La Copa Dorada



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Capítulo XXII

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El Príncipe tuvo la impresión de que las perspectivas habían quedado todavía más despejadas. De manera que la media hora que estuvo pasean­do por la terraza y fumando ––el día era espléndido–– fue rebosante de ple­nitud. No cabía la menor duda de que eran muchos los elementos que con­tribuían a que aquel momento fuera esplendoroso, pero lo que destacaba con luz propia, de modo que parecía que el lugar y el momento fueran un gran cuadro pintado por un genio ofrecido al Príncipe como principal pieza de su colección, barnizado y enmarcado, listo para ser colgado, lo que más resaltaba, para causar mayor deleite, era el dominio absoluto, be­llo y sin amenazas que el Príncipe tenía de la situación. El reto de la pobre Fanny Assingham carecía de toda importancia. Una de las cosas en que el Príncipe pensó mientras tenía los brazos apoyados en la vieja balaustrada de mármol ––tan parecida a otras que había conocido en la Italia de toda­vía más nobles terrazas–– era que Fanny Assingham había sido puesta en su debido lugar, para bien de todos, ella incluida, y que ahora, bamboleán­dose camino de Londres con este contentamiento, se había convertido en una imagen ajena a la escena. También pensó, ya que su imaginación desa­rrollaba, por muy buenas razones, una actividad sin precedentes, que, a fin de cuentas, en su trato con las mujeres antes había ganado que perdido. Y constaba, de forma más y más clara en aquellos místicos libros que se lle­van en relación con esta clase de comercio, lo cual hacen incluso los hom­bres de más desordenados hábitos, un balance a su favor, balance favorable que el Príncipe podía dar, por supuesto, en términos generales. ¿Qué ha­cían, en estos precisos instantes, aquellas maravillosas criaturas, sino forjar combinaciones y conspirar en su beneficio? Sí, así era, desde la propia Maggie, la más maravillosa de todas ellas, hasta la dueña de la casa en que ahora se hallaba el Príncipe, en cuya cabeza se había formado inevitable­mente la idea de que Charlotte se quedara por razones que sólo a la dueña de la casa competían, y que había dicho llevada por la benevolencia de su espíritu que a santo de qué el yerno del marido de Charlotte tenía que irse apresuradamente, a no ser que estuviera obligado a ello por plausibles ra­zones, en vez de esperar en compañía de Charlotte. De esta manera, dijo lady Castledean, el Príncipe podría por lo menos hacer lo preciso para que nada ocurriese a Charlotte ni en su casa ni durante los avatares del viaje a Londres; además, si el Príncipe y Charlotte abusaban un poco de la licen­cia concedida, el hecho de hacerlo juntos les sería de gran ayuda. De esta manera, cuando llegaran a casa, cada uno de ellos podría cómodamente echar las culpas al otro. Además, tanto lady Castledean como Maggie, tanto Charlotte como Fanny Assingham, actuaban en su beneficio sin que se lo solicitaran, sin ejercer presión alguna sobre ellas, sólo en virtud de una va­ga noción ––definida y consciente sólo, a lo sumo, en Charlotte–– de que el Príncipe, en cuanto a manera de ser, en cuanto a carácter, en cuanto a caballero, no era inferior a su notable fortuna.

Pero el Príncipe no sólo tenía ante sí todo lo anterior, sino muchas otras cosas, cosas que se mezclaban hasta el punto de que casi se confundían, para mayor satisfacción de su sentido de la belleza. Las perspectivas eran amplias en todos los órdenes ––y las torres de tres catedrales, en tres distin­tos condados, según le habían dicho, resplandecían como plata mate, con tono de idéntica riqueza––, ¿y acaso no era cierto que el Príncipe se daba más clara cuenta debido precisamente a que lady Castledean había reteni­do en su casa a un hombre que le interesaba, y que esto constituía una dulce nota de clarificación de los aconteceres del día? Gracias a este deta­lle, todo encajaba armónicamente. El Príncipe se sentía tan divertido mientras esperaba, ocioso, que en todo momento mantuvo una meditativa sonrisa. Lady Castledean había retenido a Charlotte porque deseaba rete­ner también al señor Blint, y no podía retenerlo, a pesar de que él se mos­traba harto predispuesto a complacer a lady Castledean, sin cubrir las apa­riencias con una más amplia capa. Castledean se había ido a Londres, de­jando la casa entera a disposición de su esposa, quien tuvo el capricho de pasar una tranquila mañana en compañía del señor Blint, hombre joven ––decididamente más joven que Su Señoría––, pulido, cortés y bien dotado, deliciosamente hábil en los juegos y en el canto (incluso jugaba al bridge, en cuanto a cantar, igual cantaba las canciones cómicas inglesas que las trá­gicas francesas); y la presencia de una pareja amiga, si la elección se efec­tuaba con buen tino, en realidad significaría ausencia, allanaría todas las posibles dificultades. El Príncipe consideraba, con buen humor, que la señora de la casa había quedado bien al elegirle, y ello no perdió su pla­centero carácter ni siquiera al darse cuenta de que en el transcurso de su vida en Inglaterra había tenido ocasión de meditar más de una vez que, a fin de cuentas, se le hacía reparar que, en cuanto extraño, en cuanto extranjero, e incluso en cuanto simple representante de su esposa y de su suegro, tenía tan poca importancia en el desarrollo de los acontecimien­tos, que a veces le asignaban funciones un tanto triviales. Ningún otro invi­tado hubiera podido complacer tan fácilmente a la señora de la casa. Re­clamados por asuntos de diversa índole, y en los trenes de primera hora, se fueron todos los hombres activos, suave y fácilmente activos; cada uno de ellos era una bien lubrificada pieza del gran engranaje social, político y administrativo. Y, con carácter primordial, fue reclamado el propio Cas­tledean, que era, aunque parezca incongruente habida cuenta de su mane­ra de ser y características, pieza de muy notable importancia. Pero el Prín­cipe, si algún asunto tenía no era de esta naturaleza, sino de la propia de haber quedado reducido al no muy glorioso papel de sustituto.



Sin embargo, en el estado de ánimo en que el Príncipe se encontraba en aquellos momentos, esa idea de haber quedado «reducido» en nada mer­maba la medida de su actual dicha. En ciertos momentos, dicha idea le recordaba la tan conocida realidad de sus sacrificios, sacrificios que llega­ban incluso a la renuncia, para mayor comodidad de su esposa, de la situa­ción que verdaderamente le correspondía en el mundo social, lo que traía en consecuencia, y en último término, que el Príncipe se hallara muy a menudo entre personas inferiores a él, y esto suponía una merma de su valor. Pero, a pesar de que todo lo anterior constituía una realidad harto patente, él estaba dotado de un espíritu que le permitía reírse de todo desde la graciosa ambigüedad de las relaciones entre los ingleses, hasta el hecho de tener en su mente y en su propósito algo hermoso e indepen­diente, algo armonioso y totalmente suyo. El Príncipe no podía tomar seriamente al señor Blint, porque éste era todavía más ajeno a aquel grupo social de lo que lo era un príncipe romano capaz de actuar en pasiva com­plicidad. Sin embargo, tampoco podía imaginar de qué manera lady Castledean tomaba al señor Blint, porque este asunto se hallaba para él en las insondables profundidades de los equívocos ingleses. Como suele decir­se, conocía «bien» a los ingleses, había convivido con ellos, había pasado días en sus casas, había cenado, cazado y hecho muchas otras cosas con ellos, pero el número de interrogantes que sobre los ingleses tenía el Príncipe antes había aumentado que menguado, por lo que para él las enseñanzas de la experiencia quedaban reducidas a impresiones subsidia­rias. Lo único que él sabía con certeza acerca de los ingleses era que les situations nettes no les gustaban. Por nada del mundo estaban dispuestos a aceptarlas. El genio nacional inglés, el éxito nacional inglés, siempre había consistido en evitar dichas situaciones en todo momento. Con complacen­cia, los ingleses estimaban que este peculiar talento era lo que ellos deno­minaban su maravillosa capacidad de transigir, cuya influencia impregna­ba de tal manera el lugar en que ahora se encontraba nuestro héroe que parecía, de una manera más clara, que la tierra y el aire, la luz y el color, los campos, las colinas y el cielo, los pueblos de los condados azul verdoso y las frías catedrales, debieran el especial matiz de su tono a dicha capaci­dad. Realmente, hallándose uno en presencia de aquel cuadro, era preci­so reconocer que el talento inglés había triunfado, y que a él se debía la bien asentada solidez, la riqueza de tono de niebla marina en la que los pueblos de brillantes oropeles, pueblos que se consideraba envidiosos, siempre habían refrescado la vista. Pero, también al mismo tiempo, era la causa de que, en ciertos momentos, por muy familiarizado que uno estu­viera con aquella realidad, quedara intrigado por la presencia del elemen­to de podredumbre en medio de aquel frescor, de frescor en la podre­dumbre, de inocencia en la culpa, de culpa en la inocencia. Había otras terrazas de mármol desde las que se divisaban más purpúreas perspectivas en las que el Príncipe hubiera sabido qué pensar y, en consecuencia, hubie­ra podido gozar por lo menos del leve placer intelectual de una conscien­te relación entre las apariencias y lo que significaban. Cierto era que, en las actuales circunstancias, una mentalidad inquisitiva era más vivamente esti­mulada; pero, por desdicha, las mentalidades de esta naturaleza habían reconocido que el resultado de su atención e ingenio muy a menudo con­sistía sencillamente en toparse con un muro, en hallarse ante una laguna o en acabar en un estado de definitiva desorientación. Además, lo cual era de suma importancia, para él nada tenía interés, en lo tocante a la relación entre el escenario que le rodeaba y su propia conciencia, salvo los hechos que más directamente le afectaban.

Los ensoñados proyectos que lady Castledean había forjado para aque­lla mañana con respecto al señor Blint, después de que todas las grandes amistades hubieran regresado, evidentemente habían llegado ya al punto de interpretar al piano, juntamente con dicho señor, en una de las nume­rosas estancias pequeñas destinadas a usos menos multitudinarios que las grandes. Los deseos de lady Castledean se habían convertido en realidad, y las deseadas circunstancias se habían producido. Esto indujo al Príncipe a preguntarse dónde estaría Charlotte, ya que no creía que fuera un dis­cordante tercer elemento, lo cual hubiera equivalido a aceptar el papel de simple espectadora, en el dúo formado por lady Castledean y el señor Blint. El resultado de todo lo anterior para el Príncipe, tanto en los aspec­tos menos alentadores como en los más, fue que el exquisito día se abrió como una gran flor fragante que él podía coger cuando quisiera. Pero que­ría ofrecer a Charlotte aquella flor y, mientras paseaba por la terraza, desde la que se veían dos fachadas de la casa, alzó la vista a las ventanas abiertas a la mañana de abril, y se preguntó cuál de ellas sería la del aposento de su amiga. Poco tardó en llegar el momento en que este interrogante quedara despejado, ya que la vio aparecer en lo alto, como llamada por el sonido de sus pasos en las losas de la terraza. Charlotte se había apoyado en el alféizar para mirar abajo, y allí quedó unos instantes observándole son­riente. Éste inmediatamente reparó en que Charlotte iba con sombrero y chaqueta, lo cual indicaba que no se disponía a reunirse, bellamente des­cubierta la cabeza y con sombrilla, allí, en el lugar en que el Príncipe se hallaba, sino que estaba dispuesta a que dieran un paso que les llevaría mucho más lejos. Desde la noche anterior, el Príncipe había pensado in­tensamente en este paso, aunque no había meditado los detalles, leve­mente dificultosos, que comportaba. No había tenido la oportunidad de hacerle una propuesta definitiva, pero ahora el rostro de Charlotte le hizo comprender que ella había intuido la propuesta que él no había podido hacerle. Tenían esa clase de impulsos idénticos. Repetidas veces los habían tenido con anterioridad. Y si esas coincidencias siempre infalibles, en modo alguno preparadas de antemano, daban la medida en que dos per­sonas eran, como se dice vulgarmente, la una para la otra, jamás había habido unión en el mundo que hubiera quedado tan endulzada como aquélla por su perfección. Pero lo que en realidad ocurría más a menudo era que la clarividencia de Charlotte llegaba más lejos que la del Príncipe. Los dos eran conscientes de la misma necesidad en el mismo momento, pero, por norma general, ella veía con más claridad la manera de satisfacerla. Algo en la larga mirada que ahora le dirigía Charlotte desde la anti­gua ventana gris, algo en la inclinación del sombrero, en el color del pa­ñuelo que llevaba al cuello, algo en la prolongada quietud de su sonrisa, repentinamente iluminó y puso de relieve en la mente del Príncipe toda la riqueza que suponía poder contar con ella. Tenía el Príncipe la mano dis­puesta para coger aquella riqueza en la flor abierta del día, pero ¿qué sig­nificaba el esplendente instante sino que Charlotte ya tenía en justa res­puesta la mano inteligentemente adelantada? De modo que, en aquellos instantes, entre los dos se cruzó el conocimiento de que su copa rebosaba y, sin que sus ojos dejaran de mirarla, llevándola firme y equilibradamente con las manos, comenzaron a beber, y al catarla la alabaron. Sin embargo, pocos instantes después, el Príncipe rompía el silencio:

––Sólo falta la luna, una mandolina y un poco de peligro para que esto sea una serenata.

Desde lo alto, Charlotte repuso:

––¡Contentémonos con esto!

Después de decir estas palabras, separó un blanco capullo de rosa de la parte frontal de su vestido, y lo arrojó al Príncipe.

El Príncipe lo cogió al vuelo, y volvió a mirarla después de que ésta le hubiera contemplado mientras se ponía el capullo en el ojal. En italiano, en voz baja e intensa, el Príncipe dijo:

––¡Baja, corriendo!

En voz clara y leve, ella repuso:

––¡Voy, voy!

Y, al instante, dejó al Príncipe esperándola.

Éste volvió a pasear por la terraza, con detenimiento, y su mirada repo­saba allá a lo lejos, como ya había hecho a menudo, en la altiva tonalidad oscura de acuarela de la más distante ciudad catedralicia. Aquel lugar, con su gran iglesia y su fácil acceso, con las torres que indicaban su situación, con su carga de historia inglesa, con sus atractivas características, con su reconocido interés, aquel lugar le había repetido su nombre durante la mitad de la noche anterior, y su nombre se había transformado en otro, en un nombre que podía pronunciarse y que estaba revestido de decencia, por el supremo sentido de comprensión de las cosas que ahora latía en el Príncipe. No había hecho más que repetirse: «Gloucester, Gloucester, Gloucester», igual que si el más penetrante significado recibido en los años inmediatos anteriores quedara intensamente expresado por aquel nom­bre. Este significado era, en realidad, que la situación del Príncipe seguía siendo en gran manera coherente consigo misma, y que ellos dos, Charlotte y él, se hallaban juntos en el esplendor de esta verdad. Todas las circunstancias presentes se aunaban para proclamarlo, y los labios de la mañana se lo decían lanzándoles el aliento al rostro. El Príncipe sabía por qué, desde el principio de su matrimonio, había buscado con tanta paciencia aquella congruencia, sabía por qué había renunciado a tanto y se había aburrido tanto, sabía por qué había buscado, sobre la base de todos los convencionalismos, sobre la base de haberse vendido, en cierto sentido, una situation nette. Todo lo había hecho a fin de que su libertad, ¿de qué otra manera cabía llamarla?, fuera perfecta en los presentes momentos, redondeada y esplendente, como una perla. No había lucha­do y de nada se había apoderado, sólo tomaba lo que le ofrecían y la perla, con su exquisita calidad y rareza, había caído en la palma de su mano. Y allí estaba precisamente la perla encarnada. Su tamaño y su valor fueron en aumento al aparecer la señora Verver en el quicio de una de las puertas pequeñas. Avanzó en silencio hacia el Príncipe, mientras éste iba a su encuentro. La gran escala de la fachada de la mansión de Matcham multiplicó, en la dorada mañana, los instantes de su encuentro y la suce­sión de sus sensaciones. Cuando Charlotte estaba ya muy cerca, el Príncipe, le dijo:

––Gloucester, Gloucester, Gloucester. ¡Mira, allá!

Charlotte sabía exactamente hacia dónde debía mirar:

––Sí, es una de las ciudades más bonitas. Creo que hay claustros, o torres, o algo parecido.

Y sus ojos, a pesar de que sus labios sonreían, tenían una expresión casi grave cuando volvieron a mirar al Príncipe. Terminó su frase:

––O la tumba del rey.

El Príncipe dijo:

––Tenemos que ver a ese viejo rey, tenemos que visitar la catedral, tene­mos que conocer la ciudad entera.

Como remate a sus palabras, exclamó:

––¡Si pudiéramos aprovechar plenamente esta oportunidad!

Y, después, mientras volvía a clavar la vista en los ojos de Charlotte, en busca de todo lo que pudiera ofrecerle, el Príncipe dijo:

––Parece que el día sea una gran copa dorada que debamos apurar juntos.

––Me parece igual, porque siempre me induces a sentir lo que tú sientes, de manera que sé lo que sientes a leguas de distancia.

Después de estas palabras, Charlotte preguntó:

––Y ya que hablamos de copas doradas, ¿te acuerdas de aquella tan her­mosa, real, que te ofrecí hace tanto tiempo y que no quisiste aceptar?

Para avivar la memoria del Príncipe, Charlotte añadió enseguida:

––Fue poco antes de tu matrimonio. Era una copa de cristal dorado que vimos en una tiendecilla de Bloomsbury.

––¡Ah, sí, ciertamente!

Pero hubo en su tono cierta nota de sorpresa, y tuvo que hacer un leve esfuerzo para acordarse. Ahora dijo:

––Aquel objeto siniestro con grieta que intentaste endilgarme, y aquel pequeño judío estafador que entendía el italiano y que se puso de tu parte. Sin embargo, inmediatamente añadió, con una sonrisa:

––Y tengo la impresión de que ahora nos hallamos en una ocasión que, en cuanto a ocasión, también está agrietada.

Hablaban en voz un tanto baja, por cuanto se hallaban dominados, aun­que a cierta distancia, por filas y filas de ventanas, y este tono de voz cau­saba a cada uno de los dos la sensación de absorber algo lenta y profunda­mente. Charlotte dijo:

––¿No crees que piensas demasiado en «grietas» y que les tienes demasia­do miedo? Yo me arriesgo a las grietas, y a menudo me he acordado de aquella copa y de aquel pillo judío, y me he preguntado si la habrá vendi­do. Aquel hombre me impresionó en gran manera.

––Bueno, también tú le causaste a él una gran impresión, y me atrevería a decir que, si vuelves a su tienda, podrás comprobar que todavía guarda para ti semejante tesoro.

Guardó silencio unos instantes y añadió:

––Y, por lo que a las grietas se refiere, arriésgate a ellas todo lo que quie­ras, pero lo que no debes hacer es arriesgarte a ellas por mí.

El Príncipe había hablado con toda la alegría de su serenidad que, ahora, estaba sólo muy levemente temblorosa. Añadió:

––Como muy bien sabes, me guío por mis supersticiones. Y ésta es la razón por la que sé la suerte que hoy nos aguarda. Hoy todos los augurios nos son favorables.

Apoyada en la balaustrada, de cara a la amplia perspectiva, Charlotte guardó silencio unos instantes y, poco después, el Príncipe advirtió que te­nía los ojos cerrados. Charlotte dijo:

––Yo sólo me guío por una cosa.

La mano de la joven reposaba sobre la piedra calentada por el sol y, como sea que se hallaban de espaldas a la casa, el Príncipe cubrió con su mano la de Charlotte, quien dijo:

––Me guío por ti. Me guío por ti.

Los dos guardaron silencio unos instantes, hasta que el Príncipe habló de nuevo acompañando sus palabras con un ademán que les dio énfasis:

––Bueno, ahora lo que realmente hace falta es que nos guiemos por mi reloj.

Miró la hora y añadió:

––Ya son las once, si nos quedamos a almorzar aquí, perderemos la tarde.

Al oír estas palabras, Charlotte abrió los ojos desmesuradamente.

––No hay la menor necesidad de que nos quedemos a almorzar. ¿No ves que ya estoy dispuesta para que nos vayamos?

Sí, ya se había dado cuenta pero necesitaba que Charlotte le dijera más:

––¿Quieres decir que ya has dispuesto...?

––Esto es muy fácil. Mi doncella se va con mi equipaje. Dile a tu ayuda de cámara que se lleve el tuyo, y que los dos se vayan juntos.

––¿Quieres decir que podemos irnos inmediatamente?

Por fin, Charlotte le dio la explicación completa:

––Uno de los coches de que ayer hablé seguramente habrá llegado y esta­ rá esperándonos.

Sonriendo, añadió:

––Si tus supersticiones nos favorecen, mis disposiciones también. Y las unas refuerzan a las otras.

El Príncipe inquirió:

––En este caso, ¿habías pensado ya en ir a Gloucester?

Charlotte pareció dudar, pero sólo fue efecto de su peculiar modo de expresión, y dijo:

––Pensé que tú pensarías en ir. Afortunadamente tenemos esa clase de coincidencias. Con ellas puedes alimentar tus supersticiones, si quieres. Me gusta que sea Gloucester el lugar al que vamos. «Glo'ster, Glo'ster», como tú pronuncias, de manera que parece una palabra de una vieja can­ción.

Charlotte añadió:

––Sin embargo, estoy segura de que Glo'ster, Glo'ster será una ciudad en­cantadora, allí podremos almorzar, después de habernos desembarazado de la servidumbre y del equipaje. Tendremos a nuestra disposición tres o cuatro horas por lo menos.

Para terminar, dijo:

––Desde allí, podemos mandar un telegrama.

Pronunció estas palabras lisa y llanamente, como si la idea se le hubiera ocurrido en aquel mismo instante, por lo que el Príncipe hizo su siguien­te pregunta con la misma cautela:

––En ese caso, ¡lady Castledean...!

––Ni siquiera sueña en que nos quedemos a almorzar.

El Príncipe aceptó la contestación, pero no por ello dejó de pensar; por fin preguntó:

––¿En qué sueña, pues?

––En el señor Blint, la pobrecilla sólo sueña en el señor Blint.

La sonrisa que Charlotte le dirigió fue de gran franqueza:

––¿Es que tengo que decirte con toda claridad que lady Castledean no quiere que nos quedemos? Pidió que nos quedáramos únicamente para que los otros invitados vieran que no se quedaba sola con el señor Blint. Ahora ya hemos cumplido nuestra misión, los invitados se han ido, lady Castledean está perfectamente enterada.

Como en un vago eco, el Príncipe dijo:

––¿«Enterada»?

––Está enterada de que nos gustan las catedrales, que inevitablemente nos detendremos para verlas, que si es preciso nos desviaremos de nuestro camino, siempre que tengamos la oportunidad, y que esto es lo que nues­tras respectivas familias esperan que hagamos, y quedarán defraudadas si no lo hacemos.

La señora Verver concluyó:

––Esto, en calidad de forestieri es lo que nos atrae, aun cuando la atracción que sentimos sea más general y más fuerte.

El Príncipe siguió mirándola con fijeza cuando le preguntó a continua­ción:

––¿Y sabes cuál es el tren...?

––Con toda exactitud. Paddinton, llegada a las 6.50. Con ello tenemos océanos de tiempo a nuestra disposición, y podremos cenar a la hora de costumbre en casa. Como sea que Maggie se encontrará, como dos y dos son cuatro, en Eaton Square, tengo el gran honor de invitarte a cenar.

Durante un rato, el Príncipe siguió mirándola fijamente. Transcurrió un minuto antes de que volviera a hablar.

––Muchas gracias, acepto con sumo placer la invitación.

Y, al momento, preguntó:

––¿Y el tren para Gloucester?

––Un tren de cercanías. Sale a las 11.22 con varias paradas en el trayecto, pero lo recorre en menos de una hora, no sé exactamente cuánto menos. En consecuencia, tenemos tiempo, aunque tampoco podemos perderlo más.

El Príncipe se irguió como impulsado por sus palabras y volvió a consul­tar el reloj mientras los dos se dirigían a la puerta por la que Charlotte había salido. Pero él también tuvo que hacer preguntas y altos en el tra­yecto, todo ello para mayor encanto y mayor misterio:

––¿Y miraste la guía de ferrocarriles, sin que yo nada te dijera?

Riendo, repuso:

––¡Oh, querido! He tenido ocasión de verte consultar una guía de ferro­carriles. Para hacerlo bien, hace falta tener sangre anglosajona.

––¿«Sangre»? ¡Tú tienes la sangre de todas las razas!

Estaban detenidos, el uno frente al otro. Él exclamó:

––¡Eres terrible!

La joven pensó que el Príncipe podía expresarlo del modo que le diera la gana, y dijo:

––También sé la posada a la que iremos.

––¿A cuál?

––Hay dos. Ya lo verás. Espero haber elegido la adecuada.

Sonriendo, Charlotte añadió:

––Y creo que me acuerdo de la tumba.

––¡Ah, la tumba!

Pero al Príncipe cualquier tumba le parecía bien. Dijo:

––Sin embargo, ahora pienso que después de haber estado preparando con tanto cuidado este proyecto, para proponértelo, resulta que tú lo has ejecutado sin que yo te haya dicho nada.

––Es posible que quisieras ofrecérmelo; ahora bien, ¿cómo te explicas que no hayas podido ocultármelo?

––No lo sé. ¿Y cómo me las arreglaré para ocultarte algo el día que lo desee?

––Bueno, con referencia a las cosas que no quiera saber, te prometo que me portaré como una estúpida.

Cuando llegaron a la puerta, Charlotte se detuvo para decir:

––Durante estos días, durante todo el día de ayer, anoche, esta mañana, lo he deseado todo.

Bien, nada había que objetar.

––Lo tendrás todo.



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