La Copa Dorada



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Capítulo XV

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Sin embargo, debemos hacer constar que, en el mismo instante, el Príncipe tuvo ocasión de comprobar cuán poco fundada era su presun­ción, porque al hallarse a solas con él, la señora Assingham, incorruptible, le preguntó:

––¿Han mandado a buscar a Charlotte por medio de usted?

––No, mi querida amiga, ha sido por mediación del Embajador, como ha podido usted ver.

––Sí, pero al Embajador y a usted, durante el último cuarto de hora, se los puede considerar como una sola persona. Además, se trata del Embajador de su país.

Aquí también debemos advertir que cuanto más examinaba Fanny aquel asunto, más negro lo veía. Ahora dijo:

––Han relacionado a Charlotte con usted. La han tratado como si fuera un apéndice suyo.

Divertido, el Príncipe exclamó:

––¡Mi «apéndice»! ¡Oh, cara mia, qué manera de denominar a Char­lotte! En realidad, se la ha tratado como mi ornamento y mi gloria.* Charlotte, como suegra, constituye un caso tan notable que difícil­mente puede usted, cara mia, encontrar motivos de reproche en lo suce­dido.

––Pues a mi parecer, bastantes ornamentos tiene usted y bastantes glorias, sin necesidad de Charlotte.

Después de decir estas palabras, la señora Assingham observó:

––Y no es, ciertamente, su suegra. En estas materias un leve matiz repre­senta una diferencia enorme. No está en modo alguno emparentada con usted, y si Charlotte llega a ser conocida en las más altas esferas, debido a que va con usted..., entonces... entonces...

Tan intensa era la emoción que sentía que se le cortó el habla. El Prín­cipe con su buen humor preguntó:

––Entonces, ¿qué?

––Pues ¡que más valdría que no la conocieran!

Con acento todavía divertido, el joven Príncipe observó:

––Le aseguro que ni siquiera he mencionado su nombre. ¿Imagina usted que les he preguntado si querían conocerla? No creo preciso demostrarle que Charlotte habla con su sola presencia, sobre todo en ocasiones como la presente y con el aspecto que esta noche tiene. ¿Cómo es posible que pase inadvertida? ¿Cómo es posible que no tenga «éxito»?

Mientras Fanny Assingham observaba el rostro del Príncipe dejándole decir lo que quisiera, como si intentara ver cómo lo diría, añadió:

––Además, jamás debemos olvidar un hecho: Charlotte y yo tenemos los mismos vínculos. Es decir, habida cuenta de nuestros respectivos sposi, socialmente hablando no cabe decir que Charlotte y yo sólo seamos cono­cidos. Los dos viajamos en el mismo buque.

Dichas estas palabras, sonrió con un candor que matizó su énfasis. Fanny Assingham se sintió dominada por el talante especial del Príncipe, lo que la obligó a refugiarse por unos instantes en un rincón de su conciencia, en el que podía decirse a sí misma que se alegraba de no estar enamorada de semejante hombre. Al igual que le había ocurrido con Charlotte momen­tos antes, Fanny Assingham se sentía cohibida por la diferencia que media­ba entre lo que tenía que escuchar y lo que ella podía decir, entre lo que realmente sentía y lo que podía mencionar. Entonces dijo:

––Únicamente diré que me parece de gran importancia, ahora que están ustedes arraigados aquí, que Charlotte sea conocida en las presentaciones y en las recepciones sucesivas, de una manera concreta, como la esposa de su marido, y de ninguna manera ni, en el menor grado siquiera, por cual­quier otra circunstancia. Por otra parte, ignoro lo que usted ha querido decir con lo del «mismo buque». Charlotte desde luego, se encuentra a bordo del buque del señor Verver.

––¿Y acaso no estoy yo también en el buque del señor Verver? Si no hubie­ra sido por el buque del señor Verver, ahora yo me encontraría...

El Príncipe interrumpió la frase para efectuar un rápido ademán con el que el dedo índice, en expresivo movimiento y expresiva dirección; señaló las más hondas profundidades, tras lo cual continuó diciendo:

––Hundido, hundido, hundido.

Fanny sabía, desde luego, lo que el Príncipe quería decir. Se había ampa­rado en la gran fortuna de su suegro, llevándose de ella una porción de ningún modo despreciable, con la que se rodeó de un elemento en el que podría flotar, pecuniariamente hablando, teniendo en consideración el fatal peso específico que el Príncipe originariamente tenía. Al recordarlo, acudieron a la memoria de Fanny otros hechos, como lo raro que es que algunas personas, reconociéndoles todos sus méritos, desde luego, sean debidamente cotizadas en el mercado de valores, como suele decirse, y lo extraño que resulta también, y quizá más en algunos casos, que por igno­radas razones no se dé importancia a la ausencia evidente en dichas per­sonas de aquello en virtud de cuyos méritos se les fija el precio. Fanny opi­naba para sí misma y pensaba que el placer que podía proporcionarle aquel concreto ejemplar no quedaba mermado por el hecho de que el per­sonaje en cuestión se mostrase tan predispuesto a limitarse a flotar en vir­tud de los méritos de otros. Y ello era así debido, en parte, a que se trata­ba de una clase de placeres (realmente, el Príncipe los producía) que por su misma naturaleza no podían quedar mermados, cualquiera que fuese la prueba a que se los sometiera, y en parte también se debía a que el Prín­cipe, evidentemente, tenía en su conciencia una especie de satisfacción por los servicios prestados. El Príncipe resultaba muy agradable siempre, indudablemente, pero ella estaba convencida de que él deseaba compor­tarse con la elegancia suficiente como para que esta elegancia constituye­ra una compensación. Que el Príncipe hubiera puesto en práctica estos propósitos por el sistema de llevar la vida, respirar el aire y casi tener los pensamientos que más satisfacían a su esposa y a su padre era consolador para Fanny, de modo que hasta hacía muy poco lo percibía con tanta cla­ridad que incluso se sintió impulsada más de una vez a manifestarle la dicha que le proporcionaba. Sí, el Príncipe tenía esto en su favor, frente a otras cosas en contra. Sin embargo, le molestaba, lo cual no dejaba de ser un tanto raro, que éste siguiera moviéndose y le demostrara que seguía moviéndose sobre el firme terreno de la verdad. Que reconociera sus obli­gaciones no dejaba de tener importancia, pero ella percibía una especie de temible insinuación en la comprensión que de la verdad él tenía. Y esta insinuación apareció ante Fanny incluso en las siguientes palabras del Príncipe, pese a la ligereza con que las pronunció:

––¿Verdad que casi parece que Charlotte y yo debamos agradecer a un benefactor común el que podamos tratarnos tan íntimamente?

Para la interlocutora del Príncipe el efecto de estas palabras quedó gra­bado por el siguiente razonamiento:

––Muchas veces tengo la impresión de que el señor Verver también es el suegro de Charlotte. Es como si él nos hubiera salvado a los dos, pues es un hecho real en la vida de Charlotte y en la mía o, por lo menos, en nuestro corazón, que en sí mismo ya constituye un vínculo.

Hizo una pausa y prosiguió:

––¿Recuerda aquel día en que Charlotte acudió a su casa, poco antes de mi boda? ¿Recuerda de cuán franca y divertida manera hablamos en pre­sencia de la propia Charlotte de lo aconsejable que sería que hiciera un buen matrimonio?

A continuación, mientras en el rostro angustiado de su amiga, como había ocurrido hacía poco ante Charlotte, seguía ondeando la negra ban­dera del rechazo general, él dijo:

––Pues bien, fue entonces, a mi juicio, cuando comenzamos la tarea de colocarla en el lugar en que se encuentra. Teníamos toda la razón y ella también. Esto queda demostrado por su actual éxito. Recomendamos un buen matrimonio casi a cualquier precio, valga la expresión, y Charlotte, interpretando nuestras palabras al pie de la letra, consiguió el mejor matri­monio que podía conseguir. A mi parecer, difícilmente hubiera podido casarse mejor, siempre y cuando reconozcamos que Charlotte está obliga­da a tomar dicho matrimonio como es, con todas sus características. Si no reconocemos esto, el caso es diferente, desde luego. La compensación de Charlotte radica en cierta decente libertad con la cual se contenta, a mi jui­cio, sin pedir más. Usted quizá dirá que esto demuestra la bondad de Char­lotte, pero yo le aseguro que no se envanece de contentarse con sólo esta libertad, sino que, al contrario, es muy humilde al respecto. Jamás reclama esta libertad y jamás la utiliza con retentissement, ni siquiera con el más leve retentissement. Goza de ella sin estridencias.

El Príncipe explicó estas palabras de modo no menos considerado y lúci­do al añadir:

––El «buque» está casi siempre atracado en puerto o, si lo prefiere, ancla­do ante la costa. En lo que mí hace referencia, diré que de vez en cuando tengo que abandonar el buque para hacer un poco de ejercicio, y habrá usted podido darse cuenta, a poca atención que haya prestado al asunto, de que Charlotte no puede evitar de vez en cuando hacer otro tanto. En ocasiones, ni siquiera hace falta llegar a tierra, basta con saltar al agua y chapotear un poco. A que nos hayamos quedado aquí esta noche los dos juntos, al accidente que ha puesto a nuestros ilustres amigos sobre la pista de Charlotte, sí, porque reconozco que esto ha sido uno de los resultados prácticos de nuestra combinación, a todo eso puede usted calificarlo como uno de nuestros inofensivos chapuzones, saltando desde la cubierta del buque, que ni ella ni yo podemos evitar. Cuando estos chapuzones se pro­ducen, ¿por qué no considerarlos inevitables, sobre todo si tenemos en cuenta que no arriesgamos la vida? No nos ahogaremos, no nos hundire­mos. Por lo menos tengo esta seguridad en lo que a mí respecta. Tampoco podemos olvidar que la señora Verver, dicho sea en su honor, sabe nadar, por cierto.

El Príncipe pudo proseguir su parlamento sin dificultad, ya que Fanny Assingham no le interrumpió. Ahora Fanny se daba cuenta de que por nada del mundo interrumpiría al Príncipe. Su elocuencia tenía un valor inmenso; no había ni una sola gota de ella que Fanny, de una manera u otra, no atrapase en el momento mismo de saltar de la fuente y la embo­tellara a fin de guardarla para el futuro. El frasco de cristal de la más pro­funda atención de Fanny Assingham recibía aquella elocuencia allí, en la misma fuente, y Fanny ya imaginaba la manera en que, en el cómodo labo­ratorio de su meditación, la analizaría químicamente. Y más aún, había momentos en los que, al encontrarse las miradas de los dos interlocutores, Fanny percibía en el Príncipe algo inenarrable, algo extraño y sutil que discrepaba de sus palabras, que las traicionaba, algo reluciente y muy pro­fundo que era como una llamada, una increíble llamada dirigida a su más refinada comprensión. ¿Qué podía ser aquello? ¿No se trataba acaso, aun­que fuera burda esa manera de expresar algo tan oculto, de la quintaesen­cia de un guiño de connivencia, de la insinuación de la posibilidad de que algún día realmente trataran los dos aquel tema ––en mejores condiciones, desde luego––, con lo que resultaría mucho más interesante? Si aquella leja­na chispa roja, que a la imaginación de Fanny bien hubiera podido pare­cerle la linterna delantera de un tren que se acercaba a ella desde el otro extremo del túnel, desde el punto de vista de Fanny, no era un ignis fatuus, un mero fenómeno subjetivo, forzosamente tenía que ser el Príncipe quien la mantuviera allí invitando con ella a Fanny a comprender. Sin embargo, de momento, y de una forma inconfundible, se produjo el instante en que se dio al tema comentado un tratamiento real, auténtico. Este instante se produjo cuando el Príncipe, con el mismo perfecto dominio de su pensa­miento, que ni siquiera él hubiera podido mejorar, procedió a coronar su bien lograda comparación con otro símil que en realidad fue la pincelada suprema, la pincelada que el cuadro había estado esperando hasta ese momento:

––Para que la señora Verver sea intensa y exclusivamente conocida por todos como la esposa de su marido, hace falta algo de lo que, como usted sabe, el matrimonio a que nos referimos carece. El señor Verver debiera hacer lo preciso para ser un poco más conocido o, por lo menos, visto en calidad de marido de su esposa. A estas alturas, probablemente habrá podi­do usted comprobar que el señor Verver tiene sus propios hábitos y cos­tumbres, que pone en práctica día a día y, cada vez más, sus propias distin­ciones y discriminaciones, a lo que tiene perfecto derecho, desde luego. El señor Verver es un padre tan perfecto y tan ideal y, debido precisamente a este mismo hecho, un padre político tan generoso, tan admirable y de tan fácil trato, que, a mi juicio, me comportaría de manera rastrera y baja si osara criticarle desde cualquier punto de vista. Sin embargo, ante usted puedo hacer cierta observación, ya que es usted inteligente y siempre com­prende lo que intento decirle.

El Príncipe hizo una pausa, como si incluso esta única observación que acababa de anunciar fuera dificil de expresar si Fanny Assingham no le ani­maba a hacerla. Sin embargo, nada en el mundo hubiera podido inducir a Fanny a dar al Príncipe aquellos ánimos. Ahora tenía conciencia de que jamás en su vida había estado con el cuerpo tan quieto, ni con el ánimo tan tenso. Se sentía igual que el caballo del cuento, llevada una y otra vez al agua, por sus propias culpas, pero segura de que no podrían obligarla a beber. En otras palabras, invitada a comprender, Fanny contenía el aliento por temor a revelar que realmente comprendía, como era verdad, por la sencilla razón de que, por fin, tenía miedo a comprender. Al mismo tiem­po, Fanny comprendía con toda claridad que ya sabía de antemano cuál era la observación del Príncipe; tenía la impresión de haber oído aquellas palabras antes de que sonaran, de haber saboreado, en fin, la amargura que producirían en su especial sensibilidad. Pero su interlocutor, impulsa­do por una necesidad interna, exclusivamente suya, no quedó amilanado por el silencio de Fanny:

––Lo que no comprendo es por qué, desde el punto de vista del señor Verver, es decir, habida cuenta de sus afortunadas circunstancias, se sintió impulsado en su día a contraer matrimonio.

Sí, esto era exactamente lo que Fanny Assingham sabía que iba a escu­char, y estas palabras tuvieron exactamente también la prevista virtud de hacerla desdichada por las razones que ahora latían en su corazón. Sin embargo, Fanny no estaba plenamente dispuesta a sufrir, como se dice esta­ban los mártires, no estaba dispuesta a sufrir, odiosa e irremediablemente allí, en aquel momento, en público, pero esto sólo podía lograrlo inte­rrumpiendo la conversación con cualquier pretexto, darla por terminada e irse. Ahora Fanny deseaba volver a casa, de la misma manera que una o dos horas antes había deseado acudir allí. Quería dejar atrás el interro­gante que se había formulado en su mente y a la pareja que de repente dicho interrogante había revestido de tan vívida forma, pero Fanny consi­deraba que era horroroso comportarse como si huyera desconcertada. Fanny se había dado cuenta de que la conversación constituía un peligro, el peligro de la luz que se colaba por las grietas de las frases, y el franco reconocimiento de que la existencia del peligro era peor que cualquier otra cosa. No, no era eso lo peor, sino que, mientras Fanny pensaba ya en la manera en que debía emprender la retirada, aún no había reconocido que quería emprenderla. La expresión del rostro de Fanny revelaba trai­cioneramente su desdicha y, ante esto, Fanny no sabía qué hacer. El Prín­cipe dijo:

––Sin embargo, mucho me temo que, por razones ignoradas, la he deja­do preocupada; le pido disculpas. Nuestras conversaciones siempre se han desarrollado a la perfección, y desde el principio fueron una gran ayuda para mí.

Este tono fue el más eficaz que podía emplearse para acelerar el colap­so de Fanny; se dio cuenta de que había quedado a merced del Príncipe, y éste, al proseguir, demostró haberlo percibido claramente:

––De todas maneras, volveremos a conversar, y conversaremos mejor que nunca, ya que para mí es de suma importancia. ¿Recuerda lo que le dije un día, poco antes de mi matrimonio, con tanta claridad? ¿Recuerda que le dije que al verme obligado a moverme en tan distintas direcciones, entre tantas realidades nuevas, entre tantos misterios, circunstancias, expectati­vas y presunciones, todo absolutamente diferente a cuanto había conocido con anterioridad, me veía en el caso de recurrir a usted, como patrocina­dora originaria, como hada madrina, que me sacara adelante?

Guardó silencio unos instantes, y añadió:

––Pues sigo considerándola igual.

Fanny se percató de que la pertinaz insistencia del Príncipe la había saca­do del apuro en que se hallaba, lo cual le permitió por fin levantar la cabe­za y hablar:

––Ya ha salido adelante, hace mucho tiempo que salió adelante. Y si no ha salido adelante, hubiese debido hacerlo.

––Si tenía que haber salido adelante, eso es ya una razón más para recurrir a su ayuda y que usted siga ayudándome, pues puedo asegurarle firme­mente que no he salido adelante. Las nuevas realidades, y son muchísimas, siguen siendo nuevas para mí, y los misterios, las expectativas y las presun­ciones todavía contienen en cantidades inmensas un elemento que no he conseguido comprender. Como sea que, afortunadamente, hemos podido conversar de nuevo, debe usted permitirme que la visite lo antes posible, debe concederme una hora, una hora de su amabilidad y su bondad.

Al advertir que Fanny Assingham mantenía su reserva, el Príncipe a­ñadió:

––Si se niega, estimaré que también niega, con indiferencia y frialdad, su propia responsabilidad.

Estas palabras demostraron, como si se tratara de un brusco golpe de mar, que la reserva de Fanny Assingham era un buque muy frágil:

––Niego que tenga responsabilidad alguna con respecto a usted. Si algu­na vez la tuve, cumplí con ella.

En todos los momentos, el Príncipe había conseguido mantener una ele­gante sonrisa. Ahora Fanny había conseguido una vez más que le dirigiera una penetrante mirada. El Príncipe preguntó:

––¿Y para con quién confiesa usted tener responsabilidades? ––¡Ah, mio caro, esto es asunto mío y sólo mío!

El Príncipe, sin dejar de mirarla con dureza, preguntó: ––¿Me abandona?

Esto era lo que Charlotte le había preguntado diez minutos antes, y el hecho de que el Príncipe se lo preguntara de forma casi idéntica estreme­ció a Fanny Assingham, que estuvo a punto de replicar: «¿Se ponen uste­des dos previamente de acuerdo acerca de lo que van a decirme?». Pero más tarde se alegró de haberse reprimido a tiempo, a pesar de que su con­testación real no fue mucho mejor que la reprimida:

––Pienso que ignoro qué es lo que puedo hacer por usted.

––Debe acceder a recibirme, por lo menos.

––¡Por favor, déme tiempo para prepararme!

Ya pesar de que Fanny consiguió acompañar estas palabras con una car­cajada, se vio obligada a volver la cara. Con anterioridad, en ningún mo­mento había apartado la cara ante el Príncipe, y, para Fanny, fue lo mismo que si realmente le temiera.


Capítulo XVI

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Más tarde, cuando el coche de alquiler del matrimonio pudo salir de la interminable fila de carruajes, entre la barahúnda que atormentaba la impaciencia de Fanny Assingham, ésta subió a bordo y penetró en la no­che londinense, al lado de su marido, teniendo la sensación de entrar en una protectora oscuridad que le permitía envolverse en ella y respirar. Durante la media hora anterior Fanny había estado bajo una luz despia­dada, hiriente y cegadora hasta sentirse obligada a bajar la vista, lo que le parecían pruebas demostrativas del error cometido. Su pensamiento más inmediato era que, en el pasado, realmente había actuado en beneficio de aquellas personas, con miras a un fin que ahora daba sus frutos, que bien podían constituir una formidable cosecha. Al principio Fanny se limitó a meditar en su rincón del coche de alquiler. Era lo mismo que ocultar la cara anteriormente al descubierto, desamparadamente descubierta; era como ocultarla en las frescas aguas de la general indiferencia, de las calles desiertas, de las tiendas cerradas y de las casas a oscuras, que formaban un mundo piadosamente inconsciente y sin reproches, contempladas desde la ventana del coche de alquiler. A diferencia del mundo que acababa de abandonar, el que ahora contemplaba no se enteraría, ni tarde ni tem­prano, de lo que Fanny había hecho o, por lo menos, sólo se enteraría si la consecuencia final de los actos de Fanny fuera objeto de avasalladora publicidad. Sin embargo, durante unos instantes contempló tan intensa­mente esta última posibilidad, que enseguida la desdicha de su miedo produjo una reacción y, cuando, al doblar la esquina, el coche quedó bajo la luz de la linterna de un policía que proyectaba el inquisidor haz en la fachada de la casa situada en la acera de enfrente, Fanny se permitió un estremecimiento al verse de tal manera acusada, a pesar de que podía pro­testar con igual premura contra aquel puro y ciego terror. Sí, por el momento Fanny experimentaba terror, aunque fuera absurdo, terror del que necesitaba liberarse antes de hacer las investigaciones precisas para saber en qué terreno se hallaba. Percatarse de esa necesidad tuvo realmente la virtud de ayudarla muy pronto, pues al hacer un esfuerzo con el fin mencionado, Fanny pudo advertir que, por negras que parecieran sus perspectivas, no por ello le eran desconocidas. Fanny tenía un agudo senti­do de la visión, pero, a pesar de ello, se amparaba en el consuelo de no estar segura de lo que veía. No saber lo que la vista vería si se fijaba en puntos un tanto alejados constituía una ayuda para no ver que no tenía las manos lim­pias. Como sea que Fanny se había hallado en la situación precisa para actuar como causa agente, ciertamente no debía contemplar con tanta vaguedad los efectos que ella misma había producido. Por otra parte, esto constituyó un paso más hacia la siguiente reflexión: cuando la relación per­sonal con cierto asunto era tan indirecta que no cabía determinarla con precisión, siempre cabía decir que fue tan leve que difícilmente podía ser deplorable. Cuanto estaban cerca de Cadogan Place advirtió que no podía ser todo lo curiosa que deseaba, sin llegar antes a la conclusión de que era inocente de toda culpa. Pero había habido un momento, en el oscuro desierto de Eaton Square, en que Fanny rompió a hablar:

––Que se defiendan a sí mismos mucho más de lo que necesitan... Sí, sólo esto me preocupa. Sí, que tengan tanto que decir en su propia defensa.

Como solía hacer en estos casos, su marido encendió un cigarro, que­dando tan absorto en esta tarea como Fanny en su agitación. Luego el coronel dijo:

––¿Quieres decir con esto que tú nada tienes que decir en tu defensa?

Al ver que su esposa no daba contestación a estas palabras, añadió:

––¿Qué diablos imaginabas que iba a ocurrir? El pobre hombre se encuentra en una situación tal que no tiene absolutamente nada que hacer.

El silencio de Fanny Assingham pareció calificar de superficiales estas palabras, y sus pensamientos, como le ocurría siempre que se encontraba en compañía de su esposo, siguieron un curso independiente. Cuando estaban juntos él la inducía a hablar, pero lo hacía como si se tratase de otra persona, la cual, de hecho, la mayoría de las veces era ella misma. Sin embargo, hablaba consigo misma en presencia del coronel de un modo en que jamás hubiera podido hablar consigo sin la presencia de su esposo:

––Este hombre se ha comportado muy bien desde el principio. Siempre lo he estimado así. Maravillosamente. Y más de una vez se lo he dicho cuan­do se ha terciado la ocasión. En consecuencia, en consecuencia...

Pero su voz se extinguió mientras se sumía más y más en sus pensa­mientos. El coronel dijo:

––En consecuencia, ha adquirido el derecho, para cambiar un poco, de echar una cana al aire.

Siguiendo invariablemente el curso de sus pensamientos, Fanny Assing­ham dijo:

––Sin embargo, la cuestión no radica en que se porten maravillosamente cuando están separados, sino, al contrario, en que lo hagan también cuando están juntos, lo cual es harina de otro costal.

Sin gran interés, el coronel preguntó:

––¿Y qué crees tú que deben hacer cuando están juntos? Yo diría que cuanto menos hagan mejor, y ya me comprendes, supongo.

En esta ocasión la señora Assingham dio muestras de haber oído a su marido:

––Comprendo demasiado bien en qué piensas, pero yo no pienso en lo que tu insinúas.

Después de un breve silencio, completó su anterior respuesta:

––No creo, querido, que sea necesario tener pensamientos bajos y mez­quinos con respecto a esta pareja. Son las últimas personas en el mundo capaces de portarse de la manera que sospechas.

El coronel advirtió:

––Con nadie soy bajo y mezquino, salvo con mi pródiga esposa. Me llevo bien con todos mis amigos, tal como yo los valoro; sin embargo, soy inca­paz de aceptar el valor que tú les atribuyes. Y no hablemos ya de lo que ocu­rre cuando te dedicas a sumar valores...

Tras estas palabras, el coronel soltó una bocanada de humo, y su esposa observó:

––Mis sumas carecen de importancia cuando no eres tú quien tiene que pagar la factura.

Después de decir estas palabras, sus meditaciones volvieron a perderse por el aire:

––Lo más importante es que cuando vino a buscarla tan de repente no tenía miedo. Si hubiera estado atemorizado habría podido evitarlo. Y si yo hubiera visto que lo estaba, si yo no hubiera visto que no lo esta­ba...

Después de meditar, la señora Assingham concluyó:

––Entonces yo hubiera podido verlo. Lo habría visto. Nuevos pensamientos le indujeron a añadir:

––Y es verdad que para ella se trataba de una gran cosa, de una oportu­nidad que pocas veces se da en la vida, por lo que difícilmente podía dejar de aceptarla. Y me gustó que él no se lo impidiera llevado por su propio temor. Era maravilloso que se le deparara a ella tal oportunidad. El único problema que podía presentarse era que Charlotte se sintiera incapaz de afrontar la situación. Si ella no hubiera tenido confianza, habríamos podi­do hablar. Pero la tenía, y mucha, la tenía toda.

Pacientemente Bob Assingham preguntó:

––¿Es que le has preguntado hasta qué punto tenía confianza?

El coronel había formulado la pregunta con muy modestas esperanzas, como de costumbre, acerca de la contestación que obtendría, pero esta vez había tocado el más sensible resorte de reacción de su esposa:

––Jamás, jamás... No era el momento de «preguntar». Preguntar es sugerir, y no era el momento de sugerir. Allí una tenía que hacerse su propia idea de la forma más secreta posible y con los elementos de jui­cio que una tenía a su disposición. Y juzgo, tal como he dicho, que Charlotte estimaba que podía afrontar la situación. Sí, me causó la impresión en aquellos momentos de estar casi conmovedoramente agradecida, a pesar de lo orgullosa que es. Pero jamás le perdonaré ha­ber olvidado a la persona a quien debe estar primordialmente agrade­cida.

––¿No será la señora Assingham, por casualidad?

Fanny nada dijo durante unos instantes, ya que, a fin de cuentas, había alternativas. Luego, declaró:

––Es Maggie, por supuesto. La pequeña y asombrosa Maggie.

Mientras con lúgubre expresión miraba hacia el exterior por la ventani­lla del coche, el coronel Assingham preguntó:

––¿También Maggie es asombrosa?

La esposa del coronel, hecha un ovillo en el rincón del carruaje, pro­yectó hacia el exterior una mirada idéntica a la de su marido:

––Muy extraño me parecería que no comenzara a ver ahora en esa muchacha, a la que siempre hemos considerado como un ser insignifican­te y adorable, mucho más valor del que jamás llegué a pensar que tenía.

Resignado, el coronel comentó:

––Tratándose de ti, no me parece extraño:

Una vez más la señora Assingham hizo caso omiso de las palabras de su marido. Al cabo de un rato, rompió el silencio.

––En realidad, y ahora comienzo a darme cuenta de ello, Maggie es la gran salvación. Sí, lo veo. Ella será quien nos saque del atolladero. En rea­lidad, no le quedará más remedio que hacerlo. Y podrá hacerlo.

Pincelada tras pincelada, la meditación de la señora Assingham terminó el cuadro, que produjo, en el particular sentido que su marido tenía del método, tales efectos que indujeron a éste a desahogarse de forma un tanto caprichosa, allí en su rincón, mediante una exclamación ahora fre­cuente en sus labios, que estaba encaminada a aliviar el agobio que solía experimentar principalmente en situaciones como la presente, exclama­ción cuyo origen había descubierto Fanny en los modales aborígenes, aun­que siempre deliciosos, del señor Verver.

––¡Oh, Señor Dios, Señor Dios...!

La señora Assingham prosiguió:

––Desde luego, si es capaz, lo será de manera extraordinaria, y en eso pre­cisamente pienso.

La señora Assingham guardó silencio, aunque sólo para añadir:

––Pero no estoy muy segura en lo tocante a la persona a quien, honra­damente hablando, Charlotte debe más gratitud. Incluso pienso que quizá esta persona sea el menudo e increíble idealista que la hizo su esposa.

Rápidamente, el coronel comentó:

––Pues más vale que no lo pienses, querida. ¡Charlotte, esposa de un menudo e increíble idealista...!

Una vez más, sólo el cigarro del coronel Assingham pudo expresar el resto de la frase.

Con el recuerdo reavivado y con una plena visión del caso, Fanny ob­servó:

––Sin embargo, a poco que se piense, ¿no causaba la impresión de que era esto lo que Charlotte estaba más o menos convencida que iba a ser?

Estas palabras fueron la causa de que el consorte de Fanny Assingham quedara verdaderamente un tanto pasmado:

––¿Qué dices? ¿Charlotte, una menuda e increíble idealista?

Con toda sencillez, ella prosiguió como si tal cosa:

––Y era sincera. Era inconfundiblemente sincera. El único problema radi­ca en saber hasta qué punto sigue siéndolo todavía. Bob Assingham dijo:

––Pues, oye, ésta es otra de las preguntas que puedes formularle. Parece que todo tienes que hacerlo como si se tratara de un juego con un regla­mento fijado de antemano, pero realmente no sé quién podrá sancionar­te en el caso de que tú infrinjas las normas. ¿No será que puedes dar tres respuestas, a ver si aciertas una, como en las adivinanzas de Nochebuena?

El sarcasmo del coronel dejó impertérrita a su digna esposa, por lo que Bob Assingham añadió:

––¿Y cuánta sinceridad o qué cantidad de cualquier otra cosa necesitas en Charlotte para seguir dándole al asunto?

En tono un tanto siniestro, repuso:

––Proseguiré mientras quede una porción tan pequeña como una uña de tus dedos, aunque afortunadamente no nos encontramos aún en esa si­tuación.

La señora Assingham hizo otra pausa, contemplando ahora la más amplia perspectiva en la que repentinamente las obligaciones de la señora Verver para con Maggie quedaban en gran manera ampliadas. Habló de nuevo:

––Incluso en el caso de que Charlotte nada debiera a los demás, por lo menos tendría la obligación de un comportamiento impecable para con el Príncipe.

Ahora Fanny se preguntó a sí misma.

––¿Qué ha hecho el Príncipe sino confiar generosamente en ella? ¿Qué hizo sino interpretar que, si Charlotte estaba dispuesta a aceptar se debía a que se sentía suficientemente fuerte? Indudablemente, esto impone a Charlotte el deber de tener la debida consideración con el Príncipe, de pagar la confianza en ella depositada, lo cual... Bueno, sí, lo cual... En fin, que si de ello no hace norma constante de su comportamiento, se portaría muy censurablemente. Con esto me refiero, desde luego, a la confianza de que Charlotte no se mezclaría en la vida del Príncipe como él expresó al guardar silencio en los momentos críticos.

El coche de alquiler estaba ya muy cerca del hogar de los Assingham, y quizá por ello el coronel tuvo la sensación de dejar de hablar, lo que moti­vó que su meditación siguiente floreciera de un modo que casi sorprendió a su esposa. Los cónyuges estaban principalmente unidos por la pacien­cia del coronel, casi siempre a punto de agotarse y, debido a esto, la nota pre­dominante en las frases del marido solía ser la de la benévola de­sesperación. A pesar de ello, en este momento, el coronel puso tasa a su desesperación hasta el punto de reconocer virtualmente que había segui­do el razonamiento de su esposa:

––¿Gratitud al Príncipe por no haberle puesto la zancadilla? ¿Quieres de­cir que esto, debidamente interpretado, ha de ser precisamente lo que de­termine el camino que Charlotte deba seguir?

Fanny, aceptando esta tesis, dio énfasis al matiz expresado por su marido:

––Debidamente interpretado.

––Pero ¿no queda todo subordinado a lo que Charlotte estime debida interpretación?

––No. No depende de nada. Es así como el deber y la delicadeza sólo ofre­cen un camino.

En reacción un tanto vulgar, Bob Assingham exclamó:

––¡Oh, la delicadeza!

––Me refiero a la delicadeza en su más elevada acepción, a la delicadeza moral. Charlotte es perfectamente capaz de darse cuenta de eso. La deli­cadeza moral le impone el deber de dejar al Príncipe en paz.

Con brusquedad, el coronel preguntó a su esposa:

––¿De modo que has llegado a convencerte de que toda la culpa recae en la pobre Charlotte, y que ella es la única que actúa?

Tanto si el coronel lo hizo con esa intención como si no, lo cierto es que la brusquedad de sus palabras tuvo la virtud de obligar a Fanny a volver la cara y mirar a su marido. Fue un golpe que le hizo perder el equilibrio, un golpe que la dejó de repente sin su recién adquirida seguridad. Fanny Assingham dijo:

––¿Es que no piensas lo mismo? ¿Realmente crees que hay algo entre los dos?

El movimiento efectuado por ella obligó a su marido, una vez más, a echarse hacia atrás. Aquel avance anterior le había hecho sentir la alta tem­peratura del tema abordado. El coronel dijo:

––Quizá lo único que Charlotte haga sea mostrar al Príncipe lo mucho que le deja en paz. Sí, mostrárselo todos los días.

––¿Y acaso fue eso lo que Charlotte mostró al Príncipe cuando le esperó en la escalinata de la manera que tú me has dicho? ––¿En verdad te dije la manera como le esperó?

Evidentemente por falta de costumbre el coronel apenas podía recono­cerse a sí mismo en aquella acusación.

––Sí, por una vez en la vida. En aquellas pocas palabras que intercambia­mos, después de haberlos observado mientras subían la escalinata, algo me dijiste de lo que habías visto. No me dijiste gran cosa, claro está; eso jamás lo harías, aunque te fuera la vida en ello. Pero pude darme cuenta de que, por muy extraño que parezca, quedaste impresionado; en consecuencia, pensé que forzosamente tuvo que ocurrir algo extraordinario para que tú lo mencionaras.

Ahora Fanny Assingham lanzó un ataque frontal contra su marido, ante quien había esgrimido su demostrada percepción en aquel caso concreto, debido a que en su inseguridad necesitaba sacar el debido fruto de ella. Ahora se daba cuenta, incluso con más claridad que en el momento de los hechos, de que su marido había quedado impresionado por algo; sí, incluso él, pobre hombre, había quedado impresionado. Y para que esto ocurriera, para que pudiera impresionarle, era realmente preciso que fuese muy gordo. Fanny intentó acorralarle, atacarle hasta obligarle a rendirse, para que le dijera sencillamente la verdad, cuyo valor radicaría precisamente en la sencillez, verdad que una vez conse­guida Fanny conservaría para ulterior referencia, sin perder ni un matiz de la misma. Fanny dijo:

––Vamos, vamos, querido, que algo pensabas. Después de haber visto lo que viste, no pudiste resistir la tentación de pensar un poco. Sólo te pido que me digas lo que pensaste. En esta ocasión, tus ideas valen tanto como las mías y, cuando hables, no podrás acusarme, como de costum­bre, de ser sólo yo quien imagina cosas. Ahora sabes más que yo. Te encuentras en un punto más avanzado y yo sigo en el mismo punto. Pero me doy cuenta de cuál es el punto en que te encuentras, y mucho te agradeceré que me sitúes en él. Lo único que quiero es que me des una point de repère fuera de mí misma, y así podré meditar, meditar lo que tú me digas.

Mientras Fanny hablaba, el vehículo que los transportaba se detuvo ante la puerta de su casa; otro hecho valioso para Fanny fue el que su marido no se moviera, a pesar de hallarse sentado junto a la portezuela por la que debían bajar. Se hallaban a expensas de la ama de llaves, debido a que el servicio ya se había ido a dormir, así que como no les acompañab a ningún lacayo, el cochero aguardaba tranquilamente. De esta manera Bob Assingham esperó, consciente de las razones que tenía, para dar contesta­ción a la pregunta de su mujer por otro método que no fuera el que salta­ba a la vista, o sea darle la espalda y bajar del coche. Bob Assingham no vol­vió la cara hacia el otro lado, se dedicó a mirar fijamente al frente mientras su esposa hallaba, en el hecho de que el coronel no se moviera, cuantas pruebas podía desear, es decir, cuantas pruebas demostrativas de lo que ella acababa de decir. A Fanny Assingham le constaba que el coronel jamás hacía caso de lo que ella decía, y el hecho de que ahora dejara escapar la oportunidad de demostrarlo era de suma elocuencia. Por fin, el coronel observó:

––Más vale dejar este asunto en manos de esos dos.

Fanny inquirió:

––¿«Dejar el asunto»?

––Dejémoslos en paz. Ya se las arreglarán.

––¿Quieres decir que ya se las arreglarán para hacer todo lo que quieran? ¡Lo has dicho! ¡Tú mismo lo has dicho!

Casi sibilinamente, el coronel dijo:

––Se las arreglarán a su manera.

Esto produjo sus efectos en Fanny, ya que, además de la luz que arrojó sobre el fenómeno de la endurecida conciencia de su marido, pudo per­catarse de la gran verdad que había en la acusación concreta de la que antes había hecho objeto a su marido. La evocación de la escena era real­mente maravillosa para Fanny, quien dijo:

––¿Se las arreglarán con gran astucia, verdad? ¿Esto es lo que piensas? ¿De manera que nadie se enterará? ¿Y que nosotros haremos cuanto de noso­tros se espera si nos limitamos a protegerlos?

El coronel, sentado, inmóvil, declinó la invitación a expresar sus pen­samientos. Las manifestaciones verbales se parecían mucho a las teorías, en el sentido de que uno siempre acababa extraviándose. El coronel sólo sabía lo que decía, y lo que sabía representaba la limitada vibración de la que su inveterada dureza era capaz. A pesar de todo, tenía que aclarar cuál era la posición que había adoptado en aquel asunto, a cuyo efecto esperó un poco más. Pero por fin lo hizo por tercera vez y con las mismas palabras:

––Se las arreglarán a su manera.



Acto seguido, bajó del coche.

Oh, sí, esto produjo sus efectos en la señora Assingham, quien, mientras el coronel subía los peldaños, se limitó a mirarle, quieta, y seguir mirán­dole mientras abría la puerta. El vestíbulo estaba iluminado; el coronel se quedó en el marco de la puerta, mirando a su esposa; su alta y flaca figura recortada en negro, con el sombrero marcial, casi diabólicamente inclina­do a un lado, como solía llevarlo, parecía prolongar el siniestro énfasis de sus anteriores palabras. Generalmente, en esta clase de regreso al hogar, el coronel solía ir en busca de su esposa después de haber preparado el acto de entrada, por lo que, con su actual actitud, parecía tener vergüenza de enfrentarse con ella a corta distancia. El coronel miraba a su cónyuge desde la puerta, mientras ésta, sentada, sopesaba las palabras de su marido y tenía la impresión de que el cuadro mental que de aquel problema se había formado quedaba bruscamente iluminado. ¿Qué era, si no, lo que sencillamente vio escrito en la cara del Príncipe, que se hallaba bajo sus palabras? ¿Acaso no se correspondía exactamente con la burlona imagen que tenía ahora ante la vista? ¿Acaso, dicho sea llanamente, no era la pro­mesa de que ellos se las «arreglarían a su manera» lo que él había querido proponerle a Fanny, para que ella tuviera oportunidad de aceptarla? En cierta manera, el tono en que el coronel hablaba armonizaba con la expre­sión de Americo, aquella expresión que de una forma tan extraña había aparecido ante Fanny, mirándola por encima del hombro. Fanny no había sabido interpretarla en aquel momento, pero ¿acaso no la interpretaba ahora correctamente, mientras veía en ella la insinuación de que debía recibir una lección? No, no aceptaría esa clase de lecciones. Fanny Assingham, mientras oía que su marido le decía: «¿Se puede saber qué pasa?», decidió también tomarse el tiempo preciso para decidir que no se dejaría atemorizar. «¿Qué pasa?», pues sí, pasaba más de lo suficiente para que Fanny se sintiera un poco mareada. Sí, no era el Príncipe la persona a quien ella estaba dispuesta a considerar primordialmente veleidosa. La veleidad de Charlotte ––quizá Fanny había llegado incluso a considerarla aceptable–– sólo podía plantear, a lo sumo, problemas de fácil resolución. En consecuencia, si el Príncipe había llegado al punto que ahora suponía Fanny, el asunto tomaba un cariz muy diferente. No, ahora no cabía tomar partido por uno o por otro. Fanny se sentía impotente, hasta el punto de que el tiempo pasaba y pasaba sin que bajara del coche de alquiler, por lo que el coronel tuvo que acudir junto a ella y sacarla casi a rastras, después de lo cual, ya en la acera, bajo la luz de la farola, su silencio bien habría podido ser el signo de la existencia de algo grave; este silencio llegó a su culminación cuando su marido le ofreció el brazo; los dos subieron los pel­daños sumisamente juntos, unidos, igual que un nuevo Darby y una nueva Joan que hubieran sufrido un contratiempo. Aquello casi parecía el regre­so de un entierro, a no ser que se asemejara más al silencioso avance hacia un hogar enlutado. Sí, por cuanto ¿a qué regresaba Fanny a su casa, como no fuera a enterrar de la forma más decente posible su error?
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