Alejandro dumas



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Una mañana entró mi padre en mi aposento con aire más suave que de costumbre, si bien su gravedad iba mezclada con alguna apariencia de alegría.

-Hija mía -me dijo-: siempre me has protestado que serías dicho­sa no abandonándome jamás.

-Sí, padre mío -exclamé-; ya lo sabéis, el permanecer siempre a vuestro lado es mi mayor deseo.

-Pues bien, mi Diana -siguió inclinándose para darme un beso en la frente-, de ti sola depende que ese deseo se realice.

Sospeché lo que iba a decirme Y me puse tan pálida, que mi padre se detuvo antes de que sus labios tocaran mi frente.

-¡Diana! ¡hija mía! -excla­mó-, ¡Dios mío! ¿qué te sucede?

-M. de Monsoreau, ¿no es ver­dad? -dijo yo.

-¿Qué? -preguntó mi padre ad­mirado.

-¡Oh! jamás, padre mío, si te­néis alguna compasión de vuestra hija, ¡nunca!

-Diana, amor mío -dijo-, no es compasión la que te tengo, es idolatría, bien lo sabes: toma ocho días para reflexionar, y si al cabo de esos ocho días...

-¡Oh! no, no -exclamé-, ni ocho días, ni veinticuatro horas, ni un minuto, ¡oh! no, no, no.

Y me deshice en lágrimas.

Mi padre me adoraba, nunca me había visto llorar; me cogió en sus brazos, dándome su palabra de ca­ballero de que no me volvería a hablar de matrimonio.

Efectivamente, un mes transcurrió sin que viese a M. de Monsoreau ni oyese hablar de él. Una mañana re­cibirnos mi padre y yo una esquela de convite para un gran baile que M. de Monsoreau debía dar en obse­quio del hermano del rey, que ha­bía ido a visitar la provincia cuyo título llevaba. La función debía efec­tuarse en los salones de la Munici­palidad de Angers.

Con la esquela de convite recibi­mos una invitación personal del prín­cipe, el cual escribía a mi padre, que recordaba haberle visto en la corte del rey Enrique, y que tendría mucho gusto en volverle a ver.

Mi primer movimiento fue rogar a mi padre que no aceptase el con­vite, y seguramente habría insisti­to, si la invitación hubiese sido echa solamente a nombre de M. de Monsoreau; mas también la hacía el príncipe, y mi padre temió ofender a Su Alteza con una negativa.

Asistimos, pues, a la función: M. de Monsoreau nos recibió como si nada hubiera pasado entre nosotros; su conducta con respecto a mí m fue indiferente ni afectada; me ob­sequió como a todas las demás se­ñoras y tuve un placer al notar que no era objeto de ninguna distinción buena ni mala de su parte.

No me sucedió lo mismo con el duque de Anjou. Desde que me vio, sus miradas se fijaron en mí y no las apartó en toda la noche. Yo me sentía disgustada bajo el peso de aquellas miradas, y sin decir a mi padre la causa que me hacía desear salir del baile, insistí tanto en ello, que en efecto, nos retiramos de los primeros.

Tres días más tarde, M. de Mon­soreau se presentó en Meridor; le vi desde lejos en la alameda del castillo y me retiré a mi cuarto.

Temía que mi padre me hiciese llamar, pero no ocurrió así.

Al cabo de medio hora vi salir a M. de Monsoreau sin que nadie me hubiese anunciado su visita.

Hubo más, mi padre no me habló de ella, y desde entonces creí notar en él más severidad que de costum­bre.

De este modo pasaron algunos días, hasta que uno de ellos, vol­viendo de pasear por las inmedia­ciones, me dijeron que M. de Mon­soreau estaba con mi padre. El ba­rón había preguntado dos o tres veces por mí, informándose con in­quietud acerca del punto donde ha­bía dirigido mi paseo, y dando or­den para que se le avisase tan pronto como volviera.

En efecto, apenas me había reti­rado a mi cuarto, entró mi padre.

-Hija mía -dijo-, un motivo que no tienes necesidad de saber, me obliga a separarme de ti por algunos días: no me preguntes nada; piensa tan sólo que este motivo debe ser muy poderoso, cuando me deter­mina a pasar una semana, quince días, tal vez un mes, sin verte.

Me estremecí, aunque no podía adivinar a qué peligro estaba ex­puesta. Mas las dos visitas de M. de Monsoreau no me anunciaban nada bueno.

-¿Y dónde debo ir, padre mío? -pregunté.

-Al castillo de Lude, con mi her­mana, en cuya casa vivirás oculta a los ojos de todos, procurándose además que llegues allá de noche.

-¿No me acompañáis?

-No: debo quedarme para evi­tar toda sospecha; hasta los sirvien­tes de la casa deben ignorar adónde vas.

-¿Pero quién me conducirá?

-Dos hombres de cuya fidelidad estoy seguro.

-¡Oh, Dios mío! ¡querido padre!

El barón me abrazó.

-Hija mía -continuó- es ne­cesario.

Estaba tan segura del amor de mi padre, que no insistí más ni le pedí otra explicación: quedamos en que me acompañaría Gertrudis, la hija de mi nodriza.

Mi padre salió diciéndome que estuviese dispuesta para el primer aviso.

A las ocho vino a buscarme: la noche estaba obscura y fría: era una de las más largas del invierno. Yo estaba ya dispuesta; bajamos sin hacer ruido, atravesamos el jardín, mi padre abrió una puerta que daba al bosque y allí hallamos una li­tera y dos hombres.

Hablóles mi padre por largo tiem­po, recomendándome a ellos según me pareció; después ocupé mi asien­to en la litera; Gertrudis se sentó a mi lado, abrazóme el barón por úl­tima vez y emprendimos la marcha.

Ignoraba yo qué especie de peli­gro me amenazaba obligándome a dejar el castillo de Meridor. Pregun­té a Gertrudis, pero tampoco lo sa­bía: no conociendo a mis conduc­tores, no me atreví a dirigirles la palabra. Caminábamos, pues, silen­ciosamente y por caminos extravia­dos, cuando al cabo de dos horas de marcha, en el momento en que, no obstante mi inquietud, comen­zaba a entregarme al sueño que el traqueteo pausado y monótomo de la litera me causaba, desperté al mo­vimiento que hizo ésta deteniéndose, y al sentir que Gertrudis me asía del brazo.

-¡Oh, señorita! -dijo la pobre muchacha-, ¿qué pasa?

Saqué la cabeza por entre las cor­tinas y vi que estábamos rodeadas por seis hombres a caballo y enmas­carados: los nuestros, que habían intentado defenderse, estaban desar­mados y presos.

Yo estaba demasiado asustada para llamar en mi socorro; por otra parte, ¿quién hubiera acudido a nuestros gritos?

El que parecía jefe de los enmas­carados se acercó a la portezuela y me dijo:

-Tranquilizaos, señorita, no se os hará ningún daño; pero es pre­ciso que vengáis con nosotros.

-¿Y adónde? -pregunté.

-Adonde lejos de tener nada que temer seréis tratada como una reina.

Esta promesa me espantó más que si hubiera sido una amenaza.

-¡Oh, padre mío, padre mío! -murmuré.

-Señorita -me dijo en voz baja Gertrudis-, yo conozco este terre­no, soy fiel, soy robusta; malo será que no podamos escapar.

Esta seguridad que me daba una pobre criatura no podía tranquili­zarme. Sin embargo, es tan gran con­suelo verse una sostenida en sus es­peranzas, que recobré algún tanto el ánimo.

-Haced de nosotras lo que os plazca, señores -respondí-: so­mos dos pobres mujeres y no pode­mos defendernos.

Uno de los hombres se apeó del caballo, ocupó el asiento de nues­tro conductor y cambió la dirección de la litera.

Como puede comprenderse, Bussy escuchaba la narración de Diana con la atención más profunda; las pri­meras emociones de un amor na­ciente van siempre acompañadas de un afecto casi religioso a la persona a quien empezamos a amar; la mu­jer a quien nuestro corazón elige es elevada por esta elección a una es­fera superior a las demás mujeres, donde se purifica y diviniza al paso que crece su dominio sobre nos­otros; cada uno de sus gestos es un favor que nos concede, cada una de sus palabras una nueva gracia; si nos mira, nos regocija; si se son­ríe, nos extasía.

El joven había, pues, dejado a la hermosa narradora referir la histo­ria de toda su vida sin atreverse a interrumpirla; cada uno de los por­menores de aquella vida, de la cual, según sus presentimientos, estaba destinado a cuidar, tenía para él un gran interés.

Escuchaba las palabras de Diana con muda ansiedad, como si de cada una de ellas hubiese dependido su existencia.

Así, cuando la joven se detuvo un momento, no pudiendo ya disi­mular la doble emoción que experi­rnentaba, emoción en la cual lo pre­sente reunía en sí todos los recuer­dos de lo pasado, Bussy no se sintió con fuerzas para resistir a su in­quietud, y cruzando las manos, dijo:

-¡Oh! continuad, señora, conti­nuad.

Era imposible que Diana dejase de conocer el interés que inspiraba; la voz, los ademanes, la expresión del semblante de Bussy, todo estaba en armonía con la súplica que sus palabras contenían. Diana se sonrió tristemente y continuó de este modo:

-Caminamos así tres horas poco más o menos; luego la litera se de­tuvo; abrióse una puerta; oí pro­nunciar algunas palabras a mis con­ductores, dirigidas a los que al pa­recer nos esperaban; la litera em­prendió de nuevo su marcha y en el sonido cavernoso que hacían las ruedas, conocí que atravesábamos un puente levadizo. No me engaña­ba; dirigí una mirada a la parte ex­terior de la litera, y advertí que estábamos en el patio de un castillo.

¿Qué castillo era ése? Ni Gertru­dis ni yo lo sabíamos. Muchas ve­ces en el camino habíamos tratado de orientarnos, pero no habíamos visto más que un bosque sin lími­tes. Verdad es que ambas convini­mos en que nos hacían dar un rodeo a propósito para que no pudiéramos adivinar dónde nos encontrábamos.

Abrióse por fin la portezuela de nuestra litera y el mismo hombre que ya había hablado, nos invitó a bajar.

-Obedecí en silencio. Dos hom­bres, que seguramente eran del cas­tillo, llegaron a recibirnos con ha­chas de viento.

Como me lo habían prometido, nuestro cautiverio se anunciaba, por desgracia, acompañado de las ma­yores atenciones.

Seguimos a los hombres de las antorchas, los cuales nos condujeron a un dormitorio, ricamente adorna­nado, y que por la elegancia y por el estilo, parecía haber sido amue­blado en la época más brillante del reinado de Francisco I.

Nos esperaba una ligera cena en una mesa suntuosamente servida.

-Estáis en vuestra casa, señorita -me dijo el hombre que ya me había dirigido dos veces la pala­bra-, y como os serán necesarios los cuidados de una doncella, la vuestra no se separará de vos, su cuarto está contiguo a éste.

Gertrudis y yo nos dirigimos mu­tuamente una mirada de alegría.

-Siempre que necesitéis algo -prosiguió el hombre enmascara­do-, no tenéis que hacer más que llamar con la aldaba de esta puerta, y un criado que estará constante­mente en la antesala, vendrá a po­nerse a vuestras órdenes.

Esta aparente atención demostra­ba que teníamos un centinela de vista.

El hombre enmascarado hizo un saludo y salió cerrando la puerta con llave.

Permanecimos por un instante in­móviles mirándonos a la luz de dos candelabros, que iluminaban la mesa donde estaba la cena. Gertrudis qui­so hablar; yo le hice seña con el dedo para que callase, por temor de que alguno nos estuviera escuchan­do.

La puerta del cuarto que nos ha­bían dicho ser el destinado para Gertrudis estaba abierta. A las dos se nos ocurrió al mismo tiempo la idea de reconocerlo. Gertrudis tomó un candelabro y ambas entramos de puntillas.

Era un gabinete espacioso, desti­nado sin duda para tocador de la persona que habitase el cuarto de dormir de que habíamos salido. Te­nía una puerta paralela a la de la otra habitación por donde habíamos entrado; esta segunda puerta estaba, como la primera, adornada de una aldabita que tenía debajo un clavo de metal. Clavos y aldabas parecían obra de Benvenuto Cellini.

Era indudable que las dos puer­tas daban a la misma antesala.

Gertrudis acercó la luz a la ce­rradura: estaban echadas las dos vueltas de la llave.

Estábamos presas.

Cuando dos personas, aunque sean de condiciones desiguales, se encuen­tran en la misma situación y expues­tas al mismo peligro, tienen una in­creíble comunidad de pensamientos y prescinden con facilidad extraor­dinaria de explicaciones secundarias y de palabras inútiles.

Gertrudis se acercó a mí y dijo en voz baja:

-¿Habéis observado, señorita, que no hemos subido más que cinco escalones desde el patio?

-Sí -contesté yo.

-Estamos, pues, en un cuarto bajo.

-Sin duda.

-De suerte -añadió bajando más la voz y fijando la vista en las ventanas-, de suerte que...

-Si esas ventanas no tuviesen hie­rros. . . -interrumpí yo.

-Sí, y si tuvieseis valor...

-Ánimo -exclamé-; tranquilí­zate, querida, le tendré.

Entonces Gertrudis puso un dedo en la boca.

-Sí, sí, entiendo -le dije.

Gertrudis me hizo seña de que no me moviese de donde estaba y fue a dejar el candelabro sobre la mesa del dormitorio.

Yo había conocido ya su inten­ción y me había acercado a la ven­tana, buscando el resorte para abrir­la.

Halléle, o más bien le encontró Gertrudis, y la ventana se abrió.

Lancé un grito de gozo, la ven­tana no tenía hierros.

Pero ya Gertrudis había observa­do la causa de esta pretendida ne­gligencia de nuestros carceleros; un ancho estanque bañaba el pie de la pared; diez pies de agua nos guar­daban mejor, por cierto, que pudie­ran hacerlo gruesos barrotes de hie­rro en la ventana.

Pero al fijar la vista en las ori­llas del estanque, reconocí un paisa­je que me era familiar; nos hallába­mos prisioneras en el castillo de Beaugé, adonde, como ya he dicho, había ido muchas veces con mi pa­dre y adonde un mes antes había sido conducida el día de la muerte de mi pobre Dafne.

El castillo de Beaugé pertenecía al duque de Anjou.

Entonces, iluminada mi mente como por el resplandor de un rayo, comprendí todo.

Miraba el estanque con sombría satisfacción; era mi último recurso contra la violencia; era mi último asilo contra la deshonra.

Volvimos a cerrar la ventana y me arrojé vestida sobre la cama, mientras Gertrudis se acomodaba en un sillón a los pies.

Veinte veces en aquella noche des­perté sobresaltada y agitada por un miedo espantoso; pero nada justifi­caba este terror sino la situación en que me encontraba; por el contra­rio, todos dormían o aparentaban dormir en el castillo, y ningún otro ruido, exceptuando el canto de las aves acuáticas, interrumpía el silen­cio de la noche.

Amaneció: la luz del día, despe­jando el paisaje del aspecto espan­toso que le daba la obscuridad, vino a confirmar mis temores: la huida era imposible sin ser auxiliadas por la parte exterior; ¿y de dónde po­dría venirnos este auxilio?

A las nueve de la mañana llama­ron a nuestra puerta; me retiré al aposento de Getrudis, diciéndole que permitiese que abrieran.

Los que llamaban, a quien pu­de ver por la cerradura de la puer­ta de comunicación, eran nuestros raptores del día anterior: iban a llevarse la cena, a la cual no ha­bíamos tocado, y a servirnos el al­muerzo.

Gertrudis les hizo algunas pregun­tas; pero ellos salieron sin contestar.

Luego que se marcharon entré yo; todo me lo explicaba nuestra es­tancia en el castillo de Beaugé y el aparente respeto que se nos demos­traba.

El duque de Anjou me había vis­to en el baile de M. de Monsoreau; el duque de Anjou se había enamo­rado de mí; advertido mi padre, y queriendo librarme de sus asechan­zas, habíame hecho salir de Meri­dor; mas vendido, bien por un cria­do infiel o bien por una casualidad desgraciada, su precaución había sido inútil, cayendo yo en poder del hombre de quien en vano había tra­tado de libertarme.

Detúveme en esta idea, la única verosímil, y en realidad, la única verdadera

Cediendo a las súplicas de Gertru­dis, bebí una taza de leche y comí un poco de pan.

Invertimos la mañana en formar planes insensatos de fuga. Y, sin embargo, a cien pasos de nosotros podíamos ver una barca con sus re­mos amarrada a las cañas que guar­necían el estanque. Indudablemente si esta barca hubiera estado al al­cance de nuestro brazo, mis fuer­zas, exaltadas por el terror y unidas a las fuerzas naturales de Gertru­dis, habrían bastado para librarnos del cautiverio.

Nadie nos molestó en toda la ma­ñana. Sirviéronnos la comida como nos habían servido el almuerzo. Yo me caía de debilidad. Me senté a la mesa, servida por Gertrudis so­lamente, porque nuestros carceleros, apenas dejaban los manjares, se re­tiraban. Pero de repente, al partir el pan, descubrí un billete.

Abríle precipitadamente; contenía tan sólo dos líneas:

"Un amigo vela por vos: maña­na tendréis noticias suyas y de vues­tro padre."

Fácil es conocer cuán grande fue mi alegría: el corazón parecía que­rer salírseme del pecho.

Enseñé el billete a Gertrudis, y pasamos el resto del día aguardan­do a que se realizara la promesa que nos hacía nuestro amigo descono­cido.

Pasamos la segunda noche en la misma intranquilidad que la prime­ra. Llegó la hora del almuerzo, es­perada por mí impacientemente, por­que no dudaba hallar en el pan otro billete.

No me engañé: esta nueva carta estaba concebida en la forma que sigue:

"La persona por quien habéis sido robada llega al castillo de Beau­gé esta noche a las diez; pero el amigo que vela por vos se hallará al pie de vuestra ventana a las nue­ve con una carta de vuestro padre, que os inspirará la confianza que sin ella tal vez no concederíais al portador; quemad este billete."

Leí y releí esta carta; luego la arrojé al fuego siguiendo el consejo que en ella se me daba. La letra me era por completo desconocida; y lo confieso, ignoraba quién podía ser el autor.

Gertrudis y yo nos perdíamos en conjeturas: cien veces nos asoma­mos aquel día a la ventana por ver si veíamos a alguna persona por las inmediaciones del estanque o en la espesura del bosque; pero todo es­taba desierto.

Una hora después de la comida llamaron a nuestra puerta; era la primera vez que trataban de entrar a horas diferentes de las de comer; sin embargo, como no teníamos me­dio alguno de encerrarnos por den­tro, fuerza nos fue dejar entrar al que llamaba.

Era éste el hombre que nos ha­bló a la puerta de la litera y en el patio del castillo. No pude co­nocerle por el rostro, porque estaba enmascarado cuando nos habló; pero a las primeras palabras le reco­nocí en la voz. Lo primero que hizo fue entregarme una carta.

-¿De parte de quién? -le pre­gunté.

-Tomaos, señorita, el trabajo de leerla y lo veréis.

-Pero yo no puedo leer esta car­ta sin saber de quién es.

-Sois dueña, señorita, de hacer lo que os plazca. He recibido orden de entregaros esta carta y la pongo a vuestros pies; vos la recogeréis si os dignáis hacerlo.

Y, en efecto, el hombre, que pa­recía escudero, dejó la carta en un taburete en que se apoyaban mis pies y se ausentó.

-¿Qué hacemos? -pregunté a Gertrudis.

-Si me atreviese a daros un con­sejo, señorita, diría que debíais leer esa carta. Acaso nos anuncia algún peligro que podamos evitar.

El consejo era tan racional, que mudé de intención y leí la carta. Diana interrumpió en aquel mo­mento su narración, se levantó, abrió un pequeño armario de esos a las cuales hemos conservado el nombre italiano de stipo, y sacó la carta de una cartera de seda. Bussy dirigió una mirada al sobre y leyó:

"A la hermosa Diana de Meri­dor."

Luego, mirando a la joven, dijo:

-Ese sobre es de letra del duque de Anjou.

-¡Ah! -contestó Diana dando un suspiro-: no me había yo equi­vocado.

Después, como Bussy vacilase en abrir la carta:

-Leed -le dijo-; el azar os ha hecho de una vez sabedor de las acciones más íntimas de mi vida; no debo tener secretos para vos.

Bussy obedeció y leyó lo que sigue:

"Un desdichado príncipe, a quien vuestra divina beldad ha herido en el corazón, vendrá esta noche a pe­diros perdón de su conducta con vos, conducta que, él mismo lo com­prende, no tiene más disculpa que el amor irresistible que os profesa.

"FRANCISCO."

-¿De modo que esta carta era del duque de Anjou? -preguntó Diana.

-¡Ah! sí -repuso Bussy-; es­tas son su letra y su firma.

Diana suspiró y dijo en vos baja:

-¿Será menos culpable de lo que yo creía?

-¿Quién? ¿el príncipe? -inte­rrogó Bussy.

-No, él, el conde de Monsoreau.

Esta vez fue Bussy quien suspiró.

-Proseguid, señora -dijo-, y juzgaremos al príncipe y al conde.

-Esta carta, que yo no tenía en­tonces ningún motivo para conside­rar apócrifa, puesto que su conte­nido se conciliaba tan bien con mis propios temores, me demostraba, como había previsto Gertrudis, el peligro a que me hallaba expuesta, y hacía mucho más preciosa la inter­vención del amigo desconocido que me ofrecía su auxilio en nombre de mi padre.

Comenzaron de nuevo nuestras in­vestigaciones: no dejábamos de mi­rar al estanque y a la parte del bos­que que daba frente a nuestras ven­tanas. Pero en toda la extensión de terreno que podía alcanzar nuestra vista, no observamos nada que pu­diera tener relación con nuestras esperanzas.

Llegó la noche, mas como estába­mos en el mes de enero y anoche­cía temprano, todavía faltaban cua­tro o cinco horas hasta el momento decisivo. Esperamos ansiosamente.

Era aquélla una de las hermosas noches de invierno que, a no ser por el frío, no se diferencian en nada de las de fines de primavera o principios de otoño; el cielo bri­llaba tachonado de innumerables es­trellas, y la luna, en creciente, ilu­minaba el paisaje con su argentada luz; abrimos la ventana del cuarto de Gertrudis, que en todo caso de­bía de estar menos vigilado que el mío.

A las siete subió del estanque un ligero vapor; mas semejante a un velo de transparente gasa, no nos impedía la vista de los demás obje­tos: tal vez esto consistía más bien que en la transparencia de la niebla, en lo habituados que estaban nues­tros ojos a las tinieblas: ello es que todavía podíamos divisar lo que pa­sara en el bosque y en el estanque.

Como nada nos ayudaba a medir el tiempo, no sabré decir qué hora sería cuándo creímos ver varias som­bras agitarse al extremo del bosque. Parecía que aquellas sombras se iban acercando con precaución, guarne­ciéndose detrás de los árboles que más obscuridad prestaban. Tal vez habríamos pensado que no eran sino ilusiones de nuestra cansada vista, si el relincho de un caballo, atrave­sando el espacio, no hubiese llegado a nuestros oídos.

-Son nuestros amigos -murmu­ró Gertrudis.

-O el príncipe -añadí yo.

-¡Oh! -repuso mi doncella-, el príncipe no se ocultaría.

Esta reflexión tan sencilla disipó mis sospechas y me tranquilizó.

Redoblamos nuestra atención.

Avanzó un hombre solo; pareció­me que se separaba de un grupo de hombres ocultos detrás de los ár­boles.

Aquel hombre se encaminó direc­tamente a la barca, la desamarró, entró en ella, y haciéndola deslizar­se rápidamente sobre el agua, se adelantó en silencio hacia nuestra ventana.

A medida que avanzaba, mis ojos hacían esfuerzos más violentos para penetrar la obscuridad.

Primero por la alta estatura de aquel hombre, y luego por los mar­cados y sombríos rasgos de su fiso­nomía, me pareció el conde de Mon­soreau; en fin, cuando se halló a diez pasos de nosotras, no me que­daba la más leve duda.

Entonces temí casi tanto el soco­rro como el peligro.

Quedé muda e inmóvil, apoyada en el hueco de la ventana y oculta a la vista del conde. Cuando éste llegó a la pared, ató la barca a un anillo, y poco después vi aparecer su cabeza a la altura de nuestra ven­tana.

No pude contener un grito.

-¡Ah! perdonad -exclamó el conde de Monsoreau-, creí que me esperabais.

-Esperaba a uno, caballero; mas no sabía que ese uno erais vos.

El conde se sonrió con ironía.

-¿Quién, pues -dijo-, sino yo o vuestro padre velaría por vuestro honor?

-En la carta que me habéis es­crito decíais que mi padre os en­viaba.

-Sí, señora, y como preví que dudaríais que se me hubiese con­fiado la misión de salvaros, traigo conmigo una carta del barón.

Y el conde me dio un papel.

No habíamos encendido bujías ni candelabros, con el objeto de estar más libres para hacer en las tinie­blas lo que las circunstancias exi­giesen.


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