La Copa Dorada



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Libro segundo
La Princesa


Cuarta parte

Capítulo XXV

_______________________________________________________________________
Pasaron muchos días antes de que la Princesa comenzara a aceptar la idea de haber hecho algo que no siempre hacía; en realidad, de haber pres­tado oídos a una voz interior que le hablaba en un nuevo tono. Sin embar­go, estas insistentes demoras de la reflexión eran fruto de reconocimientos y sensaciones ya existentes, sobre todo de la que ella había alterado, en un momento determinado, y con un solo toque de la mano; aquella situación que durante tanto tiempo le había parecido prácticamente invariable. Esta situación había ocupado, durante meses y meses, el mismísimo centro del jardín de su vida, pero se había levantado allí como una alta y extraña torre de marfil, o quizá como una maravillosamente bella, aunque exótica, pago­da, como una estructura recubierta de dura y reluciente porcelana, pinta­da y adornada, con salientes aleros y campanillas de plata que tintineaban cuando las agitaban ocasionales brisas. Había paseado alrededor de aque­lla estructura. Esto era lo que a la Princesa le parecía. Había desarrollado su existencia en el espacio que le habían dejado a su disposición para cir­cular, un espacio que a veces le parecía anchuroso y otras, estrecho. Al­zando la vista constantemente a la bella estructura tan alta y tan amplia, no conseguía averiguar, por el momento, por qué punto podría entrar en ella caso de desearlo. Pero se daba la extraña circunstancia de que la Princesa no lo había deseado hasta entonces; además, aun cuando su vista parecía distinguir lugares interiores, especialmente en la parte alta de la torre, que forzosamente debían tener la función de aberturas y miradores, no veía puerta alguna que diera acceso a la torre desde el cómodo nivel de su jar­dín. La gran superficie adornada había sido siempre e invariablemente im­penetrable e inexcrutable. Sin embargo, actualmente en sus meditaciones Maggie tenía la impresión de que había dejado de limitarse a dar vuelta alrededor de la torre y a fijarse en sus alturas, que había dejado de mirar y maravillarse de una forma muy vaga e inevitable. Se había sorprendido a sí misma en el acto de detenerse, luego en el de quedarse largo rato deteni­da y, por fin, en el de acercarse llegando a un punto de cercanía sin precedentes. Aquella estructura bien hubiera podido ser, por la prohibición que se imponía de acercarse a ella, una mezquita con la que ningún infiel podía tomarse libertades, y el edificio estaba rodeado de un aire tal que sugería a la mente la imagen de descalzarse antes de entrar, incluso de pagar con la propia vida el delito de ser hallado en su interior en calidad de intruso. Desde luego, Maggie no había llegado al concepto de pagar con la propia vida un acto suyo, cualquiera que fuese. Sin embargo, se había comportado de manera que era exactamente igual que si hubiese sometido a prueba uno de los raros paneles de porcelana, golpeándolo una o dos veces. Sí, lo cierto es que Maggie había golpeado con la mano aquella estructura, pero ignoraba si lo había hecho para que le dieran en­trada. Había aplicado la mano a un punto fresco y suave y había esperado a ver qué ocurría. Algo había ocurrido realmente. Fue como si, después del contacto, tras una breve espera, hubiera llegado a sus oídos un sonido pro­cedente del interior, un sonido suficientemente indicativo de que había sido oída su llamada.

Sin embargo, si esta imagen puede muy bien representar que nuestra joven amiga tenía conciencia de que se había producido recientemente, hacía pocos días, un cambio en su vida, también debemos observar, al mis­mo tiempo, que Maggie buscaba y hallaba en cierta medida en la renova­da circulación, como la hemos denominado, un alivio en la sensación de la que quizá tuviera que responder de algo hecho por ella. La pagoda, en el florido jardín de Maggie, representaba el apaño ––¿y de qué otra manera podemos llamarlo?–– por el que ella había podido, de forma tan sorpren­dente, contraer matrimonio sin romper con su pasado, como ella decía. Se había entregado a su marido sin el más leve matiz de reserva, sin una sola condición y, a pesar de ello, en ningún momento se había apartado siquie­ra un centímetro de su padre. Había gozado de la gran dicha de ver cómo los dos hombres se encariñaban noblemente el uno con el otro: en su matrimonio no hubo nada que tanta felicidad le proporcionara como el hecho de haber dado un nuevo amigo al mayor y más solitario de los dos. Además, lo que mayormente había enriquecido el éxito logrado era que el matrimonio de su padre no había rendido menores beneficios que el suyo propio. El hecho de que el padre hubiera dado aquel gran paso, con la misma libertad que su hija, no había supuesto que ésta quedara relegada en absoluto. Que fuera notable el hecho de que los dos hubieran podido al mismo tiempo estar tan separados y tan juntos constituía un hecho que jamás, ni siquiera al inicio, le pareció dudoso a Maggie. En realidad, desde el principio y en todo momento, y en igual medida para cada uno de los dos, había que considerarlo como una consecuencia de su inspiración y recíproco apoyo. Muchas eran las cosas de las que Maggie y su padre no estaban enamorados, como las ráfagas de brillantez, de audacia, de origi­nalidad, cosas que, por lo menos en cuanto hacía referencia a aquel buen hombre y a su hija, no se ajustaban, ni mucho menos, a su manera de ser; pero les gustaba pensar que habían dado a su vivir esa insólita amplitud y forma liberal que muchas familias, muchas parejas y, sobre todo, muchas parejas de parejas, no habían podido alcanzar. Esta verdad había sido pues­ta claramente de manifiesto ante ellos por el luminoso testimonio de la envidia plenamente explícita de la mayoría de sus amigos, quienes habían manifestado una y otra vez que forzosamente tenían que ser, a juzgar por su manera de vivir, y a fin de poder tratarse en semejantes términos, per­sonas dotadas de la más alta bondad, quedando incluidos en el elogio, naturalmente, Charlotte y Americo. Les complacía ––¿y cómo no iba a ser así?–– advertir que de ellos emanaba tal esplendor. Esto le había gustado al padre de Maggie y a ésta, personas ambas dotadas de un carácter tan poco dado a las presunciones que apenas habrían estado seguras de su triunfo si no hubieran visto aquel agradable reflejo del mismo. De esta manera su felicidad había fructificado, de esta manera la torre de marfil, visible y admirable desde todos los puntos de vista del campo social, sin duda algu­na, se había levantado planta tras planta. La presente renuencia de Maggie a preguntarse, con la debida claridad, por qué motivo la contemplación de la torre había dejado de proporcionarle placer representaba, por lo tanto, una laguna en aquella ideal congruencia de la que dependía su bienestar moral en casi todo momento. Para ser congruente ella siempre había sabi­do recortar, más o menos, su propia actuación.

Al darse cuenta de que por primera vez se movía en las oscuras sombras de una posición falsa, Maggie concluyó que o no hubiera debido dejar de sentirse bien centrada ––es decir, confiada––, o hubiera debido reconocer que estaba equivocada, a pesar de lo cual se limitó, durante un tiempo, a dar a los problemas que consigo tenía el tratamiento de comportarse como el perro spaniel de sedosa capa que sale corriendo del estanque y se sacude el agua de las orejas. Las sacudidas de la cabeza de Maggie, reiteradas una y otra vez, eran en gran medida de esta naturaleza; pero el spaniel con la salvedad del rudo equivalente de su ladrido, no tiene el recurso de musitar para sí, como Maggie hacía, que en realidad nada le había ocurrido. No, no había caído, no había padecido accidente alguno, no se había mojado. Esto era, por lo menos, de lo que presumía hasta el momento en que comenzó a preguntarse si acaso no habría cogido frío, se hubiera mojado o no. De todas maneras, no podía recordar período alguno de su vida en que se hubiera sentido tan excitada. Desde luego, tampoco podía recordar período alguno ––lo cual era punto de especial importancia–– que le impu­siera la necesidad de ocultar la excitación. El nacimiento de esta nueva excitación se transformó en un importante pasatiempo, al parecer de Maggie, debido precisamente al ingenio que era preciso poner a contribu­ción para mantener oculto a la vista aquello que había nacido. El ejercicio de este ingenio era privado y absorbente. Si se me permite multiplicar mis metáforas, compararía a Maggie con la atemorizada pero amante madre joven de un hijo ilegítimo. La idea que la poseía sería, de acuerdo con nuestra analogía, la prueba de la malandanza; pero, al mismo tiempo, sólo otro síntoma de una relación constante, que para ella significaba más que cualquier otra cosa en el mundo. Maggie había vivido los años suficientes para averiguar por sí misma que toda pasión profundamente arraigada causa dolores al mismo tiempo que placeres, y que gracias a esas penas y ansiedades tenemos más profunda conciencia de tal pasión. Jamás había dudado de la fuerza de los sentimientos que la unían a su marido, pero el llegar bruscamente a tener conciencia de que estos sentimientos habían comenzado a vibrar con tal violencia que producían tensión bien podía sig­nificar, a fin de cuentas, que ella, al igual que millares de mujeres, gozaba plenamente del privilegio de la pasión. ¿Y por qué no iba a ser legítima­mente así, cuando, después de meditarlo, no veía razón alguna que lo impidiera? La mejor razón que podría impedirlo sería la posibilidad de una consecuencia desagradable o perjudicial para los demás, principal­mente para los que jamás la habían molestado con el egoismo de sus pasio­nes. Pero debidamente evitado este peligro, gozar plenamente de la propia pasión sólo comportaba, en la misma medida, el uso de la propia discre­ción, o el saber interpretar debidamente el papel que a una le correspon­día. De una manera al principio oscura, pero que se hizo poco a poco más y más clara, la Princesa advirtió que llevaba mucho tiempo sin ejercer debi­damente su discreción. El caso en que se encontraba ahora se parecía a lo que le ocurría con el baile, que otrora tanto le había gustado. Radicaba el problema en recordar unos pasos que sólo vagamente guardaba en la mente, pues había dejado de asistir a los bailes. Ahora volvería a asistir a ellos. Éste parecía ser el remedio, en expresión libre aunque un tanto bur­da. De los profundos receptáculos en que los había guardado, Maggie saca­ría los adornos congruentes con las grandes ocasiones, de los que de nin­gún modo tenía escasa provisión. Fácilmente podemos imaginarla en esta ocupación, en momentos de paz y soledad, en visitas subrepticias y a la vaci­lante luz de una vela, hundiendo la mano en su rica colección, viendo una vez más cómo relucían sus joyas tímida pero inconfundiblemente. En rea­lidad, ésta puede ser muy bien la fiel imagen de la parcialmente ahogada agitación de Maggie, de la distracción que halló en referir su crisis, hasta cierto punto eficazmente, para satisfacer sus necesidades en la mayor medi­da posible.

Sin embargo, debemos añadir que Maggie se hubiera encontrado en un apuro, si hubiera tenido que determinar, especialmente al principio, a qué orden pertenecía en justicia el paso que dio la tarde en que su marido regresó de Matcham con Charlotte: si pertenecía al orden de propio domi­nio o al de una expresión más amplia. Sí, fue claramente un paso por parte de Maggie el decidirse a hacer algo, allí y en aquel momento, que parecie­ra insólito a Americo, a pesar de que el quebrantamiento de las costumbres establecidas había consistido tan sólo en hacer lo preciso para que Americo no la encontrara, como sin duda esperaba, en Eaton Square. Aunque al Príncipe le pareciera raro, tuvo que regresar a su casa, y allí recibir la im­presión de que Maggie le esperaba, un tanto quisquillosa, o por lo menos impaciente y libremente. Se trataba de pequeñas variaciones y leves manio­bras que, como hemos dicho, ella efectuaba con infinita sensación de in­tencionalidad. El que esperase junto al fuego del hogar el regreso de su marido después de una ausencia, superficialmente hubiera podido parecer el acto más natural del mundo, y además el único que su marido podía esperar lógicamente. Por las circunstancias que rodearon dicho acto, éste era normal y corriente: sin embargo, en realidad tuvo en todos sus aspec­tos, ante la activa fantasía de Maggie, el carácter de representar que había hecho cuanto se había propuesto. Había puesto su pensamiento a prueba y el resultado fue que estaba dotado de filo. Ésta era la realidad ante la que se hallaba, a saber: que ya no jugaba con herramientas inútiles y sin filo, sino con herramientas cortantes. Diez veces al día aparecía ante su vista el destello de una hoja desnuda, y ante esta visión Maggie tenía que cerrar casi siempre los ojos, y casi siempre sentía el impulso de engañarse a sí misma mediante el movimiento y el sonido. Sencillamente se había limita­do, cierto miércoles, a trasladarse a Portland Place en vez de quedarse en Eaton Square; de antemano ––como ella se repetía una y otra vez–– no pare­cía que un hecho tan normal y corriente fuera a trastornar el curso de la historia. Sin embargo, esto era lo que había ocurrido. A Maggie se le quedó profundamente grabado en la mente, en el transcurso de una hora, que entre todo lo que había hecho nada contaría tanto en el futuro todavía indeterminado como el acto antes referido; ni siquiera, quizá, lo que había hecho en la vieja y dorada Roma al acceder a la petición de matrimonio hecha por Americo. Sin embargo, mediante su postura agazapada, la pos­tura propia de una tímida tigresa, no había pretendido nada temera­riamente definitivo, nada torpemente fundamental, por lo que le daba diversas denominaciones, calificando su actitud de grotesca o envidiosa, reduciendo en la medida de lo posible la portée de lo que de ella se siguió.

Maggie solamente había querido acercarse, acercarse a algo que no po­día, que no quería definir ni siquiera a solas consigo misma, y el grado del acercamiento conseguido resultaba incalculable en cuanto a avance. Ac­tualmente multiplicaba los disimulos y las distracciones, fueran cuales fue­ren los efectos que se produjeran en ella, pero no conseguía evitar volver a vivir, en cualquier instante que quisiera ––sí, ella podía determinar estos instantes a voluntad, fijarlos en el tiempo deseado––, la novedad de la rela­ción a que dio lugar el proporcionar a su marido la primera sorpresa con la que le había obsequiado. Poco había sido, pero se había debido íntegra­mente a Maggie; la escena entera estaba allí como un gran cuadro colgado en la pared de su cotidiano vivir, con el que ésta podía hacer lo que qui­siera.

El recuerdo era una sucesión de momentos que todavía podían con­templarse, casi de la misma manera que se recuerdan los diferentes hechos llevados a cabo en una obra representada en un escenario, una escena representada de tal manera que causa gran impresión a quien se halla en uno de los palcos. Algunos de estos momentos destacaban sobre los demás; éstos eran los que mayormente sentía Maggie, los que podía contar como las firmes perlas de un collar, y pertenecían de manera principal al perío­do que precedió a la cena, cena que aquella noche había sido muy tarde, pasadas las nueve, debido a la demora con que llegó Americo. Eran partes de la experiencia vivida por Maggie ––aunque esta experiencia estaba com­puesta de muchas otras–– entre las cuales su sensibilidad podía seguir efec­tuando matizadas discriminaciones. Debemos decir que, ante las escenas subsiguientes, la llama del recuerdo se convirtió en un resplandor que los igualaba a todos, como la lámpara de una capilla lateral cargada de incien­so. De todas maneras el gran momento del consciente revivir en la memo­ria era, sin la menor duda, el primero: el extraño y medido silencio que Maggie había estimado en aquellos instantes, totalmente ajeno a sus pro­pias intenciones ––¿durante cuánto tiempo?, ¿es que nunca llegaría a poder determinar cuánto duró?––, pero que no podía romper aunque lo quisiera. Maggie se encontraba en la sala más pequeña, aquella en la que siempre solía aposentarse; al regresar a su casa para quedarse en ella, había decidi­do premeditadamente vestirse para la cena. Maravillaba pensar en las mu­chas cosas que había calculado con respecto a este pequeño incidente, y éste era asunto cuya importancia sólo podía calibrarse de forma aproxi­mada. Americo llegaría tarde, muy tarde; y ésta era la única certidumbre con que podía contar. También cabía la posibilidad de que considerase me­jor quedarse allí, incluso después de saber que ella se había ido, si Americo iba en compañía de Charlotte directamente a Eaton Square. Maggie no le había dejado recado alguno, en previsión de tal posibilidad. Esto repre­sentaba otro matiz en su decisión, aun cuando su efecto quizá consistiera en retrasar todavía más la llegada de Americo. Quizá él supusiera que su esposa había cenado ya o que se quedara en Eaton Square por lo mucho que tenía que contar, con el solo fin de ser amable con el padre de Maggie. En este aspecto, Maggie había visto a Americo llegar, en su amabilidad, a puntos más extremos que el referido, y más de una vez y a este mismo fin había llegado a la oportunidad de vestirse para la cena.



Maggie había evitado ahora semejante sacrificio; durante el tiempo de que dispuso se había arreglado hasta que logró tener un aspecto increí­blemente lozano e indudablemente elegante, lo cual aumentó, mientras esperaba y esperaba, aquella tensión de su espíritu que luego manifestó esperando como al acecho. Maggie hizo cuanto pudo por sí sola y con gran intensidad para evitar que se le notara, si bien fue incapaz de seguir leyendo la pálida novela en que estaba enfrascada ––¡esto, par example, era supe­rior a sus fuerzas!––, sí pudo, por lo menos, estar sentada junto a la lámpa­ra con el libro en las manos; estar sentada y ataviada con su último vestido, que llevaba por vez primera, como en una eclosión a su alrededor, rígido y grandioso, quizá demasiado rígido y demasiado grandioso para llevarlo en circunstancias familiares y domésticas, aunque destacando en esta oca­sión, que a pesar de todo osaba esperar Maggie por sus indudables méritos intrínsecos. Consultó reiteradas veces el reloj, pero se negó a sí misma el débil lujo de pasear de arriba abajo, a pesar de que le constaba que hacer­lo allí sobre el reluciente suelo le haría sentirse todavía más bellamente ata­viada, gracias al rumor y a la «caída» de la tela. Lo malo consistía en que esto contribuiría a que se sintiera todavía más nerviosa: exactamente lo que no deseaba. Las únicas gotas de ansiedad que se derramaron fue cuan­do permitió que su pensamiento y su vista se fijaran en la parte frontal de su vestido, con complacencia y a modo de refugio o de distracción, cuan­do ella podía contemplarlo durante el tiempo suficiente para preguntarse si realmente le hubiera satisfecho a Charlotte. En lo tocante a su atuendo, Maggie siempre había sido un tanto timorata y vacilante. En el curso del año último, sobre todo, Maggie había vivido, en lo referente a ropas, influi­da por el posible e inexcrutable parecer de Charlotte. Sus vestidos eran sencillamente los más encantadores y sugestivos que mujer alguna hubiera llevado jamás. Se daba una especie de poética justicia o justo resarcimien­to en el hecho de que Charlotte pudiera ejercer libremente su talento en este terreno, gracias a la omnipotencia de que gozaba. En este asunto, Maggie se sentía constante e íntimamente «dividida»; por una parte, cons­ciente de la imposibilidad de copiar a su amiga; por otra, consciente de la imposibilidad de sondearla por su cuenta hasta las últimas profundidades. Sí, ésa era una de aquellas cosas que Maggie moriría sin saber. Sí, Maggie moriría sin saber, incluso después de haber comentado cuanto se pudiera comentar, lo que Charlotte pensaba realmente del aspecto que presentaba su hijastra, ataviada con los supuestamente ingeniosos resultados de sus personales experimentos. Charlotte siempre había sido muy amable en lo tocante a las audacias de vestimenta de su hijastra y, en beneficio de ésta, las comentaba en los mejores términos posibles; pero en el fondo del pen­samiento de Maggie siempre había llameado esporádicamente la sospecha de que las palabras eran sólo amabilidades y no juicios animados por una franqueza absoluta, sino sólo relativa. ¿No sería que Charlotte, dotada de tan perfecta visión crítica, había considerado a Maggie como caso sin reme­dio, sin remedio de acuerdo con un criterio serio y, en consecuencia, se había inventado, para aplicárselo a ella, un criterio diferente e inferior, de acuerdo con el cual pacientemente la tranquilizaba y toleraba, ya que esto era lo único que cabía hacer? ¿No sería que Charlotte, dicho sea con otras palabras, había aceptado con secreta desesperación, quizá con irritación, que Maggie era un ser ridículo? Por tanto, lo mejor que ésta podía hacer era preguntarse, de vez en cuando, si le cabía la posibilidad de sorprender a Charlotte mediante algo que estuviera menos alejado de la verdad. De este tenor era lo que Maggie se preguntaba, mientras los ausentes seguían demorándose, con referencia a las apariencias que se había propuesto revestir. Pero el único resultado que Maggie conseguía, una y otra vez, se perdía en el denso aire que había comenzado a cubrir más y más las pre­guntas sin respuestas ante las que nuestra joven amiga se hallaba. Estaban allí esas cuestiones y formaban algo parecido a un formidable montón de objetos mezclados, que aún no habían sido clasificados, todos metidos en un cuarto, cuarto ante el cual ahora había pasado una y otra vez al reco­rrer el pasillo de su vida. Siempre que podía pasaba ante aquel cuarto sin abrir la puerta. De vez en cuando daba vueltas a la llave de la puerta, la abría y arrojaba al cuarto un nuevo objeto. De esta manera iba limpiando de obstáculos su camino. Estos obstáculos aumentaban la confusa mezco­lanza, de manera que parecía que hallaran su debido lugar en el montón gracias a cierto instinto de afinidad. En resumen, aquellos objetos sabían adónde ir a parar. Ahora, gracias a un acto mental, cuando Maggie abría la puerta del cuarto, lo hacía prácticamente con cierto sentido del méto­do y de la experiencia. Lo que jamás llegaría a saber acerca del pensa­miento de Charlotte lo había arrojado al interior del cuarto en cuestión. Sí, no se encontraría solo, tendría compañía, y Maggie podía quedarse allí de pie el tiempo suficiente para ver cómo lo arrojado iba a parar al rin­cón que le correspondía. Su visión de todo ello, además, la hubiera obli­gado a quedarse con la vista fija en el caso de que su atención hubiera gozado de mayor libertad en aquella masa de objetos inútiles, congruen­tes e incongruentes, que esperaban ulteriores adiciones. En realidad, la visión de aquello le indujo a emitir un vago suspiro y a dar media vuelta sobre sí misma, actitud que quedó determinada por la definitiva y brusca extinción del escenario interior por el exterior. Una puerta muy diferen­te se había abierto, y allí estaba su marido.

Más tarde, Maggie pensó que eso había sido lo más extraño que ella podía consentir. Esencialmente había sido la causa del brusco giro que to­mó su vida. Su marido había regresado, la había seguido desde la otra casa visiblemente dubitativo; sí, esto estuvo escrito en su cara durante los pri­meros instantes. Estuvo escrito sólo durante los primeros segundos y desa­pareció rápidamente tan pronto como comenzaron a hablar. Pero mien­tras duró estuvo escrito con grandes letras, y aunque Maggie no sabía de cierto lo que esperaba de su esposo, estimó que no había esperado que se diera el más leve matiz de embarazo. La causa de dicho embarazo ––y lo denominó así para tener la seguridad de que calificaba la situación de la manera más grave posible––, la causa de aquella expresión concreta era el perceptible deseo del Príncipe de saber cómo encontraría a la Princesa. Y ¿por qué ocurrió al principio? Esta pregunta acudió después reiteradas veces a su mente. La pregunta pendía en el aire como si fuera la clave de todo. Pero, en el momento de los hechos y con la intuición de esta pre­gunta en la mente, Maggie tuvo la avasalladora impresión de que era un ser importante, de que debía atacar inmediatamente a su marido, y que esto entrañaba una clase de violencia rñuy superior a cuanto había previs­to de antemano. En realidad, en aquel momento no estaba ausente de la mente de Maggie la posibilidad de que su marido se portara como un abyecto tonto, por lo menos durante unos instantes. Durante diez segun­dos tuvo miedo de que la situación tomara este cariz, hasta tal punto la incertidumbre en el rostro del Príncipe había pasado inmediatamente a ser incertidumbre en el ambiente. Unas pocas palabras en tono de im­paciencia, pronunciadas en voz apenas un poco más alta de lo normal, un estallido como: «¿Se puede saber qué pretendes, qué pretendes?», cual­quier nota de este tenor hubiera bastado para que Maggie agachara la cabeza, y era tanto más notable cuanto que jamás había pretendido enga­ñarla, bien lo sabía Dios. Por parte de Maggie, era tan rara aquella peque­ña alteración de la costumbre o aquella infracción de las presuposiciones del Príncipe, que la menor duda, antes de que pudiera disiparse el más leve asomo de la misma, ya había producido el efecto propio de una complica­ción. Para el Príncipe significaba una diferencia que Maggie no podía medir el que ella le hubiera recibido en casa a solas, en vez de recibirle en otra parte y con otra gente. En el fondo, a la mente de Maggie acudía una y otra vez el pensamiento de que la inexpresividad de que el Príncipe dio muestras, antes de que pudiera ver, forzosamente tenía un significado a poco que Maggie se fijara, y quizá un valor histórico que rebasaba la impor­tancia de las expresiones momentáneas generales. Como es natural, en ese momento ella no tenía a su alcance la noción de qué era lo que el Príncipe deseaba ver. De noción a su alcance, por no hablar ya de corazón palpi­tante, bastaba con que el Príncipe viera, con que viera a su esposa en el salón de su propia casa a la hora en que era más pertinente que estuvie­se allí.

Era cierto que el Príncipe no la había interpelado en tono de reto. Maggie creía ahora que su esposo había tenido la impresión de que algo insólitamente preparado y marcado había en su actitud y atuendo durante los instantes en que avanzó sonriendo hacia ella, y de esta manera, sin la más leve vacilación, la tomó en sus brazos. Las dudas sólo existieron al prin­cipio; ahora Maggie se daba cuenta de que el Príncipe las había superado sin su ayuda. No, ella no le había ayudado. Y así era: por una parte, Maggie no podía determinar a qué se debían aquellas dudas; por otra ––principal­mente teniendo en cuenta que el Príncipe no se lo había preguntado––, tampoco podía explicar las razones por las que estaba agitada. Esto lo ha­bía sabido perfectamente y en todo momento; lo había sabido con reno­vada intensidad en presencia del Príncipe, y si éste le hubiera formulado una pregunta, con ello habría oprimido en Maggie el resorte de la temeri­dad. Y era raro que lo más natural fuese que lo que Maggie dijera al Príncipe revistiera esa apariencia de temeridad, pero ella tenía más clara conciencia que en cualquier momento anterior de que, cualquiera que fuera la apariencia de lo que dijera, todo terminaría afectando más o me­nos directamente a su padre, cuya vida se desarrollaba ahora tan serena­mente, de acuerdo con lo aceptado, que todo género de alteración de la conciencia de su padre, incluso en el posible sentido de animar su vivir, haría vacilar el precioso equilibrio en que vivían. Esto era lo que había en el fondo del pensamiento de Maggie; que su equilibrio lo era todo; sabía también que este equilibrio era precario, y que cualquier cosa, por leve que fuera, podía alterarlo. Era el equilibrio o, en todo caso, el temor conscien­te que Maggie sentía de que se alterara, lo que hizo que el corazón se le subiera a la garganta; el mismo temor se hallaba, por ambas partes, en la silenciosa mirada que Americo y ella intercambiaron. El feliz equilibrio que exigían estas consideraciones era, según confesaron ellos mismos, a­sunto delicado. Pero el hecho de que su marido también tuviera el hábito de la ansiedad y de la cautela general sólo sirvió, a fin de cuentas, para unirlos más. En consecuencia, habría sido muy hermoso que Maggie hu­biera hablado en nombre del equilibrio y en nombre de la alegría que le producía que Americo y ella albergaran tan parecidos sentimientos al res­pecto, permitiendo expresar la verdad acerca del tema de su propio com­portamiento, acerca del tema de la conducta un poco mezquina que, por el momento, constituía un pálido ejemplo de excentricidad.



«¿Por qué, por qué me he empeñado en que esta noche no cenemos juntos? Bueno, pues porque durante todo el día he estado deseando tanto estar a solas contigo que no podía resistir más, y porque no parecía que hubiera grandes razones que impidieran el que lo intentara. Esto es lo que pensé, a pesar de que al principio parezca raro, si tenemos en cuenta todas las cosas que hemos conseguido mediante nuestra maravillosa manera de tratarnos con tolerancia el uno al otro. Durante estos últimos días me has causado una impresión que no sé cómo expresar, una impresión de estar más ausente que en cualquier otra ocasión, tan ausente que no podíamos seguir adelante los dos juntos. No hay nada que objetar, me doy perfecta cuenta de cuán hermoso es así, globalmente considerado. Pero siempre llega el día en que algo se quiebra, en que la copa, llena hasta el borde, comienza a rebosar. Esto es lo que ha ocurrido con la necesidad que tengo de ti, durante todo el día la copa ha estado tan llena que no podía aguan­tarla. Por esto te lo cuento todo ahora, y lo hago porque eres la razón de mi vida. A fin de cuentas, no hace falta que te diga que estoy tan enamo­rada de ti como el primer día, con la salvedad de que hay ciertas horas ––que sé cuando se acercan porque casi me atemorizan–– en las que veo que lo estoy todavía más. Llegan por sí solas, y siempre llegan... A fin de cuen­tas, a fin de cuentas...» Palabras como éstas fueron las que no sonaron, sin embargo parecía que el sonido no emitido hubiera quedado ahogado en sus propias vibraciones. Las manifestaciones se habrían hundido por su propio peso si el Príncipe hubiera permitido que se produjeran. En pocos segundos, ya antes de que llegara tan extremada situación, él había com­prendido lo que necesitaba comprender, es decir, que su esposa estaba dando testimonio de que le adoraba, de que le echaba en falta y de que le deseaba. «A fin de cuentas, a fin de cuentas», como Maggie había dicho, ella estaba en lo cierto. Y a esto era a lo que él tenía que responder desde el momento en que, tal como hemos dicho, el Príncipe vio; lo que el Prín­cipe tenía que considerar era la realidad más pertinente. El Príncipe la abrazó prieta y largamente, expresando de esta manera su reunión perso­nal, siendo ésta, evidentemente, una de las maneras de hacerlo. Emitió un rumor hondo y vago y frotó su mejilla tiernamente contra el rostro de su esposa, contra el lado de la cara de Maggie contrario al que oprimía con­tra su pecho. Con carácter no menos evidente, ésta era una manera de con­seguir lo anterior; y había muchas otras maneras, dicho en pocas palabras, a disposición de la reconquistada tranquilidad del Príncipe, maneras que dieron lugar al buen humor con el que Maggie pensó después en el infi­nito tacto de su esposo. Esto se debió, sin duda alguna, a que el concepto del tacto apareció claramente al cabo de un cuarto de hora en que el Príncipe habló generosamente y Maggie preguntó con afabilidad. Le contó cómo había pasado el día, le habló de la feliz idea de desviarse en el cami­no de regreso juntamente con Charlotte, le explicó la aventura en busca de catedrales y cómo, a fin de cuentas, resultó un asunto más complicado de lo que habían creído en un principio. De todas maneras la última conclu­sión de todo lo anterior fue que estaba fatigado, muy fatigado, y que que­ría tomar un baño y vestirse para la cena, a cuyo fin esperaba que Maggie le excusara, aunque durante el más breve tiempo posible. Luego ella recor­daría algo que había ocurrido entre los dos en ese momento, recordaría que él, al llegar a la puerta, se había vuelto para mirarla un instante, antes de desaparecer, y recordaría la expresión de su cara cuando, primero dubi­tativamente y luego muy decidida, le preguntó si no podía subir con él para ayudarle. Quizá el Príncipe también había dudado unos momentos, pero por fin declinó la oferta, y ella conservaría en la memoria la sonrisa con que él había acompañado sus palabras manifestando la opinión de que, si subía, no cenarían hasta las diez, y de que solo se las arreglaría mejor y más deprisa. Tal como he dicho, Maggie recordó esas cosas que intervinieron en sus posteriores sensaciones, jugando como las luces juegan en una impresión general. Pero no por ello tuvo carácter borroso lo que ocurrió a continuación. Uno de los hechos que ocurrieron después, el primero precisamente, fue el tiempo, nada breve, de acuerdo con la apreciación posterior y más analítica de Maggie, que duró la segunda espera de la reaparición del Príncipe. Era cierto que si Maggie hubiera subido con él, in­cluso animada por la mejor voluntad, habría sido un estorbo, ya que, en realidad, casi siempre la gente se las apaña mejor para ir de prisa sola que acompañada. De todas maneras, difícilmente habría demorado más al Príncipe con su presencia de lo que él, a juicio de Maggie, se demoró. Debemos añadir, sin embargo, que ahora en el estado mental de esta per­sonita tan dada a pensar no se daba la simple rudeza de la impaciencia. Algo había ocurrido rápidamente, gracias a la feliz visión del Príncipe y gracias a que ella dejó de temer haberle enojado por obligarle a tanto ir y venir. Para el espíritu de Maggie, la desaparición de lo temible siempre comportaba, al principio, la positiva aparición de lo dulce. Hacía tiempo que nada había sido para Maggie tan dulce como la importancia que sus presentes emociones dieron de repente a su sentido de la posesión.

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