Historias secretas de la última guerra


Ascenso vertical al Monte Haikú



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38.Ascenso vertical al Monte Haikú


Por David O. Woodbury

CUANDO VISITÉ la instalación de radio de la Armada norteamericana en el Monte Haikú, en Hawaii, quedé asombrado y perplejo. Los marinos me izaron en una especie de asiento formado por una tabla que pendía de dos cuerdas por sus extremos. Ascendí siguiendo la escarpada vertiente de la montaña unos 600 metros hasta el lugar donde está enclavado uno de los extremos de la gigantesca antena.

¿Cómo pudieron los obreros, me pregunté medio desvanecido, llegar hasta aquí para hacer el trabajo necesario? Cuando los marinos me bajaron hallé la respuesta.

Después de la victoriosa batalla de Midway en el verano de 1942, toda la vastedad del Pacífico quedó accesible y tal vez conquistable. El jefe supremo de la armada en Pearl Harbor necesitaba mantener contacto por radio con todas las unidades navales de la extensa zona y aún “hablar”, si fuera necesario, con un submarino norteamericano que se encontrase en el fondo de la bahía de Tokio a 4.500 millas de distancia.

Los ingenieros de radio dijeron que tales alcances extremos de comunicación solamente podían lograrse por medio de una gigantesca red de antenas que estuviese cuando menos a 600 metros más alta que el suelo. No era posible construir torres de acero de tal altura. La única solución era tender los alambres entre los picos de dos montañas hawaianas.

El lugar escogido estaba a unos 18 kilómetros de Honolulú, en el Valle de Haikú, un amplio anfiteatro situado en la vertiente casi vertical y en forma de herradura de un volcán apagado, una de cuyas caras había desgastado la erosión. Había que reforzar las dos alas de la herradura con toneladas de hormigón y tender cables a través del abismo de casi 2.400 metros, comprendido entre ellas.

Ningún hombre había pisado aún la cumbre de Haikú. Tal vez ningún hombre pudiera hacerlo.

El jefe de montaje, Ray Cotherman, reunió un grupo de “escalacumbres” en la selva al pie del farallón del Sur y pidió voluntarios.

Los escalacumbres son gentes de temple recio. Su tarea consiste en escalar picos y asegurar en ellos cables que sirvan para subir los materiales destinados a las cuadrillas de construcción que irán después. El escalamiento del Haikú parecía empresa dura, pero dos hombres se ofrecieron inmediatamente. Eran Bill Adams y Louis Otto, veteranos en el oficio.

“En esos 600 metros de roca deleznable —dijo Cotherman— no hay un solo punto donde apoyar el pie. Pero tienen que escalarla, muchachos. Nos han dado tres meses de plazo para que la estación de radio quede instalada.”

Adams y Otto tuvieron que abrirse paso por entre la tupida maleza para llegar al pie de la montaña. Luego empezaron a trepar picando y raspando para hacerse camino; afianzaban primero un pie y luego el otro, siempre tratando de conservarse a la misma altura para no lanzar sobre el de abajo el diluvio de piedra desprendida. Ya habían escalado unos 30 metros cuando Otto perdió repentinamente el apoyo y se despeñó dando volteretas. Adams se quedó rígido, sosteniéndose precariamente con la punta de los dedos y casi sin atreverse a respirar.

Media hora después Otto, que afortunadamente sólo había sufrido algunos rasguños en la caída, volvió a trepar, provisto esta vez de alcayatas de acero que llevaba amarradas al cinto, un mazo grande y una cuerda. Subió hasta colocarse exactamente debajo de Adams, clavó hondamente una alcayata en la roca y gritó: “¡Apóyate ahí!”

Adams se deslizó un poco y puso el pie en la alcayata. Ya casi no le quedaban fuerzas.

Como observó gravemente Otto, la diversión había terminado y empezaba el verdadero escalamiento. Labraron a pico un estrecho saliente en la roca como base de operaciones para el gran empuje hacia arriba. Luego Adams se metió en el bolsillo unas cuantas alcaratas, empuñó el mazo y empezó a trepar. Estirándose lo más que pudo, clavó una alcayata. Otto, que le seguía muy de cerca con la cuerda, echó un nudo a la alcayata y probó la resistencia con su propio peso. Aunque la roca no era sino compacta masa de cenizas volcánicas, resistió. Con esta ayuda, Adams trepó serpenteando hasta poner pie en la alcayata. La operación había durado veinte minutos.

Todo aquel día los dos hombres alternaron en la misma terrorífica tarea. Uno de ellos clavaba alcayatas y ascendía penosamente mientras el otro lo seguía a un par de alcayatas de distancia, tendía la cuerda y, según lo confesaron ambos después, rezaban. Dos veces se turnaron para deslizarse a lo largo de la cuerda tendida hasta el pie de la montaña en busca de nueva provisión de alcayatas y cuerda. A media tarde habían escalado cerca de 60 metros, casi verticalmente. Entonces bajaron otra vez a tierra, agotados, pero todavía seguros de sí mismos.

—Mañana por la mañana —les dijo Cotherman— voy a pedir más voluntarios.

—¡No! —protestó Adams—. Déjenos solos. Uno de estos días llegaremos arriba.

Por cinco días consecutivos Adams y Otro continuaron trepando poco a poco, clavando alcayata tras alcayata y amarrando firmemente la cuerda a cada una de ellas. Algunos ayudantes empezaron a subir hasta la base de operaciones, llevando alcayatas y cuerda de repuesto, lo cual economizaba mucho tiempo. Entonces, a la altura de 240 metros, cedió la alcayata que sostenía a Adams y éste cayó sobre los hombros de Otto. La violencia del choque desalojó la alcayata de Otto y ambos empezaron a rodar. Sólo el instinto los salvó. En desesperado esfuerzo lograron asir la cuerda, que dio pavoroso tirón, y chocaron contra la escarpada roca, medio desvanecidos y llenos de contusiones..., pero todavía entre los seres vivientes.

El noveno día y cuando ya se encontraban casi a 430 metros sobre el valle, los envolvió una densa nube, tan opaca que quedaron completamente ocultos el uno del otro. No podían calcular cuánto les quedaba por subir, ni cuáles eran la contextura y la forma de la roca que estaba arriba.

Hacia la mitad del decimotercer día, Otto, que se encontraba trabajando más arriba que Adams envuelto por la niebla, gritó: “¡Oye! ¡Aquí hay un matorral!”

Adams contestó también a gritos, pero su compañero no respondió. Adams volvió a gritar repetidas veces. Pero el otro seguía sin responder. Alarmado por el silencio, trepó rápidamente, Al hacerlo sintió penosos pinchazos en la cara: la había metido entre un matorral. Extendió el brazo para subir más allá del matorral. Pero no había más allá. La montaña terminaba allí. Ya habían alcanzado la cumbre.

¿Pero dónde estaba Otto? En la densa neblina Adams se arrastró en círculo palpando entre los matorrales. Tal vez Otto se hubiera dado un golpe y estuviese inconsciente por allí. Finalmente Adams se puso en pie y gritó: “¡Otto! ¿Dónde estás?”

El viento helado y húmedo se llevó el grito. Adams volvió a gritar una y otra vez. Pero nadie respondía. Entonces levantó la cuerda del suelo, la asió firmemente y avanzó. Otto tenía que estar al final de la cuerda en alguna parte.

Lo que le salvó la vida, como había salvado la de Otto, fue el hecho de que los matorrales de la cumbre eran tan tupidos y ásperos que no pudo correr, sino que se vio precisado a arrastrarse. Al ir avanzando así, agarrado a la cuerda, oyó un grito desvanecido: “¡Adams! ¡Adams!” Sonaba exactamente en línea recta, pero muy lejos. ¿Qué había hecho aquel idiota?

Lo supo repentinamente. Cuando avanzaba a gatas por entre la espesura, los brazos dejaron súbitamente de sostenerlo. Se encontró tendido boca abajo, con la cabeza y los hombros en el vacío, sobre otro precipicio que se hundía perpendicularmente en el mar de niebla. ¡La cumbre de la montaña tenía en aquel lugar menos de tres metros de anchura! Otto se había puesto en pie al ganar la cumbre, y tras de dar unos pasos había caído por el lado opuesto.

Ilustración 27: Las avanzadas aliadas convergentes en Alemania, 1944-1945



34

¿Dónde estaba ahora?

En aquel preciso instante levantó la niebla. La luz del sol bañó el pináculo y dejó al descubierto hasta centenares de metros abajo los farallones de ambos lados. Adams vio a su compañero tendido a unos 20 metros de profundidad en un minúsculo saliente de la roca, enredado entre unos matorrales.

Otto vio a Adams y lo saludó agitando la mano: “¡Bienvenido, camarada! ¡Subiré a almorzar inmediatamente!”

El resto fue mera rutina para un escalacumbres: echar una cuerda a Otto para que se la atase a la cintura y luego halar vigorosamente para ayudarle a trepar otra vez precipicio arriba.

Entonces se disiparon todas las nubes que flotaban sobre las montañas de Haikú. En lo hondo se veía el verde valle que iba a perderse al Norte en el turquesa titilante del mar. La barrera de arrecifes trazaba a lo lejos una línea curva intensamente blanca a lo largo de la costa.

—Parece un mapa, ¿verdad? —exclamó maravillado Otto—. Es como si estuviésemos mirando desde el cielo.

—¡Allá estarías a estas horas —repuso Adams— a no ser por tu suerte loca!

Suerte o no-suerte, la Armada tuvo su estación de radio a los tres meses. El resto de la tarea —tender cables para subir los materiales montaña arriba— fue relativamente fácil. La seguridad de millares de seres, así como la de armamentos y pertrechos por valor de incontables millones, dependió en el Pacífico de la estación de radio de Haikú, que no hubiera existido sin los nervios de acero de dos escalacumbres.

De “Empire Magazine”



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