se agitasen por igual en los tejados de los dioses y de los hombres.
Lo oyó su hermana sin aliento y en temblorosa carrera
asustada, hiriéndose la cara con las uñas y el pecho con los puños,
se abalanza y llama por su nombre a la agonizante:
«¿Así que esto era, hermana mía? ¿Con trampas me requerías?
¿Esto esa pira, estos fuegos y altares me reservaban?
¿Qué lamentaré primero en mi abandono? ¿Desprecias en tu muerte
la compañía de tu hermana? Me hubieras convocado a un sino igual,
que el mismo dolor y la misma hora nos habrían llevado a ambas.
¿He levantado esto con mis manos y con mi voz he invocado
a los dioses patrios para faltarte, cruel, en tu muerte?
Has acabado contigo y conmigo, hermana, con el pueblo y los padres
sidonios y con tu propia ciudad. Dejadme, lavaré sus heridas
con agua y si anda errante aún su último aliento
con mi boca lo he de recoger». Dicho esto había subido los altos escalones,
y daba calor a su hermana medio muerta con el abrazo de su pecho
entre lamento y con su vestido secaba la negra sangre.
Cayó aquélla tratando de alzar sus pesados ojos
de nuevo; gimió la herida en lo más hondo de su pecho.
Tres veces apoyada en el codo intentó levantarse,
tres veces desfalleció en el lecho y buscó con la mirada perdida
la luz en lo alto del cielo y gimió profundamente al encontrarla.
Entonces Juno todopoderosa, apiadada de un dolor tan largo
y de una muerte difícil a Iris envió desde el Olimpo
a quebrar un alma luchadora y sus atados miembros.
Que, como no reclamada por su sino ni par la muerte se marchaba
la desgraciada antes de hora y presa de repentina locura,
aún no le había cortado Prosérpina el rubio cabello
de su cabeza, ni la había encomendado al Orco Estigio.
Iris por eso con sus alas de azafrán cubiertas de rocío
vuela por los cielos arrastrando contra el sol mil colores
diversos y se detuvo sobre su cabeza. «Esta ofrenda a Dite
recojo como se me ordena y te libero de este cuerpo».
Esto dice y corta un mechón con la diestra: al tiempo todo
calor desaparece, y en los vientos se perdió su vida.
3. a. SAFO DE LESBOS: «Me parece que es igual a los dioses…».
Me parece que es igual a los dioses
el hombre aquel que frente a ti se sienta,
y a tu lado absorto escucha mientras
dulcemente hablas
y encantadora sonríes. Lo que a mí
el corazón en el pecho me arrebata;
apenas te miro y entonces no puedo
decir ya palabra.
Al punto se me espesa la lengua
y de pronto un sutil fuego me corre
bajo la piel, por mis ojos nada veo,
los oídos me zumban,
me invade un frío sudor y toda entera
me estremezco, más que la hierba pálida
estoy, y apenas distante de la muerte
me siento, infeliz.
3. b. HORACIO: «Épodo II».
«Dichoso aquél que alejado de los negocios,
como la primitiva raza de los mortales,
trabaja en el campo paterno con sus bueyes,
libre de toda usura,
y no se despierta como el soldado con la fiera trompeta
ni teme al mar embravecido,
y evita el foro y las orgullosas puertas
de las ciudades demasiado poderosas.
Marida él, en cambio, los altos álamos
con los tallos adultos de la vid,
o vigila sus errantes rebaños de mugientes reses
en un valle recoleto,
o, podando con su hoz las ramas inútiles,
injerta las más pujantes,
o pone la miel extraída en limpias ánforas,
o esquila a las asustadizas ovejas.
Y cuando el Otoño en los campos ha alzado su cabeza
ornada de dulces frutos,
¡cómo disfruta recogiendo las injertadas peras
y la uva que compite con la púrpura
con que poder obsequiarte a ti, Príapo,
y a ti, padre Silvano, protector de sus términos!
Le gusta yacer, ora bajo la vieja encina,
ora sobre un tupido prado,
mientras corren las aguas por los ríos profundos
y se lamentan las aves en los bosques
y las fuentes murmuran en sus límpidos manantiales,
lo que invita a un plácido sueño.
Pero cuando el tiempo invernal del tonante Júpiter
amontona nieves y lluvias,
con una gran jauría acosa de aquí para allá fieros jabalíes
hacia las interpuestas trampas,
o extiende con una ligera horquilla las claras redes,
o, preciada recompensa, apresa con el lazo a una tímida liebre
o a una ocasional grulla.
Entre tales cosas ¿quién no olvida
la amargura de las penas que causa el amor?
Y si una honesta mujer le ayuda en parte de la casa
y con dulces hijos,
o si, como una sabina o como la esposa de un ágil apulio
tostada por el sol,
enciende con viejos troncos el fuego sagrado
a la llegada del cansado marido
y, encerrando el lustroso ganado en trenzados apriscos,
ordeña las henchidas ubres
o, sacando vino del año de un buen tonel,
prepara no comprados manjares,
entonces no me agradarán más las ostras de Lucrino,
ni el rodaballo, ni los escaros
—si una tempestuosa tormenta los arrojase
a este mar desde los orientales mares—,
ni descenderá a mi estómago el ave africana
ni el francolín de Jonia
más gustosamente que la oliva cogida
de las cargadísimas ramas de los árboles
o que los tallos de acedera que crece en los prados
y las malvas, beneficiosas para el cuerpo enfermo,
o que los corderos sacrificados en las fiestas Terminales,
o que un cabrito arrebatado al lobo.
¡En medio de estos manjares, cómo me alegra ver
las ovejas apacentadas dirigiéndose hacia la casa;
ver los cansados bueyes arrastrando con su lánguido cuello
el arado invertido,
y a los sirvientes, indicio de casa rica,
colocados alrededor de los resplandecientes Lares!».
Cuando el usurero Alfio, casi un futuro campesino,
hubo dicho esto,
recogió todo el dinero pagado en los Idus
y ya busca colocarlo en las Kalendas.
4. a. SÓFOCLES: Antígona.
«ACTO I, Escena 1»
La escena, frente al palacio real de Tebas con escalinata. Al fondo, la montaña. Cruza la escena Antígona, para entrar en palacio. Al cabo de unos instantes, vuelve a salir, llevando del brazo a su hermana Ismene, a la que hace bajar las escaleras y aparta de palacio.
ANTÍGONA
Hermana de mi misma sangre, Ismene querida, tú que conoces las desgracias de la casa de Edipo, ¿sabes de alguna de ellas que Zeus no haya cumplido después de nacer nosotras dos? No, no hay vergüenza ni infamia, no hay cosa insufrible ni nada que se aparte de la mala suerte, que no vea yo entre nuestras desgracias, tuyas y mías. Y hoy, encima, ¿qué sabes de este edicto que dicen que el estratego acaba de imponer a todos los ciudadanos? ¿Te has enterado ya o no sabes los males inminentes que los enemigos tramaron contra seres queridos?
ISMENE
No, Antígona, a mí no me ha llegado noticia alguna de seres queridos, ni dulce ni dolorosa, desde que nos vimos las dos privadas de nuestros dos hermanos, por doble y recíproco golpe fallecidos en un solo día. Después de partir el ejército argivo, esta misma noche, no sé ya nada que pueda hacerme ni más feliz ni más desgraciada.
ANTÍGONA
No me cabía duda, y por esto te traje aquí, superado el umbral de palacio, para que me escucharas, tú sola.
ISMENE
¿Qué pasa? Se ve que lo que vas a decirme te ensombrece.
ANTÍGONA
Y, ¿cómo no, pues? ¿No ha juzgado Creonte digno de honores sepulcrales a uno de nuestros hermanos, y al otro tiene en cambio deshonrado? Es lo que dicen: a Etéocles le ha parecido justo tributarle las justas, acostumbradas honras, y le ha hecho enterrar de forma que en honor le reciban los muertos, bajo tierra. En cambio, dicen que un edicto dio a los ciudadanos prohibiendo que nadie dé sepultura al pobre cadáver de Polinices, que nadie le llore, incluso, que se le deje allí, sin duelo, insepulto, dulce tesoro a merced de las aves que busquen donde cebarse. Esto dicen que es lo que el buen Creonte tiene decretado también para ti y para mí, sí, también para mí, y que viene hacia aquí, para anunciarlo con toda claridad a los que no lo saben todavía, que no es asunto de poca monta ni puede así considerarse, porque el que transgreda alguna de estas órdenes será reo de muerte, públicamente lapidado en la ciudad. Estos son los términos de la cuestión: ya no te queda sino mostrar si haces honor a tu linaje o si eres indigna de tus ilustres antepasados.
ISMENE
No seas atrevida: Si las cosas están así, ate yo o desate en ellas, ¿qué podría ganarse?
ANTÍGONA
¿Puedo contar con tu esfuerzo, con tu ayuda? Piénsalo.
ISMENE
¿Qué arriesgada empresa tramas? ¿Adónde va tu pensamiento?
ANTÍGONA
Quiero saber si vas a ayudar a mi mano a alzar al muerto.
ISMENE
Pero, ¿es que piensas darle sepultura, sabiendo que públicamente se ha prohibido?
ANTÍGONA
Es mi hermano —y también tuyo, aunque tú no quieras—. Cuando me prendan, nadie podrá llamarme traidora.
ISMENE
¡Y contra lo ordenado por Creonte, ay, audacísima!
ANTÍGONA
Él no tiene potestad para apartarme de los míos.
ISMENE
Ay, reflexiona, hermana, piensa: nuestro padre, cómo murió, aborrecido, deshonrado, después de cegarse él mismo sus dos ojos, enfrentado a faltas que él mismo tuvo que descubrir. Y después, su madre y esposa —que las dos palabras le cuadran—, pone fin a su vida en infame, entrelazada soga. En tercer lugar, nuestros dos hermanos, en un solo día, consuman, desgraciados, su destino, el uno por mano del otro asesinados. Y ahora, que solas nosotras dos quedamos, piensa que ignominioso fin tendremos si violamos lo prescrito y transgredimos la voluntad o el poder de los que mandan. No, hay que aceptar los hechos: que somos dos mujeres, incapaces de luchar contra hombres; y que tienen el poder los que dan órdenes y hay que obedecerlas—éstas y todavía otras más dolorosas. Yo, por mi parte, pido, a los que yacen bajo tierra su perdón, pues que obro forzada, pero pienso obedecer a las autoridades: esforzarse en no obrar como todos carece de sentido, totalmente.
ANTÍGONA
Aunque ahora quisieras ayudarme, ya no te lo pediría: tu ayuda no sería de mi agrado. En fin, reflexiona sobre tus convicciones: yo voy a enterrarle, y, en habiendo yo así obrado bien, que venga la muerte. Amiga yaceré con él, con un amigo, convicta de un delito piadoso; por más tiempo debe mi conducta agradar a los de abajo que a los de aquí, pues mi descanso entre ellos ha de durar siempre. En cuanto a ti, si es lo que crees, deshonra lo que los dioses honran.
«ACTO II, Escena 1»
CREONTE
(A Antígona)
Y tú, tú que inclinas al suelo tu rostro, ¿confirmas o desmientes haber hecho esto?
ANTÍGONA
Lo confirmo. Sí; yo lo hice, y no lo niego.
CREONTE
(Al guardián, que se va enseguida.)
Tú puedes irte a dónde quieras, ya del peso de mi inculpación.
(A Antígona)
Pero tú, dime brevemente, sin extenderte; ¿sabías que estaba decretado no hacer esto?
ANTÍGONA
Sí, lo sabía: ¿cómo no iba a saberlo? Todo el mundo lo sabe.
CREONTE
Y, así y todo, ¿te atreviste a pasar por encima de la ley?
ANTÍGONA
No era Zeus quien me la había decretado, ni la Justicia, compañera de los dioses subterráneos; no son de ese tipo las leyes que a los humanos dictan. No creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que pudiera pensar alguien. Ya veía, ya, mi muerte aunque tú no hubieses decretado nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia. Quien, como yo, entre tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es desgracia para mí tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo soportara, entonces, eso sí me sería doloroso; mas no lo que me aguarda. Puede que a ti te parezca que obré como una loca, pero, poco más o menos, es a un loco a quien doy cuenta de mi locura.
CORIFEO
Muestra la joven fiera audacia, hija de un padre fiero: no sabe ceder al infortunio.
CREONTE
(Al coro.)
Pues sabe que los más inflexibles pensamientos son los más prestos a caer. El hierro que, una vez cocido, el fuego hace fortísimo y muy duro, a menudo verás cómo se resquebraja, lleno de hendiduras. Sé de fogosos caballos que una pequeña brida ha domado. No cuadra la arrogancia al que es esclavo del vecino. Ella se daba perfecta cuenta de la suya, al transgredir las leyes establecidas; y, después de hacerlo, vino otra nueva arrogancia: ufanarse y mostrar alegría por haberlo hecho. En verdad que el hombre no sería yo, que el hombre sería ella si ante esto no siente el peso de mi autoridad. Pero, por muy de sangre de mi hermana que sea, aunque sea más de mi sangre que todo el Zeus que preside mi hogar, ni ella ni su hermana podrán escapar de muerte infamante, porque a su hermana también la acuso de haber tenido parte en la decisión de sepultarle.
(A los esclavos.)
Llamadla.
(Al coro.)
Sí, la he visto dentro hace poco, fuera de sí, incapaz de dominar su razón; porque, generalmente, el corazón de los que traman en la sombra acciones no rectas, antes de que realicen su acción, ya resulta convicto de su artería. Pero, sobre todo, mi odio es para la que, cogida en pleno delito, quiere después presumir de ello.
ANTÍGONA
Ya me tienes: ¿buscas aún algo más que mi muerte?
CREONTE
Por mi parte, nada más; con tener esto, lo tengo ya todo.
ANTÍGONA
¿Qué esperas, pues? A mí tus palabras ni me placen ni podrían nunca llegar a complacerme, y las mías también a ti te son desagradables. De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa gloria que enterrando a mi hermano? Todos estos te dirían que mi acción les agrada si el miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre otras muchas ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.
CREONTE
De entre todos los cadmeos, este punto de vista es solo tuyo.
ANTÍGONA
No, es el de todos: pero ante ti cierran la boca.
CREONTE
¿Y a ti no te avergüenza, distinguirte así de ellos?
ANTÍGONA
Nada hay vergonzoso en honrar a los hermanos.
CREONTE
¿Y no era acaso tu hermano el que murió frente a él?
ANTÍGONA
Mi hermano era, del mismo padre y de la misma madre.
CREONTE
Y, siendo así, ¿cómo tributas al uno honores impíos para el otro?
ANTÍGONA
No sería a ésta la opinión del muerto.
CREONTE
Sí, si tú le honras igual que al impío.
ANTÍGONA
Cuando murió no era su esclavo: era su hermano.
CREONTE
Que había venido a arrasar el país; y el otro se opuso en su defensa.
ANTÍGONA
Con todo, Hades requiere leyes iguales.
CREONTE
Pero no que el que obró bien tenga la misma suerte que el malvado.
ANTÍGONA
¿Quién sabe si allí abajo mi acción es elogiable?
CREONTE
No, en verdad no, que el enemigo, aun muerto, será jamás amigo.
ANTÍGONA
Yo no nací para el odio, sino para el amor.
CREONTE
Pues vete abajo y, si te quedan ganas de amar, ama a los muertos que, a mí, mientras viva, no ha de mandarme una mujer.
Se acerca Ismene entre dos esclavos.
CORIFEO
Mas he aquí, ante las puertas, a Ismene. Lágrimas vierte, de amor por su hermana. Una nube sobre sus cejas su sonrosado rostro afea y sus bellas mejillas en llanto están bañadas.
CREONTE
(A Ismene)
Y tú, que te movías por palacio en silencio, como una víbora, apurando mi sangre... Sin darme cuenta, alimentaba dos desgracias que querían arruinar mi trono. Venga, habla: ¿vas a decirme también tú que tuviste tu parte en lo de la tumba, o jurarás no saber nada?
ISMENE
Si ella está de acuerdo, yo lo he hecho: acepto mi responsabilidad; con ella cargo.
ANTÍGONA
No, que no te lo permite la justicia; ni tú quisiste ni te di yo parte en ello.
ISMENE
Ante tu desgracia, me avergonzaría no ser tu socorro en el remo, por el mar de tu dolor.
ANTÍGONA
De quién fue obra bien lo saben Hades y los de allí abajo. Por mi parte, no quiero a la amiga que lo es tan solo de palabra.
ISMENE
No, hermana, no me niegues el honor de morir contigo y el de haberte ayudado a cumplir los ritos debidos al muerto.
ANTÍGONA
No quiero que mueras tú conmigo ni que hagas tuyo algo en lo que no tuviste parte: bastará con mi muerte.
ISMENE
¿Y cómo podré vivir, si tú me dejas?
ANTÍGONA
Pregúntale a Creonte, ya que tanto te preocupas por él.
ISMENE
¿Por qué me atormentas así, sin sacar con ello nada?
ANTÍGONA
Con dolor en verdad lo hago, si me estoy riendo de ti.
ISMENE
Y yo, ahora, ¿en qué otra cosa podría serte útil?
ANTÍGONA
Sálvate: yo no he de envidiarte si sales de esta.
ISMENE
¡Ay de mí, desgraciada, y no poder acompañarte en tu destino!
ANTÍGONA
Tú escogiste vivir, y yo la muerte.
ISMENE
Pero no sin que mis palabras, al menos, te advirtieran.
ANTÍGONA
Para unos, tú pensabas bien..., yo para otros.
ISMENE
Sin embargo, las dos hemos faltado igualmente.
ANTÍGONA
Ánimo, deja eso ya. A ti te toca vivir; en cuanto a mí, mi vida se acabó hace tiempo, por salir en ayuda de los muertos.
CREONTE
(Al coro.)
De estas dos muchachas, la una os digo que acaba de enloquecer y la otra que está loca desde que nació.
4. b. PLAUTO: Anfitrión.
«Acto II, Escena 1»
ANFITRIÓN: ¿Cómo diablos puede ser —reflexiona conmigo— que tú estés aquí y en casa. Esto quiero que se me explique.
SOSIA: En verdad que estoy aquí y allí. Asómbrese quienquiera, que ello no te parece más admirable a ti que a mí.
ANFITRIÓN: ¿Cómo?
SOSIA: Digo que no te parece más admirable a ti que a mí; yo mismo, así los dioses me valgan, no podía darme crédito a mí mismo, Sosia, hasta que el otro Sosia, yo mismo, me forzó a creer. Explicó detalladamente todo lo que ocurrió allá cuando nos enfrentábamos con los enemigos. Me ha robado la figura y el nombre, y ni la leche es más parecida a la leche de lo que él se parece a mí, pues cuando hace poco, antes del alba, me has enviado del puerto a casa…
ANFITRIÓN: ¿Qué?
SOSIA: Hacía ya mucho tiempo que estaba en la puerta antes de llegar.
ANFITRIÓN: ¡Malvado! ¿Qué farsa es ésta? ¿Estás en tus cabales?
SOSIA: Ya lo ves.
ANFITRIÓN: No sé qué maleficio habrán echado a este hombre, con mano aviesa, desde que se apartó de mí.
SOSIA: Cierto: me han machacado con golpes de manera extremada.
ANFITRIÓN: ¿Quién?
SOSIA: Yo mismo, yo que estoy en casa ahora mismo.
ANFIRIÓN: Ten cuidado de no responder más que a lo que te pregunte. Ante todo quiero que me expliques quién es este Sosia.
SOSIA: Tu esclavo.
ANFITRIÓN: Contigo tengo ya de sobra, y desde que nací no he tenido otro esclavo Sosia que tú.
SOSIA: Y yo, Anfitrión, te digo esto: Al llegar haré que encuentres en tu casa, te lo aseguro, otro Sosia, que es hijo de Davo, mi mismo padre, que tiene mi misma traza y mi misma edad. ¿Para qué hablar más? Te ha nacido un gemelo de Sosia.
5. a. CHRÉTIEN DE TROYES: El caballero del león.
Mi señor Yvain caminaba pensativo por un espeso bosque; de repente oyó entre la maleza un grito muy doloroso y agudo. Se dirigió hacia donde había oído que provenía el grito y, cuando llegó, vio en un claro a un león, al que una serpiente agarraba por la cola mientras le quemaba los lomos con una llama ardiente. Mi señor Yvain no se detuvo mucho rato contemplando esta maravilla, y deliberó consigo mismo a quién de los dos ayudaría. Entonces dijo que socorrerá al león, porque a los seres venenosos y a los traidores sólo se les debe hacer mal, y la serpiente es venenosa y echa fuego por la boca, tan llena de felonía está. Mi señor Yvain decidió que primero la mataría a ella; desenvainó la espada, avanzó, y se puso el escudo ante el rostro para que la llama que arrojaba la garganta, más ancha que una olla, no le abrasara. Si luego el león le ataca, no le faltará combate. Pero, pase lo que pase después, ahora quiere ayudarle, pues Piedad le ruega y aconseja que socorra y ayude a la bestia gentil y franca. Ataca a la traidora serpiente con su espada, que corta sutilmente y la parte hasta el suelo, y la corta en dos mitades, la golpea y vuelve a golpear, hasta que la desmenuza y la hace pedazos. Pero le ha sido preciso cortar el extremo de la cola del león, porque estaba agarrado a la cabeza de la traidora serpiente: sólo lo cortó lo necesario; menos no pudo.
Cuando hubo liberado al león, pensó que ahora tendría que luchar con él, pues se le echaría encima: no podía pensar otra cosa. Oíd lo que hizo entonces el león, cómo actuó noblemente y con generosidad, cómo se puso a demostrar que se le sometía: le tendió sus dos patas juntas e inclinó la cabeza hasta el suelo; se levantó sobre las patas traseras, se arrodilló y humildemente bañó de lágrimas su cara. Bien supo entonces mi señor Yvain que el león le daba gracias y que se humillaba ante él porque le había librado de la muerte matando a la serpiente, y esta aventura le llenó de alegría. Limpió la espada del veneno y de la suciedad de la serpiente, la metió en la vaina y reemprendió el camino. Y el león caminó a su lado, pues nunca lo abandonará: siempre irá con él, porque le quiere servir y proteger.
El león caminaba delante de él y olió en el viento a algún animal salvaje que estaba paciendo; el hambre y la naturaleza le indujeron a buscar la presa y cazarla para procurarse su comida: esto es lo que ordena la naturaleza que haga. Siguió un instante el rastro y mostró a su señor que había olido y percibido el viento y el olor de una bestia salvaje. Se paró y le miró, pues le quería servir a su gusto: no quería ir a ninguna parte en contra de su deseo. Y él comprendió en su mirada que el león le dice que le espera; no duda de que si se detiene el león se detendrá también, y si le sigue, apresará la caza que ha olfateado. Entonces le incita y le grita como si fuera un perro de caza y el león al momento alza la nariz al viento que había olfateado, y que no le había engañado, pues apenas ha caminado un tiro de arco vio en un valle a un corzo solitario paciendo. Deseando atraparlo, lo consiguió al primer asalto y luego se bebió la sangre aún caliente. Una vez lo hubo muerto, se lo echó a la espalda y lo llevó ante su señor, que desde entonces le tuvo gran cariño y lo llevó en su compañía todos los días de su vida, por el amor tan grande que le había demostrado.
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