Literatura universal antología pau 14 15



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HAMLET.- He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La naturaleza os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y convertís en gracia vuestros defectos mismos. Pero, no hablemos más de esta materia, que me ha hecho perder la razón... Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más casamientos; los que ya están casados (exceptuando uno) permanecerán así; los otros se quedarán solteros... Vete al convento, vete.
Escena V

OFELIA sola


OFELIA.- ¡Oh! ¡Qué trastorno ha padecido esa alma generosa! La penetración del cortesano, la lengua del sabio, la espada del guerrero, la esperanza y delicias del Estado, el espejo de la cultura, el modelo de la gentileza, que estudian los más advertidos: todo, todo se ha aniquilado. Y yo, la más desconsolada e infeliz de las mujeres, que gusté algún día la miel de sus promesas suaves, veo ahora aquel noble y sublime entendimiento desacordado, como la campana sonora que se hiende. Aquella incomparable presencia, aquel semblante de florida juventud alterado con el frenesí. ¡Oh! ¡Cuánta, cuánta es mi desdicha, de haber visto lo que vi, para ver ahora lo que veo!

8. b. MOLIÈRE: Tartufo, «Acto III».

«Escena séptima»


ORGÓN: ¡Ofender así a una santa persona!...

TARTUFO: ¡Oh, Cielo, perdónale el dolor que me causa! (A ORGÓN.) Si pudierais saber con qué disgusto veo que intentan difamarme ante mi hermano…

ORGÓN: ¡Ay!

TARTUFO: El solo pensamiento de esta ingratitud hace sufrir a mi alma un suplicio tan duro… El horror que siento por ello… Tengo el corazón tan encogido que no puedo hablar, y creo incluso que todo esto ha de matarme.

ORGÓN: (Arrasado en lágrimas, corre a la puerta por donde ha echado a su hijo.) ¡Bribón! Me arrepiento de haber contenido mi mano y de no haberte ahogado aquí mismo. Sosegaos, hermano mío, y no os enojéis.

TARTUFO: Cortemos, cortemos el curso de estas molestas disputas. Veo que es grande la discordia que causo en esta casa, y creo necesario, hermano mío, irme de ella.

ORGÓN: ¿Cómo? ¿Os burláis?

TARTUFO: Me odian, y veo que intentan provocar en vos sospechas de mi lealtad.

ORGÓN: ¿Qué importa? ¿Veis acaso que mi corazón les escuche?

TARTUFO: Indudablemente no dejarán de insistir; y estos mismos chismes que ahora rechazáis, tal vez sean atendidos en otro momento.

ORGÓN: No, hermano mío; eso nunca.

TARTUFO: ¡Ay, hermano, una mujer puede sorprender fácilmente el alma de un marido!

ORGÓN: No; eso no.

TARTUFO: Permitidme que, alejándome de aquí, les quite toda ocasión de atacarme como hacen.

ORGÓN: No, os quedaréis; en ello va mi vida.

TARTUFO: En tal caso, habré de mortificarme. Sin embargo, si quisierais…

ORGÓN: ¡Ah!

TARTUFO: Sea, no hablemos más del asunto, que ya sé cómo hay que actuar en casos como éste. El honor es cosa delicada, y la amistad me obliga a prevenir las habladurías y los motivos de sospecha. Rehuiré a vuestra esposa y vos no me veréis…

ORGÓN: No, a despecho de todos seguiréis frecuentándola. Mi mayor alegría es que todos rabien, y quiero que os vean con ella a todas horas. Y no basta con eso: para mejor desafiarlos, no quiero tener más heredero que vos, y ahora mismo he de haceros legalmente donación entera de mis bienes. Un amigo bueno y sincero, al que tomo por yerno, es para mí más querido que un hijo, que una esposa y que unos padres. ¿No aceptareis lo que os propongo?

TARTUFO: Hágase en todo la voluntad del Cielo.

ORGÓN: ¡Pobre hombre! Vayamos deprisa a redactar un escrito, y que los envidiosos revienten de despecho.


9. a. MONTESQUIEU, Cartas persas, «Carta LXXVIII: Rica a Usbek».

Te envío copia de una carta que ha escrito a aquí un francés que está en España: creo que te gustará verla.

»Recorro hace seis meses España y Portugal, y vivo entre pueblos que, despreciando a todos los demás, hacen sólo a los franceses el honor de odiarlos.

»La gravedad es el carácter sobresaliente de las dos naciones; se manifiesta principalmente de dos maneras: por los lentes y por el mostacho.

»Los lentes hacen ver demostrativamente que quien los lleva es un hombre consumado en las ciencias y sepultado en profundas lecturas, hasta tal punto que se le ha debilitado la vista; y toda nariz que esté adornada o cargada con ellos puede pasar, sin contradicción, por la nariz de un sabio.

»En cuanto al mostacho, es respetable por sí mismo e independientemente de las consecuencias, aunque no se deje a veces de sacar de él grandes utilidades para el servicio del príncipe y el honor de la nación, como hizo ver bien un famoso general portugués en las Indias, pues, encontrándose con necesidad de dinero, se cortó uno de los mostachos y mandó pedir a los habitantes de Goa veinte mil pistolas sobre esa prenda. Se las prestaron enseguida, y más adelante recobró su mostacho con honor.



»Se concibe fácilmente que pueblos graves y flemáticos como éstos puedan tener orgullo; y sí que lo tienen. Ordinariamente los aúna dos cosas muy importantes. Los que viven en el territorio de España y Portugal sienten su corazón extremadamente elevado cuando son lo que llaman cristianos viejos, es decir, no descienden de aquellos a quienes la Inquisición ha persuadido en estos últimos siglos a abrazar la religión cristiana. Los que están en las Indias no se sienten menos halagados cuando consideran que tienen el sublime mérito de ser, como dicen, hombres de carne blanca. Nunca ha habido en el serrallo del Gran Señor una sultana tan orgullosa de su belleza, como de la blancura olivácea de su piel el más viejo y el más desgraciado villano, cuando está en una ciudad de México, sentado a su puerta, con los brazos cruzados. Un hombre de tanta importancia, una criatura tan perfecta, no trabajaría nunca ni por todos los tesoros del mundo, ni se resolvería nunca por una industria mecánica y vil a comprometer el honor y la dignidad de su piel.

»Pues es de saber que cuando un hombre tiene cierto mérito en España —como, por ejemplo, cuando puede añadir a las cualidades de las que acabo de hablar la de ser propietario de una gran espada, o haber aprendido de su padre el arte de hacer jurar a una discordante guitarra— ya no trabaja: su honor se interesa por el reposo de sus miembros. El que permanece sentado diez horas al día obtiene exactamente el doble de consideración que otro que sólo permanece cinco, pues es en las sillas donde se requiere la nobleza.

»Pero aunque estos invencibles enemigos del trabajo ostenten una tranquilidad filosófica, no la tienen en el corazón, pues siempre están enamorados. Son los primeros del mundo para morir de languidez bajo las ventanas de sus amadas, y un español que no esté resfriado no podría pasar por galante.

»Son, en primer lugar, devotos, y, en segundo lugar, celosos. Se guardan muy bien de exponer a sus mujeres a las iniciativas de un soldado acribillado de heridas o de un magistrado decrépito; pero las encerrarán con un ferviente novicio, que baja los ojos, o un robusto franciscano, que los eleva.

»Permiten a sus mujeres aparecer con el seno descubierto, pero no quieren que se les vea el talón ni que se las sorprenda por la punta del pie.

»Se dice en todas partes que los rigores del amor son crueles. Lo son aún más para los españoles: las mujeres los curan de sus penas, pero no hacen sino cambiárselas, y a menudo les queda un largo y enojoso recuerdo de una pasión extinguida.

»Tienen pequeñas cortesías, que en Francia parecería mal situadas: por ejemplo, un capitán no pega nunca un soldado sin pedirle permiso, y la Inquisición nunca hace quemar a un judío sin presentarle sus excusas.

»Los españoles a quienes no quema parecen tan unidos a la Inquisición, que les causaría mal humor si se les quitara. Yo querría solamente que se estableciera otra, no contra los herejes, sino contra los heresiarcas que atribuyen a pequeñas prácticas monacales la misma eficacia que a los siete sacramentos, que adoran todo lo que veneran y que son tan devotos que apenas son cristianos.

»Podréis encontrar ingenio y buen sentido entre los españoles, pero no lo busquéis en sus libros. Ved una de sus bibliotecas: las novelas, a un lado; las escolásticas, al otro. Diríais que las partes han sido hechas y el conjunto reunido por algún enemigo secreto de la razón humana.

»El único de sus libros que es bueno [el Quijote] es el que ha hecho ver el ridículo de todos los demás.

»Han hecho descubrimientos inmensos en el Nuevo Mundo y no conocen todavía su propio territorio: hay en sus orillas algún puerto que todavía no ha sido descubierto, y en sus montañas, algunas razas que les son desconocidas.

»Dicen que el sol no se pone en su país, pero hay que decir también que siguiendo su curso no encuentra sino campos echados a perder y comarcas desiertas.

No me parecería mal, Usbek, de una carta escrita a Madrid por un español que viajará por Francia: creo que vengaría bien a su nación. ¡Qué vasto campo para un hombre flemático y pensativo! Me imagino que empezaría así la descripción de París:

«Aquí hay una casa donde meten a los locos. Se creería, para empezar, que es la más grande de la ciudad. ¡No! El remedio es muy pequeño para el mal. Sin duda que los franceses, extremadamente criticados entre sus vecinos, encierran algunos locos en una casa para persuadir de que los que están fuera no lo son».

Dejó ahí a mi español.

Adiós, mi querido Usbek.

París, 17 de la luna de Saphar, 1715.


9. b. GOETHE: Los sufrimientos del joven Werther.

LIBRO III


14 de diciembre
«¿Qué es esto, amigo mío? ¡Me asusto de mí mismo! Mi amor por ella, ¿no es el amor más santo, más puro, más fraternal? ¿He tenido jamás en mi culpa un deseo culpable? No lo aseguraré… Y ahora ¡oh sueños! ¡Qué bien pensaban los hombres que atribuían a poderes extraños tan contradictorios efectos! ¡Esta noche! Tiemblo al decirlo: la tenía en mis brazos, oprimida fuertemente contra mi pecho, y cubría con besos interminables los susurros amorosos de su boca: mis ojos se sumergían en la ebriedad de los suyos. ¡Dios mío! ¿Soy culpable al sentir todavía una dicha cuando evoco esos gozos encendidos con toda emoción? ¡Carlota, Carlota! Se acabó conmigo: mis sentidos están confundidos; hace ya ocho días que ya no tengo dominio en mi ánimo; mis ojos están llenos de lágrimas. Nunca estoy bien y en todas partes estoy bien. No deseo nada, no exijo nada. Sería mejor que me fuera».

La decisión de dejar este mundo había tomado cada vez más fuerza en el alma de Werther, por ese tiempo y en tales circunstancias. Desde que regresó junto a Carlota, esa había sido siempre su intención y esperanza últimas; pero se había dicho que no debía apresurarse, que no debía ser una acción precipitada: con la mejor convicción, quería dar ese paso en la más tranquila resolución que pudiera.



10. a. JONATHAN SWIFT: Los viajes de Gulliver, «Capítulo III».

Mi dulzura y buen comportamiento habían influido tanto en el Emperador y su corte, y sin duda en el ejército y el pueblo en general, que empecé a concebir esperanzas de lograr mi libertad en plazo breve. Yo recurría a todos los métodos para cultivar esta favorable disposición. Gradualmente, los naturales fueron dejando de temer daño alguno de mí. A veces me tumbaba y dejaba que cinco o seis bailasen en mi mano, y, por último, los chicos y las chicas se arriesgaron a jugar al escondite entre mi cabello. A la sazón había progresado bastante en el conocimiento y habla de su lengua. Un día el Emperador tuvo la ocurrencia de agasajarme con varios espectáculos del país, materia esta en que superan a cualquier otra nación de las que conozco, tanto en destreza como en esplendor. Nada me divirtió tanto como el número de los funámbulos, ejecutado sobre una fina hebra blanca de unos sesenta centímetros y a treinta del suelo. Sobre esto pediré permiso y la paciencia del lector para explayarme un poco.

Este pasatiempo lo practican solamente aquellos que procuran alcanzar altos cargos y favores en la Corte. Se los instruye en este arte desde que son jóvenes y no se trata siempre de hidalgos e intelectuales. Cuando un puesto importante queda vacante, sea por fallecimiento o por mudanza (que sucede a menudo), cinco o seis de estos candidatos solicitan del Emperador permiso para divertir a Su Majestad y a la Corte con unos equilibrios sobre la cuerda, y quienquiera que salte más alto sin caerse consigue el cargo. Muy a menudo incluso los principales ministros reciben la orden de mostrar su habilidad y convencer así al Emperador de que no han perdido facultades. A Flimnap, Ministro de Hacienda, se le permite hacer una pirueta sobre la cuerda tensa al menos un centímetro y medio más alta que a cualquier otro noble del imperio entero. Yo le he visto dar varios saltos mortales seguidos sobre un tajadero asegurado en la cuerda, que no es más ancha que el bramante corriente usado en Inglaterra. Mi amigo Reldresal, Primer Secretario de Asuntos Secretos, es en mi opinión, si soy imparcial, el segundo después del Ministro de Hacienda. El resto de los altos funcionarios se llevan muy poco.

Estos entretenimientos van a menudo acompañados de fatales accidentes, de gran número de los cuales hay constancia. Yo mismo he visto a dos o tres candidatos romperse un hueso; pero el peligro es mucho mayor cuando los ministros mismos reciben órdenes de mostrar su destreza, pues, al luchar por superarse a sí mismos y a sus colegas, van tan lejos en sus esfuerzos, que no hay apenas uno de ellos que no haya sufrido una caída, y algunos dos o tres. Se me aseguró que uno o dos años antes de mi llegada, Flimnap se habría desnucado indefectiblemente si una de las almohadilla del Rey, que por casualidad se encontraba tirada en el suelo, no hubiera amortiguado la fuerza de la caída.


10. b. DANIEL DEFOE: Robinson Crusoe, «Capítulo VII».

Había llegado la estación lluviosa del equinoccio de otoño y, con la misma solemnidad, observé el 30 de septiembre, fecha de mi llegada a la isla, donde, después de transcurrido dos años, no tenía más perspectivas de salvación que las del primer día.

Dediqué el día entero a dar humildes gracias al cielo por los innumerables y maravillosos beneficios que había aliviado mi existencia solitaria, y sin los cuales me hubiese sentido infinitamente más desgraciado. Di humildes y fervientes gracias a Dios por haberme concedido la capacidad de descubrir que acaso podía sentirme más feliz en esta situación solitaria que gozando de la libertad de la vida social, rodeado de todos los placeres del mundo. Le agradecí también que hubiese compensado las deficiencias de mi soledad y la necesidad de compañía humana con su presencia y la comunicación de su Gracia, asistiéndome, reconfortándome y alentándome a descansar aquí en la tierra, bajo su Providencia, en la esperanza de gozar de su eterna presencia en la otra vida.

Fue entonces cuando comencé a darme cuenta de que más feliz era mi vida actual, pese a todas las lamentables circunstancias, que la existencia sórdida, perversa y abominable que había llevado en el pasado. Ahora se había modificado la índole de mis penas y alegrías, se habían alterado mis deseos, mis afectos cambiaron su sentido y mis deleites eran absolutamente nuevos, comparados con los que sentí a mi llegada o en el curso de los últimos dos años.

Antes, cuando salía a cazar o explorar la isla, la angustia que me provocaba la situación irrumpía súbitamente en mi alma. Sentía entonces que desfallecía mi corazón dentro de mi pecho al pensar en los bosques, montañas y desiertos en los que me encontraba, y en mi condición de prisionero, encerrado tras los barrotes y cerrojos del océano, en una isla desierta y sin posibilidades de evasión. Estos pensamientos me asaltaban de golpe, como una tempestad que se abatía sobre mí, en los momentos de mayor serenidad espiritual, haciéndome retorcer las manos y sollozar como un niño. A veces me sorprendía en medio del trabajo y me sentaba inmediatamente suspirando con los ojos bajos durante una o dos horas, y esto era aún peor, pues si hubiese podido irrumpir en lágrimas o expresarme en palabras, habría podido desahogarme, y el dolor se hubiera diluido por sí solo.

Pero ahora comenzaba a ejercitarme con nuevos pensamientos. Todos los días leía la palabra de Dios y aplicaba su consuelo a mi situación. Una mañana, sintiéndome muy triste, abrí la Biblia y mis ojos recayeron sobre estas palabras: «Nunca jamás te dejaré, ni te abandonaré». Inmediatamente pensé que ellas se dirigían a mí, ¿a quién si no podían referirse en forma tan pertinente, en el preciso instante en que me sentía tan triste y abandonado por Dios y por los hombres?

Pues bien —me dije— si Dios no me abandona, ¿qué importancia tiene el que todo el mundo me haya abandonado, teniendo en cuenta que, si contase con el mundo y perdiese el favor y la bendición de Dios, mi pérdida sería incomparable?



Desde ese momento comencé a convencerme de que era posible que fuese más feliz en esta situación solitaria y abandonada de lo que hubiese sido en cualquier otra circunstancia particular y con este pensamiento iba a darle las gracias a Dios por haberme conducido a este sitio. Pero no sé qué ocurrió, que de pronto me sentí turbado por un sentimiento que me impidió pronunciar las palabras de agradecimiento.

¿Cómo puedes ser tan hipócrita —me dije en voz alta— y fingir que estás agradecido por una situación de la cual deseas ser liberado de todo corazón, por grandes que sean tus esfuerzos para resignarte a ella?



Allí me detuve, y si no puedo decir que me sentía agradecido a Dios por estar allí, sinceramente le daba las gracias por haberme abierto los ojos —aunque las providencias de las cuales se había servido eran muy dolorosas— induciéndome a considerar mi vida anterior bajo otra luz y a purgar la vileza con mi arrepentimiento. No abrí ni cerré nunca la Biblia sin bendecir a Dios desde lo más profundo de mi alma, por haber inspirado a mi amigo de Inglaterra a incluirla entre mis cosas, sin que yo se lo hubiese pedido, y por haberme ayudado luego rescatarla del barco.
11. a. LORD BYRON: Don Juan, «Canto IV».

8
El joven Juan y su amante estaban abandonados

a la comunidad dulcísima de sus sentimientos.

Hasta el Tiempo despiadado hendía sus pechos

gentiles en la tristeza con su ruda guadaña.

Ansiaba verles privados de aquel solaz,

reacio al amor. Y sin embargo, no era lo suyo

envejecer, sino morir en tan dichosa primavera,

antes de que el hechizo o esperanza se hubieran dado al vuelo.
9
Sus rostros no estaban hechos para la arruga;

su sangre pura para el pasmo ni para morir su gran corazón.

El blanco gris no estaba para devastar sus cabellos

y, cual clima que ignora la nieve y el hielo,

eran todo verano. Los relámpagos podían acometer

y convertirles en ceniza, pero arrastrar una vida

larga y reptil, una decadencia penosa, no era

para ellos: carecían de sustancia idónea.
13
Haideé y Juan no pensaban en la muerte.

Cielos, aire y tierra parecían hechos para ellos

y no encontraban al Tiempo otro defecto que la rapidez.

No hallaban en sí materia de condena;

cada uno era un espejo del otro y leían sólo

la dicha centelleando en sus ojos oscuros como una gema,

sabiendo que tal claridad era reflexión

de sus miradas de amor intercambiadas.
14
La opresión gentil y el contacto emocionado,

la más mínima ojeada comprendía mejor uno a otro

que palabras que, aunque lo digan todo, nada revelan:

era todo un lenguaje que, como el de las aves,

sólo de ellos conocido, al menos se presentaba

deparando a los enamorados un inequívoco significado,

frases dulces y cariñosas que parecerían absurdas

a quienes ya no las escuchan o nunca las han oído.


11. b. VICTOR HUGO: Nuestra Señora de París, Libro IV, «Capítulo I».

«Las buenas almas»


Dieciséis años antes de la época en que tiene lugar esta historia, en una hermosa mañana del domingo de Quasimodo depositaron una criatura viva, terminada la misa, en la iglesia de Nuestra Señora, sobre la tabla elevada en el atrio, a mano izquierda, frente a la gigantesca imagen de San Cristóbal, que la estatua esculpida en piedra por Essarts contemplaba de rodillas, desde el año 1413, hasta que fueron derribados de los sitios que ocupaban. Sobre aquel tablado, era costumbre ofrecer a la caridad pública los niños expósitos, y de allí los tomaba el que quería. Delante del tablado había una bandeja de cobre para recibir las limosnas.

La criatura que yacía en el indicado sitio en la mañana de Quasimodo, en el año de gracia de 1467, excitaba la curiosidad del grupo, bastante considerable, que se había reunido alrededor del tablado; formaban ese grupo en su mayoría personas del bello sexo y casi todas ancianas.

En primera línea, y entre las más inclinadas sobre el tablado, veíanse cuatro, cuyos monjiles grises denotaban pertenecer a alguna devota cofradía. No veo motivo para que no transmita la historia a la posteridad los nombres de las cuatro discretas y venerables mujeres. Nombrábanse Inés de la Herme, Juana de la Tarme, Enriqueta la Gaultiere y Gauchére la Violette, las cuatro viudas, honestas, las cuatro de la Capilla Ettiene-Haudry, que salieron del establecimiento con permiso de la superiora cumpliendo los estatutos de Pedro de Ailly, para ir a oír el sermón.

Si tan dignas ancianas observaban los estatutos de Pedro de Ailly, violaban en cambio alegremente los de Miguel de Brache y los del cardenal de Pisa, que inhumanamente les prescribían el silencio.

—¿Por qué lo habrán dejado? —preguntaba Inés a Gauchére, contemplando al niño expósito, que berreaba y se retorcía sobre el tablado, asustado sin duda de ver tantas caras.

—¿Qué es lo que va a suceder si esto hacen los niños que nacen ahora? —exclamó Juana.

—No entiendo de chiquillos, pero creo que ha de ser pecado mirar a este.

—Esto no es un niño, Inés.

—Más parece un mono contrahecho —observaba Gauchére.

—Cosa de un milagro —repuso Enriqueta.

—Entonces este ya es el tercero desde el domingo de Laetare, porque hace ocho días que se realizó el del que se burla de los peregrinos y fue castigado por Nuestra Señora de Aubervilliers, y era ya el segundo del mes actual.

—Este chico es un verdadero monstruo de abominación —añadió Juana.

—Sus berridos son capaces de dejar sordo a un chantre. ¡Cómo chilla!

—El señor obispo de Reims envía esta enormidad al de París.

—Yo sospecho —dijo Inés— que es un avechucho, un animal, el producto de un judío y de una marrana, algo, en fin, que no es cristiano y que es preciso arrojar al agua o al fuego.

—Estoy segura de que nadie querrá recogerlo.

—¡Ay Dios mío! —murmuró Inés— ¡No faltaba más que se lo entregasen a las nodrizas de la Inclusa para que criasen a semejante monstruo! Mejor daría yo de mamar a un vampiro.

—¡Qué inocente es Inés! —repuso Juana— ¿Pues no veis que este monstruo debe de tener cuatro años lo menos y que mejor se cogería a un cabrito que a una teta?…



No era, en efecto, recién nacido aquel monstruo (no podemos calificarlo de otra manera). Era una pequeña masa, muy angulosa y movediza, aprisionada en un saco de lienzo, dirigido a nombre del señor Guillermo Chartier, obispo de París, con una cabeza que salía de dicho saco. Era deforme esa cabeza, sólo se veían en ella un bosquecillo de pelos rojos, un ojo, una boca y dientes: el ojo lloraba, la boca gritaba y los dientes deseaban morder; y el conjunto se revolvía dentro del saco, con asombro de los curiosos, que se renovaban sin cesar alrededor del tablado.

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