Alejandro dumas



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-¡Primero morir!

-¿Sí? Pues entonces morirás... Mira, ya vuelve el prior... decídete.

-Tengo guardias y amigos: yo me defenderé.

-Puede ser; pero antes te mata­remos.

-Dejadme al menos un minuto para reflexionar.

-Ni un minuto, ni un segundo.

-Vuestro celo os extravía, her­mano -exclamó el prior.

E hizo con la mano una seña que quería decir:

-Señor, accedemos a vuestra pe­tición.

Luego cerró la puerta.

El rey se puso a reflexionar pro­fundamente.

-¡Vamos! Aceptemos el sacrifi­cio -dijo.

Habían transcurrido diez minutos ínterin Enrique reflexionaba; al ca­bo de los diez minutos llamaron al ventanillo de la celda.

-Ya está hecho -dijo Goren­flot-: acepta.

El rey percibió un murmullo de alegría y sorpresa en el corredor.

-Leedle el acta de abdicación -dijo una voz que conmovió al rey, hasta el punto de hacerle mirar la rejilla, por la cual un fraile en­tregó a Gorenflot un pergamino arrollado.

Gorenflot leyó trabajosamente el acta de abdicación, al rey, el cual la oyó con muestra de gran dolor y ocultando la frente entre las manos.

-¿Y si me niego a firmar? -pre­guntó llorando...

-Os perderéis -contestó el du­que de Guisa con voz sorda-. Con­sideraos muerto para el mundo, y no nos obliguéis a derramar la san­gre de un hombre que ha sido nues­tro rey.

-No se me obligará a firmar -repuso Enrique.

-Ya había yo previsto eso -mur­muró el duque de Guisa dirigiéndo­se a su hermana, cuya frente se arrugó, y cuyos ojos lanzaron un resplandor siniestro.

-Id, hermano -añadió, dirigién­dose a Mayena-, y haced que todo el mundo se arme y se prepare.

-¿Para qué? -dijo el rey en to­no lastimero.

-Para todo -repuso José Fou­lon.

El rey dio entonces mayores mues­tras de desesperación.

-¡Pardiez! -exclamó Goren­flot-, yo te aborrecía, Valois, pero ahora te desprecio: vamos, firma o morirás a mis manos.

-Un poco de paciencia, padre -balbuceó el rey-, dejad que me encomiende a Dios para que me dé resignación.

-Quiere reflexionar más -gritó Gorenflot dirigiéndose a los de afue­ra.

-Se le da de plazo hasta las doce de la noche -dijo el cardenal.

-Gracias, cristiano caritativo -dijo el rey con el mayor descon­suelo-; Dios te lo pague.

-Su cerebro está en efecto debi­litado -exclamó el duque de Gui­sa-, y es hacer un servicio a Fran­cia el destronarle.

-No importa -dijo la duque­sa-; aunque esté débil tendría mucho placer en tonsurarle.

Durante este diálogo, Gorenflot, con los brazos cruzados delante de Enrique, le injuriaba atrozmente, echándole en cara todos sus exce­sos.

De pronto sonó un ruido sordo fuera del convento.

-¡Silencio! -gritó el duque de Guisa.

Todos callaron. Entonces se oye­ron fuertes golpes dados en la so­nora puerta del convento.

Mayena echó a correr hacia allá con toda la rapidez que le permitía su gordura.

-Hermanos -dijo-, en el pór­tico hay gente armada.

-Vienen a buscarle -dijo la du­quesa.

-Pues que firme al instante -di­jo el cardenal.

-¡Firma, Valois, firma! -gritó Gorenflot con voz de trueno.

-Me habéis dado de plazo hasta las doce -dijo el rey con voz hu­milde.

-¡Hola! te resistes porque crees ser socorrido.

-Sin duda, es probable...

-Que muera si no firma al mo­momento, -repuso la duquesa con voz agria e impetuosa.

Gorenflot se apoderó de la mano del rey, y le presentó una pluma.

Por momentos iba aumentando el ruido fuera del convento.

-Vienen más tropas -dijo un fraile-; están cercando el atrio.

-¡Vamos! -gritaron impacien­tes Mayena y la duquesa.

El rey mojó la pluma en el tinte­ro.

-¡Los suizos! -dijo Foulon lle­gando a toda prisa-. Han invadido el cementerio, y todo el convento está cercado.

-Pues bien, nos defenderemos -repuso resueltamente Mayena-; con rehenes como el que tenemos no se rinde nunca una plaza a dis­creción.

-¡Ya ha firmado! -gritó Goren­flot arrebatando el pergamino de las manos del rey, el cual escondió la cabeza en la capucha y cubrió la capucha con los brazos.

-Entonces ya somos reyes -di­jo el cardenal al duque-; coge pronto ese precioso documento.

El rey, en un acceso de dolor, derribó la única lámpara que alum­braba la escena; pero el duque de Guisa tenía ya en la mano el per­gamino.

-¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos? -interrogó un fraile que llegó co­rriendo y que a pesar del hábito se conocía que era un caballero bien completo y armado-. Crillon ha lle­gado con los guardias franceses y nos amenaza con derribar las puertas. ¿No oís?

-¡Abrid en nombre del rey! -gritaba Crillon con voz fuerte.

-Ya no hay tal rey -contestó Gorenflot asomándose a la ventana.

-¿Y quién lo dice, bribón? -pre­guntó Crillon.

-¡Yo, yo! -dijo Gorenflot desde la obscuridad con acento de orgu­llo de los más provocadores.

-Muchachos -dijo Crillon- ­tratad de ver dónde está ese bella­co y plantádmele unas cuantas ba­las en el vientre.

Gorenflot, viendo a los guardias disponer las armas, se dejó caer de espaldas en medio de la celda.

-Echad la puerta abajo, Crillon -dijo en medio del silencio gene­ral una voz que erizó los cabellos de todos los frailes verdaderos y fingidos que esperaban en el corre­dor.

Aquella voz era la de un hombre que salió de las filas, y avanzó hacia la escalera del pórtico.

-Ya voy, señor -contestó Cri­llon descargando en la puerta prin­cipal un violento hachazo que hizo retemblar las paredes.

-¿Qué se ofrece? -dijo el prior asomándose lleno de miedo a una ventana.

-¡Ah! Sois vos, padre prior -ex­clamó la misma voz altiva y gra­ve-: volvedme a mi bufón, que se ha quedado esta noche en una celda de vuestro convento; necesito a Chi­cot, pues me aburro en la soledad.

-Y yo me divierto aquí linda­mente, hijo mío -repuso Chicot, bajándose la capucha y pasando por entre los frailes que se apartaron llenos de espanto.

En aquel instante, el duque de Guisa, a la luz de una lámpara que mandó llevar, leyó al pie del acta la siguiente firma, conseguida con tanto trabajo:

CHICOT I

-¡Yo Chicot I! -exclamó Chi­cot-, id con mil demonios.

-Estamos perdidos -gritó el cardenal-, huyamos.

-¡Bah! -dijo Chicot, azotando a Gorenflot, que se encontraba casi desmayado con la cuerda que lle­vaba a la cintura.

LXXXVI. LOS INTERESES Y EL CAPITAL

A medida que el rey hablaba, la sorpresa de los conjurados se iba convirtiendo en terror.

La firma de Chicot I, convirtió el espanto en furor.

Chicot se echó atrás la capucha, se cruzó de brazos, y mientras Go­renflot huía a todo escape, él sostu­vo inmóvil y risueño el primer cho­que.

El momento fue terrible; gran multitud de hombres furiosos se di­rigieron al gascón resueltos a ven­garse de la burla cruel de que eran víctimas.

Pero aquel hombre desarmado, cu­yo pecho se hallaba cubierto por los dos brazos, cuyo semblante bur­lón parecía que les desafiaba, les contuvo más tal vez, que las ex­hortaciones del cardenal, el cual les hizo notar, que la muerte de Chi­cot no serviría de nada, sino por el contrario, el rey la vengaría cruel­mente, pues era cómplice de la bur­la terrible que su bufón les había hecho.

Volvieron a la vaina las dagas y las tizonas, y Chicot, fuese por fi­delidad al rey, y era capaz de lle­varla hasta este punto, o fuese por­que penetrase el pensamiento de los conjurados, continuó riéndose de ellos en sus barbas.

Mientras tanto, las amenazas del rey iban siendo mayores y los ha­chazos de Crillon más repetidos. Era evidente que la puerta no po­día resistir por mucho tiempo a semejante ataque que los conjurados ni siquiera pensaban en rechazar.

Por lo mismo, el duque de Gui­sa, después de un momento de de­liberación dio la orden de retirada.

Chicot se sonrió.

En las noches que había pasado con Gorenflot, había examinado el subterráneo, y hallado la puerta de salida, había dado parte al rey de este descubrimiento, y el rey había situado delante de aquella puerta a Tocquenot, teniente de guardias suizos.

Era, pues, indudable, que los coa­ligados iban a caer en el lazo que se les tenía tendido.

El cardenal se eclipsó primero, seguido de unos veinte caballeros; después Chicot vio pasar al duque de Guisa con igual número de frai­les, y por último a Mayena que por no poder correr a causa de su enor­me vientre y de sus anchas espal­das, debía ser naturalmente el en­cargado de cubrir la retirada.

Cuando pasó Mayena sofocado con su gordura frente a la celda de Gorenflot, Chicot pensó morir de risa.

Diez minutos transcurrieron, du­rante los cuales estuvo Chicot escu­chando atentamente, creyendo oír el ruido de los conjurados que volvían rechazados del subterráneo; pero el ruido continuaba alejándose en vez de acercarse, lo cual le sorprendió extraordinariamente.

Ocurrióle entonces un pensamien­to, que convirtió sus carcajadas de risa en gritos de rabia. Pasaba el tiempo, los coaligados no volverían, sin duda habían notado que la puer­ta estaba guardada y buscado otra salida.

Chicot iba a lanzarse fuera de la celda, cuando de pronto una masa informe obstruyó la puerta, cuya masa se arrojó a sus pies, arran­cándose los cabellos y exclamando:

-¡Ay infeliz de mí! ¡Oh mi buen señor Chicot! ¡Perdón, perdón!

Lo primero que le ocurrió a Chi­cot al contemplar a Gorenflot a sus pies fue preguntar cómo es que habiendo huido el primero volvía solo, cuando ya debería de estar muy lejos.

-¡Oh, buen monsieur Chicot! -siguió gritando Gorenflot-, per­donad a vuestro indigno amigo que se arrepiente y abraza vuestras ro­dillas.

-¿Pero cómo no te has escapado con los demás pícaros?

-Porque no he podido pasar por donde pasaban los otros, mi buen señor, porque su Divina Majestad, sin duda para castigarme, me ha hecho tan gordo. ¡Oh desdichado vientre mío! ¡Oh miserable panza! -gritaba el fraile dándose con los dos puños cerrados en el sitio que apostrofaba-. ¡Ah! ¿por qué no soy flaco como vos, monseñor Chi­cot? ¡Cuán bello y sobre todo cuán ventajoso es ser flaco!

Chicot no sabía cuál fuese la cau­sa de las lamentaciones del fraile.

-¿Pero los otros han pasado por alguna parte? -exclamó con voz de trueno-; ¿se han fugado los otros?

-¡Pardiez! -contestó el fraile-, ¿qué queréis que hiciesen? ¿esperar a que les ahorcaran? ¡Oh desdicha­do vientre!

-Silencio -gritó Chicot-, y con­téstame.

Gorenflot se incorporó sobre las rodillas.

-Preguntad, monsieur Chicot -respondió-, tenéis derecho a ello.

-¿Cómo se han escapado los otros?

-A todo correr.

-Ya entiendo, ¿mas por dónde?

-Por el respiradero que da a la cueva del cementerio.

-¿Es ese el camino que tú llamas el subterráneo? contesta pronto.

-No, querido monsieur Chicot; la puerta del subterráneo estaba guardada por fuera: el gran carde­nal de Guisa, en el momento de abrirla oyó a un suizo decir: Mirch durstet, lo cual quiere decir según parece tengo sed.

-¡Voto al demonio! -exclamó Chicot-, ya sé lo que significa: de suerte que los fugitivos han tomado otro camino.

-Sí, monsieur Chicot, huyen por la cueva del cementerio.

-¿Adónde da?

-Por un lado a la cripta y por otro a la puerta de Santiago.

-Mientes.

-No, señor.

-Si hubiesen huido por la cueva que da a la cripta, les habría visto pasar por aquí.

-Sí, señor, pero han pensado que no tenían tiempo para dar tan gran rodeo, y se han escapado por el res­piradero.

-¿Qué respiradero?

-Por un respiradero que cae al jardín y que sirve para dar luz al subterráneo.

-¿De suerte que tú?. ..

-De suerte que yo por ser ex­cesivamente grueso...

-¿Qué?

-No he podido pasar y me han tirado de los pies para que no in­terceptase el camino a los otros.



-Pero si tú no has podido .pa­sar... -exclamó Chicot, animado el semblante por una extraña ex­presión de alegría.

-No, y sin embargo he hecho grandes esfuerzos; ved cómo tengo las espaldas y el pecho.

-Entonces el otro que es más grueso que tú. ..

-¿Quién es el otro?

-¡Dios mío -dijo Chicot-, si me, ayudáis en esta empresa, os pro­meto un magnífico cirio!, de modo que tampoco podrá pasar.

-M. Chicot.

-Levántate, canalla.

El fraile se levantó con toda la ligereza que le fue posible.

-Bien, llévame ahora a ese agu­jero.

-Adonde queráis, M. Chicot.

-Anda delante, miserable, anda. Gorenflot echó a correr con toda la rapidez que le permitía su gor­dura, levantando de cuando en cuando los brazos al cielo y sin de­tener el paso, pues Chicot le iba dando correazos por detrás.

Ambos atravesaron el corredor y bajaron al jardín.

-Por aquí, por aquí -exclamó el fraile.

-Anda y calla, pícaro.

Gorenflot hizo el último esfuerzo y llegó a los árboles, junto a los cuales se oían gemidos.

-¡Allí -es! -dijo-, allí.

Y rendido sin aliento, se dejó caer sobre la hierba.

Chicot se adelantó tres pasos y vio una cosa que se agitaba a flor de tierra.

Al lado de aquella cosa, muy se­mejante a la parte posterior del animal que Diógenes llamaba bípedo sin plumas, yacían una espada y un hábito de fraile.

Era claro que el desdichado in­dividuo que se encontraba en aque­lla posición tan crítica y deplora­ble, se había deshecho sucesivamen­te de todos los objetos que podían aumentar el volumen de su cuerpo, de modo que sin espada y sin há­bito se hallaba reducido a la más simple expresión.

Y, sin embargo, sus esfuerzos pa­ra penetrar en la cueva eran com­pletamente inútiles.

-¡Sangre de Cristo! -gritaba con voz sorda-: más me valiera haber pasado por medio de los guardias. ¡Eh! no tiréis tan fuerte, amigos, yo me iré deslizando sua­vemente; conozco que voy avanzan­do algo, aunque poco.

-¡Pardiez, es M. de Mayena! -exclamó Chicot extasiado-. Buen Dios, habéis oído mi súplica y os debo un cirio.

-No en balde me llaman Hércu­les -continuó la voz cavernosa de Mayena-; yo quitaré de aquí esta piedra. ¡Hem!

E hizo un esfuerzo tan violento que logró mover la piedra.

-Espera un poco -exclamó en voz baja Chicot-, espera.

Y se puso a dar fuertes pisadas imitando las de una persona que corre.

-Ya llegan -murmuraron mu­chas voces en el subterráneo.

-¡Ah! -dijo Chicot como si lle­gase sofocado-, ¿eres tú, frailucho miserable?

-No digáis nada, monseñor -di­jeron las voces del subterráneo-, cree que sois Gorenflot.

-¡Hola! ¿eres tú, masa informe, pondus inmobile? ¡Toma, toma in­digesta moles, toma!

Y Chicot, viendo por último lle­gada la hora de su venganza, sacu­día con todas las fuerzas de su bra­zo y con la cuerda que le había ser­vido para castigar a Gorenflot, fuer­tes golpes sobre las partes carnosas que se ofrecían a su vista,

-No habléis -decían las vo­ces-, cree que sois el fraile.

En efecto, Mayena sofocaba sus gemidos sin dejar de hacer esfuer­zos para apartar la piedra.

-¡Ah, conspirador! -gritó Chi­cot-, ¡ah, fraile indigno! toma por la pereza, toma por la soberbia, to­ma por la lujuria, toma por la gu­la, toma por la avaricia, toma por la envidia. Siento que no haya más que siete pecados capitales; más, to­ma, toma y toma, por todos los vi­cios que tienes.

-M. Chicot -decía Gorenflot cubierto de sudor-, M. Chicot, com­padeceos de mí.

-¡Ah, traidor! -proseguía Chi­cot, sin dejar de azotar a Mayena-, toma por la traición.

-¡Perdón! -murmuraba Goren­flot creyendo sentir los golpes que caían sobre Mayena-, perdón, que­rido M. Chicot.

Más Chicot, en vez de detenerse, se embriagaba con la venganza y redoblaba los golpes.

Mayena, a pesar de sus esfuerzos, no podía contener los gemidos.

-¡Ah! -prosiguió Chicot-. ¿Por qué en vez de tu cuerpo vul­gar no tengo aquí los altos y pode­rosos omoplatos del duque de Ma­yena, a quien debo una tanda de palos con los intereses de siete años?... Toma, toma, toma.

Y Chicot, cada vez más exalta­do, repitió los azotes con tal furia, que el paciente, haciendo un esfuer­zo sobrehumano, logró apartar la piedra y cayó ensangrentado y des­trozado en los brazos de sus ami­gos.

El último golpe de Chicot dio en el vacío.

Chicot entonces se volvió, el ver­dadero Gorenflot estaba desmayado, si no de dolor, de miedo.

Gorenflot lanzó un suspiro y se tendió en el suelo.

-¡Chicot! -gritó el duque de Mayena.

-Sí, yo mismo, sí, yo soy -re­puso Chicot-, que quisiera tener en vez de mi débil brazo los cien brazos de Briareo.

LXXXVIL LO QUE SUCEDÍA AL LADO DE LA BASTILLA

Eran las once de la noche; el du­que de Anjou aguardaba impaciente en su gabinete, donde por sentirse débil se había retirado, a que un mensajero del duque de Guisa lle­gase a anunciarle la abdicación del rey su hermano.

Iba y venía desde la ventana a la puerta del gabinete y de la puerta a la ventana, mirando de vez en cuan­do el gran reloj cuya péndola pro­ducía un sonido lúgubre dentro de la dorada caja.

De pronto oyó el manoteo de un caballo en el patio; creyó que aquel caballo fuese el de su mensajero, y corrió al balcón; pero el caballo, a quien tenía de la brida un palafra­nero, en vez de venir de fuera, se hallaba esperando a su amo para sa­lir.

El amo salió de los aposentos in­teriores; era Bussy, que, como ca­pitán de guardias, había ido a dar el santo y seña antes de acudir a su cita.

El duque, al ver al valiente y ga­llardo joven que siempre le había sido tan fiel, experimentó algún re­mordimiento; pero a medida que le vio acercarse a la antorcha que un criado tenía en la mano, fue obser­vando en su semblante una expre­sión tan viva de júbilo esperanza y felicidad, que irritó sus celos.

Mientras tanto Bussy, no sabiendo que el duque de Anjou le miraba ni menos que con tanto cuidado le estuviese observando la fisonomía, después de haber dado las últimas disposiciones se aseguró la capa en los hombros, montó a caballo y apli­cando las dos espuelas, se lanzó, con grande estrépito, bajo la bóveda so­nora que conducía a la puerta de la calle.

Por un momento el duque, lleno de inquietud por no ver llegar a nadie pensó enviarle recado inme­diatamente, creyendo que antes de ir a la Bastilla se detendría algunos momentos en su casa; mas su ima­ginación le representó, entonces al joven riéndose con Diana de su amor despreciado y colocándole en la misma línea que al marido, y de nuevo los malos instintos vencieron a los buenos.

Bussy se había sonreído al salir, y. su sonrisa, que acusaba una satis­facción completa, era un insulto pa­ra el príncipe. Este, pues, le dejó marchar; si le hubiera visto triste y pensativo, quizá le habría deteni­do.

Bussy, apenas salió del palacio de Anjou, acortó el paso como si temiera el ruido, y pasando a su palacio como había previsto el du­que, dio el caballo a un palafrane­ro, que estaba escuchando con res­peto una lección de veterinaria que le daba Remigio.

-¡Hola! -dijo Bussy, conocien­do al joven doctor-. ¿Eres tú, Re­migio?

-Sí, monseñor.

-¿Cómo .no te has acostado?

-Sólo hace diez minutos que he entrado en casa, o por mejor decir en vuestra casa; desde que se ha puesto bueno mi enfermo creo que todos los días tienen cuarenta y ocho horas.

-¿Tan largo se te hace el tiem­po?

-Muy largo.

-¿Y el amor?

-¡Ah! ya os he dicho muchas veces que no me fío del amor, y en general le tomo tan sólo como un objeto de estudio útil.

-¿Conque has abandonado a Gertrudis?

-Completamente.

-De recibir golpes, pues no de otro modo se demostraba el amor de mi amazona, que fuera de esto es muy buena muchacha.

-¿Y tu corazón no te dice nada para ella esta noche?

-¿Y por qué esta noche?

-Porque te llevaría en mi com­pañía.

-¿A la Bastilla?

-Sí.

-¿Vais allá? -Sin duda.



-¿Y Monsoreau?

-En Compiegne, querido, para preparar una partida de caza de or­den de Su Majestad.

-¿Estáis seguro de ello? -Esta mañana le ha dado el rey públicamente la orden.

-¡Ah!


Remigio se quedó meditabundo: al cabo de un rato dijo:

-¿Y qué pensáis hacer?

-He pasado el día en dar gra­cias a Dios por la felicidad que me enviaba para esta noche, y voy a pasar la noche en disfrutar de esa felicidad.

-Muy bien: Jourdain, mi espa­da -dijo Remigio.

El palafranero entró en las habi­taciones interiores.

-¿Has cambiado de parecer? -preguntó Bussy.

-¿Por qué?

-Como tomas la espada...

-Sí, iré con vos hasta la puerta por dos razones.

-¿Cuáles?

-La primera, porque no tengáis en la calle ningún mal encuentro.

Bussy se sonrió.

-Podéis reiros cuanto os plazca, monseñor, yo sé que no tenéis mie­do a nadie y que mi auxilio no es de gran precio; pero no es tan fácil atacar a dos hombres como a uno solo. La segunda razón es que ten­go muchos consejos que daros.

-Ven, querido Remigio, ven, ha­blaremos de ella: después del pla­cer de verla, no conozco otro ma­yor que ese.

-Y hay algunos -repuso Remi­gio- que prefieren el placer de ha­blar de las mujeres a quien aman, al de verlas.

-El tiempo -dijo Bussy- ame­naza lluvia.

-El cielo está unas veces claro y otras nublado, pero así me agra­da más; porque soy amigo de la variedad -dijo Remigio-. Gracias, Jourdain -añadió dirigiéndose al palafranero que le daba la espada-, estoy a vuestras órdenes, señor con­de.

Bussy cogió el brazo del joven doctor, y ambos se encaminaron ha­cia la Bastilla.

Remigio había dicho al conde que tenía muchos y muy buenos conse­jos que darle, y en efecto, apenas echaron a andar empezó a citarle mil textos latinos para probar que no debía ir aquella noche a visitar a Diana, sino que al contrario, de­bía acostarse tranquilamente en su lecho, porque de ordinario el hom­bre combate mal después de haber dormido mal. De las apotegmas de la facultad pasó a las citas mito­lógicas, y contó con mucho gracejo que según costumbre Venus era la que desarmaba a Marte.

Bussy se sonreía y Remigio redo­blaba sus instancias.

-Mira, Remigio -dijo el con­de-, cuando mi mano tiene una espada se adhiere a ella de tal mo­do, que las fibras de la carne toman la consistencia y flexibilidad del ace­ro, y el acero parece que se anima y se caldea como carne viva. Desde aquel instante mi espada es un bra­zo y mi brazo una espada; por con­siguiente no hacen al caso aquí las consideraciones de fuerza ni de dis­posición, pues tina espada no se can­sa nunca.

-No, señor, pero se mella.

-No temas nada.

-¡Ah, señor conde! -continuó Remigio-, es que mañana tenéis que mantener un combate como el de Hércules contra Anteo, como el de Teseo contra el Minotauro, como el de los treinta, como el de Bayardo; un combate que tendrá algo de homérico, de gigantesco, de extraordinario; un combate que en los tiempos venideros será conocido con el nombre del combate de Bus­sy por haber sido el más excelente, y en este combate no quiero que os toquen el pelo de la ropa.

-Pierde cuidado, mi buen Remi­gio, que yo te aseguro que has de ver prodigios: esta mañana he ju­gado con cuatro buenos tiradores, y durante ocho minutos ni uno de ellos pudo tocarme una sola vez al paso que yo les dejé hechos jirones las ropillas. "Salto como un tigre.

-No digo lo contrario, señor conde. ¿Más tendréis mañana la misma fuerza que hoy para saltar?

Aquí Bussy y su cirujano enta­blaron un diálogo en latín, diálogo que interrumpían frecuentemente con grandes carcajadas.

De este modo llegaron a la es­quina -de la calle de San Antonio. -Adiós -dijo Bussy-, ya hemos llegado.

-¿Os espero? -dijo Remigio.

-¿Para qué?

-Para cerciorarme de que en efecto estaréis de vuelta a las dos, y que dormiréis al menos cinco o seis horas antes del combate.


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