Historias secretas de la última guerra


Héroes en cáscaras de nuez



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39.Héroes en cáscaras de nuez


Por George Kent

CORRÍA EL TERCER AÑO de la segunda guerra mundial y Francia estaba ocupada por los nazis. Burdeos, el tercer puerto francés en orden de importancia, veía entrar y salir constantemente rápidos buques de carga que burlaban el bloqueo aliado y traían materiales indispensables al esfuerzo de guerra alemán. No se podían distraer aeroplanos aliados para bombardearlos, y los barcos eran demasiado veloces para que los alcanzasen los submarinos. Pero había que acabar con ellos.

El Ministerio Británico de Guerra Económica planteó el problema a Lord Louis Mountbanen, jefe de Operaciones Combinadas. Cierto oficial de la Marina Real, el capitán H. G. Hasler, que estaba a las órdenes de Mountbanen, había aconsejado algún tiempo antes la utilización de botes pequeños para destruir embarcaciones dentro de los mismos puertos enemigos. Al principio la idea pareció descabellada, pero ahora Mountbanen decidió ponerla a prueba.

La Operación Frankton se inició a mediados de 1942. El capitán Hasler fue nombrado jefe de la expedición y reunió a 30 infantes de Marina que tenían ganas de verse la cara con el enemigo a costa de cualquier peligro. Entre los elegidos había pocos hércules y menos buenos mozos aptos para ser héroes de película. “La mayor parte —dice Hasler— eran desgarbados, pequeños, hombres de esos a quienes la vida ha dado bastantes patadas para infundirles el valor y el deseo de llevar una aventura hasta el fin. Los más de ellos nunca habían visto una canoa. Algunos ni siquiera sabían nadar”.

Sin decirles una palabra del objetivo que se perseguía, los hombres fueron enviados a la base naval de Portsmouth para someterlos a seis meses de arduo entrenamiento. Allí aprendieron a remar sin hacer el menor ruido, a volver a subir a la canoa sin voltearla, a operar en las tinieblas de la noche y con el tiempo más borrascoso. Les colgaron de la cintura pesas de plomo y los sumergieron hasta tocar fondo con un tubo entre los dientes para aspirar oxígeno de cierto mecanismo de escape de un submarino. Se ejercitaron en deslizarse inadvertidos por la entrada estrechamente vigilada del puerto de Portsmouth. Cada mes Hasler eliminaba a los ineptos.

Después se les instruyó sobre las bombas-lapas que iban a usar. Esas bombas van provistas de un imán poderoso que permite adherirlas a los buques, generalmente por debajo de la línea de flotación. No tiene mecanismo de relojería porque el tic-tac traicionaría su presencia. Llevan en su lugar un tornillo de mano que perfora una cápsula de ácido, y éste va corroyendo una capa de plástico a determinada velocidad. Cuando el plástico ha sido consumido, la bomba estalla.

El 1 de diciembre los hombres embarcaron en el submarino “Tuna”. Ya en el mar, Hasler les explicó por vez primera a dónde iban y les dio instrucciones detalladas. Uno de los hombres hizo en voz alta la pregunta que estaba en el ánimo de todos. ¿Cómo iban a volver? ¿Los esperaría el submarino? Hasler negó con la cabeza. Había que echar a pique las canoas; los hombres tenían que marchar a través de Francia hasta España con la ayuda de agentes del movimiento secreto francés.

A las diez de la noche del 7 de diciembre el “Tuna” ascendió a la superficie como a 20 kilómetros de la desembocadura del Gironda. Se abrieron de golpe las escotillas y diez hombres con uniformes de faena de la Marina Real, convenientemente moteados para no ser advertidos, botaron a un costado del buque cinco canoas plegables especialmente construídas para el caso. Cada canoa tenía una cubierta, parecida a las llamadas kayak que usan los esquimales, hecha de madera enchapada. En las canoas había bombas-lapas, una ametralladora Sten provista de silenciador, raciones alimenticias, una brújula, canaletes de repuesto y un cubo para achicar el agua. Cada hombre llevaba una pistola Colt, un cuchillo de comando, una granada y un silbato pequeño que emitía un sonido parecido al grito de las gaviotas. Todos ellos tenían la cara y las manos pintadas de negro.

Hasler y un cenceño mozo londinense, que pesaba poco más de 63 kilos y se llamaba Sparks, se metieron en la canoa “Catfish”, y las otras cuatro tripulaciones de a dos en la “Coalfish”, la “Crayfish”, la “Cuttlefish” y “Conger”. Las cinco cáscaras de nuez, como las llamaban los ingleses, se pusieron en marcha. Las salpicaduras de los remos se helaban en las cubiertas de madera. El pesado lastre estabilizaba las canoas, pero permitía que el agua penetrase en su interior. La “Coalfish” se perdió al cruzar la violenta corriente de la entrada del estuario.

Ya eran sólo cuatro.

En el estuario mismo tropezaron con otra corriente de la marea.

La “Catfish” fue la primera en cruzarla a salvo; luego lo hicieron la “Crayfish” y la “Cuttlefish”. Pero no la “Conger”. Pronto la descubrieron volteada. Sus dos tripulantes flotaban en el agua, ateridos de frío. Era imposible hacerles lugar en las cáscaras restantes, que ya iban muy sobrecargadas.

Después de echar a pique la “Conger”, Hasler dijo a los náufragos que se agarrasen a los costados de la “Catfish” mientras él y Sparks remaban para acercarlos a tierra. Cuando la canoa llegó a unos 90 metros de la costa, les dijo que intentasen alcanzar la playa “Tenemos que abandonarlos, muchachos —terminó—. Que Dios los ayude”.

Ya eran sólo tres.

A proa, la costa estaba fortificada y un faro lanzaba su haz de luz giratoria. Hasler vio cuatro buques de vigilancia en vez de uno que le habían anunciado encontraría. La “Catfish” se escurrió entre el primer buque guardián y el malecón, y la “Crayfish” hizo lo mismo un momento después. Esperaron largo rato a la “Cuttlefish”, llamándola a gritos de gaviota de sus silbatos. Pero no tuvieron respuesta.

Ya eran sólo dos.

Y aún no habían acabado de remar aquella primera noche. Los cuatro hombres que todavía quedaban habían avanzado unos 32 kilómetros; en cuanto a los otros seis, debían estar muertos o en manos de los alemanes.

Cuando el cielo empezó a teñirse de gris, las dotaciones de la “Catfish” y la “Crayfish” decidieron esconderse durante el día en lo que parecía ser una isla. Metieron las canoas entre los arbustos, se cubrieron con redes de camuflaje y tres de ellos se echaron a dormir mientras Hasler hacía guardia. Al poco rato despertó a los durmientes. Estaban en el borde de una pesquería. Unos 30 franceses se desayunaban sentados alrededor de varias hogueras.

Los cuatro ingleses eran claramente visibles, pero los franceses hicieron la vista gorda. Hasler se dirigió a ellos para hablarles, protegido por las ametralladoras de sus compañeros. Los pescadores prometieron no dar parte.

Durante el día estuvieron observando a un grupo de alemanes que trabajaban en un dique a menos de un tiro de fusil. Se alegraron cuando cayó la noche y pudieron reanudar su viaje.

Al amanecer del siguiente día Hasler saltó a tierra en busca de posible escondite y fue a dar en un puesto nazi de cañones antiaéreos. Gracias a que el centinela estaba dormido no terminó allí la aventura. Los ingleses pasaron la jornada sentados en las canoas y cubiertos con las redes de camuflaje.

Dos noches y un día más tardaron Hasler y sus hombres en llegar a Burdeos. Durante las horas diurnas del 11 de diciembre se ocultaron entre altos cañaverales de las cercanías del puerto. A las nueve de aquella noche Hasler dio la orden: “Perforen las lapas”. Cada hombre tenía cuatro bombas sincronizadas para estallar a las nueve horas de perforadas. Los cuatro hombres cambiaron un apretón de manos.

Burdeos aparecía espléndidamente iluminado. Todos los buques que estaban cargando en el puerto brillaban bajo la luz de racimos de lámparas sujetos al tope de los mástiles. El agua reflejaba las luces como un espejo. Los ingleses navegaban muy cerca de la costa, dejándose llevar por la corriente mientras inspeccionaban sus posibles blancos.

Al cabo de seis meses de planes y trabajo había llegado el anhelado instante. Hasler escogió un gran buque de carga, y mientras Sparks mantenía la canoa en su lugar, puso la primera bomba en una pértiga de dos metros y la fue arrimando despacio, bajo el agua, al costado del buque. El imán de la bomba quedó firmemente adherido al casco. Colocó una bajo la proa, otra bajo la popa, otra en medio del barco, bajo el cuarto de máquinas.

Ya habían dejado dos lapas adheridas al siguiente buque cuando un centinela de cubierta pareció descubrirlos y proyectó sobre ellos la luz de su linterna. Pero al parecer no estaba seguro de lo que había visto. Tenían negros los rostros y las manos, llevaban la cabeza cubierta y la canoa estaba camuflada. La canoa navegó pegada al barco mientras arriba, en cubierta, los seguían los pasos del centinela. En la proa esperaron 20 minutos al amparo del saledizo y luego se dejaron llevar por la corriente hasta el próximo blanco.

En un esfuerzo para alcanzar el tercer gran buque de carga, Hasler metió la canoa entre el barco que buscaba y otro navío. El agua bamboleó ambos barcos haciéndoles chocar, y la canoa se salvó de ser aplastada gracias a un rápido impulso del canalete. Se las compusieron para adherir dos lapas al buque de carga y completaron su tarea de la noche colocando otra bajo la popa de un tanque.

Siguiendo la línea de la costa, los dos hombres se dirigieron a alta mar. Ya llevaban remando una hora cuando oyeron ruido de chapoteo y pusieron rápido rumbo hacia los cañaverales. No fue poco su alivio al averiguar que el chapoteo provenía de sus compañeros de la “Crayfish”. Los tripulantes de la “Crayfish” habían dado cuenta de dos buques, lo cual hacía ascender los blancos de aquella noche a seis. Como los burladores del bloqueo eran doce, seis en el puerto y seis en el mar, la Operación Frankton había tenido el éxito más completo.

El plan de escape era que los hombres marchasen en parejas, así que hundieron las canoas y se separaron. Fue la última vez que Hasler y Sparks vieron a los tripulantes de la “Crayfish “. Más tarde, en un juicio contra criminales de guerra nazis celebrado después de la victoria, se supo que habían sido capturados y pasados por las armas, suerte que también corrieron otros cinco miembros de la Operación Trankton. Uno se ahogó y su cuerpo fue recogido meses después.

Hasler y Sparks tardaron cinco meses en volver a Londres. Con auxilio de agentes del movimiento secreto francés, cruzaron los Pirineos hasta llegar a España y finalmente a Gibraltar. Pero mucho antes de desembarcar ellos en Inglaterra había llegado al cuartel general de Mountbatten el informe de lo que habían hecho en el puerto de Burdeos.

Cuando el comandante en jefe de Operaciones Especiales supo que habían sido hundidos seis buques enemigos, gritó embelesado:

—¡Esa faena es de mis hombres!

—¡Quite usted allá! —repuso secamente Mountbatten—. ¡Han sido los muchachos de las cáscaras de nuez!

De “Everybody's Weekly”, de Londres.


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