La Copa Dorada



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Capítulo XI

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La señora Assingham y el coronel habían regresado ya tras haberse ido de Fawns antes de terminar septiembre; ahora, un par de semanas después del regreso, interrumpían de nuevo su estancia dejando en esta ocasión la cuestión de su vuelta pendiente de unos asuntos que insinuaron más que mencionarlos inoportunamente. Las Lutche y la señora Rance también habían dado término a su estancia por haber llegado Charlotte Stant, pero expresando esperanzas y teorías referentes a que pronto renovarían su estancia, y su animada despedida había despertado ecos en el gran vestí­bulo de losas de piedra y paneles de roble, prolongándose en una galería que sin ser, ni con mucho, el menos interesante lugar de la casa, todavía parecía conmover el aire. Fue en este admirable lugar donde Fanny Assingham, antes de terminar su estancia de octubre, pasó unos momentos con su amable anfitrión, durante los cuales le anunció su partida o temporal ausencia, en compañía de su marido, que le llevaron a señalar la inconve­niencia de todo género de vanas consideraciones referentes a su partida. Las puertas de la casa estaban abiertas al neblinoso esplendor del sol oto­ñal a aquella hora sin viento, hora de espera, bajo cuya influencia el señor Verver se reunió con su afable amiga cuando ésta bajó para dejar con sus propias manos un montón de cartas en el buzón. Después los dos salieron de la casa y pasaron media hora en la terraza; fue la reunión de dos perso­nas que verdaderamente se despedían la una de la otra al iniciar diferentes sendas. Al considerarlo, Adam Verver halló el origen de tal impresión en unas sencillas palabras que la señora Assingham había utilizado al referirse a Charlotte Stant: «Sencillamente, las ha barrido». Sí, aquéllas fueron las cuatro palabras pronunciadas respecto a la paz dorada que el octubre de Kent había creado; aquellos días culminantes, rebosantes de belleza, suce­diéndose esplendorosamente desde la llegada de Charlotte Stant. Sí, fue precisamente en el curso de estos días cuando se vio a la señora Rance y las señoritas Lutche reunir sus cosas en vista a su partida; gracias a este cam­bio, el sentido de la situación considerada globalmente tuvo un carácter sumamente justo y armonioso; este sentido entrañaba lo acertadas que habían estado dichas señoras al no prolongar más su estancia, y entrañaba también todos los placeres que aquel fértil otoño podía llevar en su rega­zo. Esto fue lo que ocurrió, ésta fue la lección que las damas recibieron. La señora Assingham había insistido en que sin Charlotte sólo habrían apren­dido la mitad de la lección. Ciertamente nadie habría aprendido ni media palabra de esta lección si la estancia de la señora Rance y de las señoritas Lutche hubiera sido tan prolongada como en cierto momento pareció que iba a serlo. En resumen, la leve intervención de Charlotte se había conver­tido en una causa que operó de manera encubierta aunque no por ello menos activa, y el parlamento de Fanny Assingham, que se prolongó un poco, todavía producía ecos en el fuero interno de Adam Verver, de mane­ra que le dejaban un tanto sobresaltado porque le causaban la impresión de la existencia de una realidad irresistible. Adam Verver podía ver ahora la manera en que aquella fuerza superior había actuado; le gustaba recor­darlo, recordar a las tres mujeres sin que soñara siquiera que constituía una maldad, ni siquiera el asomo de un deseo pecaminoso; a las tres, a fin de cuentas, había agasajado en su casa durante una serie de días notable­mente largos. La maravillosa Charlotte se había comportado en este asun­to con tal vaguedad y talante tan sereno, que él ni siquiera se enteró de lo que sucedía, de lo que sucedía a consecuencia de la influencia de Charlotte. La señora Assingham había observado: «Los fuegos, tan pronto percibieron su presencia, se transformaron en humo». Estas palabras el señor Verver las meditó incluso durante el paseo que dio en compañía de la señora Assingham. Desde su larga conversación con Maggie, la que había determinado que invitara directamente a su común amiga, había adquirido una pequeña y extraña afición, como él diría, a que le hablaran de aquella joven mujer, a escuchar lo que se podía decir de ella, y, valga la expresión, de manera que casi parecía que la mano de un eminente pin­tor estuviera haciendo su retrato y él contemplara cómo se iba formando mediante la acumulación de pinceladas. A su juicio, la señora Assingham aplicó en el curso de la conversación dos o tres de las mejores pinceladas acerca de su joven y común amiga, ahora figura tan diferente de aquella compañera de juegos de Maggie: con respecto a ella el señor Verver casi podía recordar antiguas ocasiones en las que paternalmente había indica­do a las dos niñas, con igualdad de trato, que no debían hacer demasiado ruido ni comer demasiada mermelada. La señora Assingham había afir­mado que, vista la rápida influencia ejercida por Charlotte, no había deja­do de experimentar una punzada de lástima hacia las invitadas que recien­temente habían partido:

––En realidad me dieron tanta lástima que oculté mis sentimientos mien­tras estuvieron aquí, con el deseo de que los restantes moradores de la casa no se dieran cuenta, es decir, para que Maggie, el Príncipe, usted e inclu­so la propia Charlotte no lo adivinaran por mi comportamiento, en el caso de que no lo advirtieran por sí mismos. Como usted no se dio cuenta, evi­dentemente, quizá ahora mis palabras le parezcan exageradas. Pero no lo son. Seguí el caso paso a paso. Se veía cómo las pobrecillas iban reaccio­nando, de la misma manera que, supongo, los invitados en la corte de los Borgias se miraban los unos a los otros al comenzar a sentirse mal después de haber tenido el honor de tomar una copa de vino con los cabezas de la familia. Esta comparación es un tanto torpe, ya que no quiero insinuar, ni mucho menos, que Charlotte echara conscientemente veneno en las copas de dichas señoras. Verdaderamente el veneno era la propia Charlotte, en el sentido de estar moralmente en desacuerdo con ellas. Pero esto Charlotte lo ignoraba.

Muy interesado, el señor Verver preguntó:

––¿No lo sabía?

La señora Assingham tuvo que reconocer que no había llegado a pre­guntárselo a la propia Charlotte:

––Bueno, supongo que lo ignoraba. No pretendo estar segura de lo que Charlotte sabe en ninguna materia. Desde luego, a ella no le gusta hacer sufrir al prójimo. En términos generales no, al contrario de lo que les ocurre a muchas mujeres. A Charlotte ni siquiera le gusta hacer sufrir a las otras mujeres. Al igual que a todas las personas agradables, le gusta gustar.

El señor Verver preguntó:

––¿Le gusta gustar?

––Efectivamente. Y al mismo tiempo, qué duda cabe, quiso ayudarnos, quería tranquilizarnos. Es decir, quería tranquilizarle a usted y tranquilizar a Maggie en lo tocante a usted. En este sentido, Charlotte tenía un plan. Pero únicamente después, no creo realmente que fuera antes, se dio cuen­ta de lo muy eficaz que era su actuación.

Una vez más, consideró que verdaderamente tendría que haber adverti­do lo que la señora Assingham le decía:

––¡Ah...! ¿Conque quería ayudarnos? ¿Quería ayudarme, a mí?

Al cabo de unos instantes de silencio la señora Assingham preguntó:

––¿Yeso le sorprende?

Después de pensar un poco, el señor Verver repuso:

––¡No! ¡No me sorprende!

––Desde luego, tan pronto como llegó aquí, Charlotte vio con su habitual rapidez cuál era el lugar que cada uno de nosotros ocupaba. No tenía nece­sidad alguna de concertar la pertinente cita con cada uno y que éste acu­diera a su dormitorio, por la noche, o fuera a pasear con ella al campo para contarle su emocionada historia. Sin embargo, también hay que reconocer que la propia Charlotte se sentía un poco incómoda.

El señor Verver, un tanto a la expectativa, preguntó:

––¿Por culpa de aquellas pobres señoras?

––Bueno, digamos que Charlotte se sentía incómoda al ver que ustedes no se sentían incómodos por culpa de las señoras en cuestión, principal­mente al ver que usted no se sentía incómodo. Par example, no tengo la menor duda de que Charlotte estima que usted es excesivamente humilde.

––¿Me considera humilde?

––A Charlotte se la llamó para que solucionara el problema que usted tenía planteado. En realidad lo único que Charlotte tenía que hacer era tratarle a usted con amabilidad.

––¿A mí?


Ahora el señor Verver podía recordar que la señora Assingham se había reído del tono en que él había formulado esta pregunta en el curso de aquella conversación. La señora Assingham dijo:

––A usted y a todos. Para conseguirlo le bastaba con comportarse tal como es para con todos. Es encantadora y no puede evitarlo. Se comportó de manera encantadora, aun cuando produjo efectos de la misma manera que el vino de los Borgia producía efectos, por lo general. Se vio cómo la manera de actuar de Charlotte les fue afectando, se advirtió hasta qué punto una mujer, con su personalidad tan diferente a ellas, tan diferente, puede ser encantadora. Se vio cómo iban comprendiéndolo, cómo iban intercambiando miradas, cómo perdían los ánimos y decidían irse. Sí, por­que llegaron a comprender que Charlotte es un producto genuino.

_¡Ah ...! ¿Charlotte es un producto genuino, verdad?

Como sea que, hasta el presente, el señor Verver no lo había compren­dido tan bien como la señora Rance y las señoritas Lutche, ahora tuvo que dar forzosamente la impresión de someterse a la verdad al formular su pre­gunta. Por fin pudo decir sencillamente:

––Ya... Comprendo, comprendo.

Sin embargo, no por eso dejó de mostrar interés en saber lo que era un «producto genuino», por lo que preguntó a su amiga:

––¿Y qué quiere decir exactamente con estas palabras?

Por unos instantes, la señora Assingham tuvo ciertas dificultades en expresarlo, pero al fin dijo:

––Pues es exactamente lo que esas mujeres quieren ser, y lo que el efecto que Charlotte ha producido en ellas les ha obligado a reconocer que nunca serán.

––Claro, claro... Nunca.



Después de esta conversación no sólo quedó bien sentada y aceptada entre los dos, sino que se desarrolló y adquirió profundidad, la idea de que la comodidad y placer de la existencia del señor Verver volvía a estar ahora debidamente atendida, socialmente hablando, gracias a lo que se había calificado y sellado como «genuino» de una manera tal que el señor Verver había tenido la oportunidad de considerar anteriormente, de cara al matri­monio de su hija. La nota de realismo en la proyección de tanta luz siguió teniendo para él el encanto y la importancia cuya máxima gradación había encontrado ocasionalmente en sus grandes «hallazgos», y siguió mante­niéndole atento y satisfecho más que en otro caso cualquiera. Quizá no haya nada que pueda parecernos más raro, a poco que reflexionemos sobre ello, como aplicar la misma medida de valoración a objetos de pro­piedades diferentes como antiguas alfombras persas, por ejemplo, y nuevas adquisiciones humanas. Tanto más cuanto que nuestro amable caballero no dejaba de percibir indicios de que era, en lo de catador de la vida, per­sona propensa a la economía. Ponía en un minúsculo vasito todo lo que se llevaba a los labios, y parecía que siempre hubiera llevado en su bolsillo, como una herramienta de su oficio, aquel vasito tallado con una belleza de la que el arte se había perdido largo tiempo atrás, guardado en una caja de cuero en la que se hubieran estampado imborrablemente en oro las armas de una dinastía depuesta. De la misma forma que este instrumento le había servido para quedar convencido, valga la expresión, tanto en lo tocante a Americo como en lo tocante a Bernardino Luini que había des­cubierto en los días en que se disponía a dar su consentimiento para el anuncio de los esponsales de su hija, también le había servido en la actua­lidad para quedar convencido en lo tocante a Charlotte Stant y a un extra­ordinario conjunto de azulejos orientales cuya existencia había llegado a su conocimiento recientemente, dotados de una fascinante leyenda, y de los que tenía la satisfacción de saber que podría conseguir más amplia información gracias a cierto señor Gutermann––Seuss, de Brighton. En el caso del señor Verver, todo se debía a aquel principio estético asentado allí donde pudiera arder con fría y quieta llama, allí donde se alimentara ínte­gramente de los objetos en que directamente se centraba su atención, de la idea (sugerida por la apropiación) de la belleza plástica, de la cosa visi­blemente perfecta en su género; en resumen, a pesar de la general ten­dencia del «elemento devorador» a ampliar sus dominios, el resto de su mobiliario espiritual, modesto, desperdigado, y conservado con incons­ciente cuidado esquivaba la destrucción que, en tantos casos, es conse­cuencia de mantener fuegos en profanos altares. En otras palabras, Adam Verver había aprendido la lección de los sentidos, acorde con su breve código, sin haber provocado ni siquiera en una ocasión el más leve escán­dalo en su economía globalmente considerada; en este aspecto no era muy diferente de aquellos afortunados caballeros solteros dados a los placeres, que dan tal tratamiento a las compañías comprometedoras, que ni siquie­ra la más austera ama de llaves, ocupada en materias de su competencia en la planta baja de la casa, se siente obligada a dar la más leve sugerencia.

Sin embargo, estas últimas figuras gozan de una libertad que difícil­mente cabe aplicar a la ocasión que estamos tratando, aunque bien pode­mos retenerlas en nuestra mente, en virtud de su impreciso valor negativo. Gracias a una presión del interior, sucedió que antes de transcurrir los diez primeros días del mes de noviembre, Adam Verver se encontró práctica­mente solo en Fawns, en compañía de su joven amiga; Americo y Maggie le habían solicitado, de manera un poco súbita, que les diera permiso para ir al extranjero durante un mes, ya que la diversión de Americo estaba actualmente no menos felizmente garantizada que su seguridad económi­ca. Un impulso eminentemente natural había surgido del interior del Príncipe. Su vida, durante bastante tiempo invariable, era deliciosamente monótona y, en consecuencia, la que más le gustaba en líneas generales; pero un leve soplo de nostalgia había rozado el espíritu del Príncipe y Maggie repitió a su padre, con infinita admiración, las lindas palabras con las que el Príncipe le había manifestado sus sentimientos cuando llevaba ya algún tiempo experimentándolos. El Príncipe los llamó una «serenata», una música en sordina que, junto a una de las ventanas, en la parte exte­rior de la casa dormida, perturbaba su descanso nocturno. Pese a que tal música tenía carácter leve y plañidero, no le permitía pegar ojo y, por fin, cuando decidió levantarse y acercarse de puntillas a la ventana y mirar, en la figura que abajo había, con una mandolina, toda ella tenebrosamente arropada en su gracia, alzados los ojos suplicantes e irresistible la voz, reco­noció a la eternamente amada Italia. Siendo así la realidad, tarde o tem­prano tenía el Príncipe que responder a la llamada. Era como un ser fan­tasmal siempre presente, siempre acechando, como el espíritu de un ser al que se ha infligido un daño, una oscura y patética sombra que llora para que la consuelen. Sólo había un medio de conseguirlo. Todo lo anterior fue un modo de expresar con demasiadas palabras un hecho tan sencillo como el de que un romano de tan pura estirpe tuviera deseos de volver a ver Roma. En consecuencia, más valía que fueran a Roma por una breve temporada. Maggie transmitió a su padre esas tan absurdas y complicadas razones, lo cual divirtió de tal manera a Adam Verver que se las repitió a Charlotte Stant, a quien, a la sazón, el señor Verver tenía clara conciencia de comu­nicarle muchas cosas, añadiendo las palabras que le había dicho Maggie acerca de que, pensándolo bien, aquélla era la primera petición que Americo le había formulado desde que la conocía. En tono de benévola crítica el señor Verver comentó: «Desde luego, Maggie olvida que también le pidió que se casara con él». Tuvo ocasión de comprobar que Charlotte quedó tan conmovida como él por las ingeniosas palabras de Maggie, y ple­namente de acuerdo en cuanto al fondo del asunto. Incluso si el Príncipe hubiera pedido algo a su esposa todos los días del año, no habría sido razón suficiente para que el pobre Príncipe, víctima de un hermoso arre­bato de añoranza, no visitara su tierra natal sin provocar reproches.

Además el suegro del Príncipe aconsejó a la razonable, realmente razo­nable pareja, que, puestos a viajar, pasaran también tres o cuatro semanas en París, ya que París siempre fue, en todo momento de efusión para el señor Verver, ciudad cuya visita recomendaba espontáneamente. Si iban a París en el viaje de regreso, o cuando quisieran, Charlotte y el señor Verver se reunirían con ellos allí durante unos días, aunque con toda seguridad, dijo, en manera alguna lo harían debido a que al quedar solos se aburrie­ran. El destino de esta última propuesta fue, por el momento, tambalearse bajo el fuego del destructivo análisis que de ella hizo Maggie, quien ––hallándose en el caso, como reconoció, de elegir entre ser una hija des­naturalizada o una madre desnaturalizada, había elegido lo primero–– pre­guntó qué sería del Principino si en la casa sólo quedaba la servidumbre. Su pregunta tuvo notable resonancia, pero luego, al igual que ocurría con tantas y tantas preguntas de Maggie, quedó olvidada con más firmeza toda­vía de lo que se había planteado. La conclusión a que se llegó, antes de la partida de la joven pareja, fue que la señora Noble y el doctor Brady mon­tarían guardia con absoluta responsabilidad ante la augusta cuna. Si Ma­ggie no hubiera tenido una fe suprema en el mayestático valor de aquella ama, cuya experiencia constituía la más amplia almohada, de la misma forma que su atención era como un extenso dosel del que los precedentes y los recuerdos colgaban como gruesas cortinas corridas, si Maggie no hu­biera podido descansar en esta confianza, habría dejado que su marido efectuara el viaje solo. De la misma forma, si el más adorable de los medi­quillos rurales ––así le calificaba Maggie–– no le hubiera demostrado su sabiduría convirtiéndose en necesidad irresistible conversar con él espe­cialmente en días lluviosos y proporción directa a la frecuencia de sus visi­tas, fuera cual fuese el tiempo que hiciera, durante horas y horas acerca de causas y efectos, acerca de lo que el doctor había averiguado en su peque­ña biblioteca casera, poco consuelo habría representado para ella la mera presencia de un simple abuelo y de una brillante amiga. En consecuencia, dichas personas, después de desvanecerse la insistencia de Maggie por el momento, podían desempeñar con indudable competencia y, sobre todo, mediante su recíproca ayuda, sus conspicuos deberes. Cada cual en la medida de la importancia de su oficio ayudaría al otro, lo cual sería, tenien­do en consideración la superior importancia que daban a la señora Noble, no poco consuelo y tranquilidad para ellos.



El señor Verver se reunía con su joven amiga a ciertas horas en el cuar­to del niño, de manera muy parecida a aquella otra en que regularmente se reunía con la amante madre del niño, dándose la circunstancia de que Charlotte, porque lo consideraba su deber, había prometido a Maggie cumplir sus funciones, y en ningún momento olvidaba las últimas noticias para consignarlas en la carta diaria que había prometido escribir. Escribía Charlotte con gran fidelidad, y así lo decía a su amigo, lo que produjo como era de esperar que éste no escribiera. La razón consistía, en parte, en que Charlotte contaba en sus cartas «todo lo referente al señor Verver». También se lo dijo a éste, y a él le gustaba tener la sensación, a consecuencia de lo anterior, de estar, en términos generales y de manera harto sistemá­tica, atendido en todo y, como suele decirse, «servido». Entregado, como bien podemos decir, a aquella encantadora e inteligente joven convertida en un recurso doméstico, ésta se había transformado para él prácticamen­te en una nueva persona, y estaba entregado a ella sobre todo en su propia casa, lo cual, en cierto modo, daba más profundo sentido a dicha entrega. El señor Verver sintió interés en averiguar a qué punto podía llevarle aque­lla vinculación, en averiguar si incluso podía conducirle, haciendo con ello una prueba que sería agradable verificar, a aquello que Fanny Assingham había dicho, por lo menos, en lo tocante al cambio que una muchacha como aquélla podía comportar. En la actualidad, realmente Charlotte sig­nificaba un cambio en la simplificada existencia de los dos, un cambio con­siderable a pesar de que con nadie se la podía comparar como tan útil­mente pudo compararla Fanny Assingham, por cuanto allí no estaba la señora Rance, ni Kitty, ni Dotty Lutche para ayudar a Charlotte a que cau­sara la impresión de ser, según el diagnóstico de Fanny, genuina. Charlotte era decididamente genuina gracias a otras causas; el señor Verver se sintió incluso un poco divertido al pensar en la cantidad de maquinaciones que la señora Assingham había necesitado, al parecer, para ponerlo de relieve. Era directa e inmediatamente genuina, genuina en una agradable, reduci­da e íntima escala, y en momento alguno lo era tanto como en aquéllos ––a los que acabamos de referirnos sólo de soslayo–– en que la señora Noble les causaba la impresión, cuando estaban los dos juntos, de que ella, la señora Noble, y sólo ella, era en la ausencia de la reina madre, la regenta del reino y la aya del heredero. Tratados en semejantes ocasiones como una pareja de inútiles y meramente honoríficos funcionarios de la corte, en el mejor de los casos, de pintorescos cortesanos hereditarios con la sola prerrogati­va de petites entrées, aun cuando totalmente ajenos al Estado, que comenza­ba y terminaba en las habitaciones del niño, no les quedaba más remedio que retirarse en sociabilidad rápidamente creciente a lo que les quedaba del palacio para digerir allí su dorada insignificancia y cultivar, con res­pecto a la verdadera Gobernadora, ironías cual nacidas entre pizca y pizca de rapé, propias de chambelanes rococó rodeados de figuras de perrillos falderos de porcelana.

Todas las noches, después de la cena, Charlotte Stant, sentada al piano tocaba para él sus piezas favoritas ––que eran muchas–– con una facilidad infalible, o sólo vacilaba un poco, a causa de un leve tarareo de la insegura voz del señor Verver, para volver enseguida a reafirmarse. Charlotte sabía tocarlo todo, siempre de manera extravagante, como ella afirmaba con insistencia, pero siempre, según el vago criterio del señor Verver, de la misma forma que, esbelta, sinuosa y fuerte, y dotada de ejercitada pasión, hubiera podido jugar al tenis, o bailar rítmica e incesantemente valses y val­ses. El amor del señor Verver por la música se basaba, a diferencia de sus otros amores, en cierto sentido de la vaguedad, pero mientras él, sentado en el sofá relativamente envuelto en penumbra, y fumando, fumando, siempre fumando, los cigarros de su juventud, cuyo hedor a tantos hechos estaba asociado; mientras, como digo, escuchaba el piano de Charlotte, en el que siempre faltaba la partitura pero, entre las velas encendidas, el cua­dro era visible, la vaguedad se extendía a su alrededor como una alfombra sin límites, como una superficie deliciosamente suave sobre la que ejercer la presión de su interés. Era una manera de pasar el tiempo que, en cierto sentido, sustituía la conversación; pero, a pesar de todo, al final, el aire parecía rebosante de los ecos de una conversación. Se separaban en la casa silenciosa con cierta dificultad, aun cuando no de una manera claramente embarazosa, con velas cuyas llamas bailaban en los grandes espacios oscu­ros y, casi siempre, tan tarde que hasta el último solemne doméstico había ya recibido autorización para retirarse.



Un noche de finales de octubre, ya muy tarde, se formaron una o dos frases completas en el todavía móvil mar de otras voces, una o dos frases que a nuestro amigo le parecieron, incluso en aquel momento, un tanto extrañas, más altas y más redondeadas que todo sonido anterior; luego, el señor Verver se quedó en la sala, so pretexto de cerrar una ventana, des­pués de despedirse de su amiga en el vestíbulo y de contemplar cómo, envuelta en la luz de la vela, subía la escalinata. No sentía deseos de acos­tarse, sino otros muy concretos. En el vestíbulo se puso un sombrero y se echó una capa sobre los hombros. Después de encender otro cigarro, salió a la terraza por un balcón de la sala y estuvo allí paseando durante una hora, bajo las nítidas estrellas del otoño. Aquél era el lugar en que había paseado con Fanny Assingham al sol de la tarde. Volvió a sentir las sensa­ciones de aquel otro momento, las sensaciones de aquella sugerente mujer, como si, a pesar de la previa degustación que hemos insinuado, todavía no se hubieran producido. En un orden deslavazado, casi agitado, pensó en muchas cosas; la capacidad de agitarle que estos pensamientos tenían se debía en parte a su convicción de que tardaría en dormirse. En realidad, tuvo la impresión durante un rato de que no debía volver a dormir jamás, hasta que algo le ocurriera, hasta que recibiera cierta luz, hasta que se le ocurriera cierta idea, o cierta simple frase feliz que había comenzado a necesitar, pero que hasta el presente y, principalmente, desde ayer o ante­ayer, había buscado en vano a tientas. «¿Realmente podrá usted venir, si salimos temprano?». Esto era, prácticamente, todo lo que había dicho a la muchacha en el momento en que ésta cogía la vela para subir a su dormi­torio. «¿Cómo no voy a poder, si no tengo otra cosa que hacer y además me gustaría inmensamente?» fueron las palabras que por parte de Charlotte dieron fin a la pequeña escena. En realidad, nada había ocurrido que pudiera llamarse así, ni siquiera la más leve sospecha, aun cuando el señor Verver, sin saber exactamente por qué, tuvo la impresión de que algo muy parecido a la amenaza de una escena se había producido cuando la mucha­cha se detuvo a mitad de la escalera para volverse hacia él y, mirándole desde lo alto, decirle que le prometía contentarse, por todo equipaje en aquel viaje, con una esponja y un cepillo para los dientes. De todas formas, mientras el señor Verver paseaba, se cernían a su alrededor impresiones que ya le eran familiares, así como dos o tres que le resultaban nuevas; la no menos vívida entre las primeras se relacionaba con aquella sensación que tenía de ser tratado con consideración, lo que había llegado a ser para el señor Verver, como hemos advertido anteriormente, uno de los meno­res incidentes de ser suegro. Hasta el presente había considerado que la composición de aquel bálsamo sólo Americo la poseía como si el secreto fuera un privilegio hereditario. Por lo tanto, ahora el señor Verver se des­cubrió a sí mismo en el trance de preguntarse si acaso tal secreto había lle­gado a conocimiento de Charlotte, que indudablemente lo poseía, gracias a habérselo dado a conocer amablemente el joven Príncipe. Fuera cual fuera la verdad, no cabía duda de que Charlotte utilizaba en beneficio de su tan discretamente agradecido anfitrión los mismos detalles de atención y consideración, y era igualmente maestra, con el mismo grado, en el regu­lado y complejo arte de colocarle en un lugar muy alto de la escala de importancias. Ésta era, incluso según el criterio del propio señor Verver, una manera torpe de expresar la similitud del agradable efecto que cada una de aquellas dos personas producían en él, y ello le indujo a pensar duran­te unos instantes, tan sólo porque esta coincidencia en el buen hacer de uno y otra le inducía vagamente a relacionar o asociar a aquellos dos en cuanto hacía referencia a las tradiciones, la educación, el tacto o como se le quiera llamar. Casi parecía ––en el caso de tener que expresar imagina­riamente dicho vínculo entre Charlotte y el Príncipe–– que Americo hubiera «adiestrado» un poco a su joven y común amiga, o que la hubiera incitado, o quizá simplemente que ésta, en una muestra más de la general perfec­ción que Fanny tanto alababa en ella, hubiera observado provechosamen­te la placentera aplicación que el Príncipe hacía de su personal sistema durante el breve período en que tuvo la oportunidad de hacerlo antes de la partida de los viajeros. El señor Verver se preguntaba en qué consistía exactamente aquello en cuya virtud los dos se parecían en el modo de tra­tarle, se preguntaba de qué noble y difundido convencionalismo, en los casos en que la «importancia» exquisita no debía ser groseramente atri­buida ni groseramente denegada, habían extraído su específica lección, pero la dificultad radicaba naturalmente en que no había manera de saber­lo, a no ser que uno hubiera sido de veras un personaje semejante a papa, a rey, a par, a general o solamente a un elegante escritor.

Ante semejante pregunta, lo mismo que ante otras de parecida natura­leza cuando se le venían a las mientes, el señor Verver detenía sus pasos, apoyaba los brazos en el viejo pretil, y su mente se perdía en remotos pen­samientos. Al igual que en muchas otras materias, tenía más de un parecer, y esto era precisamente lo que le indujo a buscar en su inquietud una idea agazapada en el vasto frescor de la noche, al impulso de la cual las dispari­dades se sometieran a fusionarse y, extendiéndose a sus pies, le causaran la impresión de flotar. Y descubrió que aquello que volvía constantemente a su mente, de modo harto inquietante, era la reflexión más profunda que cualquier otra de que al formar un nuevo e íntimo vínculo, forzosamente tendría que abandonar a su hija, o por lo menos alejarse notoriamente de ella. El señor Verver tenía que dar forma definitiva a la idea ––lo cual era inevitable–– de que había perdido a su hija al contraer matrimonio, debía dar forma definitiva a la idea de haber cometido un delito, o en el menor de los casos una impertinencia, que exigía dar una compensación y mere­cía enmienda. Y tanto más debía hacerlo cuanto que ––éste era punto de suma importancia–– debía adoptar las apariencias de hacerlo por causa del sentimiento, en realidad de la simple convicción experimentada y expresa­da por Maggie en su hermosa generosidad, de lo mucho que él había sufri­do ––en expresión exageradamente extravagante–– por culpa de Maggie. Y si bien era cierto que ella lo expresaba con extravagante exageración, tam­poco cabía negar que era sincera, por cuanto tenía su origen ––que Maggie también expresaba con extravagante exageración–– en la constante insis­tencia de pensar, sentir y hablar con respecto a su padre como si se tratara de un hombre joven. Momentos había en los que Adam Verver vislumbra­ba, cuando oía hablar de esta manera a Maggie, expresando libremente sus sentimientos, lo que parecía el específico daño que su hija le había infligi­do y que consistía en que él tenía una infinidad de años por delante dedi­cados a gemir y gemir. Maggie había sacrificado a un padre, a un padre que era la joya suma entre los padres, que no era mayor que ella. El daño infli­gido por Maggie no habría tenido tanta importancia si el señor Verver hubiera tenido los años normales entre los padres. Que no fuera así, que el señor Verver fuera, por extraordinaria circunstancia, semejante y con­temporáneo suyo era precisamente lo que hacía que el acto de Maggie tuviera tan larga estela de consecuencias. Por fin se hizo la luz en su mente, precisamente a consecuencia de su temor a inhalar aire helado en el jardín de la lozana espiritualidad de Maggie. Como si doblara una esquina de aquel laberinto en que se hallaba, vio la situación en que estaba con suma claridad, y con tan amplia perspectiva que se le cortó la respiración en maravillada reacción. Luego recordaría el modo en que en aquel preciso momento su percepción le pareció iluminar claramente todo el paisaje a su alrededor, la amplia terraza en la que se hallaba, las otras terrazas, con sus respectivos peldaños más abajo, los jardines, el parque, el lago, los bosques circundantes, como si todo estuviera bajo un sol de medianoche. En el transcurso de estos instantes todo le saltó a la vista como si se tratara de –– una vasta extensión de descubrimiento, como un mundo que parecía en su luminosidad extraordinariamente nuevo y en el que los objetos fa­miliares hubiesen adquirido un carácter tan vívidamente individualizado que, como si se tratara de una sonora y hablada pretensión a la belle­za, al interés, a la importancia, el señor Verver ignoraba a qué, le conferían una desorbitada suma de caracteres y una desorbitada estatura. Esta aluci­nación, o lo que fuera, fue breve, aunque duró lo suficiente como para dejar al señor Verver con la respiración jadeante. Sin embargo, el jadeo de admiración se había perdido ahora en la intensidad que tan deprisa le sobrevino, ya que la maravilla de lo ocurrido, porque de maravilla se trata­ba, consistió en la extraña demora de la visión. Durante los días anteriores el señor Verver había buscado y buscado, siempre a tientas, un objeto que se encontraba a sus pies, y que en su ceguera no vio debido a que lo bus­caba estúpidamente más allá. Yel objeto que en todo momento había esta­do junto a él, ahora se encontraba ante su vista.

Tan pronto vio el objeto, todo quedó coherentemente unido. El punto en el que convergía toda aquella luz radicaba en que la totalidad de su futuro como padre consistía en hacer lo preciso para que Maggie se consi­derase de cada día menos culpable de haberle abandonado. Y no sólo no sería decentemente humano, decentemente posible, no hacer lo preciso para que Maggie gozara fácilmente de semejante alivio, sino que la idea le parecía algo más al señor Verver, ya que le parecía excitante, enaltecedora y causa de inspiración. Además armonizaba de muy bella manera con lo que gracias a esta actitud llegaría a ser factible. La idea estaba allí ante él, enfrentándose con los medios materiales que la convertirían en realidad. Cómo se realizaría esta idea para poder infundir paz en el espíritu de su hija consistía en asegurar el futuro del señor Verver ––es decir el futuro de su hija–– mediante el matrimonio, mediante un matrimonio que fuera tan excelente, hablando en términos relativos, como el de su hija lo había sido. Mientras aspiraba esta medida de alivio el señor Verver también saboreaba el significado de sus recientes agitaciones. Se daba cuenta de que Charlotte podía ayudar, pero no sabía ver a qué podía ayudar. Cuando todo se acla­ró tuvo sencillamente ante su vista el servicio que iba a prestar a su hija en relación con la disponibilidad de su joven amiga, y cuando la fresca oscuri­dad volvió a envolverle, había alcanzado ya la lucidez moral. Además, ya no era el caso de que la palabra encajara perfectamente, produciendo un clic, con el acertijo, sino que el acertijo encajaba con la palabra en toda su per­fección. Bien hubiera podido ser que el señor Verver se hallara en la misma medida necesitado de ayuda y no tuviera a su disposición el reme­dio. Desde luego, si Charlotte no le aceptaba, el señor Verver se quedaría solo sin arreglo, pero comoquiera que todo encajaba armónicamente bien valía la pena intentar aquella solución. Grande sería el éxito ––y éste fue el último latido de entusiasmo del señor Verver–– si a la mitad del ali­vio que Maggie iba a experimentar le acompañaba el efecto producido por la sensación de felicidad que él sentía de momento. Realmente no podía recordar ningún día de su vida en que hubiera tenido más felices pensamientos. Pensar en aquel proyecto, refiriéndolo sólo a sí mismo, habría sido imposible, incluso teniendo en cuenta los sentimientos últi­mamente experimentados y reconociendo todos los méritos de aquella situación. Pero se daba la gran diferencia de que pensaba en aquel pro­yecto refiriéndolo a su hija.


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