Historias secretas de la última guerra



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16.Pepita la guerrillera


Por Thomas M. Johnson

DOBLEGADA BAJO EL PESO de una mochila, avanzaba penosamente por el campo de batalla, situado al norte de Manila, una diminuta mujer filipina. Varios soldados japoneses la detuvieron para interrogarla. Algunos, observando la cetrina piel de su rostro abotagado y ulcerado, comprendieron y echaron pie atrás. A los demás les enseñó ella el pecho para que vieran las llagas, y cuando pronunció la única palabra: “lepra”, no hubo centinela que insistiera, ni hubo quien examinara la mochila, ni vio ninguno que, pegado a las espaldas, llevaba un croquis de las fortificaciones construídas por los japoneses al norte de la capital.

El mapa mostraba claramente los campos minados que las tropas norteamericanas necesitaban con urgencia conocer. Dolorida y enferma, Josefina Guerrero llevó el mapa a su destino, salvando así centenares de vidas del ejército atacante. Fue ésta sólo una de sus grandes contribuciones a la victoria de los Estados Unidos en las Filipinas. Como una de las espías más inteligentes y valerosas de la guerra, fue condecorada con la Medalla de la Libertad y la Palma de Plata, las más altas condecoraciones que concede el Gobierno de los Estados Unidos a un civil en tiempo de guerra. El cardenal Spellman la obsequió con un medallón en reconocimiento de su “fortaleza cristiana y preocupación por los sufrimientos del prójimo”. El Gobierno de los Estados Unidos le facilitó el viaje al famoso lazareto de Carville, en la Luisiana, donde se han logrado notables progresos con el tratamiento de la enfermedad de Hansen (la lepra) a que está sometida. Los médicos esperan que en breve tiempo, si todo marcha bien, podrá volver al lado de su hijita, una muchacha a quien no ha vuelto a ver desde hace años. Para entonces Pepita Guerrero estará lista para comenzar una nueva vida de servicio.

De niña, Pepita quiso hacerse monja, pero había sido atacada de tuberculosis, y en el convento no la juzgaron suficientemente vigorosa para hacer la vida de religión. Quedó huérfana de padre y madre, y la abuelita llevó a la niña a vivir consigo en una plantación de cocoteros, donde recuperó la salud.

Más tarde fue a vivir con su tío en Manila. Allí un joven médico, el doctor Renato María Guerrero, se enamoró de la agraciada joven, que tenía, según sus propias palabras, “la nariz respingona y una carilla cómica de facciones rebeldes”. Se casaron. El porvenir les sonreía. Pero en el invierno de 1941, cuando su hija Cynthia cumplió los dos años, Josefina empezó a perder las fuerzas y el apetito. Comenzó a hinchársele el cuerpo. El marido, alarmado, consultó con un especialista, y luego le dio la trágica nueva de la manera menos dura posible:

—La enfermedad —le dijo— está en su etapa inicial. Tienes sólo veintitrés años y existen tratamientos muy prometedores. Pero los niños son susceptibles y debes separarte de nuestra hija.

Varias horas pasó Pepita en el consultorio del doctor pidiendo al cielo que le concediese la fortaleza y el dominio de sí propia que tanto había de necesitar en los años venideros. Luego se fue a su casa, donde encontró a la niña jugando. Aún cuando aquello fue como morir, se abstuvo de darle siquiera un beso de despedida cuando la mandó a vivir con su abuelita.

Los jóvenes esposos se dedicaron entonces a planear su lucha contra la enfermedad y el ostracismo. Hasta hacía poco tiempo, los leprosos eran obligados a ir tocando una campanilla por las calles de Manila. Pero los especialistas informaron a los Guerrero que la enfermedad de Hansen, según se reconoce ahora, sólo es ligeramente contagiosa entre los adultos, y que Josefina no era amenaza para nadie.

Sin embargo, necesitaba buenos cuidados médicos y descanso.

De ninguna de estas cosas había de disfrutar. Tres semanas después ocurrió el ataque japonés contra Pearl Harbor, y de ahí a poco la soldadesca japonesa fachendeaba por las calles de Manila. Cierto día tres soldados detuvieron a Pepita y otras cuatro jóvenes filipinas con intenciones muy claras. Josefina, a pesar de ser pequeñita y débil, se convirtió en una fiera y sacudió el polvo con su sombrilla al más bruto de aquellos soldadotes hasta ponerlo en fuga con sus compañeros. Aquella misma noche una de las amigas la llamó por teléfono:

—Ven a mi casa —le dijo, y colgó.

Esperaba a Pepita el marido de la amiga.

—Una mujer tan valiente como usted debe ser guerrillera –le aconsejó—. Personas como usted son las que necesitamos para nuestro servicio secreto.

Contóle en seguida que la organización de la resistencia filipina estaba enviando informes sobre los japoneses al general Mac Arthur, quien se hallaba en Australia, para ayudarle a planear la liberación de las islas, y la instó para que prestara a esta obra su concurso.

—Yo no puedo hacer grandes cosas —contestó Josefina—; pero haré cuanto pueda.

Le dieron la primera comisión.

—Como usted vive frente al cuartel japonés, durante las próximas veinticuatro horas va a contar cuántos soldados entran y salen, a qué horas y en qué dirección. Cuente también todos los vehículos que pasen.

Oculta tras las persianas, Pepita tomó nota de todo lo que ocurría. No sólo contaba un camión lleno de soldados, sino que observaba si parecían sucios, como si vinieran del frente. Llevó un cuaderno lleno de notas a la dirección que se le había indicado. Luego firmó un juramento de guardar el secreto y la lealtad. Se había enganchado para prestar servicio en lo que ella llama su “guerra silenciosa”. Ese servicio había de durar durante tres años excepcionalmente duros.

Recibió Pepita el encargo de vigilar el sector de los muelles, y allí su ojo avizor describió ocultos cañones antiaéreos, cuyas posiciones señaló exactamente en un croquis que escondió luego en el corazón hueco de una fruta. Con su cesta de frutas iba saliendo muy campante cuando la detuvo un soldado japonés, quien manoseó las frutas, escogió goloso la más grande, y siguió de largo. Por suerte, Pepita había colocado el croquis en una de las frutas más pequeñas, pero de ahí en adelante se guardó muy bien de apuntar nada en papel, como no fuera en su casa, y resolvió no tomar otras notas que las que retuviera en su memoria.

Se contaba Pepita entre un grupo de jóvenes a quienes permitían llevar víveres a los prisioneros filipinos y norteamericanos, que casi morían de hambre. A todos les infundía valor y fe, y de labios de muchos recogió valiosos datos que éstos habían logrado sorprender en las conversaciones de guardias habladores. Cierta vez un centinela malicioso la amenazó con la bayoneta, y por fin la dejó ir, dándole de despedida un fuerte tirón de las trenzas del cabello. Envuelto en la cinta que las sujetaba había un informe de un prisionero, pero la cinta estaba bien atada y no se soltó.

En septiembre de 1944 los norteamericanos bombardeaban ya Manila y reducían a polvo los emplazamientos de artillería que Josefina les había indicado en sus mapas. La Kempei Tai, policía japonesa de contraespionaje, había desplegado espías por todas partes, y muchos eran los guerrilleros que caían en sus manos para sufrir la tortura o el fusilamiento. Las operaciones de la resistencia estaban entonces bajo la dirección de la oficina de contraespionaje de los aliados. Mediante otra enigmática llamada telefónica, Pepita conoció a D. Manuel Colayco, ex profesor de la Universidad de Santo Tomás y a la sazón capitán del servicio de contraespionaje, quien le propuso que trabajara a sus órdenes. En ello le iba la vida, desde luego...

—Aceptado —repuso Pepita—. ¿Qué debo hacer?

Don Manuel le dio instrucciones para que saliera al encuentro de cierto camión en las afueras de la ciudad. Pepita llevaba zuecos de madera con suelas huecas, dentro de las cuales había escondido papeles de seda repletos de información relativa a los preparativos japoneses para la defensa de Manila. En el camión hizo un viaje de 80 kilómetros por caminos escabrosos hasta la montaña de Nagcarlán, donde encontró un guía que la condujo por una angosta senda hasta una enorme roca que cerraba el paso. Una voz les dio el alto. Pepita contestó con el santo y seña. Desde lo alto de un árbol brilló un destello de luz que le dio de lleno en los ojos y luego se apagó. El guía hizo girar la roca como si estuviera montada sobre goznes, y pudieron pasar a un claro del bosque donde encontraron hasta cien guerrilleros filipinos que habitaban en chozas de palma.

Josefina los estuvo observando mientras ellos instalaban un aparato de radio y transmitían su mensaje.

Se convirtió desde entonces en “una mensajerita”. Por diversas rutas que conducían al escondite de los guerrilleros les llevaba informes, mapas, fotografías, y fue en aquel campamento donde oyó la venturosa noticia, transmitida por radio: “¡los norteamericanos están desembarcando en Luzón!”

Los guerrilleros imprimieron en mimeógrafo hojas volantes con el encabezamiento ¡Se acerca la liberación!, en que solicitaban la ayuda de todos. Josefina las llevó a Manila y, lo mismo que otras voluntarias, se escurría al amparo de la oscuridad para echar los volantes bajo las puertas de las casas o ponerlos en manos de los transeúntes.

Poco después le encargaron la tarea de descubrir los parques de guerra japoneses. Una noche oyó llamar a su puerta. El visitante era un individuo que vestía uniforme japonés y le entregó un saco al parecer lleno de hortalizas, diciéndole: “Esto es para el doctor Guerrero”, luego salió cautelosamente. El doctor Guerrero, que también trabajaba en el movimiento de la resistencia, recibió el saco de “hortalizas” sin decir palabra. En las noches que siguieron fueron muchos los depósitos de municiones que estallaron con explosiones ensordecedoras. Durante el día, Josefina observaba qué depósito necesitaba más “tratamiento de hortalizas”.

Pero pronto Colayco le mandó a decir que la necesitaban otra vez como mensajera, así que regresó a Nagcarlán con la esperanza de que el aire de la montaña le volviera las fuerzas, ya casi todas agotadas. En efecto, la escasez de alimento y medicinas la tenía casi exhausta y en estado febril, sufriendo de terribles dolores de cabeza, hinchados los pies, cubierto el cuerpo de más y más llagas. Rogaba a Dios que el retorno de los norteamericanos llevara para ella también algún alivio.

Comenzaba el año 1945 y los americanos se acercaban a Manila cuando Colayco la llamó para confiarle la más arriesgada de sus tareas, los guerrilleros habían enviado al ejército norteamericano un mapa de las fortificaciones japonesas en el cual aparecía un vasto sector libre de minas, que era justamente por donde pensaban atacar los aliados; pero ahora los japoneses habían minado también aquel sector muy fuertemente.

Era preciso encontrar quien llevara un mapa cortegido al cuartel general de la división 37, acantonado en Calumpit, a unos 65 kilómetros al norte de Manila. En todo el territorio intermedio se peleaba, y los japoneses custodiaban todos los caminos y detenían a todo el que pasaba. El tránsito de vehículos estaba interrumpido, pero quizá una mujer a pie, sobre todo si era pequeñita, desarrapada y valerosa, lograría pasar. Josefina no vaciló un momento.

Se puso en marcha protegida por la oscuridad de la noche; pero con la pérdida del sueño se debilitó más y los dolores de cabeza se le agravaron. Resolvió, pues, andar de día. El primer día la detuvo un oficial japonés. Ella llevaba prendido en las espaldas un mapa que en aquel instante le parecía una plancha ardiendo. El japonés se le acercó, la miró de hito en hito, y al verle aquella cara tachonada de rojas pústulas, retrocediendo medrosa y rápidamente, la hizo señas de que pasase adelante. Pepita comprendió súbitamente que poseía un salvoconducto terrible, con el cual nadie se atrevería a detenerla. Dos días con sus noches duró aquella penosa caminata, que terminó en el cuartel general norteamericano, donde entregó el mapa. Mas tan debilitada y enferma se encontraba, que ni siquiera pudo beber la taza de café ni comer los buenos alimentos que allí se le ofrecieron.

De regreso, se vio obligada a pasar por todo el centro del campo de batalla. En un momento, tratando de escapar a las granadas que estallaban. Por todas partes y a las balas de los francotiradores, se escondió detrás de un tanque norteamericano que estalló y casi la mata. Al llegar a Manila supo que D. Manuel Colayco había sido mortalmente herido en los últimos días de la batalla. fue a verlo al hospital. Él, incorporándose con gran esfuerzo, sólo le dijo: “Su labor ha sido magnífica”. Y ésta fue su despedida.

Dedicóse entonces Pepita Guerrero a cuidar de los pacientes de un hospital de evacuación, pero había llegado su propio mal a tal extremo de gravedad con el exceso de trabajo, que los médicos la enviaron a Tala, leprosería del Gobierno filipino. Allí encontró poco que comer y una ausencia casi total de cuidados médicos, los pacientes vivían en medio del desierto, en cabañas donde llovía, y dormían en el mismo suelo que pisaban con las llagas abiertas de sus plantas. Aquello no era un hospital: era un depósito de inmundicia.

En febrero de 1947, Tala se vio súbitamente inundado por 600 pacientes más. Josefina, que había estado tratando de poner orden y mejorar las condiciones del lugar, apeló entonces a Aurora Quezón, hija del ex presidente de la república, y como resultado de la campaña emprendida por ambas, con la ayuda decidida de la Prensa de Manila, se lograron algunos resultados: nuevos edificios, laboratorio sala de operaciones, más médicos y enfermeras, y, sobre todo, suministro de las nuevas sulfonas, drogas que han llevado la esperanza a las víctimas del bacilo de Hansen.

Por mediación de algunas amistades que conocían la obra de Josefina Guerrero, el Gobierno de los Estados Unidos concedió permiso para que fuera sometida a tratamiento en Carville, donde los pacientes la recibieron con ramos de flores y una fiesta de cumpleaños. Era una mujercita de rostro pálido y ulcerado, pero de mirada vivaz y sonriente, la que se presentó ese día para ponerse en manos del Dr. Frederick A. Johansen. El médico empezó con inyecciones diarias de sulfona y otros tratamientos. Hoy día, cicatrizadas ya las llagas, muy mejorada su salud general, alegre y entusiasta, es una prueba viviente de lo que pueden la habilidad y los cuidados de los especialistas de Carville. Recibe a sus visitantes con un fuerte apretón de manos y un torrente de palabras. “Soy feliz de todo corazón”, dice. Cuando llegue su día, Josefina Guerrero quiere volver a empezar su labor de mensajera de Dios en una nueva “guerra silenciosa” de carácter muy distinto. Esta vez la misión que se ha impuesto es la de llevar la conmiseración y la esperanza a los que sufren lo que ella ha sufrido por causa de la enfermedad de Hansen.


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