La Copa Dorada



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Capítulo XXVI

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Americo volvía a estar lejos de ella. Maggie volvía a estar sola, allí senta­da o bien paseando por el cuarto, ya que la presencia de Americo en la casa había sido la causa de que ella dejara de abstenerse de hacer esto último. Sin embargo, y a pesar de todo, el momento rebosaba todavía de los efec­tos de la cercanía de Americo; sobre todo, los efectos, extraños en una inti­midad tan arraigada, de una casi renovada visión del aspecto del Príncipe. Sólo hacía cinco días que Maggie le había visto por última vez, y éste pare­cía seguir allí, de pie ante ella, como si acabara de llegar de un lejano país, de un largo viaje, de pasar muchos peligros y fatigas. Esta inagotable variedad de la atracción de Americo ¿qué significaba sino que por fortuna estaba casada, dicho sea con toda sencillez, con una persona absolutamente des­lumbrante? Se trataba de algo viejo, muy viejo, pero la verdad resplandecía ante Maggie como la belleza de un cuadro de familia, del armonioso retra­to de un antepasado que, después de largo tiempo, Maggie hubiera con­templado, casi sorprendida. La deslumbrante persona se encontraba en el piso superior y ella, en el piso inferior; además se daban otros hechos ane­jos a la selección y a la decisión que esta imagen creada por la propia Maggie exigía, y también anejos a la constante atención que el equilibrio familiar requería. De todas maneras, Maggie jamás se había sentido tan absorbida por su matrimonio, tan abyectamente consciente de que había alguien que era el señor de su destino. Americo podía hacer lo que quisie­ra con ella, como en realidad lo estaba haciendo. «Lo que quisiera», lo que realmente quisiera, aun cuando esta última concreción quizá escapase, en el esplendor de la alta armonía, al análisis y a las menciones nominales. A Maggie le bastaba con reconocer que, fuera lo que fuese lo que el Príncipe deseara, lo conseguiría con absoluta certeza. Por el momento, Maggie sabía sin lugar a dudas y con la más plena sumisión que el Príncipe podía provocar en ella, con apenas una insinuación, estremecimientos de subli­me ternura. Si él había regresado fatigado, fatigado después de las acti­vidades desarrolladas en un día tan duro, era preciso tener en cuenta que dichos esfuerzos fueron hechos en beneficio del señor Verver y su hija. Maggie se había quedado en casa de su padre, los dos juntos, en paz, con el Principino, con las complicaciones de la vida fuera de su vista, con los latosos alejados, con la amplia tranquilidad hogareña intacta, gracias a que los otros dos defendían su territorio y desafiaban los temporales. Americo jamás se quejaba y era preciso reconocer que Charlotte tampoco, pero esta noche Maggie tenía la impresión de darse cuenta de las actividades de representación social de Charlotte y Americo, como ellos las concebían; eran de una concepción que superaba todos los conceptos que Maggie pudiera tener al respecto, y tal como tan concienzudamente las llevaban a cabo comportaba vivir en constante tensión. Recordó la vieja frase de Fanny Assingham, la frase en que esta amiga dijo que Maggie y su padre no vivían, y que no sabía qué hacer ni qué se podía hacer en su beneficio. Jun­tamente con esta frase, a su memoria llegó, como un eco, el recuerdo de la larga conversación que había sostenido con su padre un día de septiem­bre bajo las copas de los árboles en Fawns, durante la cual le repitió la frase de Fanny.

Aquella ocasión representó quizá para ellos dos ––como ya a menudo había pensado Maggie–– el primer paso de una existencia más inteligente­mente ordenada. Había sido una hora con una serie de causas y efectos encadenados y perfectamente definida y notable. Eran muchas las cosas, y la primera de ellas el matrimonio de su padre, que a juicio de Maggie se habían seguido de la visita de Charlotte a Fawns, visita que había sido con­secuencia de la memorable conversación. Pero lo que quizá más destacaba a la luz de estas concatenaciones era que, desde todos los puntos de vista, parecía que Charlotte hubiera sido llamada en su ayuda, puesto que los dos habían prestado oídos a quien les dijo que si el carruaje familiar se bam­boleaba y se atascaba se debía a que faltaba un complemento a sus ruedas. Sí, aquel carruaje parecía tener sólo tres ruedas, por lo que necesitaba otra ¿y qué había hecho Charlotte desde el primer momento en aquella casa, sino comportarse suave y bellamente como una cuarta rueda? Inmedia­tamente, nada había quedado tan de manifiesto como la mayor gracia de los movimientos del vehículo. Completando su propia imagen, Maggie se daba cuenta ahora con claridad suprema de que a partir de entonces había quedado liberada de todo el peso y tensión que aquel vehículo otrora pro­yectara en ella. En la medida en que era una de las cuatro ruedas, lo único que tenía que hacer era mantenerse en su sitio, pues otros hacían el traba­jo que a ella correspondía, por lo que no sentía peso alguno; tampoco po­día decir que fuera un esfuerzo excesivo saber cuándo tenía que girar. Maggie quedó largo rato inmóvil ante el fuego; durante este tiempo pare­ció que examinara con intensidad la proyección de su propia imagen, y que incluso tuviera conciencia de que había tomado una forma fantásticamen­te absurda. Parecía que contemplara el paso del carruaje familiar y advir­tiera que Americo y Charlotte lo arrastraban, en tanto que su padre y ella ni siquiera lo empujaban. En realidad, su padre y ella iban juntos dentro del carruaje meciendo al Principino, y sosteniéndolo junto a las ventanillas para que viera el paisaje y para que le vieran en el interior, como a un ver­dadero príncipe heredero de una familia real. El esfuerzo lo hacían ínte­gramente los otros dos. Esta imagen constituía para ella un reiterado reto, y una y otra vez se detuvo ante el fuego. Después de esto, al igual que la per­sona que de repente queda bajo una fuerte luz, Maggie se ponía de nuevo en movimiento. Por fin, se había visto a sí misma en la imagen que ahora estudiaba en trance de apearse bruscamente del carruaje. En este momen­to, y ante la sorpresa de dicha visión, se le dilataron los ojos, y el corazón le dio un vuelco. Contemplaba a la persona que bajaba del carruaje como si fuera otra distinta a ella y esperaba expectante lo que a continuación ocu­rriría. Aquella persona había tomado una decisión, lo cual se debía a que un impulso que se había estado forjando durante largo tiempo había sido sometido a una presión más recia y súbita. Pero ¿cómo se aplicaría aquella decisión?, ¿qué haría, concretamente, aquella figura de la imagen? Impul­sada por estos interrogantes, miró a su alrededor desde el centro de la estancia, como si aquel lugar, exactamente aquél, fuera el terreno de lo que la preocupaba. Cuando la puerta volvió a abrirse, Maggie advirtió, abstrac­ción hecha del suceso en sí, que se le deparaba una primera oportunidad. Su marido había reaparecido, estaba ante ella reposado, casi radiante, im­partiéndole confianza. Vestido, acicalado, fragante, dispuesto sobre todo a iniciar la cena. El Príncipe sonrió a Maggie como si con ello diera por ter­minada la preocupación por su demora. Parecía que la primera oportuni­dad de ella dependiera de las apariencias de Americo, y ahora comprobaba que estas apariencias eran buenas. Durante unos instantes todavía hubo un poco de desorientación, pero se disipó más rápidamente que en la primera entrada de Americo, porque ahora ya tenía a Maggie en sus brazos.

Después, durante horas y horas, Maggie tuvo la impresión de haber sido elevada, de estar flotando llevada por una cálida corriente en cuyas aguas se habían hundido bloques de cemento que quedaban fuera de la vista. Esto se debía, una vez más, a que Maggie tenía confianza en sí misma y, como ella creía, a que sabía lo que debía hacer. Durante todo el día si­guiente, y al otro también, tuvo la impresión de saberlo. Tenía un proyecto y se gozaba en él, y había concebido el proyecto a la luz que bruscamente iluminó sus inquietas meditaciones, marcando así el punto de desenlace de aquellos desvelos. El proyecto se le ocurrió como consecuencia de un inte­rrogante: «¿Y si resulta que los he abandonado? ¿Y si resulta que he acep­tado de manera excesivamente pasiva la extraña forma de nuestro vivir?». Maggie iniciaría un proceso concebido por ella que la haría comportarse de manera diferente en su trato con Charlotte y Americo, un proceso total­mente independiente de cualquier otro que pudieran seguir aquellos dos. Bastó con que esta solución se le ocurriera, para que gracias a su sencillez quedara impresionada, encantada; era de una sencillez ventajosa, pero que en su ceguera no había percibido durante largo tiempo; entretanto, las ventajas que ofrecía habían comenzado a quedar demostradas por el éxito que con ella estaba alcanzando. Le había bastado con actuar un poco para comprobar que inmediatamente conseguía resultados. Esta conciencia de los resultados logrados ante su esposo constituyó la ola que la elevó y que la sostuvo en alto. Él había «ido a su encuentro», como se dijo a sí misma, y lo había hecho con generosidad y alegría, principalmente al regresar dis­puesto para la cena; Maggie lo guardó en su pecho como la demostración de que los dos habían escapado de algo un tanto indefinido, pero que evi­dentemente no era tan bueno como la realidad en que se hallaban. Enton­ces, en aquel instante, su proyecto comenzó a dar resultados. En el mo­mento en que Americo reapareció esplendente, Maggie se hallaba en tran­ce de cosechar su proyecto del mismísimo corazón de su ansiedad, de arrancarlo del jardín del pensamiento, cual si se tratara de una flor plena­mente abierta que pudiera ofrecerle en aquel instante. Sí, se trataba de la flor de la participación y, como tal, allí y entonces, la ofreció a Americo poniendo inmediatamente en práctica la idea, tan innecesaria y oscura­mente velada, de compartir con él los goces, las experiencias y los intere­ses, y de compartirlos asimismo con Charlotte.



Durante la cena, Maggie se interesó ávidamente por todos los detalles de la reciente aventura de su marido y su madrastra, dándole a entender, sin reserva alguna, que deseaba que se lo contara todo, y haciendo de Char­lotte, en especial, objeto de interminables preguntas: sobre los juicios que Charlotte había formulado de Matcham, el aspecto externo de Charlotte, sus éxitos, los efectos notables producidos por ella, sus ropas inimitable­mente lucidas, su inteligencia tan elegantemente esgrimida, su utilidad social tan brillantemente ejercida. Además Maggie, en su interrogatorio, se mostró principalmente identificada con la feliz idea de ir a visitar catedra­les, alegrándose en gran manera de que se les hubiera ocurrido, y de cuyos placenteros resultados, incluso hasta del plato de buey frío y del pan con queso, del extraño mal olor y del sucio mantel de la posada, Americo la informó con buen humor. El Príncipe la miró desde el otro lado de la mesa más de una vez, como si hubiera quedado conmovido por la humildad con que eran bien recibidas estas impresiones de segunda mano, esas diversio­nes y esas amplias libertades que solamente eran ajenas, como si percibie­ra en esta bienvenida una calidad exquisita, y, al final, mientras se encon­traban solos, antes de que Maggie llamara a un criado, Americo había vuel­to a condonar la pequeña irregularidad, si así cabía llamarla, a que Maggie se había aventurado. Se habían levantado de la mesa al mismo tiempo para subir al piso superior; por fin, Americo había hablado de algunas personas de las que estuvieron presentes; las últimas de las que habló fueron lady Castledean y el señor Blint, y después Maggie volvió a abordar el tema del «tipo» de Gloucester. Esto provocó, en el momento en que Americo daba la vuelta a la mesa para ponerse a su lado, que le dirigiera otra de sus ama­bles y penetrantes miradas, una de aquellas miradas encandiladas, pero al mismo tiempo en modo alguno invisiblemente intrigadas, con las que había ya expresado la impresión que le causaba la encantadora gracia de la curiosidad de Maggie. Pareció que fuera a decir, de un momento a otro: «No hace falta, querida, que finjas con tanto entusiasmo, no creo que sea necesario que muestres tanto interés». Fue como si estuviera de pie ante ella, con su fácil comprensión, con un íntimo poder de tranquilización, y con estas palabras en sus labios. La contestación de Maggie hubiera sido inmediata, diciéndole que no fingía. Maggie miraba, alzada la vista, a Americo, que le tenía la mano cogida, y en su mirada había la perseveran­cia, la verdadera insistencia, aneja a su proyecto. Maggie quería que su esposo comprendiera desde aquel mismo instante que ella iba a estar de nuevo con él, totalmente con ellos, juntos, como indudablemente no lo había estado desde los «extraños» cambios ––sólo de esta manera cabía cali­ficarlos–– que cada uno de ellos, en beneficio de los demás, había efectua­do con excesiva facilidad y presteza. Habían dado por supuesto, pero quizá en exceso, que su vida en común exigía una «forma» especial, a lo cual nada había que objetar siempre y cuando la forma se mantuviera única­mente ante el mundo exterior y no constituyera más que la linda costra de un pastel helado, o algo parecido, que nadie duda en romper con la cucha­rilla para poder comer el pastel. Para comenzar, Maggie se había permiti­do observar lo anterior, y quería que Americo comprendiera que su pro­yecto abarcaba también a Charlotte, de modo que si él hubiera expresado realmente aquella aceptación que Maggie pensaba que estaba a punto de manifestar ––la aceptación de la valerosa idea concebida por ella–– se hubie­ra sentido dotada de una facilidad de palabra rayana en la elocuencia.

Sin embargo, mientras esperaba lo anterior, Maggie se dio cuenta de que se hallaba ante un proceso que se desarrollaba en el pensamiento de Americo más profundo de lo que la ocasión globalmente considerada exi­gía, un proceso de sopesar algo, de considerar, de decidir, de prescindir. Americo había adivinado que Maggie tenía una idea, y que su comporta­miento era consecuencia de esta idea, pero se daba la rara circunstancia de que este conocimiento era precisamente lo que refrenaba sus palabras. Maggie lo comprendió porque él la miraba ahora todavía con más fijeza de lo que lo había hecho anteriormente, lo cual casi motivó, faltando poquí­simo para que así fuera, que dudara de si Americo habría comprendido correctamente la idea que ella albergaba. Hemos empleado el término «casi», debido a que Americo tenía en las suyas las manos de Maggie, y esta­ba inclinado hacia ella dulcemente como si quisiera ver o comprender más, o quizá como si quisiera entregarse más; Maggie no comprendía con certeza, y esto le producía sencillamente el efecto de dejarla en poder de Americo, como ella diría. Renunció, se olvidó de su idea, se olvidó de todo, únicamente se dio cuenta de que él volvía a tomarla en sus brazos. Hasta después, Maggie no analizó lo acontecido, no se dio cuenta de que para Americo aquella actuación sustituía las palabras que no había pronuncia­do, y que al parecer surtía mejores efectos que cuantas palabras pronun­ciara, que, en todo momento, en realidad producía mejores efectos que ninguna otra cosa. Después, de una forma inevitable Maggie comprendió que aceptar el comportamiento de su esposo y su reacción equivalía a acep­tar virtualmente la presunción, así expresada por él, de que nada había que aquella demostración no previera y no solucionara, y que además el resorte que había actuado en el interior de Maggie bien podía ser, más que cualquier otra cosa, el impulso que legítimamente provocaba la demostra­ción. Fuera lo que fuese, era la tercera vez, desde su regreso, que Americo la apretaba contra su pecho; ahora, manteniéndola a su lado, salió del comedor y ambos penetraron en la antesala, la cruzaron y juntos iniciaron el lento regreso a sus habitaciones en el piso superior. Americo había esta­do en lo cierto en lo tocante a la oportunidad de su ternura y al grado de sensibilidad de Maggie, pero incluso mientras se daba cuenta de que esta verdad barría todas las demás, ella experimentaba una especie de terror ante la debilidad que en ella provocaba. Comprendía también que tenía el deber de actuar, y que esta actuación requería que no fuese débil, sino, al contrario, bastante fuerte. Sin embargo, durante muchas horas siguió en estado de debilidad, si es que debilidad se le podía llamar, aun cuando manteniendo firmemente la fe en la teoría de su éxito; a fin de cuentas, su agitada iniciativa había sido inconfundiblemente aceptada.



Sin embargo, Maggie tardó poco en darse cuenta de que con esta actua­ción no se había ocupado de Charlotte, a quien siempre sería preciso no dejar de lado; de todas maneras, Charlotte, por mucho que aprobara sus iniciativas, las aceptaría forzosamente siempre, en el mejor de los casos, de una manera más o menos diferente. Maggie calculó este hecho inevitable, calculó las diferentes actitudes que Charlotte podía adoptar, al día siguien­te de volver de Matcham, al abordarla mostrando el mismo interés por oír su relato sobre lo ocurrido. Maggie quería que Charlotte le contara la his­toria entera, como antes había querido que lo hiciera su marido, y en Eaton Square, adonde fue casi ostentosamente sin el Príncipe, a este fin y spolo a este fin, indujo con urgencia a Charlotte a tratar el tema reiterada­mente, ya en presencia del marido de Charlotte, ya durante diversos mo­mentos de conversación a solas con ella. De una forma instintiva, Maggie presupuso que el interés mostrado por su padre, cuando estuvo presente, por los amenos ecos de la visita a Matcham no era menor que el suyo pro­pio, aunque haciendo gracia de cuanto la esposa de su padre le hubiera dicho ya a éste en las charlas que los dos hubieran podido sostener desde la noche anterior. Llevada por el deseo de poner en práctica su proyecto, Maggie se reunió con ellos después del almuerzo, en el momento en que todavía no habían abandonado la estancia en que solían desayunarse, esce­nario también de su comida del mediodía; en presencia de su padre habló de la posibilidad de haberse perdido algo del relato de la visita por su tar­danza en reunirse con Charlotte, y expresó la esperanza de que quizá hu­biera todavía alguna anécdota que ignorase. Charlotte iba ya vestida para salir de casa y, a juzgar por las apariencias, su marido estaba dispuesto a no salir. El señor Verver se había levantado de la mesa, y se sentó cerca del fuego con dos o tres diarios matutinos y el resto de la segunda y tercera entrega del correo en una mesita, en donde según pudo comprobar Maggie con una sola mirada, había más abundancia de la usual de circula­res, catálogos, anuncios de ventas, sobres y grafas extranjeros que eran tan inconfundibles como las ropas extranjeras. Charlotte, junto a la ventana, miraba la calle lateral que desembocaba en la plaza, y causaba la impresión de haber estado esperando la llegada de Maggie antes de irse. A la luz extraña y colorista, como la de un cuadro, que determinaba las impresio­nes que Maggie recibía, los objetos adquirían apariencias que hasta el momento no habían revestido plenamente. Esto era consecuencia de su reavivada sensibilidad. Ella sabía que de nuevo se encontraba ante un pro­blema que se hallaba en la necesidad de una solución, en cuya búsqueda debía trabajar intensamente. Esta conciencia, nacida recientemente en ella, quedaba anulada algunas veces como había ocurrido en la noche anterior, pero se había reavivado rápidamente en cuanto salió de su casa, y después de cruzar a pie media ciudad ––había venido caminando desde Portland Place–– se dio cuenta de que tal conciencia no había perdido fuer­za, ni mucho menos.

La conciencia exhaló el aliento en––forma de suspiro débil, inaudible, que era el tributo que Maggie rendía allí de pie, antes de hablar, a unas rea­lidades que se percibían a través de la dorada niebla que ya había comen­zado a disiparse. Durante unos momentos, las circunstancias en que Maggie se hallaba habían sido vencidas, y mucho, por la dorada niebla, a pesar de que ésta se había debilitado; pero ahora aquellas circunstancias volvían a estar allí claramente definidas; durante el cuarto de hora siguien­te, tuvo la impresión de poder contarlas una a una con los dedos. Sobre todas ellas destacaba claramente el renovado testimonio de muchas acep­taciones de su padre, aceptaciones que Maggie durante largo tiempo había considerado de la misma naturaleza que las suyas; pero ahora, de forma indubitable, presentaban el problema de tener que ser tratadas por sepa­rado. Por el momento las aceptaciones de su padre todavía no le parecían extraordinarias, y esto era la causa de que las amontonara junto a las suyas propias, ya que la calificación que a estas últimas había dado Maggie no había comenzado a cambiar hasta hacía muy poco. Sin embargo, Maggie se dio cuenta inmediatamente de que no podía expresar el nuevo juicio que sus aprobaciones le merecían sin suscitar de alguna manera la aten­ción de su padre, sin provocar quizá su sorpresa e imponer con ello un cambio en la situación que con él compartía. Las imágenes concretas le recordaron en tono de advertencia lo anterior, y durante unos instantes el rostro de Charlotte, mirándola de frente, le causó la impresión de que bus­cara su propio rostro para hallar en él la expresión de aquel recuerdo y advertencias. No por ello Maggie había besado a su madrastra con menos presteza, y luego se había inclinado sobre su padre, por la espalda, ofre­ciéndole la mejilla, pequeños y amables formulismos que acompañaban el trámite fácil de relevo de guardia, dicho sea con las palabras que Charlotte empleaba a menudo, siempre alegremente, como término de compara­ción de aquel proceso de sustitución. En consecuencia, Maggie represen­taba el papel de centinela entrante, y la costumbre había suavizado de tal manera este relevo, que la compañera de armas de Maggie hubiera podi­do irse, en esta ocasión, después de aceptar la contraseña, sin incurrir en una conversación irrelevante y, en sentido estricto, poco militar. Sin embar­go, no fue esto lo que ocurrió. De la misma manera que nuestra joven amiga se sintió elevada y flotando sobre su primer impulso de romper mediante un solo golpe el hechizo, sólo tardó un segundo en dar la nota, fuera cual fuese el riesgo, que había estado ensayando en su casa. Había ensayado aquella nota la noche anterior durante la cena ante Americo, y sabía todavía mejor la manera en que tenía que comenzar su actuación para con la señora Verver, ayudando en gran manera a Maggie el poder comenzar a hablar diciendo que el Príncipe había avivado antes su curio­sidad que la había satisfecho. Franca y alegremente había acudido para preguntar, para preguntar lo que habían conseguido aquellos dos en su insólitamente prolongada campaña. Maggie reconoció que había sonsaca­do a su marido cuanto había podido, pero los maridos no son las personas que mejor suelen contestar preguntas de esta clase. Americo sólo había conseguido acrecentar la curiosidad de Maggie, por esto había ido a pri­mera hora a fin de perderse lo menos posible del relato que Charlotte hiciera. Maggie dijo:

––Papá, las esposas siempre informan mucho mejor que los maridos.

Dirigiéndose a Charlotte, añadió:

––Sin embargo, reconozco que los padres no son mucho mejores que los maridos a este respecto.

Sonriendo, dijo:

––Jamás me dice más de la décima parte de lo que tú le cuentas. En con­secuencia, espero que aún no se lo hayas contado todo; si es así, segura­mente me habré perdido lo mejor.



Maggie siguió hablando, siguió y se sintió arrastrada a hacerlo. Tenía la impresión de ser como una actriz que ha estudiado y ensayado su papel, pero que en escena, ante las candilejas, comienza de repente a improvisar, a decir frases que no están en el texto de la obra. Era precisamente la impresión que el escenario y las candilejas le causaban lo que la mantenía en vilo, lo que la hacía elevarse más; lo era también la sensación de actua­ción que toda plataforma lógicamente comporta, actuación que en su caso era la primera de su vida, o mejor dicho, si contamos la de la noche ante­rior, la segunda. Durante tres o cuatro días, esta plataforma siguió estando perceptiblemente bajo los pies de Maggie, quien en todo momento gozó de la inspiración para improvisar en forma harto notable y heroica. La pre­paración y la práctica no habían sido totalmente suficientes, por lo que el papel de Maggie, al ampliarse más y más, la obligaba a inventarse de un momento a otro lo que debía decir y lo que debía hacer. En su arte, Maggie sólo disponía de una norma: no rebasar sus propios límites y no perder la cabeza. Al cabo de una semana podría ver ciertamente a qué punto había llegado. En su excitación se decía que lo que se proponía era sencillísimo. Se trataba de imponer un cambio, golpe a golpe, sin permitir que ningu­no de los tres, y menos su padre, llegara a sospechar siquiera la existencia de la mano que efectuaba el cambio. Si entraban en sospechas, pregunta­rían cuál era la razón de aquel intento de cambio, y la humillante verdad era que Maggie no tenía razón alguna que ofrecer, es decir, no tenía una razón que pudiera calificar de razonable. Instintivamente, estimaba con nobleza que durante toda su vida, al lado de su padre, y siguiendo su ejem­plo, sólo había esgrimido motivos razonables, y le avergonzaría en grado sumo esgrimir ante su propio padre motivos que fueran inferiores sustitu­ciones de aquellos otras. Mientras no se hallara en situación de alegar claramente que sentía celos, no se hallaría en situación de alegar honesta­mente que se sentía insatisfecha. Esta condición sería necesaria concomi­tancia de la primera, y sin el apoyo de ésta la otra se derrumbaría forzosa­mente. Por fortuna, así había quedado planteado el juego para Maggie. Podía esgrimir una carta, sólo una, y esgrimir la que implicaba dar fin al juego. Tenía la impresión de ser la pareja de su padre en aquel juego y de estar sentada a la mesita rectangular de verde tapete, entre los altos can­delabros de plata vieja y las bien ordenadas fichas. Maggie recordaba cons­tantemente que formular una pregunta, suscitar una duda, comentar de cualquier forma la manera de jugar los otros jugadores significaría romper el hechizo. Sí, hechizo tenía que llamarlo, pues hechizo era lo que mante­nía a su compañero tan constantemente ocupado, tan perpetuamente sa­ciado, tan satisfecho en todo. En el caso de Maggie, decir algo equivalía a tener que decir que sentía celos. En las horas en que estaba sola, contem­plaba con mirada vaga, largamente, semejante imposibilidad.

Al término de la semana, de aquella semana que había comenzado tan de mañana en Eaton Square entre su padre y Charlotte, la sensación que Maggie tenía de ser maravillosamente tratada había llegado a tener más fuerza que cualquier otra. Y debo añadir, además, que se descubrió a sí misma en trance de preguntarse qué otra sensación podía ser más avasa­lladora que la que sentía. Maggie sabía muy bien que la reacción de Charlotte a la prueba de estar más en su compañía debía dar al experi­mento la marca del triunfo; si el triunfo causaba la impresión de ser una ganancia inferior a su imagen originaria, precisamente por ello entrañaba cierta analogía con el regusto que en nuestra joven amiga dejaron las mani­festaciones provocadas en Americo. En realidad, Maggie conservó más de un regusto, y si antes he hablado de las impresiones que recibió cuando de tan insidiosa forma bajó a la palestra, clara nota debo dar de lo que perci­bió durante aquellos momentos de la inmediata incertidumbre de Char­lotte. Maggie había dado muestras, sin la menor duda, ya que no podía dejar de darla, de que había llegado animada por una idea, exactamente igual que la noche anterior había esperado a su marido, animada por un sentimiento. Esta analogía entre las dos situaciones mantendría en su mente el recuerdo del parecido existente en las expresiones de los dos rostros, de cuyos extremos lo único que Maggie podía dar por seguro era que había producido los mismos efectos en los dos o, mejor dicho, en la sensibilidad de cada uno, tan maravillosamente cubierta. El mero hecho de efectuar esta comparación significaba para Maggie recordarla una y otra vez, meditar acerca de ella, extraer las últimas gotas de significado; en resu­men, jugar con ella nerviosa, vaga e incesantemente, como hubiera podi­do jugar con un medallón con sendos retratos en una y otra cara que lle­vara suspendido del cuello mediante una cadenilla de oro de tan firme delicadeza que no hubiera esfuerzo que pudiera romperla. Los retratos en miniatura se hallaban espalda contra espalda, pero Maggie los veía siempre de frente, y cuando pasaba la vista del uno al otro, veía en los ojos de Charlotte el destello momentáneo: «¿Qué desea Maggie, en realidad?», que había aparecido y desaparecido ante ella en los ojos del Príncipe. Y también veía la otra luz, la luz que se transformó en un resplandor, tanto en Portland Place como en Eaton Square, tan pronto reveló que no quería causar daño, es decir, que no quería causar a Charlotte daño mayor que el de hacerle comprender que deseaba salir con ella. Maggie había estado presente en este proceso de una forma tan personal como hubiera podido estar presente en cualquier acto doméstico, como el de colgar un nuevo cuadro o probar al Principino sus primeros pantalones.



De esta manera Maggie siguió presente durante toda la semana, ya que la señora Verver le dio sistemáticamente y encantadoramente la bienveni­da. Charlotte parecía haber esperado aquella insinuación por parte de Maggie. ¿Y qué fue, a fin de cuentas, sino una insinuación la que vio en el curso de la tranquila pero imborrable conversación en el comedor del desayuno, que Charlotte aceptaba? Y además, no la había aceptado con resignación o con matices de reserva, por amables que fueran; la había aceptado con avidez, con gratitud, con una graciosa gentileza que sustituía las explicaciones. La generosidad de este acuerdo hubiera podido hacer parecer muy bien que se daba cuenta de la situación, como si la Princesa hubiera quedado calificada de mujer mudable y, en consecuencia, someti­da únicamente a las normas de un tacto que aceptaba estos caprichos como ley. En realidad, el capricho dominante consistía en que la llegada de una de las dos señoras a un sitio, fuera el que fuese, era el infalible anuncio de la llegada de la otra hasta que el acuerdo dejara de estar vigen­te. En ricos colores quedó expresado en la esplendente faz de este período que la señora Verver únicamente deseaba saber, en todas las ocasiones, qué se deseaba de ella, y estaba siempre dispuesta a recibir instrucciones, a fin de mejorarlas si ello era posible. Nuestras dos jóvenes amigas volvieron a ser, mientras duró este período, las compañeras que fueron en otros tiem­pos, las compañeras de los tiempos de las prolongadas visitas de Charlotte a Maggie, la amiga colmada de riquezas que tanto la admiraba, las compa­ñeras de los tiempos en que la igualdad de condiciones era, para las dos, resultado de la innata ignorancia de Maggie, en lo tocante a sus ventajas. Los elementos anteriores volvieron a cobrar vida; volvieron a cobrar vida la frecuencia, la intimidad, el énfasis de las expresiones concominantes, la apreciación, el cariño, la confianza, el insólito encanto que a cada una de las dos producía esta activa contribución a la felicidad de la otra, todo ello mejorado ––mejorado o matizado, ¿quién sabe?–– por una nueva nota de diplomacia, casi de ansiedad, de intensidad en la observación, que se adver­tía levemente en el caso de Charlotte, en la cuestión de llamada y respues­ta, en la cuestión de hacer lo posible para que la Princesa quedara libre de preocupaciones y satisfecha, que parecía un intento de volver a jugar con más refinamiento a la disparidad de la relación. En pocas palabras, el com­portamiento de Charlotte tenía momentos en que florecía en excesos de amable cortesía, en actos de paso a segundo término en presencia de otra gente, en súbitos formalismos de menor importancia encaminados a suge­rir y a reconocer, que bien hubieran podido ser fruto de su sentido del deber de «no perder de vista» las diferencias y distinciones sociales. Maggie se daba cuenta de esto con más claridad en los momentos en que quedaba a solas con ella y en los que la inveterada costumbre de su amiga de no pasar jamás antes que ella por una puerta, de no sentarse jamás si ella no estaba sentada, de no hablar hasta el momento en que parecía concederle licencia, de no olvidar, dejándose llevar por un exceso de familiaridad, que Maggie era mujer dotada de sensibilidad además de ser importante, pro­ducía el efecto de arrojar sobre sus relaciones una especie de argentino teji­do de decoro. Se extendía sobre sus cabezas como un protocolario dosel, como el recuerdo de que, a pesar de que la dama de compañía tenía el carácter de favorita reconocida que estaba segura en su posición, era como una pequeña reina y era perfectamente capaz de recordarlo, con la más leve advertencia.

Otra de las realidades que eran anejas a este éxito febril consistía en la creencia de que en otro terreno las cosas quedaban también facilitadas. La presteza de Charlotte en complacer a Maggie había tenido, en cierto sen­tido y quizá de manera levemente excesiva, el carácter de una interven­ción, y había comenzado a reabsorber a Maggie en el preciso momento en que el marido de ésta le daba muestras de que para estar íntegramente pre­sente, valga la expresión, sólo necesitaba que le insinuasen claramente que así se deseaba. Maggie le había oído hablar de esa «clara insinuación» en los momentos en que Americo se divertía examinando los giros y los modis­mos de la lengua inglesa, en las notables exhibiciones de su capacidad de asimilación, capacidad digna de más altos empeños y mejores causas. El Príncipe, en el momento oportuno, había aceptado las insinuaciones de Maggie de una manera que, en los primeros momentos del resplandor del alivio, había inducido a Charlotte a creer que el breve intervalo que había aguardado había sido en realidad prolongado. Sin embargo, inmediata­mente después, se produjo un reajuste superficial de las relaciones en el que Maggie quedaba una vez más un poco sacrificada. Ésta se había dicho: «Debo hacerlo todo sin que papá vea lo que hago, por lo menos hasta el momento en que ya lo haya hecho». Pero ignoraba, y siguió ignorándolo durante los días siguientes, qué iba a hacer con el fin de desorientar o cegar a aquel partícipe de su vivir. Lo que en realidad no tardó en ocurrir, como tuvo que reconocer, fue que, si bien es cierto que su madrastra había tomado posesión de ella noblemente y que por tanto la había arrancado virtualmente del lado de su marido, tampoco cabía negar, por otra parte, que ello había comportado tras un breve período momentos encantadores de estancia en la casa de Eaton Square. Cuando Maggie iba a casa de su padre y de Charlotte, después de cualquier feliz demostración efectuada ante la sociedad en la que al parecer vivían de que no había razón alguna que abonara el que su íntima amistad no fuera pública y merecedora de aplauso, casi siempre se encontraba con que Americo o había acudido para conversar con su suegro antes de la llegada de las dos señoras, o hacía unas demostraciones junto a su suegro de la fácil armonía que reinaba en la vida familiar, equivalentes en su significado a las salidas que Maggie hacía en compañía de Charlotte. Esta concreta impresión era la causa de que en el interior de Maggie todo se fundiera y quedara reducido a trizas, es decir, todo lo que tendía a poner en entredicho la perfección del común vivir de los cuatro. Cierto es que este particular cariz de la situación los dividía de nuevo, los volvía a separar en parejas y grupos, exactamente como si el sen­tido del equilibrio fuese lo que tuviera más capacidad de persistencia entre ellos, exactamente como si el propio Americo también pensara y vigilara dicho equilibrio sin cesar. Pero, en compensación, Americo conseguía que el padre de Maggie no echara en falta a ésta, y difícilmente hubiera podi­do rendir mejor servicio a todos ellos. Dicho en pocas palabras: Americo actuaba siguiendo una consigna, consigna de la que se había enterado mediante la observación.

Al Príncipe le había bastado con percibir un matiz de cambio en el com­portamiento de Maggie. Y su instinto, en lo tocante a las relaciones entre seres humanos, instinto que era el más exquisito que quepa concebir, le indujo inmediatamente a adaptarse y a tomar en sus manos el timón del cambio. Maggie volvía a darse cuenta de lo que significaba estar casada con un hombre que era un caballero en grado sublime, por lo que, a pesar de no desear verter todas la delicadezas de su relación con Americo en la vul­garidad de una conversación, una y otra vez se hallaba a sí misma en Port­land Place en trance de decir: «Si no te amara por ti mismo, ¿sabes?, te amaría por él». Después de decir Maggie frases como ésta, el Príncipe la miraba de la misma manera que la miraba Charlotte en Eaton Square cuando Maggie le recordaba la bondad del Príncipe, a través de la niebla de una casi pensativa sonrisa que estimaba que la prodigalidad de Maggie, pese a ser inofensiva, era una característica que debía tenerse en cuenta. Sometida a esta presión, Charlotte quizá se hallara al borde de decir: «Mi querida Maggie, es que la gente buena es así siempre, por lo que no debes sorprenderte. Todos nosotros somos buenos, ¿por qué no vamos a serlo? Si no lo hubiéramos sido no habríamos llegado tan lejos, porque estimo que hemos llegado muy lejos realmente. ¿Por qué has de portarte como si tú no fueras un perfecto encanto, capaz del más dulce comportamiento? Co­mo si en realidad no hubieras crecido en ese ambiente, ese ambiente for­mado por tanta bondad que yo tuve ocasión de advertir, incluso en los vie­jos tiempos, tan pronto te traté de cerca, y que ahora me habéis permitido entre todos hacer mío». La señora Verver bien habría podido hacer otra aseveración encantadoramente natural en ella, como esposa agradecida e irreprochable. «También podría recordarte cuán maravilloso es que a tu marido, siempre que tiene oportunidad para ello, nada le parece mejor que estar en compañía del mío. Sé lo mucho que vale mi marido, querida, y comprendo perfectamente que su trato merece ser cultivado, y que su compañía es un placer.» Observaciones tan felizmente provocadas en Charlotte como las consignadas habían estado en el aire pero, tal como hemos visto, también estaba en el aire para nuestras jóvenes amigas, a modo de emanación surgida del mismo origen, una destilada diferencia cuyo esencial principio imponía reprimir las objeciones y las contradiccio­nes. Esta impresión siempre reaparecía en determinados momentos, hasta el punto de parecer que tenía sus horas fijas de hacerlo. Y quizá ello nos interese por cuanto provocó en Maggie una última reflexión, una reflexión por la que apareció ante ella una luz, como una gran flor que se hubiera abierto en el curso de una noche. Tan pronto como esta luz se hubo exten­dido un poco, iluminó con sorprendente claridad ciertas zonas e indujo a Maggie a preguntarse bruscamente por qué hubo cierta oscuridad allí aun­que sólo fuera durante tres días. Decididamente, la perfección de su éxito era como una extraña playa a la que silenciosamente había sido remolca­da, y en la que, sobresaltada, se echó a temblar ante la idea de que el buque que la había llevado hubiérase hecho de nuevo a la mar, dejándola allí sola. La palabra para expresarlo, la palabra que había encendido la luz era tra­tamiento, le estaban haciendo objeto de un tratamiento; procedían ante ella y también ante su padre, de acuerdo con un plan que era la justa répli­ca al suyo propio. Yno seguían la consigna dada por ella ––y esto era lo que ponía alerta a Maggie––, sino que seguían la consigna que se daban el uno al otro, y lo hacían como de común acuerdo, con una exacta coincidencia de ideas de forma que, cuando Maggie comenzó a fijar su atención en ello, le pareció tener ante ella la consigna de los dos como recordándole igual­dad en el comportamiento, la expresión y el tono. Tenían una misma vi­sión de la situación de Maggie, así como de los posibles juicios que de esta situación pudiera ella adoptar; una visión determinada por el cambio de actitud que los dos, siempre muy sutilmente, tuvieron que notar por fuer­za en ella cuando regresaron de Matcham. En este pequeño, pero en modo alguno disimulado cambio, tuvieron que ver un mudo comentario, aun cuando ignoraban sobre qué. Arqueándose sobre la cabeza de la Princesa como una bóveda audaz, estaba ahora el convencimiento de que dificil­mente la comunicación entre los dos a este respecto pudo dejar de ser inmediata.

Como hemos dicho, la nueva percepción estaba erizada para Maggie de extrañas sugerencias, al mismo tiempo que nacían y se extinguían interro­gantes sin respuesta, como, por ejemplo, por qué motivo semejante pron­titud en la armonía tenía que ser importante. Cuando Maggie comenzaba a reconstruir todo lo ocurrido, parte por parte, el proceso adquiría viveza, de manera que parecía que ella se hubiera entregado a recoger menudos y destellantes diamantes en el polvo barrido en su ordenada casa. En este empeño siguió inclinada sobre el cubo que contenía lo barrido, buscando incluso hasta en los últimos restos de su inocente interés. Fue entonces cuando la desechada imagen de Americo, parado en la puerta del salottino, mientras le miraban los ojos de Maggie, sentada en la silla ante la puerta, fue entonces, decíamos, cuando este pequeño e inmenso recuerdo ejerció todo su poder. Yya que de puertas tratamos, diremos que Maggie advirtió después que había cerrado la puerta. Tal como hemos visto, Maggie la cerró conscientemente, quedando dentro ella sola, animada por su sensi­bilidad, en compañía del pensamiento sobre la reaparición de su esposo y de la plenitud de su presencia. A fin de cuentas, el testimonio prestado por esta realidad superó todos los demás en aquellos momentos, incluso mien­tras Maggie miraba, ya que la cálida y líquida oleada se había adentrado gran trecho en la playa. Luego, Maggie había vivido durante no sabía cuán­tas horas bajo un vertiginoso y ardiente encanto, realmente en submarinas profundidades, en donde todo le llegaba a través de muros de esmeralda y de madreperla, aunque sacó la cabeza a la superficie para respirar cuando volvió a ver a Charlotte, cara a cara, a la mañana siguiente en Eaton Square. Entre tanto, como era evidente, la anterior impresión, la primera impre­sión había quedado en ella fija, como el criado que espía al otro lado de la puerta cerrada, como un testigo dispuesto en el momento oportuno a am­pararse en el más leve pretexto para volver a entrar. Y parecía que este tes­tigo hubiera encontrado tal pretexto en la necesidad que tenía Maggie de comparar, de comparar los evidentes elementos comunes en la forma en que su marido y su madrastra la «trataban» ahora. De todas maneras, con o sin este testigo, la comparación la condujo a notar la intensidad de las ansiosas intenciones que operaban, y que tan armoniosamente operaban, entre su marido y su madrastra. En la medianoche de estas comparaciones percibió la promesa del alba.

Se trataba de un premeditado plan de los dos para no herirla a ella, un plan que les permitía comportarse con gran nobleza, un plan al que por algún medio convincente cada uno de ellos había inducido al otro a ope­rar; en consecuencia, esto demostraba que Maggie había sido objeto de detenido estudio. Después de haber percibido la nota de alarma, rápida, ansiosa y preocupadamente, antes de que sin saberlo pudieran herirla, los dos se comunicaron mediante señales de una casa a la otra la inteligente idea, la idea de la que se había beneficiado durante estos días, la idea de la propia Maggie. Los dos, animados por un mismo propósito, habían cobi­jado a la Princesa bajo su armazón, y a esto se debía el que sobre su cabe­za se arqueara ahora una pesada bóveda. Y allí estaba ahora aposentada en la sólida cámara de su impotencia, como inmersa en un baño de benevo­lencia arteramente preparado para ella, del que apenas podía sacar la cabeza estirando el cuello para mirar. Nada había que objetar a los baños de benevolencia, sin embargo, salvo cuando uno es un enfermo de deter­minada clase; a un excéntrico nervioso o a un niño abandonado no se suele sumergirlos en baño alguno a no ser que lo pidan. Y Maggie no lo había pedido. Había agitado sus débiles alas como queriendo expresar su deseo de volar, y no para pedir una jaula todavía más dorada o más terro­nes de azúcar. A fin de cuentas, Maggie no se había quejado ni siquiera con una sílaba. Por lo tanto, ¿cuál era la herida que había mostrado temor de que le infligieran? ¿Qué herida había recibido realmente que motivara que no intercambiara una palabra con ellos? Si Maggie hubiera gemido o hecho pucheros, hubieran tenido un motivo. Pero así la ahorcaran ––Ma­ggie empleaba expresiones fuertes cuando conversaba consigo misma––, su comportamiento no sería absolutamente dulce y aquiescente desde el prin­cipio al final. En consecuencia todo tenía que deberse, a fin de cuentas, al procedimiento de los otros dos, que operaban con toda claridad con pre­caución en la política a seguir. La habían metido en el baño y la necesidad de ser consecuentes consigo mismos ––de ser consecuentes el uno con el otro–– exigía que la mantuvieran allí.

Hallándose en esta situación, Maggie no podía inmiscuirse en la política de los dos, que era una política acordada y establecida. Sus pensamientos referentes a este tema llegaron a adquirir gran intensidad. Es cierto que el pensamiento de Maggie tenía sus altibajos, pero esto sólo servía para que diera después un mayor paso al frente. Conoció a fondo aquel asunto cuan­do llegó a la conclusión de que su marido y la aliada de su marido estaban directamente interesados en privarla de libertad de movimientos. Política o no política, los dos eran quienes se habían organizado. Y era preciso mantener a Maggie en una situación que no le permitiera desorganizarlos. Todo encajaba maravillosamente tan pronto como Maggie pudo atribuir a los otros dos un motivo. A pesar de que, a esta alturas, a ella misma le había comenzado a parecer extraño que, hasta el momento, no hubiera podido imaginar que los dos estuvieran animados por un ideal tan diferente al suyo propio. Desde luego, estaban organizados, los cuatro estaban organi­zados; sin embargo, ¿cuál había sido la base de su vivir, sino la de estar todos organizados? Sí, Americo y Charlotte se habían organizado conjun­tamente, pero ella, Maggie, estaba organizada aparte. El pleno sentido de todo lo anterior acudió velozmente a su pensamiento de una manera muy diferente a la de aquella que la arrastró diez días atrás. Y como sea que su padre no parecía apercibirse de la mano vagamente crispada con la que ella había intentado apoyarse al recibir la primera y fuerte impresión, ahora se sentía muy sola.



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