario y trataba de atraer su atención. Por una parte, no había ni atisbo de escote. Y era difícil adivinar si ella era capaz de producir un escote. El vestido de algodón azul que usaba le colgaba como un saco. Y aunque la cintura baja y el diseño informe podían haber sido el colmo de la moda, esa prenda seguramente no ganaría ningún premio por sus cualidades de seducción. Pero Jack Boudreaux nunca había tenido poca imaginación. Escrúpulos los tenía escasos; moral, peor todavía; imaginación tenía en abundancia, y la usó ahora para trazar una rápida imagen mental de la mujer que estaba allí abajo. Pequeña, delgada, flexible, como un gatito. Prefería que sus mujeres tuviesen unas cuantas curvas más, pero siempre había algo que decir en favor de la variedad.
Se inclinó hacia ella mientras depositaba el acordeón en el suelo, y exhibió la sonrisa que había conmovido a no pocas mujeres.
—Eh, querida, ¿donde ha estado usted todos estos años?
Laurel sintió como si le hubiesen asestado un golpe en el estómago, o más exactamente, como si la hubiesen tocado íntimamente. Los hombres apuestos y atrevidos generalmente no la impresionaban; no se entregaba fácilmente a un par de hoyuelos. La reputación de Jack con las mujeres no significaba nada para ella; no le interesaban los hombres que grababan marcas en la cabecera de su cama para llevar la cuenta de sus conquistas. Pero en el curso de su vida nunca había sentido nada semejante a lo que ahora le provocaba la sonrisa de Jack Boudreaux. Sentía como si le hubiesen aplicado una corriente de electricidad.
Él la atrapó primero con el magnetismo de sus ojos oscuros, ojos del color del café negro, que relucían con resplandores demoníacos; y después, la conmovió con esa sonrisa. Tenía la boca grande y móvil, con los labios bien definidos, y el superior era un arco perfecto. Esos labios se retraían en las comisuras y formaban un par de hoyuelos en las mejillas delgadas y curtidas, y transformaban la cara que apenas un momento antes parecía serena y áspera.
Ahora él mostraba un aire perverso. De pronto, se lo veía salvaje. Y un momento después parecía que podía desnudarla con la mirada, y ella sentía el deseo muy intenso de cruzar los brazos sobre el pecho, por si acaso.
Irritada consigo misma, Laurel apretó los labios y se aclaró la voz. Su primera reacción frente a un hombre nunca era sexual. Había ido allí por una razón, y lo único que tenía que ver con el magnetismo animal era que el tema se relacionaba con un perro.
—He aprendido a evitar a los galanes que usan frases gastadas —dijo, y cruzó los brazos sobre el pecho a pesar de su decisión de mantenerlos a los lados del cuerpo.
La sonrisa de Jack no vaciló. Le agradaban las mujeres decididas.
—¿Qué? ¿Usted es monja, o algo por el estilo?
—No, soy abogada. Necesito hablarle acerca de su perro.
Un hombre del público elevó la voz para protestar por la falta de música
—Eh, Jack, ¿puedes dejar de hacer el amor el tiempo suficiente para cantar algo?
Jack irguió la cabeza y se echó a reír, y se inclinó hacia el micrófono que estaba unido al piano.
—Dede, esto no es el amor, ¡es una abogada! —Mientras se apagaba la primera oleada de risas, añadió—. ¿Saben qué usan las abogadas para controlar la natalidad? —Esperó un instante y después agregó en voz más baja—. Su personalidad.
Laurel sintió que la cólera le subía por el cuello y le coloreaba las mejillas, mientras la gente aullaba y reía.
—En su lugar, señor Boudreaux, yo no haría bromas —dijo, tratando de mantener la voz en un timbre que sólo él pudiera escuchar—. Su perro hoy consiguió provocar daños considerables en el jardín de mi tía.
Jack le dirigió una mirada de experimentada inocencia.
—¿Qué perro?
—Su perro.
Él se encogió de hombros en un gesto elocuente.
—No tengo perro.
—Señor Boudreaux...
—Querida, llámeme Jack —rezongó Boudreaux, mientras se inclinaba de nuevo sobre ella, y apoyaba el codo en el muslo.
Estaban casi a la misma altura, y Laurel se sintió atraída hacia él, como si la empujara una fuerza magnética personal. La mirada de Jack se deslizó hasta la boca de Laurel y se demoró allí, expresando su aprecio con impresionante franqueza. Ella tragó saliva con dificultad, y apenas consiguió resistir la tentación de pasarse la lengua sobre el labio inferior.
—Señor Boudreaux —dijo ella, exasperada, sin hacer caso del ritmo extraño adoptado por su propio pulso—. ¿Hay aquí un lugar donde podamos discutir este asunto con más reserva?
El arqueó las cejas sobre los ojos oscuros y chispeantes
—¿Mi casa le parece bastante reservada?
Laurel rechinó los dientes.
—Señor Boudreaux...
—Ahora, preciosa, le diré otra vulgaridad —murmuró Jack, inclinándose un poco más, reteniendo con la suya la mirad de Laurel mientras elevaba un dedo y acomodaba mejor las gafas sobre su nariz—. Usted es bonita cuando se enoja.
La voz de Jack era grave y brumosa, condimentada con el ingenio del cajun y envuelta en el aroma del whisky, tentadora como el pecado mismo. Laurel sintió que esa voz, lo mismo que la sonrisa de ese hombre, era capaz de conmoverla. Parecía una caricia tangible que le acariciaba el costado del cuello y se deslizaba como un dedo a lo largo del brazo desnudo. Ella no tenía derecho de reaccionar frente a él en un plano tan... tan carnal. Ella era una mujer digna e independiente que esperaba —no, que exigía— que la tratasen en un ámbito ajeno por completo al mundo de las hormonas.
Respirando lento y hondo para tranquilizarse, Laurel elevó el mentón y ensayó de nuevo.
—Señor Boudreaux.
Él la miró y se acercó de nuevo al micrófono.
—Ánimo, preciosa Laissez les bon temps rouler.
El micrófono recogió la última frase, y la multitud estalló en vivas. Jack rió por lo bajo
—Todavía no nos divertimos, ¿verdad?
Un coro de alaridos y vivas se elevó hasta las vigas. Jack clavó la mirada larga y caliente en la pequeña tigresa que lo miraba hostil desde el borde del escenario, y murmuró:
—Esto es para usted, preciosa.
Sus dedos se deslizaron sobre las teclas del viejo y maltratado piano, y se oyeron las cuatro notas iniciales de Grandes bolas de fuego. La multitud se desbordó. Antes de que la primera línea hubiese brotado de los labios de Jack, había cincuenta personas sobre la pista de baile Giraban y brincaban alrededor de Laurel como una escena de American Bandstand y danzaban como si ese género jamás hubiese pasado de moda. Pero ella concentraba su atención en el cantante, no tanto porque lo prefiriese, sino obligadamente se sentía atrapada por el calor intenso de esa mirada oscura, se sentía cautiva y como hipnotizada. Él se inclinaba sobre el teclado, y sus manos lo recorrían automáticamente y su boca casi besaba el micrófono, mientras su voz humosa entonaba la lírica con verdadero entusiasmo. Pero su mirada estaba constantemente clavada en Laurel. La experiencia era extrañamente seductora, extrañamente íntima. Por completo desconcertante.
Ella lo miró a los ojos, y no aceptó que él la intimidase o la sedujera. En todo caso, se negaba a admitir ninguna de las dos cosas. Él sonreía, como divertido por la audacia de la muchacha, y quebró el contacto ocular cuando abordó el centro de la canción y concentró toda su atención en el piano y en el ritmo frenético de la música.
Marcó las notas, y sus dedos se elevaron y descendieron hábilmente sobre el teclado. Toda la intensidad que había volcado en ella con la mirada ahora se encauzaba hacia la ejecución. El mechón de cabellos negros rebotaba sobre la frente de Jack, y relucía y parecía casi azul bajo las luces. La transpiración relucía en su piel, y descendía por el lado de la cara. La camisa de un azul descolorido se le pegaba al cuerpo formando parches oscuros y húmedos. Las mangas estaban enrolladas, y revelaban antebrazos fuertes salpicados de vello negro, músculos robustos que se flexionaban mientras él ejecutaba la pieza de boogie-woogie con una habilidad y una salvaje energía física que rivalizaba con el propio Jerry Lee Lewis.
Hacer ese tipo de música exigía un gran esfuerzo tanto físico como emocional. Como si Jack fuese presa de un exorcismo, las notas se le escapaban elementales y ásperas, sexy, casi temibles por la intensidad. Jack alzaba y descendía el pulgar sobre el teclado, y ejecutaba el último y frenético estribillo, y caía hacia adelante, jadeante, agotado, mientras la gente silbaba y aullaba y gritaba pidiendo más.
—Eh... —Jack recuperó el aliento y trató de sonreír—. Bon Dieu. Amigos, es la hora de Miller. A sentarse, mientras yo me recupero un poco.
El resto de la banda se dispersó instantáneamente y comenzó a funcionar un tocadiscos, y los músicos abandonaron el escenario para instalarse alrededor de una mesa sobre la cual había más de una docena de botellas de cerveza y un gran surtido de copas.
Leonce palmeó el hombro de Jack al pasar.
—Jack, estás envejeciendo —se burló—. Es una lástima, amigo mío.
Jack absorbió otra bocanada de aire caliente y cargado de humo, y se volvió contra su amigo.
—Vete al diablo, Tit boule
—No es necesario —dijo Leonce sonriendo, y señalando con el pulgar la pista de baile—. Ahí te esperan.
Jack levantó la cabeza y dirigió una mirada de reojo al borde del escenario. Ella continuaba allí, esa pequeña peste de abogada, y se la veía expectante y poco impresionada por el propio Jack. Sin duda, ella venía a traerle problemas. Y no el tipo de problemas que él solía afrontar con bastante interés. Una abogada. Bon Dieu, creía que se había alejado para siempre de esa gentuza.
—¿Desea una copa, querida? —preguntó mientras bajaba del escenario, tan cerca de ella que hubiera podido inclinarse y besarla, si lo hubiese deseado.
—No —dijo Laurel, retrocediendo automáticamente medio paso, y castigándose ella misma por ese gesto. Ese hombre era de la clase que percibía una debilidad y la aprovechaba. Laurel podía sentirlo, podía verlo en el modo en que sus ojos oscuros parecían verlo todo, pese a que había estado bebiendo.
Ella absorbió el aire rancio y caliente y cuadró los hombros.
—Lo que quiero hacer es hablarle a solas, acerca del daño provocado por su perro.
La boca de Jack se curvó.
—No tengo perro.
Se volvió y se alejó de ella, con un andar naturalmente atrevido. Laurel lo observó, asombrada por su falta de buenos modales, irritada por el modo en que él la despedía al mismo tiempo que algo profunda e intrínsecamente femenino en ella admiraba el modo en que los vaqueros descoloridos se le ajustaban al cuerpo. Unas caderas airosas. Rechazó el pensamiento, disgustada consigo misma, y lo siguió.
Él no se volvió para mirarla, y continuó con su actitud alegre, deslizándose con elegancia a través de la gente, robando al pasar una botella de cerveza de la bandeja de Annie. La camarera lanzó un grito indignado, vio que era Jack y se suavizó cuando él le mostró una sonrisa de picardía. Laurel agitó la cabeza con una combinación de sorpresa e incredulidad, y se preguntó cuántas veces él había conseguido robar los dulces de la despensa en su infancia. Probablemente más veces que lo que su pobre madre recordaba. Salió por una puerta lateral, y ella lo siguió.
La noche había caído por completo, trayendo consigo las luces de vapor de mercurio que iluminaban el estacionamiento y envolvían el bayou, un poco más lejos, en distintos matices del negro. El ruido del bar se atenuó, pues aquí debía competir con un coro de ramas y el zumbido del tránsito que pasaba por la calle. En el aire flotaban los aromas primaverales de las flores, jazmines y madreselva, y el olor maduro y un tanto fétido del bayou. En algún lugar del camino, allí donde las casitas sórdidas con mezquinos jardines se extendían a lo largo de la orilla, una mujer pedía a Paulie que entrase. Se cerró una puerta. Un perro ladró.
El perro saltó sobre Laurel saliendo entre un par de camionetas estacionadas, sobresaltándola de tal modo que ella se detuvo bruscamente. Se llevó una mano al corazón y contuvo una maldición mientras el perro corpulento se alejaba al trote, meneando la cola.
—Ese perro es realmente una amenaza —se quejó.
—Querida, ¿por qué me mira de ese modo?
Él se apoyaba en el parachoques de un todoterreno de aspecto poco recomendable; tenía los codos sobre la tapa del motor, y una botella de Dixie bailoteaba, sostenida por los dedos de la mano izquierda. Laurel no tuvo más remedio que mirarlo. Después de todo, ella estaba allí precisamente por eso; esa fue su explicación racional, y ahora dejó de lado las formas y el magnetismo.
Se plantó frente a Jack y cruzó los brazos, y guardó silencio como si de ese modo pudiese obligar al hombre a presentar su confesión. Él se limitó a devolver la mirada, y sus ojos centellearon con esa extraña luz plateada que provenía de la fuente que estaba más arriba. Sus rasgos cobraron un sombrío relieve, la frente alta y ancha, las cejas arqueadas burlonamente, la nariz aquilina que parecía haber sido fracturada una o dos veces en el curso de treinta y tantos años.
La boca formaba un dibujo severo sobre un mentón fuerte y obstinado, que exhibía una cicatriz en diagonal de dos o tres centímetros de longitud. De pronto pareció un hombre duro y peligroso, y la transformación del demonio alegre, afable y sonriente en este personaje distinto provocó un estremecimiento de aprensión que recorrió la espalda de Laurel. Parecía un varón depredador, un individuo de la calle, y ella no tuvo más remedio que preguntarse si había sido sensato seguirlo hasta allí. Entonces él sonrió, y los dientes relucieron en la penumbra, y los hoyuelos le adornaron las mejillas, y el mundo de nuevo pareció caer a los pies de Laurel.
—Señor Boudreaux. Sé de buena fuente que el perro le pertenece. —Ella apuntó a la discusión, ansiosa de pisar el terreno conocido de una buena disputa. No le agradaba que la pescasen cuando había perdido el equilibrio, y Jack Boudreaux parecía ser un maestro en ese terreno.
Él la señaló con el dedo, inclinando la cabeza, la sonrisa todavía insinuándose en las comisuras de los labios.
—Jack. Llámeme Jack.
—Señor...
—Jack. —Su mirada sostuvo firmemente la de Laurel. Se le veía perezoso y apático con el cuerpo apoyándose en el todoterreno, pero una nota de insistencia se había insinuado en la textura ronca y humosa de su voz.
Laurel movió sus alpargatas sobre la conchilla aplastada. Se dijo que era tonto que una petición tan sencilla pareciera tan... íntima. Todo lo que él pedía era que ella pronunciase su nombre. Pero Laurel no lo deseaba. Él la distraía, pero más que eso intentaba que ella hiciera algo que no deseaba: llevar la conversación a un nivel más personal.
Él se inclinó hacia adelante, y de pronto invadió el espacio personal de Laurel; ella tuvo que realizar un esfuerzo para evitar dar un salto hacia atrás, cuando el nivel de su tensión entró en la zona de peligro. Se tragó el temor instintivo e irguió la cabeza para mirar a ese hombre en los ojos.
—Ni siquiera conozco su nombre, Tite ange —murmuró.
—Laurel Chandler —contestó ella sin aliento y detestando su propia reacción. Sus nervios temblaron en una especie de advertencia: el control de la situación parecía escapársele cada vez más.
—Laurel —dijo él con suavidad, probando el sonido, la sensación en la lengua—. Bonito nombre. Bonita mujer. —Sonrió cuando algo semejante a la aprensión relampagueó en los ojos grandes de Laurel—. ¿Creyó que yo no lo advertiría?
Ella tragó con dificultad, y apoyó todo su peso en los talones.
—Estoy... segura de que no sé lo que quiere decir.
—Mentirosa —la acusó él con suavidad.
Levantó la mano libre y levantó las gafas, y las descendió sobre la naricita, un centímetro cada vez. Cuando las quitó del todo, les dio la vuelta y mordisqueó el sostén con aire distraído, mientras miraba a Laurel iluminada por la escaza luz.
Decir que era hermosa no era ninguna exageración. La estructura ósea de Laurel era suave, delicada, femenina, y lo mismo podía decirse de sus rasgos, de la piel impecable como la crema fresca. Pero no tenía maquillaje, ni joyas, nada que atrajese la mirada. Los cabellos espesos y oscuros habían sido cortados exactamente a la altura de los hombros, y parecía que ella no les prestaba la más mínima atención, y que se los recogía tras las orejas después de apartarlos de forma descuidada de la cara.
Laurel Chandler. El nombre se agitó en la suave bruma alcohólica de su cerebro, y él intentó identificarlo. Chandler. Abogada. La luz se encendió. Pertenecía a la región. Hija de una buena familia. Había sido fiscal en Georgia hasta que su carrera tuvo un tropiezo. Se habían difundido muchos rumores alrededor de Bayou Breaux. Ella había echado a perder un caso. Un escándalo. Jack había escuchado con un oído, y automáticamente había registrado la información como hacían todos los escritores, siempre atentos al fragmento casual de diálogo o a la información sabrosa que podía convertirse en un argumento.
—¿Para qué las usa? —preguntó él, alzando las gafas.
—Para ver —exclamó Laurel arrancándoselas de la mano. Las necesitaba únicamente para leer, pero no quería confesarlo.
—¿Por que usted quiere ver, o porque no quiere que los demás veamos?
Ella dejó escapar una risita impaciente y cambió de posición, de modo que se agrandó el espacio que los separaba.
—Esta conversación carece de sentido —declaró, y sintió que sus nervios se tensaban un poco más.
Él se había acercado mucho a la verdad con su comentario al parecer casual. Parecía medio borracho y completamente absorto en su propia persona, pero Laurel tuvo la súbita e incómoda sensación de que en Jack Boudreaux podría haber más cosas que las que aparecían a primera vista. Una inteligencia astuta bajo la fachada perezosa. Una mente aguda detrás de la mueca del sátiro.
—Oh, coincido con usted. Absolutamente —moviendo los pies, y tratando de acercarse otra vez a ella. Su voz descendió hasta mostrar un acento ronco y seductor, mientras se inclinaba tan cerca que su aliento acarició la mejilla de la muchacha—. ¿Por qué no vamos a mi casa y hacemos algo más... satisfactorio?
—¿Y su banda? —preguntó estúpidamente Laurel, temblando apenas mientras el calor natural del cuerpo de ese hombre le acariciaba la piel. Ella se mantuvo firme y contuvo el aliento cuando él alzó una mano para pasar un mechón de los cabellos femeninos detrás de la oreja. Las puntas de sus largos dedos de músico descendieron suavemente sobre el cuello de Laurel, enviando a través de su cuerpo una lluvia de chispas que se encendieron y arremolinaron en lugares que ella no había tocado en muchos meses.
Él sonrió levemente.
—No comparto la vivienda.
—No me refería a eso.
Jack inclinó más su cabeza, y a modo de prueba exhaló la respiración sobre el lugar que había tocado, y sonrió cuando ella se estremeció respondiendo al estímulo. Si Laurel reaccionaba tan intensamente a algo tan leve, ¿qué haría si él la besaba? ¿Si le tocaba el seno? ¿Si descargaba su peso sobre ella y se refugiaba en el calor sedoso de su cuerpo? Sintió que su propio sexo se ponía cálido y pesado, en vista de las cosas que imaginaba, y que el deseo se acumulaba en su ingle. ¿En la cama ella sería una pequeña tigresa, o bien ronronearía y se enroscaría alrededor de él?
—Pueden tocar lo mismo sin mí.
—Ojalá pueda decirse otro tanto de usted —dijo secamente Laurel. Cruzó de nuevo los brazos y se refugió en ellos como en un manto, e hizo todo lo posible para alejar las inquietantes sensaciones físicas que él había provocado—. No iré a ninguna parte con usted, y la única satisfacción que me propongo conseguir es que indemnice los daños provocados por su perro.
Él se apoyó de nuevo en el todoterreno, en una postura negligente, y bebió un largo trago de la cerveza, y sus ojos ni por un momento abandonaron los de Laurel. Se limpió la boca con el dorso de la mano.
—No tengo perro.
Como respondiendo a una llamada, el sabueso saltó sobre el asiento del conductor del coche abierto y miró a los dos interlocutores, las orejas erguidas, muy interesado mientras escuchaba cómo ellos discutían la culpabilidad de los delitos que él había cometido.
—Varias personas han afirmado que es su perro —dijo Laurel, y señaló con la mano al culpable.
—Querida, eso no determina que el perro sea mío —replicó Jack.
—No menos de cuatro personas han dicho que usted es el dueño.
Él enarcó el entrecejo.
—¿Acaso tengo el permiso oficial por este perro? ¿Usted puede presentar los documentos de propiedad?
—Por supuesto, no puedo...
—Entonces, señorita Chandler, lo único que usted tiene son rumores sin fundamentos. Chismes. Usted y yo sabemos que eso ante un tribunal es tan eficaz como el miembro de un cadáver.
Laurel respiró hondo, y en vano intentó contener el sentimiento de frustración. Hubiera debido ser capaz de humillar a ese hombre y enviarlo de rodillas a disculparse en la casa de la tía Caroline. No era más que el pianista borracho de la Taberna de Frenchie, y ella no conseguía imponerse. La cólera que antes había estado conteniendo ahora comenzaba a dominarla.
—Y ya que estamos, ¿qué hizo el viejo Huey para que usted esté tan irritada?
—¿Huey? —Ella se abalanzó sobre la oportunidad con la velocidad de un gato hambriento sobre un ratón—. ¡Usted lo ha llamado por su nombre! —dijo, señalando a Jack con un dedo acusador, y avanzando agresivamente un paso—. ¡Usted lo ha nombrado!
Él frunció el entrecejo.
—Es la abreviatura de Hey You.
—Pero aún así el hecho es que...
—A la mierda con el hecho —replicó Jack—. Puedo llamarla también por su nombre, Tite chatte. Eso no significa que usted sea mía.
Sonriendo de nuevo, se inclinó hacia adelante y le sostuvo el mentón con la mano derecha, y audazmente pasó la yema del pulgar sobre la curva del labio inferior.
—¿No es así, Laurel? —murmuró sugestivamente, inclinando la cabeza, y con su boca buscando la de Laurel.
Ella apartó la cara y de un golpe le retiró la mano. El control de sí misma, a lo sumo dudoso y tenue por el momento, se debilitó un poco más. Sentía que lo conservaba con los restos de las uñas de los dedos, y aún así se le escapaba de las manos. Jack Boudreaux la manipulaba sin esfuerzo. Jugaba con ella, se burlaba, le hacía proposiciones. Dios santo, ella era tan ineficaz, era un fracaso tan tremendo...
Señorita Chandler, usted no cumplió con su tarea... echó a perder todo... Se anulan los cargos...
—Vamos, querida, demuestre su acusación —la desafió Jack. Bebió otro trago de su cerveza. Dieu, realmente le agradaba ese choque. Estaba un poco enmohecido, había perdido la práctica. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había atendido un caso? ¿Dos años? ¿Tres? El tiempo que se había mantenido al margen de la profesión se prolongaba en una confusa colección de meses. Parecía una vida entera. Se hubiera dicho que ya había perdido el gusto del asunto, pero las viejas cualidades continuaban indemnes.
Pensó que los tiburones no pierden sus instintos, y la amargura vino a menoscabar el goce que sentía en la disputa.
—Señor Boudreaux, todos saben que es su perro —balbuceó Laurel, tratando de hablar a pesar del nudo que le obstruía la garganta. No mantuvo el contacto ocular con él, y en cambio trató de concentrar la atención en el sabueso, que inclinaba la cabeza y la miraba inquisitivo, con sus ojos de diferente color—. Usted debería tener la hombría necesaria para asumir la responsabilidad del asunto.
—Ah, yo —sonrió cínicamente Jack—. Yo no asumo responsabilidades, querida. Pregúnteselo a cualquiera.
Laurel apenas lo escuchó, pues su atención estaba concentrada casi totalmente en su fuero íntimo, y todo el resto era una especie de masa imprecisa y periférica. Un estremecimiento de tensión la recorrió, más fuerte que el anterior. Trató de sostenerse a pesar de todo, y fracasó. Fracasó...
Señorita Chandler usted no hizo su trabajo... Los cargos serán retirados...
Ella no había demostrado su caso. No podía lograr el mantenimiento de los cargos en algo tan sencillo y estúpido como un caso de vandalismo canino. Había fracasado de nuevo. Era un ser inútil, débil... Escupió las palabras interiormente mientras una oleada de impotencia la arrastraba.
Sus pulmones de pronto parecieron incapaces de absorber el aire, y estaban repletos de oxígeno y, sin embargo no funcionaban. Trató de tragar una bocanada de oxígeno y después otra, y comenzaron a temblarle las piernas. El pánico se abrió paso hasta el fondo de su garganta. Se llevó una mano a la boca y parpadeó furiosamente ante las lágrimas que se acumularon en sus ojos, impidiéndole ver claramente al sabueso.
Jack comenzó a decir algo, pero se interrumpió, la botella de cerveza a medio camino hacia la boca. Miró a Laurel, como si ella se hubiese trasformado ante sus ojos. En realidad, así era: La tigresa de ojos brillantes que había venido a cumplir una misión se esfumaba tan bruscamente como si jamás hubiese existido, y en cambio quedaba una mujer al borde de las lágrimas, al borde de un horrible precipicio interior.
—Eh, preciosa —dijo suavemente, apartándose del todoterreno—. Eh, no llore —murmuró, pasando de un pie al otro con una sensación de incomodidad, y dirigiendo miradas ansiosas al estacionamiento.
El rumor decía que ella había estado en una lujosa clínica de Carolina del Norte. Se había mencionado la expresión «crisis nerviosa» en toda la localidad. Por Dios, no necesitaba ni quería eso. Ya había demostrado una vez en su vida que no podía afrontar esa clase de situaciones, y que era la última persona con quien podía contarse para resolver eso. No asumo responsabilidades... Esa verdad era como una armadura que lo encerraba. Se inclinó hacia el local de la Taberna, deseoso de echar a correr, pero sus pies permanecieron clavados en el lugar, paralizados por el sentimiento de culpa.
Golpeó la puerta de la galería y la voz de Leonce llegó a través del aire, en su francés repiqueteante.
—Eh, Jack, viens ici! Depeche-toi! Allons jouer la musique pas les femmes!
Jack dirigió una mirada anhelante a su amigo y después volvió los ojos hacia Laurel Chandler.
—¡Un minuto! —gritó, y su mirada se detuvo en la mujer; sintió que la situación lo amenazaba como una serpiente. No creía tener mucha conciencia, pero la poca que tenía lo indujo a acercarse a Laurel—. Vea, querida...
Laurel se apartó de la mano que él le tendía, mortificada porque ese hombre a quien conocía poco y respetaba menos presenciaba esta... esta debilidad. Dios santo, ella quería tener por lo menos un resto de orgullo, pero también eso se le negaba.
—Nunca debí venir aquí —murmuró, no muy segura de referirse concretamente a la Taberna de Frenchie, o a Bayou Breaux en general. Retrocedió otro paso cuando Jack Boudreaux intentó de nuevo aferrarla; él tenía la cara marcada por arrugas de inquietud y aprensión. Después, ella se volvió, huyó del estacionamiento y se hundió en la noche.
Jack permaneció inmóvil, mirando asombrado mientras ella desaparecía en las densas sombras, detrás de un bosquecillo de robles en el borde de bayou. Se dijo que todo era fruto del pánico. Era lo que él había visto en los ojos de la muchacha. Pánico y desesperación, y el fuerte rechazo a la posibilidad de que él viese ambas actitudes. Esa muchacha era un manojo de contradicciones, pensó Jack, mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo de la camisa y se lo llevaba a los labios. Fuerza, y fuego, y fragilidad.
—¿Qué haces, mon ami? —Leonce se acercó, abanicándose con el sombrero panamá y enjugándose el sudor de la frente con el antebrazo—. ¿La asustaste con ese enorme miembro de caballo que tienes?
Jack frunció el entrecejo, su mirada todavía fija en la orilla oscura, la mente aún pensando en Laurel Chandler.
—Cállate, tcheue poule.
—No te desanimes —dijo Leonce, sonriendo de su propia broma. Se colocó mejor el sombrero y se pasó distraídamente los dedos por la cicatriz que le afeaba la mejilla—. Es fácil conseguir a las mujeres.
Y difícil quitárselas de encima... ese era el estribillo habitual. No era el caso de Laurel Chandler. Había huido. Incluso mientras su cerebro trataba de encontrar una respuesta, Jack se decía que debía evitar el tema. Su instinto le decía que Laurel Chandler le acarrearía problemas, cuando todo lo que él deseaba de la vida era pasarlo bien.
—Sí —rezongó, echando a andar hacia el local con su amigo—. Entremos. Necesito una cerveza fría y una mujer caliente.
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