La Copa Dorada



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Capítulo XII

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Fue en Brighton, sobre todo, donde se manifestó esta diferencia. Du­rante los tres maravillosos días que el señor Verver pasó allí en compañía de Charlotte, comprendió en buena medida, aunque sin duda no com­pletamente, los méritos de su majestuoso proyecto. Además, para empezar, mientras mantenía su visita en el debido lugar, sosteniendo firmemente con sus manos, como había sostenido a menudo para inspeccionarlo, un viejo y quebradizo búcaro o un cuadro de pátina reluciente, para que estuviera en correcta relación con la luz, las otras presunciones, las que obraban a su favor, las que eran independientes de aquello que él podría aportar, y que, en consecuencia, tendrían carácter ineludiblemente vago hasta el instante en que él «hablara»; esto, decía, esta magnitud parecía multiplicarse a su parecer adquiriendo allí, en el fresco aire de Brighton y en su soleada costa, naturaleza tentadoramente palpable. En este pe­ríodo preliminar, al señor Verver le gustaba tener la impresión de que sabría «hablar» y de que hablaría. La palabra era romántica y para él tenía la virtud de oprimir el resorte que hacía surgir asociaciones con narraciones y obras teatrales en las que apuestos y ardientes jóvenes ves­tidos de uniforme, con ceñidas calzas, con capas y botas altas, la tenían en sus soliloquios siempre en los labios, y la idea, que tuvo el primer día, de que probablemente tendría que dar el gran paso antes de proceder a dar el segundo, ya le había inducido a decir a su joven amiga que debe­rían pasar allí más de una o dos noches. Tranquilo en lo referente al terreno que se extendía ante él, el señor Verver tenía el deseo de proce­der paso a paso y creía con firmeza que realmente así lo hacía. Reitera­damente se le ocurría el pensamiento de que no actuaba en la oscuridad, sino en la dorada luz de media mañana, no con precipitación, ni agita­ción, ni frenesí, peligros estos que siempre se encuentran en la senda de la pasión propiamente dicha, sino con la premeditación de un plan proyectado, un plan que quizá no comportara tanta alegría como conlle­va la pasión, pero que probablemente, en compensación a esa pérdida, estaba dotado de lo esencial e incluso de la decente dignidad de tener mayor alcance y prever un número más alto de contingencias. La «tem­porada», como suele decirse, se hallaba en su mejor momento y todos los elementos se conjugaban: el gran hotel azotado por los vientos, el salón de vida social con corrientes de aire, siempre atestado de «tipos», como Charlotte decía sin cesar, y estremecido por los ruidos de una barahúnda en la que la selvática música de las bandas de dorados instrumentos y músicos ataviados espectacularmente, bandas croatas, dálmatas y cárpatas, violentamente exóticas y nostálgicas, luchaban contra el perpetuo sonido del descorche de las botellas. Casi todo ello hubiera desconcertado a nues­tros amigos, si no hubiera sido porque predominó la reacción de una ale­gre sorpresa. La noble intimidad de Fawns les había dejado ––por lo menos en el caso del señor Verver–– con una acumulada suma de tolerancia con la que absorber las estridencias y los vivos colores de las esferas públicas. El señor Verver, igual que Maggie y Fanny Assingham, había declarado que Fawns se hallaba fuera del mundo, puesto que ahora tenía a su alre­dedor, en el que incluso el mismísimo mar era un simple medio sonoro de excursiones y de formación de acuarios, le causaba una impresión tan rotunda en el centro de su consciente percepción que nada podía imagi­narse más completo en lo tocante a representar el pulso de aquella vida de la que, en el hogar del señor Verver, y después de meditarlo largamente, habían llegado todos a la conclusión de que no debían olvidarla. Este pulso a la vida era lo que Charlotte, a su peculiar manera, había produci­do últimamente en el hogar del señor Verver, y en las actuales circunstan­cias había ocasiones en las que dicho señor se consideraba en deuda con ella por su comportamiento, que tenía la virtud de ponerle en relación con lo que le rodeaba. Diciéndolo con ruda expresión, el señor Verver «se había traído» a Charlotte, pero acaso parecía que fuera ésta quien, con su mayor alegría, su más viva curiosidad e intensidad, su más rápida y más certera ironía, le llevara a él de un lado para otro y le mostrara el lugar. Al pensar en esto se daba cuenta de que en ningún momento de su vida había habido nadie que le hubiera llevado de aquí para allá, pues siempre fue él quien llevó a los otros, principalmente a Maggie. Esto pasó a formar parte rápidamente de una nueva experiencia para el señor Ver­ver, marcando para él, como dirían otras personas con buen tino, una época en su vida, en realidad un nuevo y agradable orden, un halagado estado pasivo que bien podía llegar a ser ––¿por qué no?–– una de las como­didades del futuro.

El señor Gutermann––Seuss resultó ser, en el segundo día de estancia ––ya que nuestro amigo había esperado un día––, un hombre joven, notable­mente afable, indudablemente lustroso, que vivía en una casa pequeña y limpia en un barrio alejado del centro marítimo, en el mismísimo seno de su familia, como indicios notorios revelaban. Nuestros visitantes se vieron en la necesidad de entablar amistad, debido a la cercanía, con un nume­roso grupo de señoras y señores, viejos y jóvenes, de niños, grandes y pe­queños, todos los cuales les produjeron la impresión de estar ungidos para la hospitalidad en no menor grado que su anfitrión, y que, a primera vista, parecían hallarse reunidos para celebrar una fiesta de cumpleaños, un ani­versario gregaria o religiosamente observado, aun cuando después cada cual quedó clasificado como miembro de un tranquilo círculo doméstico cuya personalidad quedaba preponderante y directamente determinada por su parentesco con el señor Guttermann––Seuss. Para la mirada de un observador indiferente, éste era simplemente un avispado y resplande­ciente joven de menos de treinta veranos, impecablemente ataviado en todos los detalles, que entre su prole ––once miembros en total, como confesó el señor Guttermann––Seuss sin pestañear, once caritas morenas con ojos de impersonal mirada flanqueando impersonales narices–– agasajaba al gran coleccionista norteamericano a quien durante tanto tiempo había albergado la esperanza de llegar quizá a conocer y cuya encantadora acom­pañante, la bella, franca, familiar joven señora, con toda probabilidad la señora Verver, se fijaba en el hijo mayor que acababa de obtener su diplo­ma de estudios, se fijaba en las obesas tías con pendientes, se fijaba en los relucientes tíos de aire familiar y anglosajón, de inimitable acento y apos­tura, con una actitud no tan refinada como la del actual jefe de la firma se fijaba en el lugar y en el tesoro exhibido, se fijaba en todo como si ello fuera una costumbre propia de una persona que sabía explicar en todo momento, gracias a una sabiduría bien adquirida en el curso de la vida, casi todo aquello que producía una impresión «rara». En aquel mismo instan­te el señor Verver comprendió con toda claridad que aquella libertad de observación de su joven amiga, con la que recogía todo lo que a menudo resultaba divertido con extraordinaria rapidez, imprimiría a partir de aquel momento un cambio para el propio señor Verver, a las experiencias propias de las búsquedas de posibles valiosas piezas de coleccionista, al inquisitivo juego de su aceptada monomanía, cambio que probablemente transformaría la anterior en una más ligera y, en consecuencia, quizá más alborozadamente alegre, forma de deporte. De todas maneras, el señor Verver percibió estos prometedores indicios con suma viveza, cuando el señor Gutermann––Seuss, con una agudeza de percepción que al principio no parecía tener, invitó a la eminente pareja a pasar a otra estancia, ante cuya puerta el resto de la familia vaciló unánimemente y dejó de formar parte de la escena. El tesoro propiamente dicho estaba allí, allí estaban los objetos en cuyos méritos el señor Verver habíase sentido interesado; tales objetos reivindicaron rápidamente el derecho a suscitar la atención de tal caballero, sin embargo, ¿hasta qué punto de su pasado recordaba nuestro amigo, remontándose más y más, a cualquier lugar, pensando mucho menos en mercancías exhibidas ingeniosamente que en otras poco rele­vantes presencias? Los lugares como aquél no eran sorprendentes para el señor Verver cuando revestían las formas de burguesas salas interiores un tanto siniestras en sus tonos grises y tristes, a la luz del Norte, o de los hoga­res de falsarios en balnearios, o incluso cuando revestían formas menos, o quizá más, insidiosas. El señor Verver había estado en todas partes, había merodeado y había hurgado en los más diversos lugares; en algunas oca­siones había llegado incluso a arriesgar, creía él, la vida, la salud y la mis­mísima flor del honor, pero ¿en qué lugar, mientras eran extraídos objetos preciosos uno a uno de a menudo vulgares cajones cerrados con tres llaves o de suaves bolsas de viaje de seda oriental, y dispuestos espectacularmen­te ante él, había desperdigado conscientemente la atención como hacen las mentes vagas?

No, el señor Verver no dio muestras de lo que le estaba ocurriendo, y esto lo sabía muy bien. Pero inmediatamente advirtió dos cosas, y una de ellas quedó mermada en su dulzura debido a la confusión. Realmente el señor Guttermann-Seuss, en aquel momento culminante, en el momento de mostrar sus cartas, se comportaba de una manera rara. Era un perfecto maestro en el arte de saber lo que no debía decir a un personaje como el señor Verver, aun cuando la particular importancia de prescindir de las palabras ociosas invistiera sus movimientos, su repetido acto de pasar por entre un impersonal meublé de caoba y una mesa tan virtuosamente dis­creta que incluso parecía notable por el recatado aire que tenía bajo el mantel de algodón de marchito castaño y añil, que sugería recuerdos de patriarcales tés. Los azulejos damascenos, despojados sucesivamente de su envoltorio y mostrados tan tiernamente, se hallaban allí en su pletórica armonía y venerable esplendor, pero el tributo de apreciación y de deci­sión había quedado reducido hasta tal punto que poco faltaba para que se pudiera calificar de negligencia, tratándose de un hombre que siempre había tenido en cuenta, sin avergonzarse de ello, el intrínseco encanto de lo que se ha dado en llamar comentario y discusión acerca del objeto. El infinitamente antiguo, el inmemorial vidriado azul amatista, sobre el que echar el aliento parecía tan impropio como hacerlo en la mejilla real, esa propiedad del ordenado y armónico despliegue llevaba inevitablemente todo el poder de determinación para el señor Verver, pero la sumisión de éste fue, quizá por primera vez en su vida, adoptada solamente por la rapidez mental, proceso que de todos modos, y a su manera, fue tan armo­nioso como la perfección recibida y admirada, pero el resto de su ser esta­ba entregado al conocimiento previo del que dentro de una hora o dos «hablaría». En consecuencia, la quema de sus naves esperaba tan cerca de él que no le permitía dar el debido tratamiento a aquella oportunidad con sus dedos habitualmente firmes y sensibles, quedándose prendado con la predominante personalidad de Charlotte, ante el hecho de que estuviera allí exactamente como estaba, capaz, al igual que también lo era el señor Gutermann––Seuss, de la justa felicidad del silencio, aun cuando con envolvente facilidad, que daba a las aplazadas críticas la fragancia pro­pia del goce prometido a un hombre por su amante o el del ramo de novia pacientemente sostenido a espaldas de la desposada. Sin duda algu­na, ésta era la única manera en que el señor Verver podía explicar el que se hubiera sorprendido a sí mismo en el acto de pensar gozosamente en tantas cosas diferentes a la felicidad de su compra y a la elevada cifra con­signada en el cheque, y sólo así podía explicar que, después, al regresar a la estancia en la que habían sido anteriormente recibidos, y al recibir de nuevo el agasajo de la tribu, se sintiera totalmente inmerso en el gozoso ambiente formado por la libre reacción de la muchacha ante las colecti­vas caricias de todos los brillantes ojos y por su afable aceptación de un pedazo de amazacotado pastel y una copa de vino de Oporto que, como luego la propia Charlotte observó, añadió a la transacción el toque final de místico rito de antiguo judaísmo.

Este comentario lo hizo Charlotte cuando los dos se alejaban, cami­nando junto al atardecer, de vuelta a las orillas del mar acariciado por la brisa, de regreso al bullicio, al rumor y a la agitación, a los esplendentes escaparates que ponían la sonrisa de la oferta en la máscara de la noche. Caminando de esta manera, según la impresión del señor Verver, se acer­caban más al lugar en que éste debía quemar sus naves, y entretanto él tenía la certeza de que el rojo resplandor en aquella armoniosa hora daría colorida grandeza a su buena fe. También constituía un síntoma de la clase de sensibilidad que, en ocasiones, se manifestaba en él ––aunque tal verdad parezca fabulosa–– el que viera un vínculo sentimental, una obliga­ción de delicadeza, o incluso quizá uno de los castigos de lo opuesto, en haber sometido a Charlotte a la luz del Norte, a la correcta, perfecta y dura luz del ámbito de los negocios, de aquella habitación en la que habí­an estado los dos solos en compañía del tesoro y del propietario del teso­ro. Charlotte había prestado atención a la cuantía de la suma que el señor Verver era capaz de mirar cara a cara. Habida cuenta de la relación de intimidad que ya tenía con éste, el hecho de que aceptara sin interven­ción alguna el estremecimiento que en el aire produjo la alta cifra pagada hirió al señor Verver, desde el mismo instante en que Charlotte protestó tan poco como tan pocas disculpas pidió el señor Verver, de que estaba obligado a hacer una cosa más. Un hombre de decentes sentimientos no se desprende de su dinero, en semejante cantidad y de semejante mane­ra, en presencia de una muchacha pobre, de una muchacha cuya pobre­za era, en cierta manera, la base gracias a la cual gozaba de la hospitalidad del señor Verver, sin ver en ello lógicamente una aneja responsabilidad. Y no dejó de seguir siendo así por el hecho de que veinte minutos después, cuando el señor Verver ya había aplicado la antorcha encendida, y lo hizo con uno o dos signos de insistencia, los resultados inmediatos no fueron de claro significado. Estando los dos sentados en un banco apartado, el señor Verver había hablado, había reparado en el curso de sus paseos con Charlotte, que lo había tenido muy presente en su memoria, durante el cuarto de hora que precedió a estos momentos. Sí, aquél era el lugar al que, entre intensas detenciones a más intensos avances, había llevado a Charlotte en constante rumbo. Bajo la solidez del gran acantilado sobre el que se encaramaba arquitectónicamente la ciudad de estuco, con el rumor de la playa y la marea alta y las frías estrellas allá arriba y al frente, dominaba la sensación de serena seguridad de la población, manifestada en los faroles, en los bancos, en las sillas, en los senderos con losas, sen­sación que también envolvía en lo alto el apretado barrio de una densa comunidad social que, en aquellos momentos, se disponía una vez más a poner los platos en la mesa.

A mi parecer, hemos gozado juntos de unos días tan dichosos que alber­go la esperanza de que no la sorprenderá en exceso que le pregunte si puede usted pensar en mí satisfactoriamente como marido.

Como si el señor Verver hubiera sabido que Charlotte no le contestaría apresuradamente, ya que no podía hacerlo sin perder el grácil carácter de su compostura, o no quería hacerlo, añadió unas cuantas palabras más, igual que si hubiera considerado que éste sería su deber al pensar en aque­lla escena por anticipado. Ya había formulado la pregunta que no le per­mitía en manera alguna echarse atrás, y lo que a continuación dijo vino a ser como si de nuevo avivara el fuego para asegurar la llama.

––Lo que acabo de decir no es para mí la expresión de repentinos senti­mientos; en ciertos momentos me he preguntado si usted no lo veía venir. He avanzado en esta dirección desde que salimos de Fawns, y aquí he lle­gado a este punto.

Hablaba despacio, dando a Charlotte tiempo para pensar como él que­ría. Y con más razón todavía había hablado despacio debido a que Char­lotte le miraba fijamente, lo cual producía el efecto, agradándole sobre­manera, de favorecer aún más el aspecto de Charlotte, consecuencia importante y, por el momento, dichosa. Charlotte no causaba la más leve impresión de estar sorprendida, sino que el señor Verver, al observarla, la advirtió embargada por una hermosa humildad, de modo que estaba dis­puesto a darle cuanto tiempo quisiera.

Dijo:

––No debe usted creer que olvido que no soy joven.



––No, no es eso. La vieja soy yo. Usted es joven.

Ésta fue la primera respuesta de Charlotte, dada en el tono propio de haber esperado el tiempo preciso antes de contestar. Realmente, sus pala­bras no fueron exacto reflejo de la realidad, pero sí fueron amables, y esto era lo que el señor Verver deseaba principalmente. En las palabras siguien­tes, Charlotte se mantuvo fiel a la amabilidad sin alterar su voz clara y baja, ni su rostro de franca expresión:

––A mi parecer, estos días han sido verdaderamente dichosos. Difícil­mente podría estar agradecida a estos días si, por haber sido como han sido, no nos hubieran llevado, más o menos, a la presente situación.

En cierta manera, el señor Verver tuvo la impresión de que Charlotte mediante estas palabras había avanzado un paso hacia su encuentro, pero que al mismo tiempo no se había movido. Sin embargo, por lo menos sig­nificaban, sin la menor duda, que Charlotte pensaba grave y razonable­mente, y esto era lo que el señor Verver deseaba que hiciera. Si pensaba lo suficiente, sin duda llegaría a pensar de la manera que a él le convenía. Charlotte prosiguió:

––A mi juicio, es usted quien debe estar seguro de lo que dice.

––Estoy perfectamente seguro. En asuntos importantes, jamás hablo cuando no lo estoy. En consecuencia, si usted es capaz de enfrentarse con la unión de que le he hablado, no debe preocuparse en absoluto.

Una vez más, Charlotte guardó silencio, de manera que causaba la im­presión de enfrentarse con aquella perspectiva, mientras a la luz de los faroles y del ocaso, y con la caricia del suave y leve húmedo viento del Sureste, fijaba la mirada sin disimulo en los ojos del señor Verver. Sin embargo, al cabo de otro minuto sólo había meditado hasta el punto de poder decir:

––No voy a pretender hacer creer que yo piense que el casarme no sea una cosa buena, buena para mí, quiero decir.

Hizo una pausa y prosiguió:

––Sí, debido a que estoy terriblemente sola, sin familia. Me gustaría no andar tanto a la deriva. Me gustaría tener uh hogar. Me gustaría tener una vida propia. Me gustaría tener motivos para hacer una cosa en vez de hacer otra, sentirme obligada por algo que no fuera yo misma.

Con tal sinceridad que incluso parecía revelar dolor pero, al mismo tiempo, con tal lucidez que casi representaba sentido del humor, añadió:

––En realidad, y creo que usted lo sabe, quiero casarme... Bueno, es la condición...

En tono vago, el señor Verver preguntó:

––¿La condición?

––Quiero decir el estado. No me gusta mi estado. Ser una «señorita» es terrible, salvo para una dependienta de comercio. No quiero llegar a ser una horrible solterona inglesa.

––Comprendo, quiere que alguien cuide de usted. Pues bien, yo me encargaré de ello.

Sonriendo, Charlotte repuso:

––Pues sí, me atrevo a decir que se trata de eso. Ocurre que no veo por qué razón, a fin de conseguir esto a que me estoy refiriendo, es decir, escapar sencillamente de mi estado, necesito recurrir a algo tan impor­tante.

––¿Algo tan importante como casarse conmigo, quiere decir?

La sonrisa de Charlotte expresaba auténtica franqueza cuando dijo:

––Con menos podría conseguir lo que deseo.

––¿Piensa que soy demasiado para usted?

––Sí, creo que es muchísimo.

Inmediatamente después, el señor Verver tuvo la impresión de que Charlotte se estuviera portando con él con suma dulzura, lo que le indujo a pensar que ya había avanzado un gran trecho en su camino. Pero, luego, de repente, le pareció que allí había algo que no armonizaba, una defi­ciencia quizá, algo que él no podía concretar, por lo que quedó desorien­tado sin saber cuál era la posición de los dos. En ese momento, en su con­ciencia apareció el hecho indiscutible de la disparidad entre uno y otro. Sí, él hubiera podido ser su padre. Entonces dijo:

––Desde luego, esto me perjudica. No soy la persona naturalmente idó­nea para emparejar con usted, no soy el ser ideal de su juventud y su belle­za. Tengo ese inconveniente, además, de que usted siempre me ha visto, cosa natural, bajo otro punto de vista.

Pero Charlotte movió tan lentamente la cabeza que su contradicción fue suave, casi triste, en realidad por tener que ser tan completa; el señor Ver­ver, antes de que Charlotte hablara, ya tuvo vaga conciencia de una obje­ción, en comparación con la cual la que él había formulado resultaba leve, por lo que la de ella tenía que ser extrañamente profunda. Ésta dijo:

––No me comprende. El problema está en todo lo que usted tiene que hacer. En eso pensaba.

Bueno, en ese caso, no había problema. El señor Verver dijo:

––Pues no siga pensando en eso. Sé perfectamente qué es lo que debo hacer.

Pero ella volvió a negar con un movimiento de cabeza:

––Dudo que lo sepa. Dudo incluso que pueda llegar a saberlo.

––¿Y por qué no? ¿Por qué no, cuando la he conocido toda mi vida? El hecho de que sea viejo comporta por lo menos esta ventaja, la ventaja de conocerla de toda la vida.

Charlotte Stant preguntó:

––¿Cree que me ha «conocido»?

El señor Verver vaciló; el tono de la voz de Charlotte y la expresión de su rostro le habían inducido a dudar. Sin embargo, esto con todo lo demás, jun­tamente con su firme propósito, con el hecho consumado, con el hermoso resplandor rosado proyectado hacia adelante, en sus barcos, detrás de él, definitivamente ardiendo y resquebrajándose, esto le impulsaría con más fuerza que cualquier advertencia de Charlotte pudiera hacer para contenerle. Además, todo lo que ella era quedaba plenamente iluminado en beneficio del señor Verver por un rosado resplandor. No era un temerario, pero, por ser hombre de bien templado ánimo, no se asustaba fácilmente. Dijo:

––Si acepto lo que usted acaba de decir, ¿acaso no es ello la más podero­sa razón que pueda tener para desear saber cómo es usted?

Charlotte, que le había estado mirando en todo momento, como si con ello quisiera manifestar su sinceridad, aunque al mismo tiempo y de extra­ña manera le pidiera también clemencia, ahora dijo:

––¿Cómo podrá decir que desea saber, cuando antes decía que ya lo sabía?

La frase fue ambigua, y la propia Charlotte vino a reconocerlo al añadir:

––Quiero decir que cuando se trata de saber, a veces se llega a saber cuan­do ya es demasiado tarde.

El señor Verver contestó con notable rapidez:

––Creo que el hecho de que usted diga estas cosas es causa de que me guste todavía más.

Después de una pausa, añadió:

––Del hecho de que usted me guste debiera usted misma sacar conse­cuencias provechosas.

––Ya lo hago. Las saco todas. Pero ¿está usted seguro de haber utilizado todos los restantes medios?

Realmente estas palabras dejaron al señor Verver con la mirada un tanto desorbitada:

––¿A qué otros medios se refiere?

––Usted tiene muchos más medios para ser amable que cualquier perso­na que yo haya conocido en mi vida.

––En ese caso, estime que pongo todos mis medios a su disposición.

Charlotte le miró largamente, como si con ello quisiera hacer lo preciso para que el señor Verver no pudiera decir que no le había dado tiempo o que Charlotte había retirado de su vista una sola pulgada de su apariencia. Ésta, por lo menos, estaba plenamente visible. La figura de Charlotte pare­cía representar un ser extrañamente consciente, lo cual afectaba al señor Verver, aunque en un sentido que dificilmente podía determinar, pero del que sí sabía que suscitaba en él, en líneas generales, el sentimiento de la admiración. El señor Verver dijo:

––Está usted dotada de una honradez absolutamente impecable.

––Ésta es la manera en que quiero comportarme.

Después de decir estas palabras, Charlotte añadió:

––No comprendo por qué encuentra usted a faltar algo. No comprendo por qué no es usted feliz tal como está.

Después de una pausa, prosiguió:

––No puedo preguntarme a mí misma, ni puedo preguntarle a usted, si realmente goza de tanta libertad como su universal generosidad induce a creer. ¿No deberíamos pensar un poco en los demás? ¿No deberíamos, por un deber de lealtad, o al menos de delicadeza, pensar en Maggie?

Después de estas palabras, con tensa dulzura, como si no quisiera causar la impresión de que estaba dándole lecciones de deber, explicó:

––Maggie lo es todo para usted, siempre lo ha sido. ¿Está seguro de que en su vida hay sitio para otra...?

––¿Para otra hija? ¿Es eso lo que quería decir?

Charlotte, al dejar inacabada la frase, por poco tiempo dejó la conversa­ción interrumpida, ya que el señor Verver se apresuró a hacer la pregunta antes consignada. De todas maneras, no desconcertó a Charlotte Stant, quien replicó:

––Para otra mujer joven, de una edad muy parecida a la de Maggie, con quien ha tenido siempre una relación muy diferente a aquella que con ella tendría si usted y yo nos casáramos. Para otra compañera.

Casi con fiereza, el señor Verver preguntó:

––¿Es que un hombre no puede ser, en toda su vida, otra cosa que padre?

Pero sin darle tiempo para contestar prosiguió:

––Habla usted de cambios, pero esos cambios ya se han dado, y eso nadie lo sabe mejor que Maggie. Tiene plena conciencia del cambio que produ­jo con su matrimonio. Del cambio que ello comportó, en lo que a mí res­pecta, quiero decir. Piensa constantemente en ello. Este pensamiento no le permite vivir en paz ni un momento.

Después de una pausa, el señor Verver explicó:

––En consecuencia, lo que intento es poner en paz el espíritu de Maggie con usted. Solo no puedo hacerlo, pero con la ayuda de usted, sí. Usted puede conseguir que Maggie vuelva a ser feliz, en cuanto a mí se refiere.

Pensativa, Charlotte dijo:

––¿En cuanto a usted se refiere? Pero ¿qué puedo hacer yo, en cuanto a Maggie concierne?

––Bueno, si Maggie está tranquila respecto a mí, todo lo demás se dará por añadidura. El caso está en sus manos, Charlotte. Usted puede quitar de su cabeza la idea de que me ha abandonado.

Ciertamente se podría calificar de interés aquello con lo que el señor Verver había conseguido iluminar la cara de Charlotte, que resaltaba toda­vía más la honradez de la joven, pues tal interés se centraba ahora en ente­rarse de los distintos pasos por los que el señor Verver había llegado a con­vencerse. Charlotte preguntó:

––Si usted se ha sentido atraído por una persona como yo, ¿no revela eso que realmente se sentía abandonado?

––Bueno, estoy dispuesto a reconocerlo si al mismo tiempo se acepta que me siento consolado.

Charlotte preguntó:

––Pero ¿realmente se ha sentido así?

Él vaciló:

––¿Consolado?

––No, abandonado.

––No, no me he sentido abandonado. Pero eso es lo que Maggie piensa.

Con estas palabras vino a decir que bastaba con que Maggie tuviera ese pensamiento. Sin embargo, esta explicación de sus motivos le pareció en el mismo instante quizá un tanto débil, por lo que decidió matizarla un poco:

––Y caso de que esto sea lo que yo pienso, resulta que me gusta el resul­tado final de mi pensamiento.

––Es muy hermoso, es maravilloso, pero ¿no cabe la posibilidad de que no sea razón suficiente para contraer matrimonio conmigo?

––¿Y por qué no ha de ser suficiente, hija mía? ¿Acaso el pensamiento de un hombre no es lo que normalmente decide su matrimonio?

Al meditar estas palabras, Charlotte causó la impresión de que quizá la cuestión planteada era de excesiva magnitud o, por lo menos, una amplia­ción del asunto del que estaban tratando. Dijo:

––¿No depende mucho de la clase de matrimonio de que se trate?

Charlotte había dicho estas palabras para indicar que los pensamientos y las ideas acerca del matrimonio pueden variar, después de lo cual, sin embargo, y sin apenas hacer una pausa, abordó otra cuestión:

––¿No cree que me ha hablado de una manera que parece que yo tenga que considerar su oferta pensando en Maggie? De todas las maneras, no creo que ella se tranquilice al aceptar yo su propuesta, ni tampoco creo que necesite tranquilizarse.

––¿Cree usted que no significa nada el que Maggie se mostrara tan dis­puesta a dejarnos solos?

¡No, no, al contrario, para Charlotte aquello tenía un gran significado!

––Maggie se mostró dispuesta porque tenía que estarlo. Desde el instante en que el Príncipe manifestó sus deseos de irse, lo único que Maggie podía hacer era acompañarle.

––Perfectamente, de modo y manera que, si usted acepta, Maggie podrá «acompañar al Príncipe» en el futuro siempre que quiera.

Charlotte meditó unos instantes como si analizara en interés de Maggie el privilegio anunciado por el señor Verver, y el análisis dio lugar a una modesta concesión:

––¡Desde luego, ha trazado usted bien sus planes!

––Naturalmente, esto es exactamente lo que he hecho. Durante mucho tiempo, nada ha habido en la vida de Maggie que la haya hecho tan feliz como el que usted se quedara aquí conmigo.

––Debía quedarme con usted para que Maggie se fuera tranquila.

Adam Verver comentó con voz recia:

––Efectivamente, gracias a eso se ha ido tranquila. Y si lo pone en duda, lo único que tiene que hacer es preguntárselo.

Sorprendida, la muchacha dijo:

––¿Preguntárselo? ¿A Maggie?

––Exactamente. Y añada que se lo pregunta porque no cree lo que yo le digo.

Charlotte se resistió:

––¿Quiere decir que le escriba una carta preguntándoselo? ––Ni más ni menos. Inmediatamente. Mañana mismo. Charlotte Stant dijo:

––No creo que pueda escribirle en ese sentido.

Divertida por la diferencia de matiz que expresaba con sus palabras, añadió:

––Cuando le escribo, le hablo del apetito del Principino y de las visitas del doctor Brady.

––Bueno, pues en ese caso pregúnteselo cara a cara. Iremos a París y allí nos reuniremos con ellos.

Al oír estas palabras, Charlotte se levantó con un movimiento que fue como un grito. Pero el sentido que expresó sin palabras quedó anulado mientras la muchacha estaba en pie con la vista fija en el señor Verver, que todavía seguía sentado, como si quisiera que esta posición le ayudara un poco a impulsar su petición hacia lo alto. Sin embargo, en estos instantes una nueva impresión dominaba el ánimo de Charlotte, quien cubrió ama­blemente al señor Verver con sus palabras:

––Realmente creo que le gusto.

Adam Verver repuso:

––Muchas gracias. ¿Formulará personalmente a Maggie la pregunta que le he dicho?

Charlotte volvió a vacilar:

––¿Quiere usted decir yendo los dos a París para reunirnos con ellos? ––Sí, tan pronto como podamos regresar a Fawns. Y les esperaremos el tiempo que sea necesario hasta que se reúnan con nosotros.

––¿Les esperaremos en Fawns?

––En París. Será una estancia muy agradable.

––Me lleva usted a lugares muy agradables y me hace proposiciones mara­villosas.

––Es usted quien da carácter agradable a los lugares. ¡Incluso Brighton!

Casi con ternura, Charlotte protestó:

––Y en estos momentos, ¿qué es lo que transformo en agradable?

––Me ha prometido lo que yo deseaba que me prometiera.

Poniéndose en pie, insistió:

––¿Acaso no me ha prometido comportarse de acuerdo con lo que Maggie le diga?

Pero Charlotte quería saber más:

––¿Quiere decir que Maggie me pedirá lo mismo que usted?

Estas palabras le dieron, como si se tratara de una transmisión de pen­samiento, la impresión de que lo correcto era estar seguro. Pero ¿real­mente estaba seguro? El señor Verver dijo:

––Maggie hablará con usted y hablará por mí.

Estas palabras, por fin, parecieron dejarla satisfecha:

––Muy bien. ¿Está de acuerdo en que no volvamos a tratar de este asunto hasta que Maggie haya hablado conmigo?

El señor Verver, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y los hombros expresivamente alzados, daba muestras de cierto desencanto. Sin embargo, poco tardó en recuperar totalmente su amabilidad, y su pacien­cia fue ejemplar. Sonriendo, dijo:

––Desde luego, le daré tiempo. Especialmente si tenemos en cuenta que será tiempo que usted pasará en mi compañía. Seguir juntos quizá le per­mita ver con claridad. Quiero decir, ver lo mucho que la necesito.

––Por el momento, ya veo claramente que usted se ha convencido de ello.

Dichas estas palabras, Charlotte tuvo que insistir en algo que ya había dicho anteriormente:

––Pero, por desdicha, no todo estriba en eso.

––En este caso, ¿cómo conseguirá usted que Maggie quede satisfecha?

Como si la palabra tuviera muy largo alcance, Charlotte repitió:

––¿Satisfecha?

Y en tono aún crítico, exclamó en un murmullo:

––¡Oh...!

Y los dos emprendieron el camino de regreso.



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