36.Cómo se secuestra a un general
Por Greg Keeton
DOS JÓVENES OFICIALES BRITÁNICOS, ambos menores de veinticinco años, se hallaban una noche conversando en un café de El Cairo en uso de licencia después de un largo período en el frente. El asunto que traían entre manos era tramar una buena diablura que pudiera hacer daño a los nazis. De repente se les ocurrió una idea: ¿Por qué no secuestrar a un general alemán?
A primera vista el plan era fantástico, pero a las autoridades militares británicas de El Cairo y Londres les gustó. La víctima elegida fue un distinguido miembro de la Wehrmacht de Hitler el general de división Karl Kreipe, uno de los héroes de Leningrado, quien mandaba en ese momento un ejército de 22.000 soldados en la isla griega de Creta. Su captura trastornaría los planes alemanes en el Mediterráneo, y sería una buena tomadura de pelo que provocaría la risa de millones de personas sometidas a la ocupación de las autoridades nazis. Y el pueblo que ríe, no tiene miedo.
Cierta noche de febrero, en su escondite de las montañas de Creta, los guerrilleros escucharon el ruido ronco de los motores de un avión británico. Uno de los maquinadores del plan saltó en paracaídas; era el comandante Patrick Leigh-Fermor, apodado “Paddy”, un irlandés buen mozo y, además, afamado estudiante de griego. Pero antes que su compañero, el comandante W. Stanley Moss, pudiera saltar, el avión se perdió entre las nubes y tuvo que regresar.
Durante las seis semanas siguientes Moss volvió diez veces desafiando la niebla y el fuego de las baterías antiaéreas, sin lograr establecer contacto con Leigh-Fermor y las guerrillas cretenses. Finalmente, resolvió aproximarse por mar, y una noche, burlando la vigilancia de los botes costeros de patrulla alemanes, pasó en una lancha y vadeó hasta una playa sembrada de minas. Allí lo esperaban Leigh-Fermor y una banda de montañeses de fiero aspecto, para ayudarle a arrastrar, por entre la marejada, el cargamento de armas y municiones que llevaba consigo. Emprendieron viaje hacia el primer escondite en medio de la más negra oscuridad trepando por una tortuosa vereda de cabras. Realizar esta proeza de día habría sido difícil; de noche era un tormento. Cuando llegaron a la cueva, a las cuatro de la madrugada, tenían los pies con ampollas y el cuerpo cubierto de cardenales a causa de las caídas.
Durante dos noches más el grupo continuó su marcha hacia el Norte, siguiendo las veredas que utilizaban las patrullas alemanas. Durante el día se escondían en las chozas de los lugareños; entretanto Moss y Leigh-Fermor mataban el tiempo leyendo Alicia en el País de las Maravillas y la Antología Oxford de la poesía inglesa, o escuchando el golpeteo sordo de las botas claveteadas de los soldados alemanes que marchaban por las calles empedradas.
Un día, “Paddy” Leigh-Fermor se pintó el bigote con corcho quemado, se puso un par de pantalones andrajosos, se ató un pañuelo en la cabeza y tomó camino abajo en dirección a Heraklion, la capital de Creta. Debería encontrarse allí con un guerrillero llamado “Micky” Akoumianakis. “Micky” estaba mejor informado que nadie respecto a las actividades del general Kreipe, porque vivía en la casa contigua a la de éste.
Leigh-Fermor comprendió en seguida que debía descartar la idea de secuestrar al general en su propia residencia. La quinta estaba rodeada por tres vallas de alambre de púas electrizado, y custodiada por perros y por un pelotón de soldados. Esta circunstancia obligó al joven irlandés a pasar los cuatro días siguientes en observación desde la ventana de la casa de “Micky”, hasta que logró tener un horario de los movimientos del general.
Todas las mañanas, éste se dirigía en automóvil de su casa al cuartel general, situado a ocho kilómetros de distancia, y regresaba por la noche, después de oscurecido. Esto les hizo pensar que podrían atraparlo de noche en su automóvil. Al estudiar el camino, “Paddy” y “Micky” encontraron el lugar perfecto para el asalto: un recodo en L, tan pronunciado que todos los motoristas se veían obligados allí a poner los frenos y cambiar de velocidad.
—“Paddy” regresó entonces a su escondite para conferenciar con Moss. El plan requería 12 hombres, así: ocho apostados en las zanjas a los lados del camino, y cuatro adelante para anunciar la aproximación del general. Los dos oficiales británicos se disfrazarían de agentes de la policía militar alemana. Con tal fin los guerrilleros se apoderaron de dos uniformes alemanes auténticos. La esposa de “Micky” cosió entre las solapas de los uniformes veneno en tabletas, las cuales usarían para quitarse la vida en caso de captura.
Para entonces ya los alemanes habían sospechado la presencia de un cierto grupo de ingleses en la isla, y la pequeña banda se vio obligada a cambiar de sitio todas las noches, subiendo y bajando los montes en busca de nuevo escondite. Dormían en cuevas o en desvanes. En cierta ocasión, en uno de estos últimos, permanecieron sentados apuntando a la puerta con las pistolas automáticas mientras cuatro alemanes recorrían la planta baja estrepitosamente en busca de alimentos.
El 23 de abril quedaron terminados los preparativos y se señaló la noche siguiente para la ejecución del plan. Pero entonces el general alteró su diaria rutina, y por tres días consecutivos regresó a su casa cuando aún había luz, como si sospechara que algo se estaba tramando.
Al cuarto día, sin embargo, los ingleses presenciaron la puesta del sol y la entrada de la noche sin que llegara el general. Había llegado el momento.
Los doce hombres ocuparon sus puestos y permanecieron en acecho. Esperaron una hora. Finalmente parpadearon las linternas eléctricas de los vigilantes ocultos. Por la carretera bajaba un automóvil que lucía dos gallardetes metálicos en los guardabarros.
Cuando el vehículo disminuyó la velocidad para tomar la curva en L, Leigh-Fermor y Moss, vestidos con sus uniformes de la policía militar alemana, le hicieron señas para que se detuviera. “Paddy” abrió la portezuela del lado derecho y de un tirón sacó a Kreipe al camino. Los dos rodaron por el suelo una y otra vez, Kreipe maldiciendo, dando puntapiés y puñetazos, hasta que tres guerrilleros lo esposaron y lo metieron a empujones en la parte de atrás del automóvil.
Cuando el chofer trató de echar mano a su pistola, Moss lo dejó sin sentido de un cachiporrazo y lo arrojó a una zanja.
“Paddy” se puso la gorra del general y ocupó su puesto junto al asiento del chofer. Moss se deslizó detrás del volante. Los guerrilleros Manoli Peterakis y George Tyrakis se sentaron atrás con Kreipe en medio.
Poco después de ponerse en marcha distinguieron la luz roja oscilante de la lámpara de un puesto de vigilancia alemán. Tyrakis desenvainó su cuchillo y le hizo ver claro al general lo que le esperaba si se atrevía a pedir auxilio. El centinela se hizo a un lado cuando el auto se acercaba; Moss aminoró la marcha lo suficiente para dejarle ver los gallardetes sobre los guardabarros, y aceleró de nuevo.
Cuando los secuestradores llegaron frente a la casa de Kreipe se abrió la puerta de entrada y dos guardas se cuadraron en posición de firmes. Moss tocó la bocina, Leigh-Fermor hizo una seña para indicar que no iban a entrar, y el vehículo prosiguió su marcha.
Fueron 22 en total los puestos de vigilancia alemanes que tuvieron que cruzar. Pero los peores momentos los pasaron en Heraklion, a donde llegaron cuando la gente estaba saliendo del cine. Las calles hervían de soldados alemanes. Moss no cesaba de tocar la bocina, y los soldados se hacían a un lado, y saludaban. “Paddy”, imponente bajo la gorra del general, devolvía los saludos con un movimiento de cabeza y una cara de piedra.
Al dejar atrás la ciudad “experimentamos un formidable júbilo”, escribió Moss en el libro donde cuenta la hazaña. “Empezamos a discutir entonces la forma cómo celebraríamos la aventura cuando regresáramos a El Cairo”.
Ilustración 26: General alemán capturado en Creta
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Pero El Cairo estaba todavía muy lejos. Abandonaron el automóvil y se pusieron en camino con dirección a las montañas, pues sabían muy bien que todos y cada uno de los 22.000 alemanes acantonados en Creta, se dedicarían pronto a la búsqueda del general por toda la superficie de la isla, que tiene 56 kilómetros de ancho y 265 de longitud.
En la tarde del día siguiente, el cielo se cubrió de aviones con observadores que escudriñaban la región a través de sus gemelos de campaña. De vez en cuando dejaban caer una lluvia de hojas volantes que decían: “Si el general Kreipe no es devuelto en el término de tres días, todas las aldeas insurrectas en el sector de Heraklion serán arrasadas”. Los alemanes, en efecto, dinamitaron a Anoya, antigua ciudad de 900 años, y después bombardearon cuanto muro quedó en pie.
Noche tras noche los secuestradores avanzaban en su fuga al Sudoeste. El general resultó ser un compañero bastante agradable; marchaba al paso de los otros durante la noche y aceptaba sin quejarse su bochornosa situación. Sin embargo, en algunas ocasiones manifestó preocupación por la suerte de sus muchas hermanas. ¿Cómo iban a ganarse la vida? Él, que era soltero, se había hecho cargo de ellas desde hacía mucho tiempo. Pero las asignaciones del ejército alemán se suspendían desde el momento que el soldado caía prisionero.
Entretanto, Leigh-Fermor y Moss se sentían muy desanimados por no haber logrado establecer contacto con un radiotelegrafista que pudiera confirmar los arreglos con El Cairo respecto al envío de un barco para la fuga. Pero una noche tropezaron con un escondite de guerrilleros y oyeron una voz en inglés. Era la del hombre que andaban buscando; pero cuando éste trató de transmitir el mensaje que ellos enviaban, no hubo manera de hacerla. ¡El transmisor se había estropeado!
Parecía como si la buena suerte de los primeros momentos los hubiera abandonado. Despacharon mensajeros con encargo de pedir a los dos únicos radiotelegrafistas que quedaban en la isla que transmitieran un mensaje a El Cairo. Desgraciadamente, dichos operarios se hallaban muy lejos de allí y ya los alemanes estaban organizando una persecución en masa a través de las montañas.
Una tarde, la fatigada cuadrilla recibió un mensaje urgente. Uno de los guerrilleros, traduciéndolo rápidamente, dijo que camionadas de soldados se disponían a rodear la montaña donde se escondían; era necesario que escaparan inmediatamente hacia la costa.
Esto significaba escalar a toda prisa y por la noche el Monte Ida, de 2.440 metros de altura. Emprendieron la marcha con el crepúsculo y estuvieron subiendo doce horas. Blanda nieve ocultaba las traicioneras y profundas hendiduras. En la cima del monte lloviznaba. No tenían qué comer, y como refugio encontraron solamente la choza derruída y sin techo de un pastor. Allí esperaron, helándose, hasta que entró la noche, e iniciaron entonces el descenso. “Empleamos dos horas, entre tropezones y caídas, en llegar a la parte baja del cinturón de nieve —escribió Moss en su diario— y de pronto comenzamos a andar entre árboles achaparrados. Las ramas nos azotaban la cara y las zarzas nos desgarraban la ropa y las manos”. A los guerrilleros se les agrió tanto el genio, que Moss y Leigh-Fermor empezaron a temer por la seguridad del general.
Veinticuatro horas después, sentado en una zanja, tiritando bajo un aguacero torrencial, y en situación lastimosa después de llevar a cabo lo que probablemente había sido una hazaña de ascenso y descenso sin precedentes, Leigh-Fermor leyó de nuevo el mensaje que los había hecho escalar el Monte Ida. El guerrillero se había equivocado al traducirlo. ¡Lejos de apremiar los a pasar la montaña, les imploraba que no se moviesen!
Tuvieron luego otro momento de mala suerte: cuando llegaron a la playa donde se proponían esperar a la huída, encontraron a 200 alemanes acampados allí. Tenían que variar todos los planes y tomar medidas completamente nuevas. Por fin lograron encontrar a una radiotelegrafista y fijaron un nuevo lugar de cita.
Una semana después Moss escribió lo siguiente: “Estamos sintiendo agudamente lo que podríamos llamar el fracaso de nuestra empresa”.
En ese momento crítico, cuando los alemanes husmeaban en círculos cada vez más estrechos a su alrededor, volvió a sonreírles la suerte.
Un asesino y dos ladrones de ovejas se unieron al grupo. “Nunca he visto hombres más solapados”, escribió después Moss. “Sin embargo, poseen un conocimiento incomparable de todos los senderos y trochas, por lo que son inmejorables como guías”.
Así, ayudados por sus nuevos “cicerones”, los secuestradores continuaron escurriendo el bulto a los alemanes.
La noche del 14 de mayo, después de casi tres semanas de fuga, los despertó un mensajero: “Un barco los recogerá mañana por la noche en la playa de Rodakino. Tienen que darse prisa para llegar a tiempo”.
Guiados por los ladrones de ovejas, subieron y bajaron montes sin descanso. Al mediodía llegaron finalmente a una colina que dominaba la costa.
Con ayuda de sus gemelos de campo vieron en la playa un campamento alemán. Más allá, como a un kilómetro y medio, había otro. A las nueve de la noche descendieron sigilosamente a la playa, entre los dos campamentos... y escucharon el sonido más grato del mundo: ¡la suave vibración de unos motores!
A salvo ya en El Cairo, tres días después, “Paddy” y Moss dijeron adiós al general. “Este sonrió con una expresión amable, pero triste —dice Moss— y se alejó”. Lo condujeron luego a Inglaterra. Leigh-Fermor y Moss poseen ahora la Orden de Servicio Distinguido que es, después de la Cruz de Victoria, la más alta condecoración británica. El general Kreipe está en Alemania, donde trabaja como vendedor de bonos. No les guarda rencor alguno a Moss y Leigh-Fermor, por cuanto la aventura le salvó la vida. Los otros dos generales que mandaban guarniciones alemanas en Creta fueron ejecutados como criminales de guerra por sentencia de un tribunal griego.
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