Stefan Zweig



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EL VERANO DE LA DECISIÓN


Necker, el hombre a quien la reina ha colocado al timón de la nave del Estado en la más amarga necesidad marinera, toma directamente franco rumbo contra la tormenta. No baja aco­bardado las velas, no va dando bordadas mucho tiempo; las semi­medidas no sirven ya para nada, sino sólo las resueltas y enérgi­cas: plena conmutación de la confianza. En los últimos años, el centro de gravedad de la confianza nacional se alejó de Versalles. La nación no cree ya en las promesas del rey ni en sus cartas de pago y asignados; no espera nada del Parlamento, ni de los no­bles, ni de la Asamblea de notables; tiene que ser creada  por lo menos temporalmente  una nueva autoridad para fortalecer el crédito y poner dique a la anarquía, pues un duro invierno ha endurecido también los puños del pueblo; a cada momento puede hacer explosión la desesperación de los sediciosos ham­brientos, huidos del campo y que están ahora en las ciudades. Por ello, resuelve el rey, en el último momento, después de las habituales vacilaciones, convocar los Estados Generales, que desde hace doscientos años representan realmente a todo el pue­blo. Para privar de su supremacía anticipadamente a aquellos en cuyas manos están todavía los derechos y la riqueza, el pri­mero y el segundo Estado, la nobleza y el clero, ha duplicado el rey, por consejo de Necker, el número de representantes del tercer Estado. Así, ambas fuerzas están en equilibrio y al mo­narca se reserva con ello el poder decidir en última instancia. La convocatoria de la Asamblea Nacional aminorará la respon­sabilidad del rey y fortalecerá su autoridad: así se piensa en la corte.

Pero el pueblo piensa de otro modo; por primera vez se siente convocado, y sabe que sólo por desesperación, y nunca por bondad, llaman los reyes a sus consejos al pueblo. Una ta­rea inmensa es atribuida con ello a la nación, pero también se le da una ocasión que no volverá a presentarse; el pueblo está decidido a aprovecharla. Un arrebato de entusiasmo se desborda por ciudades y aldeas; las elecciones son una fiesta; las reu­niones, lugares de mística exaltación nacional   como siem­pre, antes de los grandes huracanes produce la naturaleza las auroras más engañosas y ricas en colores . Por fin puede co­menzar la obra: el 5 de mayo de 1789, día de la apertura de los Estados Generates, por primera vez es Versalles no sólo resi­dencia de un rey, sino la capital, el cerebro, el corazón y el alma de toda Francia.

Jamás la pequeña ciudad de Versalles ha visto reunida tanta gente como en estas brillantes jornadas primaverales del año 1789. Cuatro mil personas componen, como siempre, la corte real; Francia ha enviado casi dos mil diputados; a ellos se suman los innumerables curiosos de París y otros cien luga­res que quieren presenciar aquel espectáculo de trascendencia histórica. Se precisa una gruesa bolsa llena de oro para alquilar una habitación no sin diflcultades; un puñado de ducados por un saco de paja, y hay centenares de personas que, no habien­do encontrado ningún alojamiento, duermen bajo los pórticos y arcadas, mientras que muchas, a pesar de la lluvia torrencial, forman cola, ya por la noche, para no perder nada del gran espectáculo. El precio de los víveres asciende al triple o cuádru­ple de lo ordinario; a cada instante se hace insoportable la afluen­cia de gente. Ya desde ahora se muestra simbólicamente que en esta estrecha ciudad provinciana no hay espacio más que para un solo soberano de Francia, en modo alguno para dos. A la lar­ga, uno de ellos tendrá que evacuarla: la monarquía o la Asam­blea Nacional.

Pero en las primeras horas no debe haber disputas, sino sólo gran reconciliación entre el rey y el pueblo. El 4 de mayo, desde muy temprano, suenan las campanas; antes de que los hombres deliberen, debe ser invocada en lugar sagrado la ben­dición de Dios para la elevada obra. Todo París se ha traslada­do en peregrinación a Versalles para poder informar a sus hijos y a los hijos de sus hijos de aquella gran jornada que señala el comienzo de una nueva era. En las ventanas, de las cuales pren­den preciosas tapicerías, se apretujan cabezas contra cabezas. Sobre los tejados, en las chimeneas, indiferentes al peligro de su vida, se encaraman espesos racimos humanos; nadie quiere perder un detalle del gran cortejo. Y en realidad es grandioso este desfile de los Estados; por última vez, la corte de Versalles despliega todo su esplendor para afirmarse de un modo impre­sionante ante el pueblo como la verdadera majestad, el innato y consagrado soberano. Hacia las diez de la mañana abandona el palacio el regio cortejo; delante cabalgan los pajes con sus deslumbrantes libreas, los halconeros con el halcón en el levan­tado puño; después, tirada por caballos con maravillosos arne­ses, sobre cuyas cabezas se balancean penachos de plumas de colores, la carroza de honor del rey, encristalada y dorada, avanza majestuosa. A la derecha del monarca, su hermano mayor; el más joven ocupa el pescante; delante del Rey, los jóvenes duques de Angulema, de Berry y de Borbón. Jubilosos gritos de «¡Viva el rey!» saludan estrepitosamente esta prime­ra carroza y producen penoso contraste con el duro a irritado silencio en medio del cual pasa la segunda carroza, con la reina y las princesas. Claramente, ya en esta hora matinal, la opinión pública establece una profunda divisoria entre el rey y la reina. Igual silencio reciben los siguientes coches, en los que los res­tantes miembros de la familia real son llevados con marcha lenta y solemne hacia la iglesia de Notre Dame, donde los tres Estados, en total de dos mil hombres, cada uno con un cirio en­cendido en la mano, esperan a la corte para recorrer la ciudad en un común cortejo.

Las carrozas se detienen delante de la iglesia. El rey, la reina y la corte se apean de ellas; les espera un espectáculo no habitual. A los representantes del brazo de la nobleza, fastuo­sos con sus mantos de seda con galones de oro, los sombreros de ala atrevidamente levantada, con sus plumas blancas, los cono­cen, por lo menos, de fiestas y bailes; lo mismo ocurre con el abigarrado esplendor de los eclesiásticos, flameante rojo de los cardenales y sotanas violeta de los obispos; estos dos Estados, el primero y el segundo, rodean fielmente el trono desde hace centenares de años y son el ornamento de cada una de sus solemnidades. Pero ¿quiénes componen esa oscura masa, inten­cionadamente sencilla, con sus trajes negros, sobre los cuales sólo relucen los blancos pañuelos del cuello? ¿Quiénes son esos hombres desconocidos, con sus vulgares sombreros de tres picos; quiénes esos ignorados, aún sin nombre en el día de hoy cada uno de ellos, que, juncos, se alzan delante de la iglesia, como un compacto bloque negro? ¿Qué pensamientos se alojan detrás de esos extraños semblantes nunca vistos, con miradas audaces, claras y hasta severas? El rey y la reina examinan a sus adversarios, que, fuertes en su unión, no hacen reverencias como esclavos ni prorrumpen en entusiastas aclamaciones, sino que esperan, virilmente silenciosos, para ir, de igual a igual, con estos orgullosos señores engalanados, con los privi­legiados y de nombre famoso, a la obra de la renovación. ¿No parecen, con sus lóbregos trajes negros, con su grave a impe­netrable aspecto, más bien jueces que dóciles consejeros? Acaso ya en este primer encuentro el rey y la reina hayan sen­tido en un escalofrío el presentimiento de su suerte.

Pero este primer encuentro no es ningún paso de armar: antes de la inevitable lucha debe haber una hora de concordia. En gigantesca procesión, tranquilos y graves, cada uno con su cirio encendido en la mano, recorren los dos mil hombres el breve trecho que hay de iglesia a iglesia, desde Notre Dame, de Versalles, a la catedral de San Luis, a través de las centellean­tes filas de la guardia francesa y suiza. Sobre ellos repican las campanas; a su lado retumban los tambores, brillan los unifor­mes y sólo el canto espiritual de los sacerdotes, elevando la solemnidad, atenúa su carácter militar.



A la cabeza del largo cortejo  los últimos serán los prime­ros  marchan los representantes del tercer Estado, en dos filas paralelas; tras ellos avanza la nobleza; después sigue el clero. Cuando pasan los últimos representantes del tercer Estado se produce en el pueblo un movimiento, no casual, y los especta­dores prorrumpen en estrepitosas aclamaciones. Este entusias­mo va dirigido hacia el duque de Orleans, el desertor de la corte. que. por cálculo demagógico. ha preferido mezclarse con las filas de los diputados del tercer Estado a ir en medio de la familia real. Y ni siquiera sobre el rey, que marcha detrás del palio del Altísimo  el arzobispo de París, con su sobrepelliz sembrada de diamantes lo lleva , se derraman aplausos se­mejantes a los que recibe aquel que se declara, ante el pueblo, partidario de la nación y opuesto a la autoridad real. Para hacer aún más clara esta íntima oposición contra la corte, eligen algu­nos el momento en que se acerca María Antonieta y, en lugar de «Vive la Reine!», aclaman altamente y con toda intención el nombre de su enemigo: «¡Viva el duque de Orleans!». María Antonieta siente la ofensa, se turba y palidece; sólo con un esfuerzo de voluntad logra dominar su sorpresa, sin alterar su aspecto, y continuar hasta el fin el camino de la humillación con erguida cabeza. Pero ya al día siguiente, en la apertura de la Asamblea Nacional, la espera una nueva ofensa. Mientras que el rey, a su entrada en la sala, es aclamado con vivos aplau­sos, ni un solo labio se mueve al llegar la reina: un silencio gla­cial y manifiesto sale a su encuentro como una viva corriente de aire. «Voilà la victime», murmura Mirabeau a uno de sus vecinos, y hasta un espectador ajeno a la cuestión, el gobema­dor norteamericano Morris, se esfuerza por animar, pero sin éxito, a sus amigos franceses para que tomen menos ofensivo este hostil silencio por medio de una aclamación. «La reina llo­raba  escribe en su diario este hijo de una nación libre , y ni una sola voz se elevó en favor suyo. Hubiera alzado yo mi mano, pero no tenía allí ningún derecho a expresar mis senti­mientos y en vano rogué a mis vecinos que lo hicieran.» Durante tres horas tiene la reina de Francia que permanecer sentada, como en el banquillo de los acusados, delante de los representantes del pueblo, sin que la saluden ni le presten nin­guna atención; sólo cuando se levanta, después del intermina­ble discurso de Necker, para retirarse de la sala con el rey, algu­nos diputados, por compasión, alzan un tímido «Vive la Reine!». Conmovida, María Antonieta da las gracias a aquellos pocos con una inclinación de cabeza, y por fin este gesto enciende las aclamaciones de todo el auditorio. Pero al regresar a su palacio, María Antonieta no se hace ninguna ilusión. Con toda claridad siente la diferencia que hay entre este saludo vacilante y compasivo y los grandes, cálidos y torrenciales gri­tos de amor del pueblo que, en otro tiempo, habían conmovido su infantil corazón al retumbar en su primera llegada a París. Ya sabe que está excluida de la gran reconciliación y que comienza una lucha a muerte.

A todos los espectadores de estas jornadas les sorprende el inquieto y sobresaltado aspecto de María Antonieta. Hasta en la apertura de la Asamblea Nacional, donde se presenta, majes­tuosa y bella, en el regio esplendor de un magnífico vestido violeta, blanco y plata, con la cabeza adomada con una sober­bia pluma de avestruz, observa madame Staél en su actitud una expresión de tristeza y angustia que es completamente nueva y desconocida en esta mujer antes despreocupada, alegre y co­queta. Y en realidad sólo con gran trabajo y un extremo esfuer­zo de voluntad se ha forzado a sí misma María Antonieta a subir a este estrado, pero sus pensamientos y sus inquietudes están aquellos días en otra parte. Pues sabe que mientras que ella tiene que mostrarse al pueblo, durante horas enteras, en su regia magnificencia, conforme a su deber de monarca, padece y muere, en su camita, en Meudon, su hijo mayor, el delfín, de seis años de edad. Ya el año precedente ha tenido la pena de per­der a uno de sus cuatro hijos, a la princesa Sofía Beatriz, de once meses, y ahora por segunda vez se desliza la muerte en el cuarto de sus niños, en demanda de nuevo sacrificio. Los pri­meros síntomas de una naturaleza raquítica se habían mostrado en su primogénito en 1788. «Mi hijo mayor me da mucha preo­cupación  escribe entonces a José II . Está mal conformado; una cadera es más alta que la otra y, en las espaldas, las vérte­bras están algo fuera de su sitio y salientes. Desde hace algún tiempo tiene siempre fiebre y está delgado y débil.» Después se presenta una engañosa mejoría, pero pronto no le queda ya a la pobre madre ninguna esperanza. El solemne cortejo de la aper­tura de los Estados Generales, aquel abigarrado y extraño espectáculo, es la última diversión del pobre niño enfermo: envuelto en mantas, tendido sobre cojines, demasiado débil ya desde hace algún tiempo para poder andar, desde el balcón de las caballerizas reales, con sus ojos apagados por la fiebre, ve pasar aún a su padre y a su madre, en medio del centelleante cortejo: un mes después está enterrado. María Antonieta, du­rante todos estos días, lleva en su pensamiento la muerte inmi­nente a inevitable de su hijo, y todas sus preocupaciones se dirigen hacia él: nada más necio, por tanto, que la leyenda, una y otra vez renovada, de que María Antonieta, durante estas semanas de sus ásperas inquietudes maternales y humanas, haya estado, desde la mañana hasta la noche, tramando cazu­rras intrigas contra la Asamblea. En aquellos días, su combati­vidad está totalmente quebrantada por el dolor que sufre y el odio que siente palpitar contra ella; sólo más tarde, completa­mente sola, luchando como una desesperada, simplemente por la vida y la corona de su marido y de su segundo hijo, se alza­rá otra vez para hacer un último esfuerzo. Pero ahora sus ener­gías están consumidas, y justamente en aquellos días serían necesarios los ánimos de un dios, no los de un infeliz ser huma­no lleno de consternación, para detener el arrollador destino.

Pues los acontecimientos se suceden unos a otros con rapi­dez torrencial. Al cabo de pocos días, los dos brazos privile­giados, la nobleza y el clero, están ya en agria hostilidad con­tra el tercer Estado; rechazado éste, se declara constituido en Asamblea Nacional por su propio poder, y en la sala del Juego de Pelota presta juramento de no disolverse antes de que esté cumplida la voluntad del pueblo y votada la Constitución. La corte se espanta ante este demonio popular que ella misma ha ido a sacar de su guarida. Arrastrado hacia una y otra parte por sus consejeros, los llamados por él y los no llamados; dando hoy la razón al tercer Estado, mañana al primero y al segundo, vacilando fatalmente justo en la hora que exige la más extrema lucidez de espíritu y fortaleza, el rey se inclina tan pronto hacia las baladronadas de los militares, que exigen. según su antigua arrogancia, que se expulse al populacho hacia sus casas, desen­vainando las brillantes espadas. tan pronto hacia Necker. Que siempre vuelve a aconsejar la condescendencia. Un día impide la entrada del tercer Estado en la sala de deliberaciones; des­pués se vuelve atrás espantado tan pronto como declara Mira­beau: «Estamos aquí por la voluntad del pueblo, y la Asamblea Nacional sólo retrocederá ante el poder de las bayonetas». Pero, en igual medida que la indecisión de la corte, crece la reso­lución de la nación. De un día a otro, la muda criatura llamada «pueblo» ha adquirido voz por medio de la libertad de la pren­sa, proclama sus derechos en centenares de folletos, y en infla­mados artículos de periódicos descarga su furor revolucionario. En el Palais Royal, bajo la hospitalidad del duque de Orleans, se reúnen a diario millares de gentes que hablan, gritan, se agitan unos a otros incesantemente. Muchos desconocidos, cuya boca había permanecido cerrada durante toda su vida, descubren de repente el placer de hablar y de escribir; centenares de ambi­ciosos y desocupados ventean la hora favorable, y todos se dedican a la política, se mueven, leen, discuten y defienden su punto de vista. «Cada hora  escribe el inglés Arthur Young ­produce su folleto; trece han aparecido hoy, dieciséis ayer, veintidós la semana pasada, y diecinueve de cada veinte son escritos en favor de la libertad», es decir, por toda la desapari­ción de los privilegios, y entre ellos también los de la monar­quía. Cada día, casi cada hora, arrolla un pedazo de la autori­dad real;las palabras «pueblo» y «nación», en un espacio de dos o tres semanas, pasan de ser pura letra muerta a religiosos conceptos de la omnipotencia y de la suprema justicia. Ya los oficiales y los soldados se unen al irresistible movimiento; ya advierten, sorprendidos, los funcionarios municipales y del Estado como se les escapan de las manos las riendas al desbo­carse la furia popular; hasta la Asamblea Nacional cae en los remolinos de esta nueva corriente, pierde el rumbo dinástico y comienza a fluctuar. Los consejeros del palacio real están cada vez más angustiados, y como, en general, la incertidumbre moral trata de salvarse de su miedo respondiendo con un gesto de violencia, el rey, para amenazar, saca los últimos regimien­tos que le permanecen fieles y seguros, hace que tengan preparada la Bastilla y, por último, para darse a sí mismo la ilusión de una energía de que carece internamente, arroja a la nación un guante de desafío al destituir, el 11 de julio, y enviarlo des­terrado como un criminal, ai único ministro popular, a Necker.

Los siguientes días están grabados con caracteres imperece­deros en la Historia Universal; cierto que hay un solo libro al cual no debe ir uno en busca de informes sobre los acontecimientos, precisamente el diario manuscrito del desdichado y cándido monarca. Allí, el 11 de julio, dice solamente: «Nada. Partida del señor Necker», y el 14 de julio, el día de la toma de la Bastilla, que arruina definitivamente el poder real, otra vez la misma trá­gica palabra «Rien», es decir: ninguna pieza cazada en ese día, ningún ciervo muerto; por tanto, ningún suceso importante. Pero en París se piensa de otro modo acerca de ese día, que todavía solemniza hoy toda una nación como fecha del nacimiento de su conciencia de la libertad. El día 12 de julio, antes del mediodía, llegan a París informes de la destitución de Necker, y con ello la chispa cae en el polvorín. En el Palals Royal, Camille Desmou­lins, uno de los miembros del club del duque de Orleans, se enca­rama sobre una silla empuñando una pistola, proclama que el Rey prepara una noche de San Bartolomé y grita «al arma». En un minuto encuentran el símbolo de la sublevación, la escarapela tri­color que llega a ser bandera de la república; algunas horas más tarde, el ejército es atacado en todas partes, son saqueados los arsenales y cerradas con barricadas las calles. El 14 de julio, vein­te mil hombres salidos del Palals Royal marchan contra la aborre­cida fortaleza de París, la Bastilla, la cual, horas más tarde, es tomada por asalto y la cabeza del gobernador que había querido defenderla oscila lívida sobre la punta de una pica; por primera vez lanza sus rayos esta cruenta linterna de la Revolución. Nadie osa ya oponer resistencia contra esta elemental explosión de la furia popular; las tropas, que no han recibido de Versalles ningu­na orden clara, se retiran, y por la noche, con millares de antor­chas, se dispone París a celebrar su victoria.

Sin embargo, a seis leguas de este acontecimiento universal, todos permanecen sin sospechas. Han destituido al ministro molesto; ahora quedarán en paz; pronto podrán de nuevo irse de caza, ya mañana probablemente. Pero entonces llega men­sajero tras mensajero de la Asamblea Nacional; en París domi­na la inquietud, saquean los arsenales, avanzan hacia la Basti­Ila. El rey escucha los relatos, pero no toma ninguna verdadera resolución. En resumidas cuentas, ¿para qué sirve esa molesta Asamblea Nacional? Que decida ella. Como de costumbre, tampoco en este día es modificada la sacrosanta distribución de las horas; como siempre, aquel hombre comodón y flemático, sin curiosidad por nada (ya se sabrá todo mañana con tiempo), se va a la cama a las diez y duerme con su pesado y obtuso sueño, que no logra perturbar ningún suceso de importancia universal. Pero ¿qué tiempos desvergonzados, atrevidos y anár­quicos son éstos? Han llegado a hacerse tan irrespetuosos que perturban el sueño de un monarca. El duque de Lianncourt llega a todo galope a Versalles, en un caballo cubierto de espu­ma, para traer noticias de los sucesos de París. Le declaran que el rey está durmiendo. Insiste en que lo despierten; por último lo dejan penetrar en el santuario del sueño. Comunica: «La Bastilla, tomada por asalto. El gobernador, asesinado. Su cabe­za, clavada en una pica, es llevada por toda la ciudad» .

«Pero ¡eso es una revuelta!» , balbucea, espantado, el infeliz soberano.



Mas con despiadada severidad corrige el mal mensajero: «No, sire, es una revolución».


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