Alejandro dumas



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Ya sabéis todo lo que se relacio­na con este caballero, pues erais vos.

-Al contrario, señora -dijo Bus­sy, que por la narración que la jo­ven hiciese esperaba descubrir algún secreto de su corazón-, al contra­rio, no sé más que el combate, pues que terminado éste me desmayé.

-Es inútil deciros -exclamó Diana, sonrojándose un poco- el interés con que miramos aquél com­bate tan desigual y con tanto valor sostenido; cada episodio del com­bate nos hacía estremecer y nos arrancaba un grito o una súplica al cielo. Cuando vimos que vuestro ca­ballo cayó, os dimos por perdido; pero no era nada, el valiente Bussy merecía su reputación, caísteis de pie y no tuvísteis necesidad de le­vantaros para herir a vuestros ene­migos; en fin, cercado, amenazado por todas partes os retirasteis como el león haciendo frente a vuestros adversarios y vinisteis a apoyaros en la puerta; entonces Gertrudís y yo tuvimos la misma idea, que fue la de bajar y abrir. Ella me miró; sí, le dije, y ambas nos dirigimos a la escalera. Mas como os he dicho, ha­bíamos atrancado todas las puertas .y antes que pudiéramos abrirnos paso, oímos que se cerraba la de la calle.

Quedamos inmóviles. ¿Quién era la persona que acababa de entrar? ¿cómo había entrado?

Me apoyé en Gertrudis y aguardé en silencio.

Muy luego, oímos ruido de pasos en el patio: el ruido se acercaba; presentóse un hombre al extremo de la escalera, vaciló, extendió los bra­zos y cayó desmayado exhalando un sordo gemido.

Era indudable que aquél hombre no había sido perseguido hasta allí; que había puesto entre su persona y las espadas de sus adversarios la puerta tan felizmente dejada abierta por el duque de Anjou; y que, he­rido peligrosa o quizá mortalmente, había venido a caer al pie de la escalera.

En todo caso, nada teníamos qué temer; por el contrario, aquél hom­bre necesitaba de nuestro auxilio.

-¡La lámpara! -dije a Gertru­dis.

Salió Gertrudis y volvió con la luz.

No nos habíamos engañado; es­tabais desmayado. Vimos que erais el mismo caballero que tan valiente­mente se había defendido, y nos de­cidimos a socorreros.

En un momento os llevamos a mi cuarto y os tendimos en mi cama.

Continuabais desmayado, de modo que nos pareció urgente lla­mar a un médico. Gertrudis recordó haber oído hablar de una cura ma­ravillosa, realizada algunos días an­tes por un joven facultativo de la calle... de la calle de Beautreillis, y sabiendo las señas de su casa se ofreció a ir en su busca.

-Pero -dije-, ese joven puede descubrir nuestro secreto.

-Tranquilizaos -respondió Ger­trudis-, yo tomaré mis precaucio­nes.

Gertrudis es una muchacha vale­rosa y prudente a un mismo tiempo, y yo me fié por completo de ella. Tomó dinero, una llave y un puñal, y me dejó sola a vuestro lado... y orando por vos.

-¡Ah! -dijo Bussy-, no sabía, señora, que tanta había sido mi dicha.

-Un cuarto de hora después vol­vió Gertrudis con el joven doctor, que había consentido en todo y la seguía con los ojos vendados.

Permanecí en el salón mientras que ella le guiaba hasta la alcoba y allí le permitió que se quitase el pañuelo de los ojos.

-Es verdad -dijo Bussy-, en­tonces fue cuando, recobrando yo el conocimiento, dirigí la vista a vuestro retrato y me pareció que os veía entrar.

-Y entré, efectivamente; mi in­quietud fue más poderosa que mi prudencia: hice algunas preguntas al doctor, el cual, después de haber examinado vuestra herida, me con­soló diciendo que respondía de vos.

-Todo eso -dijo Bussy-, ha quedado grabado en mi memoria, pero a manera de un sueño; y, sin embargo, -añadió llevando la mano a su corazón-, una voz interior me decía que no había soñado.

-El cirujano, luego que curó y vendó vuestra herida, sacó del bol­sillo un frasquito que contenía un licor encarnado, y vertió algunas gotas en vuestra boca, diciéndome que era un elixir que había com­puesto y que tenía la virtud de con­ciliar el sueño y combatir la fiebre.

En efecto, un instante después de haber tomado el brebaje, cerrasteis de nuevo los ojos y caísteis en la especie de letargo de que poco an­tes habíais salido.

Me asusté; pero el doctor me tran­quilizó, diciendo que todo marcha­ba bien y que no había que hacer más que dejaros dormir.

Gertrudis le vendó de nuevo los ojos y le llevó hasta la puerta de su casa.

Aunque no hizo resistencia, Ger­trudis creyó advertir que contaba los pasos.

-Efectivamente, señora -dijo Bussy-; los contó.

-Esta suposición me asustó y considerando que aquél joven po­dría descubrirnos, resolvimos hacer desaparecer todas las señales de la hospitalidad que os habíamos dado; Pero para esto lo primero y más importante era haceros desaparecer a vos.

Reuní todo mi valor; eran las dos de la mañana y las calles se halla­ban desiertas. Gertrudis os levantó en sus brazos, yo la ayudé y entre las dos os llevamos hasta el borde del foso del Temple.

Después nos volvimos asustadas del atrevimiento con que habíamos salido de casa dos mujeres solas, a una hora en que los hombres mis­mos van acompañados.

Dios velaba por nosotras. No ha­llamos a nadie y entramos en casa sin que nadie nos viera.

Al entrar sucumbí bajo el peso de mi emoción y me desmayé.

-¡Oh, señora, señora! -exclamó Bussy cruzando las manos-, ¿cómo podré agradecer bastante lo que ha­béis hecho por mí?

Hubo un momento de silencio, durante el cual Bussy no apartó de Diana sus ardientes miradas. La jo­ven apoyó el codo sobre la mesa y dejó caer la cabeza sobre la mano.

En medio de aquel silencio se oyó sonar el reloj de la iglesia de Santa Catalina.

-¡Las dos! -dijo Diana estre­meciéndose-, ¡las dos y vos aquí!

-¡Oh, señora! -exclamó Bussy en actitud de ruego-, no me despi­dáis sin habérmelo contado todo. No me arrojéis de vuestra presencia sin haberme explicado los medios por los cuales puedo seros útil. Suponed que Dios os ha dado un hermano y decid a ese hermano lo que por su hermana puede hacer.

-¡Ah! nada ya -repuso Dia­na-, es demasiado tarde.

-¿Qué sucedió al día siguiente? -preguntó Bussy-; ¿qué hicisteis durante aquél día, en el cual yo no pensé sino en vos, aun sin estar con­vencido de que no fueseis un sueño de mi delirio, una visión de mi fie­bre?

-Aquél día -contestó Diana­ salió Gertrudis y encontró a Auri­lly, el cual hizo más instancias que nunca, y sin hablar palabra de lo que había pasado la noche antes, pidió a nombre de su amo una en­trevista.

Gertrudis aparentó que consentía, mas pidió de plazo hasta el miérco­les siguiente, es decir, hasta hoy, para hacer que me resolviese a re­cibir al príncipe.

Aurilly prometió que su amo es­peraría hasta el miércoles, por más que le costase el aguardar.

Teníamos, pues, tres días para evi­tar la desgracia que me amenazaba.

Por la noche volvió M. de Mon­soreau.

Le contamos todo, excepto lo que con vos se relacionaba; le dijimos que el día antes había abierto el duque la puerta con una llave falsa, pero que en el momento de entrar había sido atacado por cinco caballeros, entre los cuales se hallaba M. de Epernon y de Quelus.

Le indiqué estos nombres porque los había oído pronunciar.

-Sí, sí -dijo el conde-, ya he oído hablar de eso. ¿Conque tiene una llave falsa? ya me lo sospecha­ba yo.

-¿No podríamos cambiar la ce­rradura? -pregunté.

-Mandaría hacer otra llave -contestó el conde.

-¿Y si pusiéramos cerrojo en la puerta?

-Vendría con diez hombres y derribaría la puerta y los cerrojos.

-¿Pero y ese acontecimiento que según me habéis dicho debía poner al duque bajo vuestra dependencia?

-Se ha aplazado y no sé cuándo se realizará.

Quedéme sin saber qué decir; co­rríame el sudor por la frente, y único mi interior comprendía que el único, medio de librarme del duque de Anjou era dar la mano de esposa al conde.

-Caballero -le dije-, el duque, y en su nombre su confidente, ha prometido esperar hasta el miércoles por la noche: yo os pido de plazo hasta el martes.

-Señora -repuso el conde-, el martes por la noche a esta misma hora estaré aquí.

Y sin añadir una palabra más se levantó y se retiró.

Seguíle con la vista y noté que en vez de alejarse, se ocultaba en el ángulo obscuro del palacio de Tournelles, cual si a velar por mí toda la noche estuviera resuelto.

Cada prueba de adhesión que me daba este hombre era como una nueva puñalada para mi corazón.

Pasó el plazo de los dos días con la rapidez de un momento, sin que nada turbase nuestra soledad; pero lo que yo sufrí en ellos, viendo vo­lar las horas, es imposible descri­birlo.

Cuando llegó la noche del segun­do día yo me sentía helada; pare­cía que todos los sentidos se habían ido amortiguando poco a poco en mí. Inmóvil e insensible como una estatua, sólo mi corazón palpitaba, y el resto del cuerpo parecía haber dejado de vivir.

Gertrudis se había asomado a la ventana: yo, sentada donde ahora estoy, me pasaba de cuando en cuan­do el pañuelo por la frente, que tenía bañada en sudor.

De improviso Gertrudis extendió la mano hacia mí; pero aquel ade­mán que en otra ocasión me hubie­ra hecho saltar al instante de la si­lla, no produjo en mí el menor mo­vimiento.

-¡Señora! -dijo Gertrudis.

-¡Qué! -respondí yo.

-Cuatro hombres... veo cuatro hombres... se acercan a la casa... abren la puerta... entran.

-Que entren -contesté sin ha­cer el menor movimiento.

-Pero sin duda son el duque de Anjou y Aurilly con sus criados.

Por única respuesta saqué el pu­ñal y lo puse cerca de mí sobre la mesa.

-¡Oh! dejad siquiera que vea si son ellos -dijo Gertrudis lanzán­dose hacia la puerta.

-Míralo -respondí.

Un momento después volvió a en­trar diciendo:

-Señorita, es el señor conde.

Guardé el puñal en el pecho sin hablar una palabra y sin hacer más movimiento que el necesario para mirar al conde.

Indudablemente mi palidez le asustó.

-¿Qué me dice Gertrudis? -ex­clamó-, ¿qué habéis creído que era el duque, y que si hubiese sido os habríais dado muerte?

Era la primera vez que le veía conmovido; mas no sé si su emo­ción era real o fingida.

-Gertrudis ha hecho mal en de­ciros eso, caballero -dije yo-, y puesto que no es el duque de An­jou quien ha venido, todo va bien.

Hubo un instante de silencio.

-¿Y sabéis que no he venido solo? -dijo el conde.

-Gertrudis ha visto cuatro hom­bres.

-¿Adivináis quiénes sean?

-Presumo que el uno es el sa­cerdote y que los otros dos son nues­tros testigos.

-Es decir, que estáis dispuesta a darme la mano de esposa.

-¿No es cosa convenida? Yo me acuerdo bien del trato que cele­bramos. Convinimos en que el ma­trimonio no se efectuaría sino en presencia de mi padre, excepto en el caso de urgencia reconocida por mí.

-Recuerdo perfectamente esta condición, señorita; y ahora ¿creéis que hay urgencia?

-Creo que sí.

-Así, pues ...

-Así, pues, estoy dispuesta a ca­sarme con vos, caballero; pero te­ned presente que no seré en reali­dad vuestra mujer hasta que no haya visto a mi padre.

El conde arrugó el entrecejo y se mordió los labios.

-Señorita -dijo-, no trato de forzar vuestra voluntad; la palabra que me habéis dado os la devuelvo; sois libre. Pero...

Aproximóse a la ventana, dirigió sus miradas a la calle y volviéndose a mí, añadió:

-Mirad.

Levantéme movida por la pode­rosa atracción que nos impulsa a convencernos de nuestra desgracia, v debajo de la ventana había un hombre embozado en una capa, y que parecía buscar un medio de pe­netrar en la casa.



-¡Oh! -exclamó Bussy-, ¿y decís que eso fue ayer?

-Sí, conde, ayer, a las nueve de la noche.

-Continuad -repuso Bussy.

-Al cabo de un instante se reu­nió con el primero otro hombre que tenía una linterna en la mano.

-¿Qué pensáis de esos dos hom­bres? -preguntó M. de Monsoreau.

-Pienso -contesté-, que son el duque y su confidente.

Bussy exhaló un gemido.

-Ahora -añadió el conde-, re­solved: ¿me quedo o me retiro?

Por un momento estuve sin saber qué resolución adoptar; sí, a pesar de la carta de mi padre, no obstan­te mi promesa y el peligro actual, palpable, inminente, dudé antes de decidirme, y si aquellos dos hom­bres no hubieran estado allí...

-¡Oh, desgraciado! -exclamó Bussy-, el hombre de la capa era yo, y el de la linterna el joven Re­migio, el cirujano a quien habíais encargado mi curación.

-¡Erais vos! -exclamó Diana asombrada.

-Sí, sí, yo, que, convencido más que nunca de la realidad de mis recuerdos, procuraba encontrar la casa en que había sido recogido, el aposento adonde había sido trasla­dado, y la mujer, o mejor dicho, el ángel que se me había aparecido. ¡Oh! ¡razón tenía yo al decir que era desgraciado!

Y Bussy quedó abismado bajo el peso de la fatalidad, que se había servido de él para hacer que Diana se resolviese a dar la mano al conde.

-Es decir -repuso al cabo de un momento-, es decir que sois su mujer.

-Desde ayer -contestó Diana.

Hubo otro momento de silencio, interrumpido tan sólo por la fati­gosa respiración de los dos jóvenes.

-Pero vos -preguntó Diana-, ¿cómo estáis aquí? ¿cómo habéis entrado en esta casa?

Bussy no contestó, pero enseñó a Diana la llave.

-¡Una llave! -exclamó Diana- ­¿de dónde os ha venido esa llave? ¿quién os la ha dado?

-¿No había prometido Gertru­dis al príncipe introducirle en vues­tro aposento esta noche? El prín­cipe que nos ha visto a M. de Mon­soreau y a mí como nosotros a él, temiendo que le tendiesen algún lazo, me ha enviado en su lugar.

-¿Y habéis aceptado semejante comisión? -dijo Diana en tono de reproche.

-Era el único medio de llegar hasta vos. ¿Seréis tan injusta que me censuréis el haber venido a bus­car uno de los mayores placeres y uno de los más grandes dolores que he sufrido en mi vida?

-Sí, os lo censuro -dijo Dia­na-, porque habría valido más que no me volvieseis a ver, y que de ese modo me olvidéis.

-No, señora -contestó Bussy-, os equivocáis. Dios es quien me ha conducido aquí para profundizar el misterio de la trama de que sois víctima. Escuchad; desde el momen­to en que os he visto os he consa­grado mi vida. Voy a empezar a cumplir la obligación que me he im­puesto. ¿Deseáis tener noticias de vuestro padre?

-¡Oh, sí! -dijo Diana-, porque en realidad no sé qué ha sido de él.

-Pues bien -dijo Bussy-, yo me encargo de traéroslo; sólo os rue­go que conservéis un recuerdo del hombre que desde este momento va a vivir sólo por vos y para vos.

-¿Y esa llave? -preguntó Diana con inquietud.

-Esta llave -contestó Bussy­- os la devuelvo, porque no quiero tenerla sino de vuestra propia mano; pero os juro, a fe de caballero, que si me la confiáis, nunca una herma­na habrá entregado la llave de su aposento a un hermano más fiel y más respetuoso.

-Fío en la palabra del valiente Bussy -repuso Diana-; tomad, ca­ballero.

Y devolvió la llave al joven.

-Señora -dijo éste-, dentro de quince días sabremos con seguridad quién es M. de Monsoreau.

Y saludando a Diana con un res­peto en que se traslucía a la vez un amor ardiente y una tristeza pro­funda, desapareció por la escalera.

Diana inclinó la cabeza hacia la puerta para percibir el ruido de los pasos del joven que se alejaba, y todavía continuaba escuchándolo con el corazón palpitante y los ojos ba­ñados en lágrimas mucho tiempo después de haber cesado por com­pleto.

XVII. CÓMO VIAJABA EL REY ENRIQUE III Y QUE TIEMPO NECESITABA PARA IR DE PARIS A FONTAINEBLEAU

Cuatro o cinco horas después de los sucesos que acabarnos de contar, y a la pálida luz del sol saliente, tan pálida que apenas argentaba las franjas de rojizas nubes de que el sol estaba cubierto, tuvo lugar la partida del rey Enrique III para

Fontainebleau, donde, como hemos dicho estaba preparada para el día siguiente una gran cacería.

Esta partida, que al tratarse de otro príncipe no hubiera llamado la atención, así como no la llamaba tampoco ninguno de los actos de la vida singular del monarca, cuyo rei­nado procuramos bosquejar, era, tra­tándose de Enrique III, un grande acontecimiento, por el bullicio y agi­tación que llevaba en pos de sí.

En efecto, desde las ocho de la mañana v desde el muelle del Lou­vre comenzaba a prolongarse, sa­liendo por la puerta principal situa­da entre la torre del Rincón y la calle del Astruce, una multitud de gentileshombres de servicio, mon­tados en buenos caballos y embo­zados en forradas capas; después seguían una innumerable multitud de pajes, a continuación un mundo de lacayos, y, en fin, una compañía de suizos que precedían inmediata­mente a la litera real.

Esta litera, tirada por ocho mu­las, lujosamente enjaezadas, merece particular mención.

Era una máquina que formaba un largo cuadrilátero sostenida por cuatro ruedas, guarnecida de almo­hadones en su parte interior, ador­nada de cortinas de brocado en la parte exterior, y que tenía próxima­mente unos quince pies de larga por ocho de ancha. En los pasos difíci­les o en las cuestas demasiado peno­sas reemplazaba a las ocho mulas un número indefinido de bueyes, cuya lenta, pero vigorosa pertinacia, si no daba más rapidez al movimien­to del carruaje era por lo menos una garantía de que los que iban dentro llegarían al punto adonde se encaminaban, aunque fuese una, dos o tres horas más tarde.

Esta máquina encerraba en su seno al rey Enrique y toda su cor­te, excepto la reina, Luisa de Vau­demont, que, preciso es decirlo, no formaba parte de la corte de su marido sino en las peregrinaciones y procesiones; de manera que no merece la pena de que halemos de ella.

Prescindamos, pues, de la pobre reina, y digamos de quiénes se com­ponía la corte de Enrique III cuan­do viajaba.

Componíase, ante todo, del rey Enrique III; de su médico Marco Mirón; de su capellán, cuyo nom­bre no ha llegado hasta nosotros; de su bufón Chicot, antiguo cono­cido nuestro; de cinco o seis ele­gantes favoritos, que por entonces eran Quelus, Schomber, d'Epernon, d'O y Maugiron; de un par de gran­des galgos, que en medio de aque­lla multitud, sentados o tendidos, de pie o arrodillados, asomaban sus lar­gas cabezas de serpiente, y de mi­nuto en minuto abrían desmesurada­mente la boca, y finalmente, de un canastillo de perritos ingleses que el rey llevaba unas veces sobre sus rodillas y otras suspendido del cue­llo por medio de una cadena o de cintas.

De cuando en cuando se hacía salir de una especie de nicho, prac­ticado a este fin, una perra, cuya abundancia de leche nutría toda aquella canasta de perritos. Estos, de tiempo en tiempo introduciendo su puntiagudo hocico por entre el rosario de cabezas de muerto que se balanceaba al lado izquierdo del rey, miraban como con aire de lás­tima a los dos galgos, los cuales, se­guros del favor particular de que gozaban, ni aun se tomaban el tra­bajo de tener celos.

Del techo de la litera colgaba una ¡aula de alambre dorado, que con­tenía las más bellas tórtolas del mundo, es decir, con un plumaje blanco como la nieve y un doble co­llarín negro.

Cuando por acaso entraba algu­na mujer en la litera del rey, el nú­mero de los animales se aumentaba con dos o tres monos de la especie de los uistitis o de los sapajús, pues entonces era el mono el animal pre­dilecto de las elegantes de la corte del último Valois.

Una Nuestra Señora de Chartres, hecha de mármol por el escultor Juan Goujon, se hallaba colocada en el testero y en un dorado nicho. La Virgen parecía dirigir a su di­vino hijo miradas sorprendidas por lo que allí veía.

Así era que todos los folletos de aquel tiempo, y no faltaban folle­tistas, todos los versos satíricos de la época, que se componían mu­chos, hacían a esta litera el honor de tratar frecuentemente de ella y solían designarla con el nombre de Arca de Noé.

El rey iba sentado justamente de­bajo del nicho de Nuestra Señora, a sus pies Quelus y Maugiron tren­zaban cintas, ocupación que era una de las más graves de los jóvenes de aquella época, de los cuales algu­nos habían llegado, en virtud de una combinación desconocida hasta entonces y que no ha podido descu­brirse después, a hacer trenzas de doce ramales; Maugiron, sentado en uno de los ángulos de la litera, bor­daba sus armas, a las cuales pensaba agregar un nueva divisa que creía haber inventado, pero que ya era vieja; en el otro rincón hablaba el capellán con el doctor; d'O y d'Eper­non miraban por las portezuelas, y habiéndose despertado muy tempra­no, bostezaban tan desmesuradamen­te como los galgos.

En fin, Chicot, sentado sobre una de las portezuelas, con las piernas colgando fuera de la máquina, a fin de estar pronto a bajar o subir, se­gún la moda del tiempo, hallando en cada nombre de cortesano, ya francés o ya latino, personalidades infinitamente desagradables para aquél que servía de blanco a sus burlas.

Al llegara la plaza del Chatelet, Chicot empezaba a entonar un cán­tico.

El capellán, que, como hemos di­cho, iba hablando con Mirón, se vol­vió frunciendo el ceño.

-Chicot, amigo mío -exclamó el rey-, mira lo que haces; quita el pellejo a mis favoritos, destroza mi majestad, di lo que quieras de Dios, Dios es la bondad suma, mas no te metas con la Iglesia.

-Gracias por el consejo, hijo mío -dijo Chicot-; no veía a nuestro digno capellán, que viene ahí ha­blando con el doctor del último muerto que le ha enviado a ente­rrar, y quejándosele de que era el tercer difunto que le enviaba aquél día, y de que siempre se los remite a las horas de comer, lo cual le moles­ta bastante. Tienes mil razones; no más cánticos, eso es demasiado vie­jo; voy a entonar una canción nue­va.

-¿Qué música?

-La misma de siempre -con­testó Chicot y se puso a cantar a grito herido:

El rey debe cien millones

-Más de cien millones debo -in­terrumpió Enrique-; tu cancionero está mal informado, amigo mío.

Chicot, sin desconcertarse, aña­dió:

Doscientos millones debe

Enrique, y para pagar

las deudas de sus validos

las deudas de necesidad

nuevos arbitrios y cargas,

los que sin duda saldrán

de las entrañas del pobre.

¡Ay de aquellos que arrastrar

deben su mísera vida

bajo la garra infernal

de esas arpías, que todo

se lo tragan sin mascar!

-Bien -dijo Quelus, sin dejar sus trenzas de la mano-; tienes her­mosa voz, Chicot; otra copla, amigo mío.

-Oye, Valois -dijo Chicot sin responder a Quelus-, ordena a tus favoritos que no me llamen su ami­go, porque el serlo me humillaría.

-Habla en verso, Chicot -repu­so el rey-; tu prosa no vale nada.

-Sea -dijo Chicot-, y añadió:

Su lenguaje y su vestido

tan indecorosos son,

que usarlos tuviera a mengua

cualquiera mujer de honor.

En abultados encajes

envuelta con profusión,

resístese su garganta

al movimiento menor.

Para planchar su camisa

ya el trigo se desechó,

que como sale más blanco

de arroz hacen almidón.

-¡Bravo! -exclamó el rey-, ¿no eres tú, d'O, el que ha inventado el almidón de arroz?

-No, señor -dijo Chicot-, fue M. de Saint-Megrin, que pereció el año pasado a los golpes de M. Ma­yena: ¡diablo! no le quite Vuestra Majestad esa gloria al pobre muerto, que sólo cuenta con ese almidón y con el que ha hecho a M. de Guisa para llegar a la posteridad. Si le quitáis el almidón quedará en la mitad del camino.

Y sin hacer caso del aspecto se­rio que tomaba el rey al recuerdo del duque de Guisa, continuó de este modo:

Peinados van lindamente...

-Se entiende que hablo de los favoritos -añadió interrumpiendo su canción.

-Sí, sí, ya estamos -repuso Schomberg.

Chicot prosiguió:

Peinados van lindamente,

aunque no de un modo igual;

largo el cabello a los lados


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