La Copa Dorada



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Capítulo XXXVI

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Aquella noche estaban solos, solos formando un grupo de seis; cuatro de los cuales, después de la cena, y de conformidad a una propuesta irresisti­ble, se sentaron a jugar al bridge en la sala de fumar. Juntos habían pasado a esta estancia al levantarse de la mesa. Charlotte y la señora Assingham eran igualmente indulgentes en lo referente al trabajo; en realidad, practi­caban una emulación de arte de fumar que, al decir de Fanny, y en cuanto hacía referencia a ella, hubiera llegado hasta la pipa si el coronel no hubie­ra dictado un decreto prohibitivo basado en el temor de que su esposa le robara sus cigarros. Con inevitable rapidez las cartas de la señora Assing­ham dominaron la situación; el juego se había organizado, como en fre­cuentes ocasiones anteriores, teniendo el señor Verver como compañera a la señora Assingham, en tanto que el Príncipe jugaba con la señora Verver. El coronel, que había pedido a Maggie permiso para aliviar su mente de la preocupación de escribir un par de cartas que debían salir en el primer correo de la mañana siguiente, se dedicaba a la tarea en un rincón de la estancia; la Princesa se había alegrado de que comenzaran aquellos mo­mentos de relativa paz ––los jugadores de bridge eran serios y silenciosos––, como la fatigada actriz que no tiene que estar en escena, mientras sus com­pañeros actúan, y aprovecha esta ocasión para echar una cabezada entre bambalinas en un sofá de otro decorado. La siesta de Maggie, si hubiera sido capaz de cerrar los ojos, antes hubiese sido del espíritu que de los sen­tidos. Sin embargo, tan pronto como quedó aposentada, junto a una lám­para, con el último número de una revista francesa de color salmón, ni si­quiera pudo gozar del descanso de tan leve independencia.

Maggie descubrió que en modo alguno podía cerrar los ojos y alejarse de los demás. Sus ojos volvían a la vida por sí solos, quietos, por encima del borde superior de la revista. No podía fijar su atención en los refinamien­tos de la alta crítica que erizaban las páginas de la revista. Se encontra­ba allí, en el mismo lugar en que se hallaban sus compañeros; se encon­traba una vez más allí, y más que en cualquier otro momento. Era como si de repente sus compañeros, según la personalidad de cada cual y en la compleja extrañeza de sus relaciones, se hubieran convertido en presen­cias que importunaban a Maggie. Se trataba de la primera noche que pasa­ban solos. La señora Rance y las Lutche llegarían al día siguiente. Pero, entre tanto, los hechos de la situación se hallaban allí ante ella, erguidos alrededor del paño verde y la lámpara de plata. Se trataba del hecho de que el amante de la esposa de su padre estuviera sentado frente a ésta; del hecho de que su padre, imperturbable y sin pestañear, se sentara entre los dos; del hecho de que Charlotte lo observara todo, alrededor de la mesa, con su marido sentado a su lado; del hecho de que Fanny Assingham, ma­ravilloso ser, se sentara frente a los otros tres, y de que probablemente su­piera más acerca de cada uno de ellos, a poco que se pensara, de lo que cada uno de ellos sabía de los demás. Y, sobre todo, erguido ante Maggie estaba el hecho de las relaciones del grupo íntegramente considerado, individual y colectivamente, con ella, de ella, falsamente alejada, por el momento, pero más presente en la mente de cada uno que la carta que debían jugar.

Sí, sometidos a esta acusación, al parecer de Maggie estaban sentados sometidos a la acusación de preguntarse, bajo la apariencia de corrección de su juego, si acaso no les estaría vigilando desde su rincón, y los tenía en su consciencia metidos a todos en un puño, como suele decirse. Por fin, Maggie se preguntó cómo podían soportarlo, aparte de que los naipes eran para ella un secreto indescifrable, incapaz de seguir el juego, por lo que se prescindía de ella en ocasiones como la presente, porque tenía la impre­sión de que los jugadores se plegaban todos ellos, en gravedad y buenos modales, a los exigentes criterios imperantes en la casa. Maggie sabía que su padre era un gran aficionado al juego, uno de los más grandes, y que la ineptitud de su hija en esta materia había sido la única, aunque pequeña, desilusión que le había proporcionado; Americo jugaba con notable facili­dad, igual que comprendía y practicaba cualquier arte apto para matar lar­gos ratos de ocio; y la señora Assingham y Charlotte eran consideradas tan «buenas» como podían llegar a ser teniendo en consideración que perte­necían a un sexo incapaz de alcanzar más altas cotas. En consecuencia era evidente que los jugadores, todos en plena forma, no se limitaban mera­mente a matar el tiempo, tanto desde su punto de vista como desde el de Maggie, y el grado de seguridad de que gozaban o, por lo menos, al que habían llegado, representado por un tal dominio de las apariencias, era precisamente lo que excitaba los nervios de Maggie, con una especie de fuerza provocativa. Durante cinco minutos, Maggie quedó emocionada al pensar en el prodigioso efecto que podía producir si quería, hallándose como se hallaba sentada cerca de ello. Durante estos momentos de vértigo, se sintió absolutamente dominada por la fascinación que lo monstruoso produce y por la tentación que tan a menudo sentimos de estallar repenti­namente a fin de no avanzar más, por el hecho de sus inexplicables idas y venidas.

Después de haber tenido vívidamente ante ella durante cierto tiempo la posibilidad de ponerse de pie, impulsada por su ofensa, dando un sobre­salto a todos los jugadores, obligándoles a mirarla y a palidecer, y conde­narlos a todos mediante una sola frase, una frase de fácil elección entre varias de naturaleza igualmente virulenta; después de haberse enfrentado con esta luz cegadora y de experimentar cómo la luz se transformaba en tinieblas, Maggie dejó la revista, se levantó y cruzó la estancia, pasando junto a los jugadores, no sin detenerse detrás de cada uno de ellos. Si­lenciosa y discreta, inclinó hacia los jugadores su cara con vaga expresión benévola, como si quisiera indicar que, a pesar de sus escasos conocimien­tos en la materia, les deseaba buena suerte; cada uno de ellos, alrededor de la mesa, en la compartida solemnidad, alzó la cara en expresión de reco­nocimiento que Maggie se llevó consigo cuando, instantes después, salió a la terraza. Su padre y su marido, la señora Assingham y Charlotte, no habí­an hecho más que corresponder a su mirada, sin embargo, las diferencias que mediaron entre cada uno de ellos, en este movimiento, transformaron los cuatro intercambios en cuatro diferentes comunicaciones. Y esto era tanto más maravilloso cuanto, con un secreto detrás de cada cara, todos por igual intentaron mirar a Maggie a través del tal secreto y en denega­ción del mismo.

Lo anterior la dejó, mientras vagaba por la terraza, con una extrañísima impresión, con la sensación transmitida con fuerza no igualada hasta el momento, de haber recibido una petición, una clara confidencia, de los cuatro pares de ojos; era una confidencia más profunda que una negación: el establecimiento de cierta clase de relación ingeniada por la propia Ma­ggie, una relación que evitaría a cada individuo el peligro de su relación con cada uno de los demás. De esta manera, tácitamente pusieron sobre sus espaldas toda la complejidad de sus peligros, y Maggie comprendió rápidamente por qué: porque ella estaba allí, y estaba allí tal como era, para aligerarlos de sus peligros y tomarlos consigo, para cargar con ellos, al igual que el chivo expiatorio de la antigüedad ––al que había visto repre­sentado en un cuadro terrible–– recibía la carga de los pecados humanos, y se internaba en el desierto para desplomarse y morir bajo su peso. Sin embargo, no tenían el propósito, ni les interesaba, de que Maggie se des­plomara bajo la carga de sus pecados, sino que consideraban que Maggie debía vivir, vivir en beneficio de todos, e incluso estando en su compañía tanto tiempo como le fuera posible, para demostrarles que realmente se habían liberado, y que seguiría estando allí con la finalidad de simplificar. Esta idea, la idea de su función simplificadora y de la lucha de los otros, era todavía oscura pero iba avanzando hacia el concepto de que debía adop­tar, después de recibirla de ellos, y la idea dominó su mente mientras pasea­ba por la terraza, en donde la noche de verano era tan tibia que apenas necesitaba la protección del ligero chal que había cogido para salir. Varias de las alargadas ventanas de las estancias ocupadas estaban abiertas a la noche, de ellas salía la luz en forma de haz sin claros contornos que inci­día en las viejas y pulidas losas de la terraza. No había luna ni estrellas, el aire pesado se estaba quieto; Maggie, a pesar de ir en traje de noche, no tenía motivo alguno para temer enfriarse y pudo huir, refugiándose en la oscuridad exterior, de aquella provocación nacida de la oportunidad que la había asaltado mientras se encontraba en el sofá, igual que una bestia que le saltara a la garganta.

En realidad, nada hubo más extraño que la sensación que tuvo, cuando llevaba ya algún tiempo en la terraza, al ver a sus compañeros a través de una de las ventanas, la sensación de que se sintieran casi conscientemente más seguros, y de que estuvieran agradecidos por ello. Realmente encan­tadores, tal como se hallaban en la hermosa sala. Y Charlotte ciertamente, como siempre, extraordinariamente bella e incomparablemente distingui­da, de modo que bien hubieran podido ser actores y actrices ensayando una obra teatral de la que la propia Maggie fuera la autora; incluso hubie­ran podido ser, por las felices apariencias que tenían, personajes que gra­cias a la fuerte nota de carácter de cada uno, dieran a cualquier autor la certidumbre del éxito, principalmente en el aspecto cómico. En breves palabras, hubieran podido representar cualquier misterio que se les anto­jara, y la llave que hubiera abierto y cerrado la caja, sin producir el más leve ruido, estaba en el bolsillo de Maggie o, mejor dicho, en su mano, prieta­mente cerrada, oprimiéndole el pecho, mientras paseaba por la terraza. Anduvo de un extremo a otro, lejos de la zona en que incidía la luz, regresó y los vio todavía en el mismo lugar en que los había dejado, dio la vuelta a la casa y miró el gran salón ahora desierto, también iluminado que parecía hablarle con su propia voz de todas las posibilidades que tenía a su dispo­sición. Espacioso y resplandeciente, como un escenario esperando la re­presentación de un drama, un escenario que ella podía poblar con sólo presionar su resorte, ya con serenidades, dignidades y decencias, ya con terrores, vergüenzas y ruinas; con realidades tan feas cual los informes frag­mentos de la copa dorada que con tanto empeño Maggie quería recom­poner.



Maggie siguió su paseo y se detuvo de nuevo para observar la sala de fumar; en esta ocasión ––fue como si hubiera sido el acto de reconocimien­to lo que en realidad hubiera detenido sus pasos––, vio como en un cuadro, con la tentación de la que había huido totalmente extinta, la razón que le había permitido entregarse tan poco, desde el principio, al vulgar ardor nacido de su ofensa. Mientras los contemplaba, hubiera podido echar en falta ese ardor como si se tratara de una realidad perdida; hubiera podido ansiar la directa visión vengativa, los derechos del resentimiento, las rabias de los celos, las protestas de la pasión, como si se tratara de algo que le hubieran quitado con engaños; hubiera podido ansiar aquella gama de sentimientos que tanto significan para muchas mujeres, pero que para la esposa de su marido, para la hija de su padre, sólo podía compararse, a lo sumo, con una primitiva caravana oriental que aparece a lo lejos, burda­mente iluminada a la luz del sol, con altivos estandartes alzados, altas lan­zas contra el cielo, todo un emocionante espectáculo, goce natural con el que mezclarse, pero que poco antes de llegar junto a Maggie se desviaba y desaparecía por otros caminos. De todas maneras, vio la razón por la que el horror en sí mismo casi había huido de ella, el horror que, presentido, la hubiera hecho gritar de dolor, por todo aquello que para ella era insóli­to, el horror de hallar al mal asentado a sus anchas donde sólo había soña­do que podía hallarse el bien, el horror de la realidad que se encontraba detrás, detrás de todo aquello en que tanto había confiado, de todo aque­llo que tanto había pretendido: detrás de la nobleza, la inteligencia, la ternura. Aquélla era la primera falsedad cortante que había conocido en su vida, la primera que había tocado o por la que había sido tocada; se había enfrentado con Maggie como un extraño de rostro mal encarado sorpren­dido en uno de los corredores de suelo cubierto por gruesa alfombra en una casa silenciosa, el domingo por la tarde y, sin embargo, pasmosamen­te, ella había sido capaz de contemplar el terror y la repulsión sólo para lle­gar a saber que debía apartar de sí el agridulce sabor de su novedad. Desde la ventana, la visión del grupo así constituido dijo a Maggie por qué, le dijo cómo, mencionó como si lo hiciera con labios de seca pronunciación, le dio directamente a ella el nombre, de manera que tuvo que aceptarlo como si se lo hubieran espetado a la cara, de aquella otra posible relación con el hecho de que era la única que ejercía en Maggie un poder irresisti­ble. Fue extraordinario: los miembros del grupo le hicieron comprender que albergar con respecto a ellos sentimientos de cualquier carácter inme­diato, inevitable, consolador, del carácter habitualmente propio de la ino­cencia ultrajada y de la generosidad traicionada, representaría renunciar a ellos y que, maravillosamente, no cabía siquiera pensar en esa renuncia. Maggie en momento alguno, desde el instante en que se convenció, había renunciado a ellos en tan escasa medida como ahora; aunque invocaría, sin duda alguna como consecuencia de una decisión que adoptaría pocos minutos después, el deseo de hacerlo todavía en menor medida si fuera posible. Volvió a pasear, deteniéndose aquí y allá, y descansando en la fres­ca y pulida balaustrada de piedra. Poco después, pasó de nuevo ante las luces del desierto salón, y de nuevo se detuvo por lo que en él vio y sintió.

Sin embargo, esto no se concretó en un instante. La concreción fue el efecto de advertir que Charlotte estaba en medio de la estancia de pie, erguida, mirando a su alrededor, que evidentemente Charlotte acababa de entrar al salón procedente de la sala de fumar, a través de una de las salitas de paso, con la esperanza, a juzgar por las apariencias, de reunirse con su hijastra. Charlotte se había detenido al ver el gran salón desierto. Debemos tener en cuenta que Maggie había salido de la sala en que se hallaba el grupo sin ser observada. Tan definida actitud de búsqueda, por parte de aquélla, interrumpiendo la partida de bridge o modificando su curso, pro­dujo una notable y brusca impresión en la Princesa, impresión a la que algo en la actitud y aspecto de Charlotte, en su aires de búsqueda y propó­sito interrumpidos, juntamente con la intuición de sus siguientes vagos movimientos, rápidamente dio significado. Este significado consistía en que Charlotte había decidido, en que había sido infinitamente consciente de la presencia de Maggie, en que sabía que por fin la encontraría sola, y en que, por alguna razón, deseaba encontrarla con la intensidad suficiente como para recabar, así cabía presumir, la ayuda de Bob Assingham. El coro­nel había ocupado la silla de Charlotte en la mesa de bridge, esto consti­tuía para Maggie una clara prueba del interés de Charlotte, de una ener­gía que, aun cuando superficialmente común en una situación en la que no se estimaba que cada uno de los presentes vigilara a los demás, causó a nuestra joven amiga, en aquel instante, la impresión de unas rejas que se rompieran. El magnífico, esplendoroso y suave ser se encontraba fuera de la jaula, en libertad, y ahora casi grotescamente se planteó el interrogante de si aquel ser podía ser atrapado mediante algún artificio, allí donde se encontraba, antes de que se alejara más, y ser devuelto a la jaula. En este caso, el modo forzosamente hubiera tenido que consistir en cerrar rápida­mente las ventanas y dar la voz de alarma. En estos instantes, la pobre Maggie tenía la sensación de que, a pesar de ignorar lo que Charlotte que­ría de ella, era motivo más que suficiente para alterarse el advertir que sometida a tan firmes manos cualquier cosa podía ocurrirle, para no hablar ya de las consecuencias que le reportaría emprender de nuevo la huida por la terraza, incluso al amparo de la vergüenza de la confesada debilidad que semejantes evasiones significan en el caso de una esposa ofendida. Sin embargo, ésta fue la debilidad en que la esposa ofendida incurrió, y lo único que cabe decir en su descargo es, como ella misma se dijo cuando se detuvo bruscamente, hallándose ya lejos de la casa, que supo resistir su abyección en la medida suficiente para no entrar subrepti­ciamente en la casa, a fin de llegar sana y salva a su aposento. Maggie se había descubierto a sí misma en el acto de huir y esconderse, y esto le reve­ló allí mismo, vívidamente, en una sola palabra, aquello que en todo momento había temido más.

Maggie había temido aquella concreta entrevista con Charlotte que po­día decidir a la esposa de su padre a hacerle confidencias, como hasta ahora no había podido hacer, a preparar una declaración ante él en que le comunicara sus agravios, en que le expusiera la infamia de que se sospe­chara de ella. Esto, en el caso de que Charlotte hubiera tomado la decisión de hacerlo, se tendría que basar en un cálculo cuya consideración evocaba extrañamente otras consideraciones y otras visiones. Ello demostraría que Charlotte tenía la confianza suficiente en el dominio que sobre su marido ejercía para gozar de la seguridad de que, manteniendo a la hija a la defen­siva, es decir, con la causa y la palabra de Maggie contra las suyas, no sería ésta quien se alzara con la victoria. Este vislumbre de la posible idea de Charlotte, fundada en razones que sólo ella sabía, razones de experiencia y de confianza, impenetrables para los demás, aunque íntimamente conoci­das por ella; este vislumbre se ensanchó y se ensanchó rápidamente desde el instante en que fue percibido, porque si el terreno que la pareja de más edad pisaba era firme, si la belleza de las apariencias había sido tan inque­brantablemente conservada, lo único que se había roto sería, como Maggie muy bien sabía, la copa dorada. La rotura de la copa dorada no represen­taba menoscabo alguno en la armonía de los tres personajes triunfantes, y sólo expresaba la lamentable deformidad del comportamiento de Maggie con respecto a ellos. Desde luego, en aquellos instantes, Maggie no podía medir debidamente la diferencia que para ella comportaría lo anterior, y de manera inevitable se formó en su mente la inquietante imagen del modo en que podría esgrimirse en contra de ella el que, mediante su pro­pia y exclusiva discreción, no pudiera convencer a Charlotte, siempre dota­da de espíritu burlón, de todo lo no dicho e indecible, de todo lo constante e inconfundiblemente insinuado, en cuyo caso su padre sería invitado, sin más, a recomendar a Maggie que lo hiciera. Pero todo género de confian­za, todo tipo de eficaz pretensión, que la señora Verver, gracias a sus muchos recursos innatos, pudiera seguir poseyendo y guardando en reser­va, apareció súbitamente como una posible luz utilizable, y pareció ofrecer, para tratar con ella, una nueva base y algo parecido a un nuevo sistema. Maggie sintió realmente una extraña contracción del corazón al darse cuenta, en el mismo instante, de cómo tendría que ser probablemente el nuevo sistema, y se dio cuenta de ello precisamente en el instante inme­diato anterior al percibir que lo que temía había ya ocurrido. Charlotte, ampliando el territorio de su búsqueda, había aparecido vagamente definida a lo lejos, de lo cual la Princesa, al cabo de un instante, tuvo la seguridad, a pesar de que la noche estaba muy oscura, por cuanto la clari­dad que escapaba de las ventanas de la sala de fumar no dejaba de ser una ayuda para la vista. La amiga de Maggie penetró despacio en aquel círcu­lo, habiendo también descubierto, en estos momentos, que ésta se hallaba en la terraza. Desde el extremo de la misma vio que Charlotte se detenía ante una de las ventanas para mirar al grupo que se encontraba en el inte­rior de la casa, y luego se acercaba más a ella y se detenía otra vez, cuando aún mediaba un considerable trecho entre las dos.

Sí, Charlotte había visto que Maggie la miraba desde lejos, se había dete­nido para poner a prueba la continuada atención que le prestaba. A través de la oscuridad nocturna, la cara de Charlotte estaba fijamente orientada hacia Maggie; Charlotte era el ser que, mediante la fuerza, había escapado de la jaula; sin embargo, indudablemente había en todos sus movimientos, a pesar de ser tan sólo vagamente percibidos, cierta especie de portentosa e inteligente serenidad. Había escapado animada por una intención, pero se trataba de una intención tan definida que podía acordarse con las medi­das serenas. De todas maneras, las dos mujeres se limitaron a estar presen­tes allí durante estos primeros minutos, frente a frente, a distancia, sin intercambiar signo alguno. La intensidad de sus respectivas miradas hubie­ra podido perforar la noche; al fin, Maggie quedó sobresaltada por la ate­morizada sensación de que había cedido ante las dudas, ante el temor y ante las vacilaciones durante un tiempo de tal duración que, sin necesidad de ulteriores pruebas, bastaba para delatarla. ¿Cuánto tiempo había estado allí mirando? ¿Un minuto?, ¿cinco? De todas formas, la duración había sido suficiente para que sintiera, de manera absoluta, que recibía de la mujer que iba a su encuentro algo que ésta le arrojaba irresistiblemente por medio del efecto del silencio, del efecto de esperar y observar, del efec­to de medir la duración de sus dudas y sus temores. Si entonces, acobar­dada y vacilante, Maggie hubiera sacrificado, como evidentemente así pare­cía, todas las anteriores ficciones, Charlotte hubiera contemplado, con el inmediato conocimiento de haber adquirido ventaja, que Maggie se acer­caba a ella, como en efecto se acercó. Maggie se acercó con el corazón en la mano, se acercó con la bien definida previsión, latiendo como el tic––tac de un reloj, de un destino intolerablemente duro y cortante, pero ante el que después de haberlo contemplado con los ojos abiertos de par en par había inclinado la cabeza. En el momento en que llegó al lado de Charlotte o, lo cual viene a ser lo mismo, en el momento en que Charlotte, sin un movimiento, sin una palabra, permitió que Maggie se le acercara y queda­ra junto a ella, su cabeza ya se encontraba en el tajo, por lo que la con­ciencia de que todo estaba perdido entorpeció las percepciones de Maggie, hasta el punto de que no sabía si el hacha había descendido o no. Sí, sin duda, la señora Verver tenía realmente «ventaja». ¿Y qué sensación tenía Maggie sino la de haber sido derribada de espaldas, quedando desde el primer momento con la nuca medio partida, y con la cara desamparada hacia arriba? Sólo esta posición podía explicar la mueca de dolor y de debi­lidad que en la cara de Maggie imprimió la dignidad de Charlotte.

––He venido para estar un rato contigo. Pensé que seguramente te encon­traría aquí.

Maggie oyó su propia voz, un tanto desvaída contestando:

––Pues sí, estoy aquí.

––Hace mucho calor dentro.

––Sí, e incluso aquí.

Charlotte estaba serena y grave, incluso había pronunciado su frase refe­rente a la temperatura con tan ponderado acento que rozaba la solemni­dad. Maggie, reducida a dirigir vagamente la mirada al cielo, únicamente notaba que la firmeza del propósito de Charlotte no había menguado.

––Hay humedad en el aire, está pesado como si fuera a tronar. Me pare­ce que tendremos tormenta.

Maggie había aventurado esta previsión para hurtarse a una sensación de inhibición, lo cual formó parte de la ventaja de Charlotte; pero la sen­sación de que se hallaba en una situación embarazosa no disminuyó en el silencio que se hizo a continuación. Charlotte nada contestó, tenía la fren­te nublada y su esbelta elegancia, su hermosa cabeza y su largo y recto cue­llo daban testimonio, en la semioscuridad, de su consumada perfección, de su forma noblemente erguida. Parecía que aquello para lo que Charlotte había salido hubiera ya comenzado a suceder; en consecuencia, Maggie dijo torpemente:

––¿Necesitas algo? ¿Quieres mi chal?

Con estas palabras, con la relativa pobreza de la oferta, todo comenzó a derrumbarse. La negativa de la señora Verver tuvo la brevedad propia de una advertencia de que no se hallaban juntas allí para sostener una charla ociosa, de la misma manera que la grave expresión de su rostro hasta que volvieron a caminar bien podía expresar la eficacia con que ésta veía pene­trar todos sus mensajes. Echaron a andar siguiendo en sentido contrario el camino por el que Charlotte había llegado, pero ésta detuvo a Maggie, cuando se hallaban cerca de la ventana de la sala de fumar, y la obligó a que se quedara en un punto desde el que pudiera ver a los que jugaban al bridge. La una al lado de la otra contemplaron aquel cuadro de serenas armonías, durante tres o cuatro minutos, su pleno significado, como bien cabría decir, significado que no podía ser otra cosa que el resultado de la interpretación que se diera a la escena, que variaría según fuera el in­térprete. Cuando Maggie contempló la escena hacía un cuarto de hora, podría haber sido algo que mostrar a Charlotte con gesto justamente irónico, y con un reproche tan severo que sólo con el silencio podía expre­sarse. Pero ahora la escena se le mostraba a ella, y Charlotte era quien se la mostraba; y Maggie comprendió sin demora que tenía que someterse a aceptarla.

Los otros estaban absortos, ya jugando en silencio, ya expresando obser­vaciones que no se oían en la terraza; al sereno rostro de su padre, que nada expresaba de cuanto estaba en la mente de su hija, dirigió primor­dialmente nuestra joven amiga su atención. Su esposa y su hija le observa­ban por igual atentamente, ¿y en cuál de las dos hubiera el señor Verver considerado más importante destruir ––en defensa de su dominio del equi­librio–– todo germen de inquietud? ¿A cuál de las dos hubiera respondido su mirada, de repente e impulsivamente alzada? Hasta ahora, y desde el matrimonio del señor Verver, Maggie no se había dado cuenta de una manera tan penetrante y formidable que el antiguo conocimiento que de él tenía era una realidad dividida y discutible. Ahora Maggie miraba a su padre con el permiso de Charlotte y bajo la dirección de Charlotte; en rea­lidad lo hacía como si el concreto modo en que debía mirarlo se le hubiera ordenado, incluso como si se le hubiera prohibido mirarle de otra manera. Maggie comprendió que no estaba al servicio del interés y de la protección del señor Verver, sino, de manera insistente y opresiva, en los de Charlotte, al servicio de la seguridad de ésta y a cualquier precio. Mediante esta muda demostración, casi parecía que Charlotte indicara el precio a Maggie, lo indicara como si se tratara de un asunto de la competencia de Maggie y mencionara una suma de dinero que en justicia debía conseguir. Charlotte tenía que conservar su seguridad, Maggie tenía que pagar, siendo el precio el aspecto que a ésta incumbía.

Con más claridad que en cualquier momento anterior, la Princesa volvió a tener conciencia de que todo lo cargaban sobre sus espaldas, y hubo un momento, un instante supremo, en el que sintió arder en sí el loco deseo de que su padre alzara la vista. El deseo latió durante estos segundos como una angustiada llamada a su padre, y Maggie osaría dirigirle esta llamada, si su padre alzaba la vista y las veía a las dos allí, de pie, a través del espa­cio que mediaba en la oscuridad exterior. Entonces su padre quedaría impresionado por aquella imagen y comprendería a las dos, tal como eran, y podría dar un signo ––Maggie no sabía cuál––, signo que la salvara, que la salvara de ser quien tuviera que pagarlo todo. Su padre podía dar muestras de una preferencia, efectuar una distinción entre ellas dos, podía, incluso por piedad, indicar a Maggie que la intensidad de su esfuerzo en su beneficio era más de lo que deseaba. Esto representaba la única laguna en la coherencia de Maggie, la única desviación del curso general de sus proyectos. Pero un instante después nada quedaba de esto porque nuestro buen hombre no movió los ojos; la mano de Charlotte cogió prestamente el brazo de Maggie y, con firmeza, la apartó del lugar en que se hallaban, como si Charlotte, en igual y súbita percepción hubie­ra advertido que la impresión recibida por las dos podía afectarlas en más de una manera. Volvieron sobre sus pasos a lo largo del resto de la terra­za, doblaron la esquina de la casa, y juntas llegaron ante las ventanas del pomposo salón, todavía iluminado y desierto. Allí Charlotte volvió a dete­nerse; una vez más causó la impresión de indicar a Maggie lo que ésta ha­bía observado por sí misma: el aspecto que la estancia tenía en su silen­cio, como de haber sido dispuesta, con sus grandes objetos ordenados y equilibrados, para una solemne recepción, para celebrar en ella una im­portante transacción o un auténtico acto oficial. Ante esta imagen Char­lotte de nuevo se colocó frente a su amiga, buscando en su rostro los efec­tos de todo lo que ya le había comunicado y, con la misma eficacia, puso de relieve que la terraza y la inexpresiva noche no eran los testigos ade­cuados para la total expresión de su idea. Poco después, ya en el interior del salón, bajo los antiguos esplendores venecianos y bajo la mirada de varios grandes retratos más o menos contemporáneos de aquellos que aguardaban en las paredes de Fawns su última y más lejana emigración, Maggie se halló en trance de contemplar, y al principio con el aliento cor­tado, el total formado por cada una de las peticiones que por separado la señora Verver le había formulado hasta el momento, fuera cual fuese la forma en que las había manifestado.

––He estado esperando durante quizá más tiempo del que tú crees, para hacerte una pregunta que hasta el momento no he tenido ocasión que me haya parecido tan buena como ésta para formulártela. Quizá habría sido más fácil si me hubieras causado la impresión de estar dispuesta siquiera levemente a ofrecérmela. Como puedes ver, no me ha quedado más remedio que aprovechar la oportunidad tal como el azar me la ha deparado.

Estaban las dos en el centro de la inmensa estancia y Maggie tenía la impresión de que el escenario que su imaginación había visto vacío hacía veinte minutos estaba ahora suficientemente poblado. Aquellas breves y directas palabras de Charlotte habían llenado el escenario hasta sus últi­mos rincones, y nada se hallaba ausente de la conciencia de Maggie, ni siquiera el papel que debía interpretar. Charlotte había entrado direc­tamente en la sala; allí se alzaba hermosa y libre, con actitud y aspecto armó­nicos con la firmeza de las palabras pronunciadas. Maggie había conserva­do el chal con el que había salido y, agarrándolo nerviosa y prietamente, se arrebujó en él como si buscara cobijo, como llevada por un sentimiento de humildad. Causaba la impresión de mirar al exterior desde una improvisa­da pañoleta, prenda de cabeza de mujer pobre, ante la puerta de un pala­cio; e incluso esperaba igual que la pobre mujer, y su mirada se fijó en los ojos de su amiga con una expresión de reconocimiento que no pudo repri­mir. Hablaría como pudiera:

––¿De qué pregunta se trata?

Pero todo en Maggie, de la cabeza a los pies, decía a gritos que ya lo sabía. Y también sabía que daba muestras clarísimas de saberlo. La causa de la eficaz vaguedad, para salvar los últimos vestigios de dignidad de la emi­nente derrota, era ya una causa perdida; lo único que Maggie podía hacer a toda costa, caso de que fuera posible incluso a costa de comportarse con estúpida inconsecuencia, era esforzarse en causar la impresión de no estar atemorizada. Si conseguía no parecer atemorizada podría quizá causar la leve impresión de no estar avergonzada, es decir, no estar avergonzada de estar atemorizada, que era la clase de vergüenza que se le podía atribuir, porque era el miedo lo que en todo momento decidía sus actos. De todas maneras, su resistencia, su pasmo, su terror, la superficie vacía o borrosa, o lo que fuera, que ahora Maggie presentaba, se transformó en una mezcla de realidad carente de significado. A la crecida ventaja que ahora sostenía y amparaba a Charlotte, las siguientes palabras poco añadieron:

––¿Te he dado algún motivo de queja? ¿Consideras que te he ofendido de alguna manera? Ha llegado el momento en que creo tener derecho a pre­guntártelo.

Sus miradas se encontraron, largo rato. Por lo menos la mirada de Maggie evitó la vergüenza de rehuir la de Charlotte:

––¿Qué te induce a hacerme esta pregunta?

––Mi natural deseo de saber. Durante largo tiempo, muy en poco lo has tenido.

Maggie esperó unos instantes antes de preguntar:

––¿Durante largo tiempo? ¿Quieres decir que has pensado...?

––Quiero decir, querida, que he visto. Semana tras semana, he visto que tú parecías pensar... algo que te preocupaba y te tenía perpleja. ¿Soy cul­pable de algo, en algún grado?

Maggie reunió todas sus fuerzas:

––¿Y qué puede ser?

––No soy yo quien debe imaginarlo, y lamentaría mucho tener que inten­tar decirlo. No veo aspecto en el que pueda haberte ofendido; tampoco veo en qué he ofendido a cualquier otra persona en quien yo pueda supo­nerte suficientemente interesada. Si alguna falta he cometido, la habré co­metido inconscientemente; espero con ansia que me digas cuál es, con toda franqueza. Ahora bien, si estoy equivocada en lo que ahora te estoy diciendo, referente a esa diferencia cada vez más marcada, a mi parecer, en el trato que me das, tanto mejor. De ninguna otra manera más satisfactoria que ésta puedes corregirme.

Maggie advirtió que Charlotte hablaba con extraordinaria y siempre creciente tranquilidad, como si escucharse a sí misma, además de perca­tarse del modo en que era escuchada, la ayudara a pasar de un punto a otro. Charlotte se daba cuenta de que se comportaba como debía, que es­te era el tono que debía adoptar y que esto era lo que tenía que hacer, que estaba haciendo aquello que en sus dilaciones e incertidumbres estimaba había con anterioridad exagerado en gran manera las dificultades. Pocas eran las dificultades, e iban menguando a medida que su contrincante iba encogiéndose más y más. Charlotte no sólo hacía lo que había querido hacer, sino que en estos momentos ya lo había hecho y lo había dejado debidamente asentado. Todo esto únicamente produjo el efecto de ahon­dar en Maggie la sensación de la penetrante y sencilla necesidad de seguir el coloquio hasta el final. Poco faltó para que la Princesa tartamudeara al decir:

––¿«Si» estás equivocada, dices? Realmente, lo has estado.

Charlotte miró a Maggie con dureza:

––¿Estás absolutamente segura de que todo ha sido una equivoca­ción mía?

––Sólo puedo decir que te has formado una falsa impresión.

––En ese caso, tanto mejor; si realmente recibí una falsa impresión, en el momento en que la recibí supe que tarde o temprano la manifestaría, por­que ésta es sistemáticamente mi manera de comportarme.

Después de un silencio, Charlotte añadió:

––Gracias a lo que acabas de decir, me alegra haber hablado. Muchas gracias.

Fue extraño que estas palabras significaran que también para Maggie las dificultades comenzaran a menguar. El hecho de que Charlotte aceptara su denegación fue para Maggie como una general promesa de no empeorar la situación en que se encontraba más de lo que fuera esencialmente nece­sario, y ello ayudó positivamente a construir su falsedad, a la que ahora, en consecuencia, añadió una nueva piedra:

––No cabe duda de que te he causado, de modo totalmente accidental, una impresión de la que en todo momento he sido ignorante. En momen­to alguno he considerado que me hayas ofendido.

Charlotte le preguntó:

––¿Y cómo es posible que yo llegara siquiera a acercarme a semejante posibilidad?

Maggie tenía la vista fija en Charlotte ahora con más tranquilidad, y ni siquiera intentó dar respuesta a esta pregunta. Al cabo de unos instantes, dijo algo que era más armónico con la situación en que actualmente se hallaban las dos:

––De nada te acuso.

––¡No sabes cuánto me alegro!

Charlotte había pronunciado estas palabras con énfasis, casi con verda­dera alegría. Y para proseguir Maggie tuvo que pensar, con la intensidad que le era propia, en Americo; tuvo que pensar en que el Príncipe, por su parte, también había tenido que mentir a Charlotte, y que lo había hecho en beneficio de su esposa, y que al hacerlo le había dado a ella la pauta y el ejemplo. Sin duda Americo tuvo sus dificultades para hacerlo y ahora, a fin de cuentas, Maggie quedaba a su altura. En realidad era como si, gra­cias a su evocación de la imagen de Americo enfrentándose con aquel admirable ser, incluso mientras se enfrentaba ahora con ella, cayera sobre ésta el resplandor lejano, fuerte y directo de una profunda luz reveladora que iluminaba hasta la última pulgada del territorio en que se hallaba. Americo había dado a Maggie algo con lo que actuar en concordancia y ésta no había cometido la tontería de revolverse contra su marido y no actuar en consecuencia. Por esto los dos, Americo y Maggie, estaban jun­tos, juntos y muy cerca el uno del otro, en tanto que Charlotte, alzándose radiante ante Maggie, se hallaba en un espacio oscuro que le aislaría en la soledad y la atormentaría con preocupaciones. Por esto el corazón de la Princesa se esponjó a pesar de su tensión, porque había actuado de acuer­do con lo que era pertinente, y algo que bien podía ser como una rara flor arrancada de un importante parterre, surgiría, y posiblemente pronto. Sí, lo correcto adquiría, al fin, la extraordinaria forma de la charlatanería, como ella la llamaba, de Maggie. Todo consistía en no desviarse ni siquiera un ápice y penetrar en el terreno de la verdad. De ahí que Maggie queda­ra en sumo dominio de sí misma y dijera:

––Te digo muy de veras que tus preocupaciones se basan en una falsa impresión. Debes creerme y dar por seguro que jamás he llegado a imagi­nar que tú pudieras causarme daño.

De una manera maravillosa Maggie siguió en el mismo tono y, mas aún, en tono mejorado:

––Debes creerme y pensar que siempre te he considerado un ser bello, bueno y maravilloso, y sólo eso. A mi parecer, tienes todo género de dere­chos a que así te considere.

Charlotte la miró en silencio. Necesitaba más, necesitaba la última pala­bra, aunque sin faltar, al pedirla, a las normas del tacto:

––Querida, esto es mucho más de lo que jamás hubiera soñado pedirte. Sólo quería tu denegación.

––Pues ya la tienes.

––¿Por tu honor?

––Por mi honor.

Y nuestra joven amiga incluso tuvo el gesto de no dar media vuelta e irse. Había relajado la presión con que sus manos agarraban el chal que había deslizado hacia atrás, y seguía allí en espera de cuanto pudiera ocu­rrir, en espera de quedar liberada de toda carga. En este momento, Maggie vio qué era lo que se avecinaba. Lo vio en el rostro de Charlotte, y lo sintió creando en el aire que mediaba entre las dos una fría zona que dio culmi­nación a la frialdad de sus conscientes perjurios. Charlotte dijo:

––¿Me darás un beso para sellar lo que has dicho?



Maggie no podía decir que sí, pero tampoco dijo que no. Sin embargo, lo que ayudó a Maggie en su pasividad fue percatarse de lo muy lejos que Charlotte había llegado en su retirada. Pero también ocurrió algo diferen­te, algo que mientras Maggie recibía el beso prodigioso en la mejilla, tuvo la oportunidad de vivir. Se trataba de la visión de los otros que, habiéndo­se levantado de la mesa de juego y dejadas las cartas para reunirse con los restantes miembros del grupo, habían llegado a la puerta abierta de la estancia, y se habían detenido bruscamente al ver aquella demostración evidentemente a ellos destinada. El marido y el padre de Maggie iban en vanguardia; el abrazo de Charlotte, que ellos no podían distinguir del abra­zo de Maggie a Charlotte, a juicio de la primera, adquirió con su llegada gran publicidad.

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