La Copa Dorada



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Capítulo XXIII

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Fanny Assingham, al llegar a la ciudad, puso en práctica su segunda idea; a este fin, mandó al coronel a su club para que desayunara allí y despachó a la criada, en coche de alquiler, con los diversos efectos del matrimonio, rumbo a Cadogan Place. El resultado de lo anterior fue, para los dos cón­yuges, un estado de ocupación tan ininterrumpida que el día transcurrió sin que prácticamente hubiera habido contacto entre los dos. Cenaron jun­tos, por cierto, pero fue precisamente durante el trayecto hacia el lugar en que cenaron y el trayecto de regreso a su casa, cuando menos hablaron, tanto la una como el otro. Fanny estaba absorta en sus propios pensamien­tos, que la aislaban de lo que la rodeaba mucho más que la capa amarillo limón con la que protegía sus hombros desnudos, y su marido, enfrentado a aquel silencio, se mostraba menos dispuesto de lo usual en él, cuando se hallaba en aquel brete, a iniciar el fuego, según serían sus palabras. Por aquel entonces los silencios entre los dos eran, por lo general, más largos, y la transición del silencio a la conversación, más brusca. A una charla se lanzaron, a modo de culminación del día, hacia la medianoche. La señora Assingham, de nuevo en su hogar, lo que le producía cierta sensación de fatiga, ascendió hasta la primera planta, donde se dejó caer, como agobia­da, en una gran silla dorada, veneciana, situada en la salita ante el salón, silla que convirtió, gracias a la preocupación de expresión de su cara, en una especie de trono de meditación. Por su aspecto oriental, según su libre interpretación del orientalismo, la señora Assingham recordaba un poco a la inmemorial esfinge presta al fin a romper a hablar. El coronel, a su lado, algo tenía de viejo peregrino del desierto acampado al pie de un monumen­to aunque, poco después, en una operación de reconocimiento, penetró en el salón, en donde inspeccionó las ventanas y las fallebas de las venta­nas, recorriendo con la vista ell ugar con aire de ser, en una sola pieza, amo de la casa y administrador, comandante y contribuyente. Luego regresó al lado de su esposa, ante la cual quedó en pie esperando por el momento. Pero la señora Assingham también decidió esperar, limitándose a alzar la vista y con faz inescrutable mirar a su marido. En estas maniobras de me­nor envergadura y en esta consciente paciencia había algo parecido a una tregua en la vieja costumbre de mantener conversaciones divergentes, de comunicarse con interpretaciones erróneas de tiempos. Ahora parecía que el placer de estas conversaciones, tan familiar a los cónyuges, pudiera lle­varlos a una situación claramente peligrosa; pero también se percibía en el aire, de modo sensible pero incoherente, que por el momento ninguna situación llegaría a poder ser vulgarmente calificada de peligrosa.

En realidad, incluso cabía la posibilidad de que en el rostro de la señora Assingham hubiera una expresión de sutil percepción de una más fina sen­sibilidad que ella había conseguido que se formara en su marido, una sen­sibilidad con respecto a la situación en que ella se encontraba, que, por raro que parezca, se disponía a rechazar. Pero se trataba de una flor sobre la que sólo muy levemente se podría respirar y esto fue, a fin de cuentas, lo que la señora Assingham hizo. Le constaba que no tenía necesidad alguna de decir que había dedicado toda la tarde a sus amigos de Eaton Square, y que hacerlo no hubiera sido más que volcar precipitadamente las impresiones recogidas, en grandes cantidades y puestas en grandes cestos, como las púr­puras uvas de Matcham en tiempo de vendimia. Mientras, el proceso de selección de estas impresiones se estaba desarrollando ahora de manera inconfundible y, por parte del coronel, era objeto de unas abstenciones y unas discreciones que casi llegaban a solemnidades; solemnidades, por otra parte, que a nada comprometían al coronel como no fuera a confesarse a sí mismo que tenía clara conciencia de navegar en aguas profundas, y su res­petuosa actitud ante este hecho había consistido en no perder de vista a su mujer sin decir ni media palabra. Ni siquiera un instante, durante la aven­tura de su mujer, había el coronel abandonado la ribera del místico lago, sino que, al contrario, se había colocado en un lugar en que pudiera reci­bir las señales de su mujer en caso de que ésta le necesitara. La necesidad de ella podía producirse en el caso de que el casco de su embarcación se rajara, en cuyo momento, el deber inmediato del coronel hubiera sido arro­jarse al agua, de una manera u otra. Evidentemente, la actual actitud del coronel consistía en contemplar a su mujer allí, en medio de las oscuras aguas, y en preguntarse si acaso aquella muda mirada que le dirigía signifi­caba que el casco se estaba rajando realmente. El coronel se hallaba tan presto al socorro que parecía que su espíritu se hubiera ya despojado de la chaqueta y del chaleco. Sin embargo, antes de que el coronel se arrojara a las aguas, es decir, antes de que formulara una pregunta, advirtió, no sin ali­vio, que su cónyuge se dirigía hacia la orilla. Vio cómo Fanny Assingham remaba constantemente, siempre un poquito más cerca, y, por fin, oyó el topetazo de la barca contra la orilla. Fue un sonido claramente perceptible; ahora la señora Assingham desembarcó:

––Estábamos todos equivocados. No hay nada.

––¿Nada?


Al pronunciar esta palabra, la actitud del coronel fue la misma que si ofreciera la mano a su mujer para ayudarla a subir la cuesta de la orilla.

––Nada entre Charlotte Verver y el Príncipe. Al principio estaba inquieta, pero ya me he tranquilizado. En realidad me había equivocado de medio a medio. Nada hay.

Bob Assingham observó:

––Yo creía que precisamente esto era lo que siempre decías insistente­mente. Desde el principio, diste por supuesto la rectitud de los dos.

––No, nunca he dado nada por supuesto, salvo mi predisposición a preo­cuparme.

Gravemente, sin moverse de la silla, Fanny Assingham prosiguió:

––Hasta ahora no había tenido la oportunidad de ver y juzgar. Y vi, he visto. Y, ahora, sé.

Con más énfasis aún, repitió la palabra allí, en su trono de infalibilidad, lo que le obligó a levantar más la cabeza.

––Sé.

El coronel aceptó esta manifestación, al principio, en silencio; pero, luego, preguntó:



––¿Quieres decir que te lo han dicho ellos?

––No. Jamás he querido decir algo tan absurdo. En primer lugar, no se lo he preguntado. En segundo lugar, su palabra en esta materia carece de importancia.

Al escuchar estas palabras, el extrañado coronel observó:

––Bueno, a nosotros nos lo dirían.

Durante unos instantes se reflejó en el rostro de Fanny la exasperación que le producían las bruscas salidas del coronel, pasando siempre por enci­ma de los más bellos parterres de Fanny. Pero, a pesar de todo, estimó que debía atemperar su ironía, por lo que se limitó a decir:

––En este caso, cuando te lo digan, espero que tengas la amabilidad de comunicármelo.

El coronel levantó la barbilla y con el dorso de la mano se acarició el pelo que en ella crecía, mientras miraba fijamente de soslayo a su mujer, y decía:

––Yo no he dicho que forzosamente tengan que decirme todo lo que hacen.

––Pase lo que pase, forzosamente tendrán que mantener la boca cerrada, espero. Ahora sólo hablo de ellos gracias a lo que he podido observar. Con esto me basta. No necesito más.

Después de unos instantes de silencio, Fanny Assingham declaró:

––Y son maravillosos.

En este punto, el coronel se mostró de acuerdo:

––Ciertamente, a mi parecer lo son.

––Pues más te lo parecerían si más supieras. Pero no sabes porque no ves. Su situación es demasiado extraordinaria.

Esto último, a juzgar por el tono de las palabras de la señora Assingham, era lo que el coronel no veía, pero se mostró dispuesto a intentarlo:

––¿«Demasiado»?

––Demasiado extraordinaria para que pueda creerse, quería decir. Sí, cuan­do uno no ve. Pero precisamente esto, en cierta manera, es lo que los salva. Lo toman seriamente.

El coronel seguía, a su aire, el raciocinio de su mujer:

––¿Su situación?

––La parte increíble de su situación. La convierten en verosímil.

––¿Quieres decir verosímil para ti?

Fanny Assingham volvió a mirarle en silencio durante un rato. Por fin, dijo:

––Creen en sí mismos. Aceptan la realidad tal como es. Y esto los salva.

––Pero si la realidad tal como es constituye precisamente su oportunidad para...

––Constituye su oportunidad para lo que te dije la primera vez que vino Charlotte. Es su oportunidad para la idea que yo entonces estaba tan segu­ra de que Charlotte tenía.

El coronel efectuó un visible esfuerzo para recordar:

––¡Bueno! ¡Tu idea en diferentes momentos acerca de las ideas de ellos!

Esta oscura procesión apareció ante el coronel y, a pesar de que éste puso a contribución su mejor voluntad, tuvo que limitarse a contemplarla. El coronel dijo:

––¿Estás hablando ahora de algo que pueda representar para ti una có­moda base en la que quedar asentada?

Una vez más, durante unos instantes ella se limitó a mirar furiosamente a su marido. Dijo:

––He vuelto a mis antiguas creencias, y al hacerlo...

Calló. El coronel preguntó:

––¿Qué?

––He visto que estaba en lo cierto. Sí, porque te aseguro que me había ale­jado mucho de ellas. Ahora he vuelto al redil y espero quedarme en él.



Tras breve meditación, Fanny Assingham declaró:

––Son magníficos.

––¿El Príncipe y Charlotte?

––El Príncipe y Charlotte. Precisamente por esto destacan.

Fanny Assingham explicó mejor sus palabras:

––Y lo magnífico es que tienen miedo de sí mismos, quiero decir miedo por los otros.

Después de hacer un esfuerzo para seguir el pensamiento de su cónyu­ge, el coronel preguntó:

––¿Miedo por el señor Verver y Maggie? ¿Miedo de qué?

––De ellos mismos.

Intrigado, volvió a preguntar:

––¿De ellos mismos? ¿Del señor Verver y de Maggie?

La señora Assingham no perdió la paciencia ni la lucidez:

––Sí, y también de semejante ceguera. Aunque principalmente de su pro­pio peligro.

El coronel meditó. Luego, inquirió:

––¿Y el peligro es la ceguera?

––El peligro está en su situación. A estas alturas, no hace falta que te diga todos los elementos que concurren en su situación. Afortunadamente y pa­ra su consuelo, entre los muchos elementos que se dan en su situación no se cuenta la ceguera. Quiero decir la ceguera de ellos.

Acto seguido, la señora Assingham aclaró:

––La ceguera se da, primordialmente, en su marido.

El coronel quedó un tanto parado. Pero éste era un asunto que quería aclarar:

––¿El marido de quién?

––El señor Verver. La ceguera afecta primordialmente al señor Verver. Sí, y esto lo saben, lo ven. Pero también afecta a la esposa.

Mientras Fanny Assingham seguía mirando al coronel con sombría mira­da que mal se compadecía con el relativo oportunismo de sus aseveracio­nes, éste preguntó:

––¿Qué esposa?

Y, como fuera que seguía en silencio, hosca la mirada, el coronel insis­tió:

––¿La del Príncipe?

Como si hablase para sí misma, la señora Assingham dijo:

––La de Maggie, la de la mismísima Maggie.

El coronel, intrigado, preguntó:

––¿Tan ciega consideras a Maggie?

––El problema no consiste en lo que yo considere. El problema consiste en la convicción que guía al Príncipe y a Charlotte, quienes tienen mejores oportunidades que yo para juzgar.

El coronel volvió a dudar:

––¿Estás segura de que tienen mejores oportunidades de juzgar?

La señora Assingham preguntó:

––¿Y qué es su extraordinaria situación, su extraordinaria relación, sino una oportunidad?

––Querida, esta oportunidad, la de su extraordinaria relación y situación, la tienes tú tanto como ellos.

A cuyas palabras, replicó ella con cierta vivacidad:

––Con la diferencia, querido, de que ni la relación ni la situación son asunto mío, dicho sea sin ganas de ofenderte. Veo el buque en el que van embarcados, pero, a Dios gracias, yo no estoy a bordo.

Después de un silencio, la señora Assingham añadió:

––Sin embargo, hoy, en Eaton Square, hoy he visto.

––¿Qué has visto?

La señora Assingham siguió con su reticencia:

––Muchas cosas. Más cosas de las que jamás había visto. Ha sido, y que Dios me perdone, como si viera por ellos, quiero decir por los otros. Ha sido como si hubiera ocurrido algo, algo que no sé lo que es, salvo que es como un efecto de esos días pasados con ellos en aquella casa que, o bien ha iluminado la realidad, o bien ha agudizado mi vista.

Los ojos de la pobre señora estaban fijos en su marido y en ellos había un brillo que no era el de una más intensa penetración, sino el de deter­minado portento que, en diversas ocasiones, el coronel había tenido oca­sión de advertir. Evidentemente, la señora Assingham deseaba infundir seguridad a su esposo, pero, para que así ocurriera, era preciso al parecer que dos grandes, sinceras y brillantes lágrimas se formaran lentamente en sus lacrimales. Estas lágrimas produjeron, de inmediato y como de cos­tumbre, un efecto directo en el coronel: advirtió claramente que su espo­sa tenía que infundirle seguridad por medio de hacerle pensar exacta­mente lo mismo que pensaba ella. El coronel estaba plenamente dispues­to a aceptar el pensamiento de su esposa y a regirse por él, tan pronto como su esposa lo manifestara. El problema radicaba en que la expresión del pensamiento de su mujer exigía infinidad de giros, vueltas y revueltas. Por ejemplo, la sinuosidad quedó de relieve cuando la señora Assingham procedió a explicar lo que había ocurrido aquella tarde:

––Ha sido como si supiera mejor que nunca lo que les hace...

Al advertir que el pensamiento paralizaba su lengua, el coronel la apre­mió:

––¿Lo que les hace qué?

––Lo que les hace, al Príncipe y a Charlotte, tomarlo todo tal como lo toman. Saber cómo tomarlo ya es asunto difícil en sí, y es preciso recono­cer que han estado mucho tiempo esforzándose en ver.

Después de una pausa, la señora Assingham prosiguió diciendo:

––Y, tal como he dicho, hoy ha ocurrido algo que ha sido como si me die­ran un tremendo empujón y, de pronto, viera a través de sus ojos.

Después de decirlo y como si quisiera sacudirse del cuerpo su maleficio, se puso bruscamente en pie. Pero quedó allí, envuelta en la penumbra, mientras el coronel, con su aspecto de ser «todo un tipo», alto, seco y aus­tero, al que cierta evocación de la blancura de las nieves inaccesibles, allí, en la corbata, la pechera de la camisa y el chaleco, daba acentos de dure­za, esperaba, esperaba lo que su mujer pudiera hacer; de manera que a hora tan tardía y en la casa silenciosa, bien hubieran podido ser dos extra­ños aventureros mundanos que, para aliviar la dura tensión de sus espíritus, se habían reunido en un extraño rincón para hacerse siniestras confi­dencias de medianoche. La atención de Fanny Assingham se centraba mecánicamente en los objetos de adorno dispuestos con excesiva prodiga­lidad en las paredes, objetos que, al reconocerlos en aquellos momentos, habían perdido la capacidad de suscitar tanto su cariño como su compun­ción. Fanny Assingham dijo:

––Puedo imaginar la manera en que todo se desarrolla. Sí, es fácil com­prenderlo.

Pero, al momento, exclamó:

––¡Sin embargo, no quiero extraviarme! ¡No, no quiero extraviarme!

––¿Quieres decir que quieres evitar los errores?

No, no. No quería decir eso, ni mucho menos. La señora Assingham sa­bía muy bien lo que quería decir:

––Nunca cometo errores. Pero perpetro delitos con el pensamiento. Y siguió hablando con suma intensidad:

––Soy un ser temible. Momentos hay en que me parece que nada me importa todo lo que he hecho, o lo que pienso o imagino o temo o acep­to, momentos hay en que pienso que volvería a hacerlo, en que pienso que soy capaz de hacer cosas.

En la natural frialdad del debate, el coronel exclamó:

––¡Oh!

––Sí, en el caso de que tú me hubieras impulsado a volver a ser como era antes por naturaleza. Afortunadamente, jamás lo has hecho. Lo has hecho todo, has hecho todo lo demás; pero esto no, esto no lo has hecho.



La señora Assingham guardó silencio. A continuación, declaró:

––Pero lo que verdaderamente no quiero es instigarlos ni protegerlos.

El coronel meditó estas palabras y dijo:

––¿Y de qué vas a protegerlos? Según tus muy sólidas y actuales creencias, no han hecho nada que los ponga en peligro.

Realmente, en esta ocasión el coronel casi consiguió que su cónyuge se tambaleara. La señora Assingham repuso:

––Bueno, pues de un súbito sobresalto. Quiero decir de la alarma de lo que Maggie pueda pensar.

––Bueno, pero si toda tu idea consiste en que Maggie no piensa...

Una vez más, Fanny Assingham esperó un poco antes de contestar:

––Esto no es toda mi idea. Nada hay que sea toda mi idea. Sí, porque, como te he dicho, hoy he percibido que es mucho lo que hay en el ambiente.

Secamente, el coronel dijo:

––Ah, bueno, en el ambiente.

––Lo que hay en el ambiente siempre acaba materializándose, ¿o no?

Luego, prosiguió:

––Y Maggie es una personita dotada de gran curiosidad. Como sea que esta tarde estaba yo «lanzada» a ver más de lo que había visto en cualquier otro momento, pues bien, también he visto algo con mayor claridad que nunca, debido a cierta razón.

––¿A cierta razón? ¿Qué razón?

Como sea que su esposa nada respondió, por el momento el coronel insistió:

––¿Has advertido algún síntoma en Maggie? ¿La has visto diferente en un sentido u otro?

––Maggie es siempre tan diferente de las restantes personas que hay en el mundo que es dificil saber cuándo es diferente a sí misma.

Después de un brevísimo silencio, la señora Assingham dijo:

––Pero me ha inducido a pensar en ella de manera diferente. Me ha acompañado en coche.

––¿Aquí?

––Primero a Portland Place, donde ha dejado a su padre; sí, porque de vez en cuando lo deja. Por eso he podido estar con ella un poco más. Pero Maggie ha dicho que el coche la esperase y después de tomar el té en su casa, me ha traído aquí. Lo ha hecho con el mismo propósito. Luego se ha ido a su casa a pesar de que yo le he transmitido un men­saje del Príncipe donde le indicaba que actuara de otra manera. El Prín­cipe y Charlotte seguramente han llegado ya, si es que han llegado, con la idea de ir juntos a Eaton Square y, allí, tener a Maggie sentada en la mesa durante la cena. Maggie tiene allá todo cuanto necesita. Tiene ropa.

El coronel lo ignoraba, pero sólo indirectamente lo dio a entender:

––¿Tiene una muda?

––Veinte mudas, y vestidos. Y todo lo que quieras. En realidad, Maggie se viste pensando tanto en su padre como en su marido y en ella misma. Conserva sus habitaciones en casa de su padre casi igual que cuando era soltera, de la misma manera que el chico tiene su cuarto de jugar, su segun­do cuarto de jugar, en el que te aseguro que la señora Noble, cuando acompaña al muchacho, se siente totalmente a sus anchas. La señora Noble ocupa allí tanto espacio y se siente si bien que si Charlotte quisiera invitar a una o dos amigas a pasar unos días con ella, en su propia casa, y valga la expresión, casi no podría aposentarlas.

Aquél era un cuadro que el coronel, anfitrión ahorrativo, comprendía bastante bien:

––¿Tanto espacio ocupan Maggie y el niño?

––Tanto.


El coronel dio su opinión:

––Es un poco extraño, realmente.

La calificación del coronel agradó a su cónyuge:

––Es lo que yo digo. No diré que sea algo más que extraño. Pero es extra­ño, muy extraño.

Al cabo de unos instantes, el coronel ya había analizado las palabras de su esposa:

––¿«Más»? ¿Qué más podría ser?

––Pues podría significar que Maggie no es feliz, y que se consuela de su desdicha a su manera.

La señora Assingham, que lo había meditado todo, prosiguió:

––Sí, porque si Maggie fuera desdichada, tengo la seguridad de que ésta sería la solución que adoptaría. Pero ¿cómo va a ser desdichada, cuando, como también estoy convencida, es el centro de todo, y adora a su marido tanto o más que antes?

Estas palabras indujeron al coronel a meditar largamente. Por fin, pre­guntó:

––Entonces, si Maggie es tan feliz como dices, ¿qué diablos pasa? Al oírle su esposa casi se abalanza sobre él:

––En ese caso, ¿piensas que Maggie es desdichada y lo oculta?

El coronel levantó los brazos en actitud de rendición, diciendo:

––Querida, te los dejo a todos a tu disposición. No tengo nada más que

decir.

––Esto no es muy amable por tu parte que digamos.



La señora Assingham había hablado ahora, como si el coronel acostum­brara a ser amable. Ella insistió:

––Has reconocido que era «extraño».

Y estas palabras tuvieron la virtud de que el coronel, por el momento, volviera a centrar su atención en un punto antes debatido:

––¿Se ha quejado Charlotte de no tener habitaciones para sus amigas?

––Que yo sepa, jamás. No, Charlotte no suele adoptar actitudes de esa clase. Y además, ¿a quién se puede quejar?

––¿No estás tú siempre a su disposición para eso?

Como si se tratara de un capítulo cerrado, exclamó, sorprendida:

––¡Oh, «yo»!

Luego, dijo:

––Para ser justa con Charlotte debo decir que de día en día me parece más y más extraordinaria.

La reiteración de esta última palabra provocó que en el rostro del coro­nel apareciera una expresión de matiz más profundo:

––Si todos y cada uno de ellos son tan extraordinarios, ¿no crees que lo mejor es lavarse las manos de sus asuntos y mantenerse al margen?

El rostro de la señora Assingham reaccionó ante esta pregunta como si sólo fuera el último resto de un tono anteriormente empleado y que ahora resultara improcedente debido a la gravedad que la situación había alcan­zado. Su dura mirada revelaba el estado de sus nervios de manera que el coronel, siempre alerta, decidió retroceder a terrenos más seguros. Antes había hablado en este tono de hombre normal y corriente, pero ahora tenía que hacer algo más de lo que hacen los hombres normales y corrien­tes. El coronel dijo:

––¿Es que Charlotte no tiene a su marido...?

––¿Para quejarse? Prefiere morir a hacer semejante cosa.

––¡Oh...!

Ante la visión de tan extremas soluciones, la cara de Bob Assingham se alargó dócilmente:

––¿Y no tiene al Príncipe?

––¿Para esa clase de asuntos? El Príncipe no cuenta para eso.

––Pues yo pensaba que la causa y motivo de su agitación radicaba en que ésta es precisamente la función del Príncipe.

La señora Assingham tenía ya dispuesta su matizada defensa ante esta argumentación:

––No cuenta en absoluto como persona a la que dirigir quejas. El motivo de mi excitación consiste precisamente en que Charlotte bajo ningún pre­texto será causa de aburrimiento del Príncipe. ¡Es incapaz!

Al imaginar la superioridad de la señora Verver, superioridad que le im­pedía cometer semejante error, la señora Assingham, con su expresión ca­racterística, levantó bruscamente la cabeza, a modo de tributo a la general discreción de aquella señora en toda circunstancia, tributo que el referido personaje sin duda alguna había recibido personalmente más de una vez. El coronel, después de emitir un bajo sonido parecido al de hacer gárga­ras, dijo:

––¡Sólo Maggie aburre al Príncipe!

Pero su esposa también estaba preparada para eso:

––¡No, no sólo Maggie! Hay mucha gente en Londres, y no debemos sor­prendernos, que aburre al Príncipe.

––En este caso resulta que Maggie sólo es la más pesada entre todos los que le aburren.

Pero el coronel inmediatamente renunció a contestar esta pregunta, debido a que le vino a las mientes otra pregunta cuya semilla había sem­brado su cónyuge poco antes:

––Acabas de decir que el Príncipe seguramente habría regresado ya, en compañía de Charlotte, «caso de que hayan regresado». ¿Realmente con­sideras posible que no hayan regresado?

Expresó su interés de manera que no puso de manifiesto que, a su pare­cer, la señora Assingham tenía cierta responsabilidad en lo que pudiera ocurrir. Pero ella no estaba dispuesta evidentemente a asumir tal respon­sabilidad:

––Creo que nada hay que no sean capaces de hacer actualmente... en su intensa buena fe.

Bob repitió estas últimas palabras como un eco, aunque en un tono extrañamente crítico:

––¿Buena fe?

––En su falsa posición. Viene a ser lo mismo.

El tono firme y decidido con que la señora Assingham pronunciara estas palabras tuvo la virtud de superar la superficial falta de lógica de las mis­mas. Luego añadió:

––Según mi interpretación de su manera de ser, cabe muy bien la posibi­lidad de que no hayan regresado, para demostrar cómo son.

El coronel dio visibles muestras de preguntarse cuál era la interpretación que su cónyuge daba a la manera de ser de aquellos dos. Preguntó:

––¿Quieres decir que a lo mejor se han largado juntos a cualquier sitio?

––Quizá se hayan quedado en Matcham hasta mañana. Quizá hayan en­viado, por separado, un telegrama a sus respectivos hogares, telegrama que habrá llegado después de que Maggie y yo nos separásemos...

Fanny Assingham meditó y dijo:

––Quizá... ¡Sólo Dios sabe lo que pueden haber hecho!

De repente prosiguió, con más emoción, emoción que expresó en un gimiente tono de desdicha mal reprimida, sometida a la presión de un re­sorte del panorama que divisaba Fanny:



Y sea lo que sea lo que hayan hecho, jamás lo sabré. Jamás, jamás... por­que no quiero saberlo, y porque nada me inducirá a saberlo. En conse­cuencia, que hagan lo que quieran. Sin embargo, ¡yo me he preocupado por todos ellos!

Expresó estas últimas palabras con otro irremediable estremecimiento, y al momento brotaron de sus ojos las lágrimas, aun cuando al producirse el llanto se apartó de su marido, para que no fuera testigo. Penetró en el salón en penumbra, en el que el coronel, en el curso de su inspección lle­vada a efecto poco antes, había descorrido un poco la cortina, por lo que entraba por la ventana algo de luz de los faroles callejeros. Fanny Assing­ham se acercó a esa ventana y en ella apoyó la frente, mientras el coronel, con la cara larga, la observaba dubitativo. Quizá se preguntara qué había hecho realmente su esposa y hasta qué punto podía haberse comprometi­do en los asuntos de aquella gente sin que él lo supiera ni pudiera imagi­narlo. Pero el hecho de oírla llorar, en contra de su voluntad, y verla inten­tar dominar el llanto fue, de repente, demasiado para él. En otras ocasio­nes había visto a su mujer en el trance de no reprimir en modo alguno las lágrimas y ello había afectado muchísimo menos al coronel. Se acercó a su esposa, y le rodeó el cuerpo con el brazo, atrajo su cabeza sobre su pecho y ella, entrecortado el aliento, la dejó reposar unos instantes, con una pa­ciencia que ahora produciría el efecto de serenarla. Sin embargo, y aunque sea raro, el efecto de esta crisis no fue dar término al coloquio con la natu­ral consecuencia de mandarlos a los dos a la cama, sino que, contraria­mente, el asunto que los había tenido ocupados hasta el momento quedó más al descubierto por la brusca manifestación que Fanny Assingham hizo de sus sentimientos, es decir, habían dado un gran paso adelante, habien­do penetrado, y valga la expresión, sin decirse más palabras, en la zona de lo que les interesaba, cerrando la puerta después de entrar y quedando los dos más claramente cara a cara con el problema. Permanecieron los dos durante unos minutos contemplando el problema a través de la oscura ven­tana que se abría al mundo de las humanas desdichas en general, cuya vaga luz jugueteaba aquí y allá, sobre dorados, cristales y colores, sobre los flo­ridos adornos perceptibles en la penumbra del salón de Fanny Assingham. Yel encanto que hubo entre los dos pasó con el gemido de dolor de Fanny, con su estallido de llanto, con la desorientación de Bob Assingham, con su amabilidad y su consuelo, con los momentos de silencio de ambos; silencio que bien hubiera podido representar el hundimiento de uno y otra juntos, cogidos de la mano y durante cierto tiempo, en el místico lago en el que al principio, tal como hemos dicho, el coronel había visto a su esposa reman­do sola, de cuya belleza ahora podían hablar mejor que antes debido a que el motivo, por fin y de una vez para siempre, había quedado definido. ¿Y cuál era el motivo, que Fanny había revelado a las claras, sino que era pre­ciso salvar a Charlotte y al Príncipe, en la medida en que hablar coheren­temente de ellos pudiera salvarlos? Realmente, de una manera y otra que­daron salvados en la preocupada mente de la señora Assingham, ya que así es la mente de las mujeres. El coronel comunicó a su cónyuge, por el medio de no denegarle su ternura, que había comprendido en medida su­ficiente la insinuación, y que no necesitaba más que dicha sugerencia. Esto quedó muy claramente establecido, incluso cuando el coronel volvió a abordar el tema suscitado por su esposa cuando ella le habló de su recien­te entrevista con Maggie:

––Bueno, la verdad es que no sé qué deduces de ello o por qué has de deducir algo.

El coronel pronunció estas palabras como si estuviera en plena posesión de lo que los dos habían extraído de las profundidades.


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