La Copa Dorada



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Capítulo XX

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Sin embargo, para nosotros, lo más interesante en el curso de estas horas es la manera en que el Príncipe siguió experimentando otras sensaciones, y hasta poco después de la terminación de la velada en la casa de Eaton Square, cierto persistente regusto. Se trataba del tenaz sabor de una copa que le ofreció Fanny Assingham después de la cena, mientras el muy unido cuarteto mantenía a los demás invitados ordenadamente sentados en la sala de música, conmovidos, si se quiere, pero convenientemente quietos. La señora Assingham se las arregló, después de un par de interpretaciones, para manifestar a su amigo que estaba conmovida ––por el genio de Bra­hms–– hasta el punto de no poder aguantar más, por lo que, sin dar la im­presión de que ello fuera deliberado, se alejó, como flotando en el aire, al lado de su joven amigo, hasta recorrer una distancia que les permitía con­versar sin que pareciera un acto de desdén. Yfueron los veinte minutos en que el Príncipe gozó de la compañía de Fanny Assingham, durante el resto del concierto, bajo el dispar esplendor de la luz eléctrica, en una de las salas desiertas, y fue su conversación tan lograda y, como el Príncipe habría dicho, con tanto éxito en uno de los sofás, lo que esencialmente constitu­yó la base de la conciencia que el Príncipe tuvo de la ocasión que se aveci­naba. Dicha ocasión, entonces mero tema de conversación, representaba la causa de que Fanny deseara intercambiar ––en un tono leve, bajo el cual el fino oído del Príncipe percibió cierto nerviosismo–– esas palabras a solas con él. Tan pronto estuvieron sentados juntos, Fanny abordó, encubierta pero perceptiblemente, el gran problema que dicha ocasión podría entra­ñar. El Príncipe se dio cuenta enseguida y de una forma tan brusca que casi requería ser explicada o justificada. Pero la brusquedad en sí constituyó su propia explicación y, a su vez, dio lugar a una situación un tanto embara­zosa.

––Sabe usted que, a fin de cuentas, no van a Matcham; por lo tanto, si no van o, por lo menos, si Maggie no va, supongo que usted no irá solo.

Tal como decía, lo ocurrido allí había situado de pronto al Príncipe en Matcham, y era precisamente Matcham, durante los días de Pascua, el lugar en que, por raro que parezca, más convenía al Príncipe vivir aquellos días por el especial significado que ello comportaba, tema que había deter­minado en gran medida la conversación con Fanny Assingham. Digamos ante todo que el Príncipe había sido invitado a muchas mansiones rurales inglesas, que se había acostumbrado largo tiempo atrás a la vida inglesa y a actuar a la inglesa en la debida forma, y si bien no siempre gozaba con ello demasiado, sí gozaba por lo menos, y a juzgar por las apariencias, tanto como la buena gente qué en la noche de los tiempos unánimemente se inventó aquella forma de vivir que todavía en el prolongado crepúsculo de su buena fe, unánimemente y un tanto automáticamente, seguía practi­cando; sin embargo, y a pesar de todo, el Príncipe se había limitado en el curso de las referidas estancias a poner en práctica el truco de vivir de cier­ta manera un tanto ajena a todo, con cierta vida interior divertidamente crítica, con la necesidad, pese a participar en todo, de replegarse sobre sí mismo, de retroceder sigilosamente, alejándose otra vez y reuniéndose en la lejanía ––valga la expresión–– con aquella parte de su mente que no se encontraba en forma. Su cuerpo, con gran constancia, sí se hallaba en for­ma en las cacerías, montando a caballo, jugando al golf, caminando por las hermosas sendas diagonales que cruzaban los prados, doblando las esqui­nas de las mesas de billar; y en realidad, su cuerpo afrontaba en la medida suficiente los embates de las partidas de bridge, de los desayunos y los almuerzos, de los tés, de las cenas y de la nocturna culminación con el acompañamiento de la bottigliera, como decía el Príncipe, erizando la ban­deja y, por fin, satisfacía, en el moderado control que a los labios, al gesto y al ingenio se pedía, casi todas las normales exigencias de conversación. En consecuencia, se daba cuenta de que, en semejantes ocasiones, cierta parte de su persona se hallaba ausente, porque era precisamente cuando se encontraba solo o cuando se encontraba con sus familiares ––o cuando se encontraba a solas con la señora Verver––, cuando hablaba, escuchaba y sen­tía como un ser mucho más íntegro, más congruente.

En consecuencia, la «sociedad inglesa», como hubiera dicho el propio Príncipe, le dejaba partido en dos y al considerarse a sí mismo en relación con ella, a menudo se comparaba con un hombre poseedor de una bri­llante estrella, de una condecoración, de la distinción de ser miembro de tal o cual orden, de algo tan ornamental que, desde un punto de vista teó­rico, sin ello su identidad no era completa, pero que, al advertir que dicha distinción no era habitualmente compartida por el resto de los humanos, no le quedaba otro remedio que estar casi constantemente quitándose del pecho el objeto en cuestión y guardándoselo en el bolsillo, no sin cierta renuencia. La brillante estrella del Príncipe quizá no fuera otra cosa de más valor que su propia sutileza personal, pero fuera lo que fuese dicho objeto, ahora el Príncipe no hacía más que llevar las manos a él para ocul­tarlo, lo cual le representaba principalmente un inquieto juego de la memoria y un hermoso bordado del pensamiento. En la casa de Eaton Square, durante los minutos de conversación de que el Príncipe gozó con su vieja amiga ocurrió algo de cierta notable importancia. En la perspecti­va que el Príncipe tenía actualmente ante sus ojos, advirtió con claridad meridiana que la señora Assingham le había ofrecido su primera pequeña mentira. Esto adquirió destacada importancia sin que él hubiera podido decir por qué. La señora Assingham jamás le había mentido antes, aunque quizá se debiera a que nunca se había visto obligada a hacerlo por razones intelectivas o morales. Tan pronto la señora Assingham le había planteado la cuestión de lo que el Príncipe debía o no debía hacer ––con lo cual tam­bién se refería a lo que debía o no debía hacer Charlotte––, en el caso de que Maggie y el señor Verver no aceptaran la invitación que durante uno o dos días habían causado la impresión de aceptar resignadamente, tan pronto la señora Assingham hubo manifestado su curiosidad en lo tocante a la conducta que la otra pareja, dejada en libertad de actuación, iba a se­guir, dio vivas muestras de no causar la impresión de querer investigar de un modo excesivamente directo el vivir ajeno. Estas muestras radicaron en la solicitud que tres semanas antes ya había dado al Príncipe evidentes síntomas, lo que la había obligado, después de una breve meditación, a aducir una razón comprensible por su interés, en tanto que él, por su par­te, pudo vislumbrar, no sin sentir cierta lástima, los esfuerzos de la pobre señora para hallar, buscándola a ciegas, dicha razón, sin encontrarla. No sin cierta lástima, se inventó una razón para que la señora Assingham la esgrimiera, ofreciéndola con una mirada que no tenía más importancia que la que hubiera tenido el hecho de coger del suelo una flor caída de las manos de la señora Assingham y devolvérsela:

––¿Me pregunta si quizá también yo dejaré de ir porque ello puede influir en la decisión que usted y el coronel tomen al respecto?

El Príncipe, mediante estas palabras, había llegado al punto de casi invi­tar a la señora Assingham a que diera respuesta afirmativa a su pregunta, a pesar de que él tenía la impresión, a juzgar por las noticias que Charlotte le había dado, de que no se había pensado en los Assingham a la hora de formar el numeroso grupo de invitados a Matcham. Después de esto, lo maravilloso fue que aquel activo matrimonio consiguió quedar inscrito en la dorada lista, esfuerzo de una naturaleza tal que el Príncipe, dicho sea en honor de Fanny, jamás había visto realizar a ésta. Este párrafo del capítulo en cuestión demostraba, a fin de cuentas, los éxitos que Fanny habría podi­do alcanzar si se lo hubiera propuesto.



El Príncipe, tan pronto comenzó a actuar de la manera que le aconseja­ban los términos en que se desarrollaban las relaciones entre las casas de Portland Place y de Eaton Square, tan pronto comenzó a gozar de la espléndida hospitalidad de Matcham, descubrió que todo, de acuerdo con su interpretación y en beneficio de su comodidad, se desarrollaba a la per­fección, y más aún si tenemos en cuenta que la señora Verver se hallaba presente y a su disposición, a fin de intercambiar ideas e impresiones. La gran mansión rebosaba de invitados, rebosaba posibilidades de nuevas combinaciones, del rápido juego de posibles estrechamientos de lazos y, naturalmente, no había nada que valiera más la pena cultivar que el que el Príncipe aprovechara aquella oportunidad para conversar con su amiga, encontrándose los dos seguros y alejados de sus respectivos sposi. Se daba cierta feliz audacia en el hecho de que los dos se mezclaran, cada uno sin compañía, en el mismo grupo; había en ello un matiz excéntrico de amis­tosa libertad que hallaba tan fácil asiento en la imaginación de los cónyu­ges que se habían quedado en casa. Los dos corrían el evidente riesgo de que se considerara divertido el que fueran juntos de semejante manera, aunque, por otra parte, tal consideración quedaba atenuada por el hecho de que, en la alta condición de Charlotte y del Príncipe y, asimismo, las laxas tradiciones que eran casi invitaciones a las libertades imperantes en aquella casa, no había comportamiento individual alguno, por muy mar­cadamente libre que fuera, que mereciera una calificación superior a la de divertido. Nuestros dos amigos se percataron de ello, como antes se ha­bían percatado de las ventajas que ofrecía una sociedad tal que sólo tenía en cuenta su propia sensibilidad, dirigiendo la vista, como en realidad ha­cía, por encima del hombro a todos los que pertenecieran a inferior clase y que, además, esgrimía esta sensibilidad como si se tratara del más fácil, más amistoso y menos formalista elemento participante en la general alian­za. Lo que cualquiera «pensara» de cualquier otro ––y sobre todo de cual­quier otro con cualquier otro–– era un asunto que motivaba una tan insólita y torpe formulación, que el hecho de juzgar, sosteniendo el espíritu de balanza, habría sido estimado como cosa propia de parientes pobres, de igual limpio linaje, pero despectivamente tratados, a pesar de ser obedien­tes, bien educados y dotados de tacto, aun cuando con aspecto un tanto sórdido, debido sin duda a que sus posibilidades de cambiarse de ropa eran muy limitadas, para cuya tácita y abstemia presencia, jamás puesta de relieve ni tan siquiera por un gemido de la enmohecida maquinaria de dichos parientes, bastaba disponer un dormitorio en la buhardilla y darles un plato de segunda mesa, tratamiento que era el decente y usual. En aquel ambiente ligero resultaba divertido que el Príncipe volviera a estar presente, aunque sólo en representación de la Princesa, que una vez más, y desgraciadamente, no había podido abandonar su hogar; y el que la seño­ra Verver, de manera igualmente normal, figurara como encarnada y bella­mente excusatoria disculpa de la ausencia de su marido, todo él afabilidad y humildad allí, entre sus tesoros, que según la leyenda que corría no podía soportar, por sus exigentes criterios, la irritación y la depresión que las visi­tas multitudinarias, incluso cuando tenían lugar en casas de gran pompa, solían producirle. Nada había que objetar a la notoria y activa armonía en el trato entre el inteligente yerno y la encantadora madrastra, siempre y cuando esta relación se mantuviera en el justo punto entre lo suficiente y lo excesivo.

Teniendo en cuenta la noble belleza de la casa, con el generoso humor del soleado, borrascoso y sensual abril inglés, todo él jadeos y resoplidos de impaciencia, o incluso pataleando y llorando en ciertos momentos, como un Hércules de corta edad que se resiste a que le vistan, teniendo en cuen­ta además la osadía de la juventud y de la belleza, la insolencia de la opu­lencia y los apetitos, tan difundidos entre lo invitados, parecía que los pobres Assingham, en su relativamente marcada madurez y su relativa­mente menguado esplendor, eran los únicos que llegaban a semejar una falsa nota en el concierto; el movimiento del aire era tal que en cierta medida mareaba levemente, de modo y manera que, desde el punto de vista de la exhibición casi grotesca, la situación del Príncipe parecía una compleja broma pesada, organizada a su costa. Todas las voces en la gran mansión esplendorosa constituían una llamada al ingenio e impunidad del placer, todos los ecos eran un desafío a las dificultades, a las dudas o al peli­gro, todos los aspectos del cuadro generalmente considerado eran una ardiente invitación a lo inmediato con mucho más porvenir; a su vez esto representaba la otra cara del encanto. Sí, el mundo constituido de esta manera estaba gobernado por un encanto, el encanto de la sonrisa de los dioses y del favor de los altos poderes; la única aceptación hermosa, la única aceptación valerosa y, de hecho, la única aceptación inteligente era tener la fe puesta en sus garantías y el optimismo depositado en sus posi­bilidades. Lo que aquel mundo exigía ––y a eso quedaba todo reducido–– era sobre todo valentía y buen humor; el valor en su carácter de seguridad general, es decir, en su carácter de amparo, en el peor de los casos, jamás le había parecido al Príncipe tan convincente, ni siquiera en los más libres momentos de su antigua vida romana. En esa antigua vida romana, había habido ciertamente más poesía pero, ahora, al recordarla, le causaba la impresión de flotar en el aire contra simples horizontes iridiscentes; le parecía vaga, sin asiento, endeble y con grandes e imprevisibles lagunas de languidez. En el momento presente, en lo que ahora se extendía a su alre­dedor, el Príncipe sentía los pies asentados en terreno sólido, sentía las trompetas en el oído, y una bolsa insondable de sólidos y relucientes sobe­ranos ingleses ––cosa que tenía mucha más importancia–– en la mano. En consecuencia, la valentía y el buen humor dominaban los días, aun cuan­do, dicho entre nosotros, quizá sea más oportuno advertir que, en el caso de Americo, el más profundo efecto de aquella evidente libertad quizá fuera una extraña irritación. Americo comparaba los resultados de su lúcida percepción con el extraordinario sustituto de la percepción que informaba a su esposa, en el fuero interno de aquella su tan satisfecha con­sideración de la conducta y rumbo del Príncipe, de aquel estado de ánimo que era, en realidad, un sucedáneo de la tranquilidad de conciencia culti­vado ingeniosamente en beneficio de su esposo, que asimismo era una per­versa presión inocentemente cultivada con insistencia. Y esa maravillosa paradoja llegaba a ser algunas veces tan intensa que el Príncipe prefería dejarla íntegramente oculta en su interior. Esto no quiere decir que en Matcham se permitiera que ocurrieran hechos notables, hechos mons­truosos, hechos que por sí mismos llamaran la atención, ya que sólo se daban momentos de vez en cuando en que el ambiente del día se le hacía claramente patente al Príncipe, de modo que riendo se decía: «¿Qué pen­sarían si lo vieran?». Se refería, naturalmente, a Maggie y a su padre, me­lancólicamente pensativos, en la medida en que se permitían estarlo, en la monótona casa de Eaton Square; pero, al mismo tiempo, en la creencia de que sabían a la perfección cuál era la clase de vida que sus experimentados cónyuges llevaban. A la luz de lo que hemos dicho, bien podemos concluir que Maggie y su padre nada sabían digno de consideración, absolutamen­te nada, ni de buena fe, ni cínicamente. Y quizá llegaran a ser un poco menos pesados si reconocieran de una vez para siempre, con paz y tran­quilidad, que el conocimiento no era una de sus necesidades y que, en rea­lidad, eran constitucionalmente incapaces de él. Aquel par de benditos eran como niños buenos, hijos de niños buenos, de manera que el Princi­pino, por no pertenecer íntegramente a aquel linaje, bien podía adquirir en la imaginación el carácter del más maduro talento del terceto.

La dificultad radicaba, en lo que hacía referencia al efecto que en los nervios producía el trato cotidiano sobre todo con Maggie, en que su ima­ginación jamás quedaba alterada por la percepción de una anomalía. En realidad, la gran anomalía hubiera sido para Maggie que su marido e inclu­so la esposa de su padre resultaran, a la larga, haber sido cortados por el mismo patrón como lo habían sido los Verver desde largo tiempo atrás. Si uno estaba cortado por dicho patrón, nada tenía que hacer en Matcham, según las particulares condiciones ––condiciones de conformidad con los principios rectores de Eaton Square–– a las que de manera tan absurda uno se había doblegado. En el fondo de esa reiterada inquietud que experi­mentaba nuestro joven amigo, que hemos de contentarnos con denominar irritación, decíamos que de esa falsedad de su posición brillaba la roja chis­pa de su inextinguible idea de un modo de vivir más alto y más valeroso. Había situaciones ridículas, pero que uno no podía evitar, como, por ejem­plo, cuando la esposa de uno decidía, de la forma más normal y sencilla, ponerle al otro en una situación ridícula. Sin embargo, precisamente aquí se daba la diferencia, por lo que Maggie había tenido que inventarse un método extremadamente insólito, aunque a pesar de todo se trataba de un método al que el Príncipe no podía doblegarse sin incurrir en una actitud absurda. El que a uno le empujaran sistemáticamente a tratar con otra mujer, mujer que le gustaba a uno en gran manera, y que le empujaran a ello de forma que la teoría de la relación parecía proclamar que uno era idiota o que estaba incapacitado constituía una situación en la que la pro­pia dignidad dependía del tratamiento que uno diera a tal situación. En realidad, lo que resultaba grotesco en grado sumo era la esencial oposición de las teorías, por lo que parecía que un galantuomo ––en el sentido en que el Príncipe constitucionalmente entendía la calidad de galantuomo–– no pudiera hacer otra cosa que ruborizarse por ir a menudo en compañía de una persona como la señora Verver, en un estado de inocencia infantil, en el estado en que se encontraban nuestros primeros padres antes de la caída. Esta grotesca teoría, como él la hubiera llamado, quizá era tan extra­ña que no podía ser violentamente rechazada, y el Príncipe, como hombre de mundo, hacía piadosa justicia a la teoría en cuestión, pero a pesar de esto, y sin la menor duda, había una manera de manifestar, tanto él como su compañera, la conmiseración que la teoría les inspiraba. Los pertinen­tes comentarios sólo podían tener carácter privado, aunque también po­dían ser, por lo menos, vivaces; tanto Charlotte como el Príncipe eran afor­tunadamente capaces de hacer otros matizados comentarios. ¿Y acaso ese acuerdo entre los dos no era, literalmente, la única manera de no ser des­considerados? Realmente, parecía que la medida necesaria para la protec­ción del peligro viniera dada por la formación, entre los dos, durante su propicia visita a Matcham, de una exquisita sensación de complicidad.
Capítulo XXI

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En consecuencia, el Príncipe se halló en el trance de decir alegremente y nada menos que a Fanny Assingham, con ocasión de contemplar los dos muy preocupados la situación que se daba en la casa de Eaton Square, situación que jamás hubiera podido darse en la casa de Portland Place:

––¿Qué les hubiera parecido a nuestros cari sposi lo que pasa aquí? Real­mente, ¿qué les hubiera parecido?



Y estas confidenciales palabras hubieran sido temerarias si el Príncipe no estuviera ya, incluso para sí mismo, sorprendentemente acostumbrado a pensar que su amiga era persona en la que el elemento de protesta había quedado, en los últimos tiempos, inconfundiblemente acallado. Desde lue­go, el Príncipe se expuso a que la señora Assingham replicara: «Si tan mala opinión les hubiera merecido, ¿cómo es posible que tan buena le merezca a usted?». Pero estas palabras hubieran tenido, en el mejor de los casos, muy poca lógica y, por otra parte, la señora Assingham parecía dispuesta a comportarse de acuerdo con la confianza y la alegría del Príncipe. Éste también tenía su propia opinión ––por lo menos opinión parcial–– acerca de la fuente interior de la relativa humildad actual de la señora Assingham, que estaba en consonancia con el retraimiento en que él la había visto incurrir después de la última cena ofrecida por el señor Verver. Sin emple­ar diplomáticas argucias, sin hacer el menor esfuerzo para dominarla, ni sobornarla para que adoptara una actitud que de ninguna utilidad le sería, si tal actitud careciera de sinceridad, el Príncipe se daba cuenta de que podía contener e impulsar a la señora Assingham por el medio de apia­darse felizmente, y de modo instintivo, de su apenas perceptible depresión. Gracias solamente a lo que intuía que ella sentía, a lo que el Príncipe per­cibía que ocurría bajo las aguas cristalinas y en aquel complejo cuadro, la amistad del Príncipe compensaba encantadoramente, hora tras hora, las penalidades, dicho sea en burdas palabras, consecuentes al error cometido por la señora Assingham. A fin de cuentas, su error sólo había consistido en pretender causar al Príncipe la impresión de ser una mujer recta. Se había prestado a ser ––como ella misma se había apresurado a proclamarse, en el curso de la primera media hora de conversación, durante el té–– la única vieja gruñona del grupo. La escala de todo era allí muy diferente a todos los valores menores de la señora Assingham, a sus raras gracias, a su peque­ña autoridad local, a su humor y a su repertorio de vestidos, con todo lo cual le bastaba en cualquier otro lugar, entre sus bons amis, amigos que eran suyos, de la bondadosa Fanny Assingham; todos estos valores, decíamos, y otros, ahora se habían convertido en nada. Cinco minutos habían bastado para que se produjera la fatal caída de Fanny Assingham. En Cadogan Place, Fanny Assingham siempre podía ser, en el peor de los casos, pinto­resca: siempre hablaba de sí misma calificándose de mujer de Sloan Street, en tanto que en Matcham sólo podía ser horrenda. Para ella, el desastre total habría podido nacer de su verdaderamente refinado sentido de la amistad. Para demostrar al Príncipe que en realidad no le estaba vigilando ––los motivos para vigilarle habrían sido terriblemente graves––, le había seguido a Matcham en busca del placer, y precisamente por esto podía hacer hincapié en su indiferencia. El Príncipe se dio cuenta de cuán noble era su comportamiento al tomarse semejante molestia, por lo que ningún hombre bueno podía permitirse hacer a Fanny Assingham el más leve ma­tiz de censura. En consecuencia, cuando ella le dijo que le constaba que era una vieja gruñona y que incluso la doncella, cuando la atendía odiosa­mente, le echaba en cara, día y noche, lo muy vieja y gruñona que era, diciéndolo con descaro en la mirada y en las palabras, el Príncipe no le dijo: «¿Ve lo que ha conseguido? ¿No se da cuenta de que la culpa es suya y sólo suya?». No, el Príncipe se comportó de manera totalmente distinta, porque, siendo hombre eminentemente distinguido ––la propia Fanny Assingham le había dicho que jamás le había visto tan universalmente dis­tinguido––, distinguía ahora a Fanny, la distinguía en su oscuridad o, lo que era todavía peor, en su carácter objetivamente absurdo, y la investía del valor absoluto de que estaba dotada, la rodeaba de toda la importancia del ingenio que le era propio. El que el ingenio, en contraposición a la esta­tura y a la calidad de la piel, a la habilidad en el juego del bridge, y al pres­tigio de las perlas, pudiera tener importancia, aunque sólo de manera muy vaga, se percibía en Matcham. En consecuencia, la amabilidad del Príncipe para con Fanny ––ésta calificaba de amable su comportamiento y, a pesar de sólo calificarlo así, poco faltaba para que a Fanny se le saltaran las lágri­mas–– tenía la grandeza de una diferencia no sólo general, sino también especial.

A modo de comentario de todo lo anterior, el Príncipe dijo a la señora Verver:

––Fanny comprende todo lo que necesita comprender. Le ha costado bas­tante tiempo, pero al fin lo ha conseguido. Comprende que todo lo que nosotros deseamos es darles la vida que prefieren, rodearles de paz y de tranquilidad, y, sobre todo, de esa seguridad que lleva a la paz y a la tran­quilidad. Desde luego, Fanny no puede decirnos que no nos queda más remedio, por lo que a ella se refiere, que sacar el mejor partido posible de las circunstancias en que nos encontramos. No puede decir, lisa y llana­mente: «No penséis en mí, también yo debo sacar el mejor partido de mis circunstancias, arregláoslas como podáis, y vivid como debéis». No, esto no me lo dice, aunque yo tampoco le pido que me lo diga. Pero su tono y su comportamiento significan que confia en que nosotros atendamos a nues­tro vivir con la misma atención, la misma habilidad y el mismo tierno cui­dado con que ella atiende al suyo.

Después de una pausa, el Príncipe concluyó:

––En consecuencia, creo que podemos decir que Fanny, a fin de cuentas, ha adoptado la postura más correcta.

Pero Charlotte no hizo nada para sustentar la confianza del Príncipe en sus propias palabras, y no dijo lo que podían decir de Fanny. Ya pesar de que el Príncipe había adoptado de nuevo un tono de lucidez, Charlotte no se molestó en poner de relieve la importancia, o lo que fuese, de la lección del Príncipe, y en dos o tres ocasiones le dejó que sacara por sí mismo las consecuencia de sus propias palabras, y solamen­te en vísperas de su partida de Matcham Charlotte le dio, de una vez para siempre, una respuesta clara y directa. Habían sabido hallar un minuto para hablar a solas en la gran sala durante la media hora anterior a la cena, porque siendo como era ésta la mejor oportunidad que tenían, ya lo habían conseguido un par de veces, esperando pacientemente a que el último ocioso subiera a sus habitaciones para vestirse con la rapidez precisa y así ser ellos los primeros en aparecer, un poco más tarde, dis­puestos para el ágape. Por esto el salón estaba desierto, ya que aún no había llegado el ejército de criadas con la finalidad de palmotear almo­hadones y volverlos a colocar en el debido orden; y había allí un lugar, junto al fuego de la chimenea, en un extremo, en donde con un poco de arte podían simular un encuentro sin premeditación. Sobre todo, por­que allí y durante unos instantes robados, podían respirar tan cerca el uno del otro, que el espacio que mediaba casi era nulo y la intensidad de la unión, así como la cautela, se transformaban en un eficaz sustitutivo del contacto. Gozaban los dos de prolongados instantes que eran como visiones de dicha y, rozándose el uno al otro, creían hacerse largas cari­cias. En realidad, estos momentos tenían la virtud de transformar sus palabras, y principalmente las referidas a otras personas, en algo indigno de ellos, por lo que el tono de nuestra joven dama, incluso ahora, tenía cierta sequedad:

––Me parece muy bien que Fanny confe en nosotros. Sin embargo, ¿qué otra cosa puede hacer?

––Bueno, pues lo que hace la gente cuando no deposita su confianza. Espera, espera a que alguien no le merezca confianza.

––¿Alguien? ¿Quién, por ejemplo?

––Pues, por ejemplo, yo.

––¿Te afectaría?

El Príncipe emitió un lento suspiro que expresaba sorpresa, y preguntó:

––¿A ti, no?

Charlotte repuso:

––¿Que Fanny te demostrara que...? No. Lo único que creo que llegaría a importarme sería lo que tú, por muy confiado, permitieras que Fanny adi­vinara.

A estas palabras, y después de una pausa, Charlotte añadió las siguien­tes:

––Sabes muy bien que puedes permitir que Fanny se dé cuenta de que tie­nes miedo.

El Príncipe replicó:

––Sólo tengo miedo de ti, un poco y en ciertos momentos. Pero no per­mitiré que Fanny se dé cuenta.

.Sin embargo, quedó de manifiesto que tanto los límites como lavaste­dad de la señora Assingham carecían de verdadera importancia para Charlotte, quien expresó la idea anterior de una manera que hasta el pre­sente no había expresado:

––¿Qué diablos puede hacer esa mujer para perjudicarnos? No puede decir ni media palabra. Está en un estado de impotencia, no puede hablar. Si hablara, ella sería la primera perjudicada.

Como sea que el Príncipe no pareció seguir con presteza la argumenta­ción de Charlotte, ésta añadió:

––Todo recae en ella. Ella fue quien lo inició todo; sí, todo desde un prin­cipio. Ella fue quien te presentó a Maggie. Ella fue quien concertó tu matri­monio.

En este punto el Príncipe causó la impresión de meditar un momento y, tras un instante de demora, y con una sonrisa suave pero profunda, salió con lo siguiente:

––Bueno, ¿acaso no puede decirse que Fanny Assingham, en gran medi­da, no hizo también tu matrimonio? Ésta fue su idea, y creo yo que la adop­tó a modo de compensación.

Charlotte dudó, pero repuso con harta rapidez:

––No creo que hubiera nada que compensar. Todo ocurrió como debía ocurrir, y conste que no hablo de los problemas ni de las posibles obliga­ciones que Fanny hubiera podido tener conmigo o contigo. Sólo hablo de la manera en que siempre y en cada momento tomó la vida de esos dos en sus manos, y de la manera en que este hecho la tiene atada actualmente. Fanny no puede decir: «Es un tanto embarazoso decíroslo, queridos, pero la verdad es que cometí un frívolo error».

El Príncipe aceptó estas palabras con serenidad, mirándola largamente y, luego, dijo:

––Máxime si tenemos en cuenta que Fanny no cometió un error, sino que estuvo siempre en lo cierto.

Luego remató sus palabras con las siguientes:

––Todo es como debe ser, y así seguirá siendo.

––Precisamente eso es lo que he dicho.

Pero él expuso su pensamiento para conseguir con ello una más pro­funda satisfacción, llegando incluso a una cierta lucidez:

––Nosotros somos felices y ellos son felices. ¿Qué más se puede pedir? ¿Qué más puede desear Fanny?

A estas palabras Charlotte objetó:

––Querido, no soy yo quien dice que Fanny pueda desear más. Yo sólo digo que Fanny ha quedado fijada, que debe quedarse exactamente en el lugar en que los méritos de sus propios actos la han situado. Tú eres quien parece preocupado por la posibilidad de que Fanny adopte una peligrosa alternativa, que haga cualquier cosa, ante cuya eventualidad debemos estar preparados.

Y Charlotte, mientras razonaba con tanta coherencia, esbozaba una fría y extraña sonrisa. Prosiguió:

––Estamos preparados, preparados para cualquier cosa, preparados para todo. Fanny debe aceptarnos tal como somos, tal como estamos. Está con­denada a ser consecuente, está sentenciada, pobrecilla, a la pena de afable optimismo. Sin embargo, y afortunadamente para ella, ésta es su manera de ser. Nació para tranquilizar y suavizar.

La señora Verver rió con benevolencia y remató sus palabras con las siguientes:

––¡En consecuencia, se le ha deparado la mejor oportunidad de su vida! El Príncipe observó:

––¿Lo que significa que sus actuales manifestaciones quizá no sean since­ras? ¿Que quizá sólo sean una máscara hecha de dudas y temores? ¿Que su única finalidad sea la de ganar tiempo?

Al formular estas preguntas el Príncipe causó la impresión de creer que pudieran presentarse nuevas preocupaciones, cosa que impacientó leve­mente a Charlotte, quien dijo:

––Hablas de estos temas como si fueran asunto de nuestra competencia. Por el contrario, yo creo que nada tengo que ver con las dudas y temores de Fanny, ni con sus ideas y sentimientos, sean cuales fueren. Eso es asun­to suyo y a ella atañe solucionarlo. Para mí, basta y sobra con que Fanny tema mucho más por sí misma, por lo que vea y diga, de lo que nosotros debemos temer, incluso en el caso de que fuéramos idiotas y cobardes, cosa que no somos.

El rostro de Charlotte, al decir estas palabras ––mitigando la leve dureza que quizá hubiera habido en ellas––, se iluminó, se suavizó, resplandeció. Su rostro reflejó, como jamás lo había hecho, la felicidad de la suerte de los dos. Durante unos instantes su rostro tuvo la misma expresión que si real­mente hubiera pronunciado cierta palabra prohibida, hasta tal punto está dotada la cara de una reacción más sutil que la lengua, capaz de revelar el sentimiento de dicha determinada por una sensación. Cabe la posibilidad de que Charlotte advirtiera enseguida que su amigo se estremecía de ante­mano a causa del empleo de la palabra que ya estaba en los labios de Charlotte, porque no cabía la menor duda de que, para el Príncipe, aún había cosas que podía apreciar, formas de ventura que podía amar, sin que le gustara en la debida proporción el nombre que tuvieran. Sin embargo, en el caso de que Charlotte hubiera tenido plena conciencia de lo anterior, ¿qué otro vocablo habría podido aplicar a la más fuerte y sencilla de sus ideas, salvo el que le cuadraba exactamente? Por esto lo empleó, aunque al mismo tiempo su instinto le indujo a rendir tributo al buen gusto del que hasta el presente no se habían apartado ni un ápice.

––Si la palabra no fuera tan vulgar, diría que estamos total e irremedia­blemente seguros. Perdona que emplee este término, pero es el que refle­ja la realidad. Estamos seguros porque ellos lo están. Y ellos lo están por­que no pueden dejar de estarlo, ya que, habiendo intervenido Fanny en su beneficio al principio, ahora sería incapaz de tolerarse a sí misma si no siguiera haciendo lo preciso para que sigan estándolo.

Sonriendo, Charlotte terminó:

––Ésta es la razón por la que Fanny está inevitablemente de nuestra parte. Esencialmente, formamos una unidad con ella.

El Príncipe permitió francamente que las palabras de Charlotte le con­vencieran en todos sus aspectos:

––Sí, lo comprendo. Esencialmente formamos un todo con ella.

Charlotte se encogió de hombros en grácil movimiento:

––Cosa volete?

El efecto de lo anterior, de una manera bella y noble, fue más que ro­mano.

Charlotte añadió:

––Sin duda alguna, somos un caso.

Mirándola, el Príncipe dijo:

––Sí, somos un caso. Y pocos habrá habido como el nuestro.

Sonriendo, ella repuso:

––Y quizá nunca, nunca más se dé otro igual. Confieso que me gusta pen­sar que así sea. Nuestro caso es único.

––Somos un caso único, con casi toda probabilidad, speriamo.

A cuyas palabras, y como si se tratara de no expresadas reflexiones, el

Príncipe añadió:

––¡Pobre Fanny!

Pero Charlotte había mirado el reloj, sintió un sobresalto e hizo un ademán de advertencia. Ahora se alejó grácilmente, camino de sus habitacio­nes vestirse para la cena, mientras el Príncipe contemplaba cómo recorría el trayecto hasta el pie de la escalinata. Y la contempló hasta el momento en que después de volverse para dirigirle una rápida mirada, una mirada sencilla, desapareció. Pero algo sintió cuando contemplaba a Charlotte que motivó que renovara la fuerza que le había inducido a pronunciar su última exclamación, que ahora lanzó al aire en forma de suspiro: «¡Pobre, pobre Fanny!».

Sin embargo, a la mañana del día siguiente se vería que el Príncipe, actuando de acuerdo con sus palabras y al disgregarse el grupo de invita­dos a Matcham para regresar a sus respectivos lugares de origen, fue capaz de enfrentarse al aspecto social de la «repatriación» con la debida sereni­dad. Por ciertas razones, él no podía efectuar el viaje de regreso a la ciudad en compañía de los Assingham y, por las mismas razones, tampoco podía volver a la ciudad en el curso de las últimas veinticuatro horas, salvo en las condiciones que había estado meditando, en privado e incluso cabe decir que profundamente. El resultado de estas meditaciones ya había adquiri­do un gran valor para él, según creía muy convencido por el tono adecua­do que adoptó para declinar la propuesta de su vieja amiga, formulada en términos igualmente corteses y meditados, de que el Príncipe y Charlotte podían, sin dificultad alguna, tomar el mismo tren y ocupar el mismo com­partimento que el coronel y su esposa. La participación de tal idea a la señora Verver había sido, precisamente, una faceta más de la cortesía de la señora Assingham, y nada hubiera podido revelar mejor el sentido que ésta tenía de los matices sociales como su comprensión de que el caballero de Portland Place y la dama de Eaton Square podían ahora confesar la simul­taneidad de sus movimientos sin incurrir en la más leve indiscreción. En el curso de los últimos cuatro días, la señora Assingham no había efectuado propuesta directa alguna al personaje últimamente mentado, pero el Prín­cipe fue testigo, por pura coincidencia, de las nuevas tentativas y de los esfuerzos por parte de la señora Assingham, en el momento en que los reu­nidos se disponían a separarse en la última noche de su estancia en Mat­cham. En ese momento cumbre, se habían producido las habituales con­versaciones acerca de horas y combinaciones y, en medio de ellas, la pobre Fanny abordó afablemente a la señora Verver, a quien dijo:

––Usted y el Príncipe, querida...

Y lo dijo sin pestañear. Fanny daba por supuesto que aquellos dos se irían públicamente juntos. A continuación manifestó que Bob y ella estaban dis­puestos, en aras de la amistad, a tomar cualquier tren, con el fin de viajar junto al Príncipe y Charlotte.

––Realmente, en esta ocasión me he quedado con la impresión de no haberla visto apenas.

Estas palabras añadieron gracia a la franqueza con que nuestra querida Fanny abordó a Charlotte. Pero, por otra parte, éste fue precisamente el momento en que nuestro joven amigo supo emplear con sumo tacto el secreto del tono justo para hacer lo que prefería. En el curso de la velada dicha preferencia no perdió ocasión de apremiar al Príncipe con mudas insistencias y, prácticamente sin palabras, dicha preferencia quedó percep­tiblemente identificada con la de Charlotte. Ésta habló en todo momento dirigiéndose a su vieja y común amiga, contestando sus preguntas, pero no por ello dejó de comunicarse con el Príncipe, con tanta claridad como si agitara un pañuelo blanco asomada a una ventana.



––Me parece terriblemente amable por su parte, querida. Hacer el viaje juntos seria delicioso. Pero no debe preocuparse por nosotros. Sigan uste­des sus planes. Americo y yo hemos decidido irnos después del almuerzo.

Americo, con el áureo sonido de estas palabras aún en el oído, volvió inmediatamente la cabeza hacia otro lado a fin de evitar tener que entrar inmediatamente en liza, y también impulsado por la emoción maravillosa de haber podido comprobar hasta qué punto la intuición puede ser certe­ra, cuando está dotada de las alas de una pasión compartida. Charlotte había esgrimido la misma alegación que el Príncipe tenía preparada en vis­tas a aquella circunstancia, y lo había hecho con naturalidad, como conse­cuencia de la cada vez más profunda y jamás expresada necesidad que cada uno de los dos tenía del otro en lo tocante a la alegación, sin que hubiera mediado palabra alguna entre los dos. Bien sabía Dios que el Príncipe no necesitaba que Charlotte le revelara aquella verdad, porque tenía plena conciencia de sus deseos, pero la lección que recibió consistió en el direc­to y claro tono de justificación, que, en puridad, no estaba obligada a dar, y en la manera verdaderamente superior en que las mujeres como Charlotte se expresan y se distinguen. Había contestado lo justo a la seño­ra Assingham, no había estropeado el efecto esgrimiendo una razón que excediera ni siquiera un ápice en lo suficiente y, sobre todo, había compuesto una imagen, objeto de la tensa aunque disimulada atención del Príncipe, que resplandecía como un espejo al sol. En aquellos momentos, a su juicio, la medida de todo se hallaba en aquella imagen, principalmente la medida del pensamiento que se había estado desarrollando hasta con­vertirse en una verdadera obsesión, y que había comenzado a latir con una fuerza jamás igualada, bajo la alegría de que Charlotte, gracias a una per­fecta sincronía de la imaginación, sentía lo mismo. En estos momentos sin­tió casi un cargo de conciencia ante la percepción de una verdad más subli­me a cuyo fuego también Charlotte se había calentado; ahora la verdad con­sistía en que la ocasión que se les había ofrecido en el curso de los últimos días dificilmente podía ofrecerles una mayor belleza, salvo si mediara cier­ta especie de mezquindad por parte de los dos. Aquella verdad también les había dicho, sin voz perceptible a los sentidos, que entrañaba un significa­do, un significado que la perfecta compenetración de los dos había absor­bido, igual que los labios sedientos del caminante que ha recorrido un largo trayecto sobre la arena y vislumbra a lo lejos las agrupadas palmeras, al fin en la prometida fuente del desierto. Día tras día habían gozado de la belleza, y en los labios del espíritu había quedado cierto gusto de su persis­tente sabor. Sin embargo, la reacción de los dos había sido inferior a su buena fortuna. Mediante un acto valeroso y libre, la manera en que dicha reacción podía elevarse a la altura de su fortuna era el problema con el que el Príncipe, antes y ahora, había estado preocupado, y en cuya exploración, como la del verde bosque moteado por el sol ––el bosque del romance––, el espíritu había llegado súbitamente a un punto en el que se divisaba unas perspectiva abierta y despejada, en cuyo punto había coincidido con el de Charlotte. A partir de ese instante quedaron los dos en aquel punto, cogi­dos de la mano y tan unidos que, cinco minutos más tarde, se vio en el tran­ce de emplear exactamente el mismo tono que Charlotte había empleado para decir a la señora Assingham que también él lamentaba no poder hacer, en lo tocante al regreso a Londres, lo que bien hubiera podido hacerse.

De repente, esta actitud llegó a ser la más fácil del mundo; además, esta sensación parecía equivaler a algo maravilloso que consistía en que el Príncipe pudiera sentirse, a partir de aquel momento y para siempre jamás, y en todas las facetas, total y cómodamente a sus anchas ante Fanny Assingham. En realidad, llegó más lejos que Charlotte, ya que atribuyó a ésta la causa de su impedimento. Charlotte, para complacer a la dueña de la casa, se quedaría a almorzar en ella y, en consecuencia, el Príncipe debía quedarse a fin de poder acompañarla a casa, como la urbanidad aconseja. El estimaba que tenía el deber de devolver a Charlotte, sana y salva, a la casa de Eaton Square. A pesar de que lamentaba tener que declinar la ofer­ta de la señora Assingham, cumpliría sin enojo su obligación, por lo que, además del placer que ello en sí mismo comportaba, sus escrúpulos serían motivo de satisfacción tanto para el señor Verver como para Maggie. El Príncipe incluso pudo hilvanar el razonamiento, que confidencialmente comunicó a la señora Assingham, según el cual el señor Verver y Maggie jamás llegarían a comprender del todo lo muy a conciencia que el Príncipe cumplió lo que ahora parecía haber llegado a ser el primero de sus debe­res domésticos y, en consecuencia, estimaba constantemente que en modo alguno debía cejar en sus esfuerzos, a fin de que el señor Verver y Maggie llegaran a darse cuenta de ello. A lo cual el Príncipe añadió, con idéntica lucidez, que llegarían a tiempo para la cena, y si no añadió a modo de cul­minación de sus palabras que sería «maravilloso» que Fanny, al llegar, hallara un momento para ir a Eaton Square y comunicar que Charlotte y él se hallaban airosamente en camino, no fue porque no sintiera el impul­so de solicitar tan amable acto. Su seguridad interior, su plan general, tení­an en ciertos momentos, y en cuanto a Fanny Assingham hacía referencia, sus lagunas, y nada le hubiera desagradado tanto, a pesar de lo mucho que ello le tentaba, como que la señora Assingham sospechara que se daba en él un elemento de «descaro». Contrariamente, y eso era muy importante, el Príncipe cultivaba desinteresadamente en todo momento un comporta­miento considerado y delicado. Fue para él una larga lección ésa de olvi­dar, en el trato con la gente de raza inglesa, todas las pequeñas supersti­ciones anejas a la amistad. La propia señora Assingham fue la primera en decir que «daría el parte» puntualmente. En realidad, la señora Assingham se comportó maravillosamente, habiendo llegado a esa cumbre maravillo­sa en el breve intervalo que medió entre su propuesta a Charlotte y la pre­sente conversación con el Príncipe. Evidentemente, la señora Assingham había aprovechado aquellos cinco minutos para retirarse, en medio de las conversaciones y el bullicio, a su particular tienda de campaña y meditar allí, lo cual demostraba, entre otras muchas cosas, la fuerte impresión que Charlotte le había causado. Y salió de la tienda nuevamente provista de armamento; sin embargo, ¿quién podía decir si la manera en que ahora la señora Assingham trataba al Príncipe era la propia del fragor de la batalla o si equivalía al blanco ondear de la bandera de tregua? De todas maneras, la conversación fue breve, y la generosidad de la oferta de la señora Assing­ham fue mayor de lo estrictamente necesario:

––Iré a casa de nuestros amigos antes del almuerzo. Y les diré la hora de su llegada.

––Se lo agradezco infinitamente. Dígales que estamos bien. Sonriendo, ella respondió:

––Sí, les diré que están ustedes bien. Realmente, más no se puede pedir. ––Efectivamente.

Pero el Príncipe meditó los posibles significados de las palabras de su amiga y añadió:

––Bueno, a mi parecer, tampoco puede usted decir menos. Riendo, Fanny exclamó:

––¡Y no diré menos!

Después Fanny Assingham dejó al Príncipe. Pero al día siguiente por la mañana, tras el desayuno, ambos volvieron a la carga, y no menos valero­samente, por cierto, mientras los carruajes iban y venían, y se intercambia­ban despedidas. En aquellos momentos la señora Assingham se encontra­ba ya en disposición de modificar lo dicho la noche anterior:

––Me parece que mandaré a casa a la doncella, desde Euston, y yo iré directamente a Eaton Square. Así es que pueden estar tranquilos.

A lo que él repuso:

––Realmente estamos muy tranquilos. De todas maneras, no olvide decir­les que los dos llegaremos con muy buenos ánimos.

––Con buenos ánimos, muy bien. ¿Charlotte llegará con tiempo para cenar?

––Sí. Creo que es muy improbable que pasemos otra noche fuera de nues­tras respectivas casas.

––Bien, en este caso sólo me queda desearles que tengan un día agra­dable.

Riendo, cuando se disponían a separarse ya, el Príncipe repuso:

––¡Haremos cuanto podamos para que lo sea!



Después de lo cual, y en su debido momento, anunciaron la llegada del coche de los Assingham, y éstos se fueron.

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