Stefan Zweig



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EL TEMPLE


Es ya oscuru cuando la familia real llega delante del antiguo castillo de los templarios, el Temple. Las ventanas del edificio principal están iluminadas con innumerables linternas  ¿no es aquél un día de fiesta popular? . María Antonieta conoce este palacete. Ha habitado aquí, durante los dieciocho años frívolos del rococó, el hermano del rey, el conde de Artois, su camara­da de bailes y diversiones. Con repiqueteantes cascabeles, envuelta en preciosas pieles, fue hasta allí una vez, en invierno, catorce años hace, en un trineo ricamente decorado, para comer a toda prisa en casa de su cuñado. Hoy, unos amos de casa menos amables, los miembros de la Comuna, la invitan a que­darse allí permanentemente, y, en vez de lacayos, se alzan delante de las puertas, como cuidadosos vigilantes, guardias nacionales y gendarmes. La gran sala donde sirven la comida a los prisioneros es conocida por nosotros por un cuadro célebre: «Un té en casa del príncipe Conti». El mozuelo y la muchacha que entretienen en él con un concierto a una sociedad ilustre son nada menos que el niño de ocho años Wolfgang Amadeo Mozart y su hermana: música y alegría han resonado en este re­cinto; nobles señores, felices y gozadores de la vida, han habi­tado últimamente esta mansión.

Pero no es este elegante palacio, en cuyas cámaras, recu­biertas de madera tallada y dorada, todavía queda quizás un suave aleteo de la argentina ligereza de las melodías de Mozart, lo que está destinado por la Comuna para residencia de María Antonieta y de Luis XVI, sino los dos tomeones antiquísimos, redondos y de puntiagudo tejado, que se alzan junto a él. Edifi­cados por los caballeros templarios de la Edad Media, con firmes sillares, como inexpugnable fortaleza, estos tomeones, grises y tenebrosos. semejantes a la Bastilla, provocan primeramente un estremecimiento de supersticioso terror. Con sus pesadas puer­tas forradas de hierro, sus escasas ventanas, sus fúnebres patios entre murallas, hacen pensar en olvidadas baladas de otros tiempos, en la Santa Vehma, en la Inquisición, en antros de bru­jas y cámaras de tormento. De mala gana, con tímidas miradas, contemplan los parisienses esos restos últimos de una edad de violencia, que se han mantenido en pie, del todo inútiles y por ello doblemente misteriosos, en medio de un animado barrio de pequeños burgueses: era un símbolo de elocuencia cruel desti­nar estos viejos y ya inútiles muros para prisión de la vieja y ya inútil monarquía.

Las siguientes semanas sirven para aumentar la inviolabili­dad de esta prisión dilatada. Se demuele una fila de casitas que rodean las tomes, son echados abajo todos los árboles del patio, para que no impidan la vigilancia por ninguna parte; además, los dos patios que rodean a las torres, pelados y desnudos, son separados por un muro de piedra de los otros edificios, de mo­do que hay que atravesar primero tres recintos amurallados an­tes de que se penetre en la verdadera ciudadela. Se levanta en todas las salidas garitas de vigilancia, y en todas las puertas interiores que dan a los pasillos de cada piso se cuida de poner barreras para forzar a cada uno de los que entren o salgan a jus­tificar su personalidad ante siete a ocho guardias diferentes. Como custodios, el consejo municipal, que responde de los pri­sioneros, elige a diario, echando suertes, cuatro diferentes comisarios que, alternativamente, vigilen día y noche todas las habitaciones y estén obligados, por la noche, a tomar en depó­sito la totalidad de las llaves de todas las puertas. Fuera de ellos y de los consejeros municipales, a nadie le es permitido pene­trar sin una especial tarjeta de permiso de la municipalidad dentro de todo el recinto fortificado del Temple; ningún Fersen ni ningún otro amigo complaciente puede acercarse ya a la real familiar la posibilidad de hacer pasar cartas y de ponerse en contacto con los de fuera está  o por lo menos lo parece ­irrevocablemente excluida.

De modo más grave hiere aún a la real familia otra medida de precaución. En la noche del 19 de agosto se presentan los funcionarios municipales con la orden de sacar de allí a todas las personas que no pertenezcan a la real familia. Especialmente dolorosa para la reina es la despedida de madame de Lamballe, que, estando ya en seguro refugio, había vuelto vo­luntariamente de Londres para testimoniar su amistad en la ho­ra del peligro. Ambas presienten que no volverán nunca a ver­se; en esta despedida, no presenciada por ningún testigo, tiene que haber sido cuando María Antonieta, como única muestra de cariño, le regaló a su amiga aquel mechón de cabellos, encerra­dos en un anillo, con esta trágica inscripción: «Encanecidos por la desgracia», y que más tarde se halló sobre el despedazado cadáver de la asesinada princesa. También la preceptora, mada­me de Tourzel, y su hija tuvieron que ser trasladadas de esta prisión a otra especial, a la Force; lo mismo que los acompa­ñantes del rey: sólo un ayuda de cámara le es dejado para ser­vir a su persona. Con ello queda destruida la última apariencia y brillo de una corte, y, en adelante, las personas de la familia real, Luis XVI, María Antonieta, sus dos hijos y la princesa Elisabeth, se hallan consigo mismas, solas por completo.



El temor de un acontecimiento es, en general, más insopor­table que el acontecimiento mismo. Por mucho que la prisión signifique una humillación para el rey y la reina, ofrece, en pri­mer lugar, cierta seguridad a sus personas. Los gruesos muros que los rodean, los patios cerrados de barricadas, los puestos de guardia con los fusiles permanentemente cargados, cierto que impiden toda tentativa de fuga, pero protegen, al mismo tiem­po, contra todo ataque imprevisto. Ya no necesita la real fami­lia, como en las Tullerías, acechar a diario y a cada hora todo rebato de campanas y redobles de tambores para saber si hoy o mañana hay que aguardar algún ataque. En este torreón solita­rio es la misma distribución de tiempo, ayer como hoy, el mismo aislamiento seguro y tranquilo y el mismo alejamiento de todos los sucesos del mundo. El gobierno de la ciudad hace, al principio, todo lo posible para cuidar del bienestar puramen­te material de la real familia prisionera; despiadada en la lucha, la Revolución, según su última voluntad, no es inhumana. Después de cada duro golpe, vuelve a suspender otra vez su marcha durante un momento, sin sospechar que precisamente estas pausas, estas aparentes renuncias, hacen aún más sensible para los vencidos su derrota. Los primeros días después del tras­lado al Temple se esfuerza la municipalidad por presentar su prisión a los prisioneros como lo más aceptable posible. La gran torre es empapelada de nuevo y provista de muebles; se prepara todo un piso con cuatro habitaciones para el rey; cua­tro habitaciones para la reina, su cuñada madame Elisabeth y los niños. Pueden en todo momento salir de la lúgubre y moho­sa tome, ir a pasear por el jardín, y, ante todo, cuida la Comuna de que no carezcan de lo que, por desgracia, es lo más preciso para el bienestar del rey: una comida buena y abundante. Nada menos que trece personas cuidan a diario de su mesa; cada me­diodía hay por lo menos tres sopas, cuatro principios, dos asa­dos, cuatro platos ligeros, compota, fruta, vino de Malvasía, bur­deos, champaña; de modo que al cabo de tres meses y medio los gastos de cocina ascienden nada menos que a treinta y cinco mil libras. También se los provee abundantemente de ropa inte­rior, de trajes y de todo lo que se refiere al pertrecho de la casa mientras Luis XVI no es todavía considerado como un crimi­nal. Según sus deseos, recibe, para matar el tiempo, toda una bi­blioteca de doscientos cincuenta y siete volúmenes, en su ma­yor parte clásicos latinos; en esta primera época, muy corta, la prisión de la familia real no ha tenido en modo alguno carácter de castigo, y así, prescindiendo de la opresión moral, podían el rey y la reina llevar una vida tranquilamente cómoda y casi pacífica. Por la mañana hace María Antonieta venir a sus niños y los instruye o juega con ellos; a mediodía comen reunidos; de sobremesa juegan una partida de chaquete o de ajedrez. Mien­tras el rey lleva después a pasear al delfín por el jardín y con él echa a volar cometas, la reina, que es demasiado orgullosa para pasear públicamente bajo vigilancia, se ocupa, en general, en su habitación, con labores de mano. Por la noche acuesta ella misma a los niños, y después charlan todavía un poco o juegan a las camas; hasta alguna vez intentan tocar el clave, como en tiempos anteriores, o cantar un poco, pero, apartada del gran mundo y de sus amigas, le falta para siempre la perdida ligereza de su corazón. Habla poco, y prefiere estar sola o con los niños. Le falta como consuelo aquella gran piedad de Luis XVI y de su hermana, que rezan mucho y observan severamente todos los días de ayuno, con lo cual adquieren resignación y paciencia. La vo­luntad de vivir de la reina no se deja quebrantar tan fácilmente como la de aquellos seres de apagado temperamento: su pensa­miento, hasta entre estos cerrados muros, está siempre dirigido hacia el mundo; su alma, habituada al triunfo, se niega todavía a renunciar, aún no quiere abandonar la esperanza  hacia dentro se reconcentran ahora sus no empleadas fuerzas . Es la única que no se da por prisionera en la prisión; los otros sienten apenas su cautividad, y, si no fuera por la vigilancia y el etemo miedo del mañana, aquel pequeño burgués de Luis XVI y la monja de madame Elisabeth encontrarían realmente realizada la forma de vivir por la cual inconscientemente habían suspirado años y años: una pasividad sin responsabilidad ni pensamiento.

Pero la guardia está a11í. Sin interrupción se les recuerda con ello a los cautivos que hay otro poder que rige su destino. En el comedor ha colgado en la pared la Comuna la edición en folio del texto de la Declaración de los derechos del hombre, fechada en una forma dolorosa para un rey: «Año primero de la República». Sobre las placas de latón de su estufa tiene que leer el rey: «Libertad, igualdad, fraternidad». A la hora de la comi­da de mediodía aparece un comisario o el comandante como huésped no invitado. Cada pedazo de su pan es cortado por una mano extraña para investigar si acaso no contendrá algún men­saje secreto; ningún periódico puede entrar en el recinto del Temple; cada uno que penetra en la torre o sale de ella es regis­trado del modo más minucioso por los guardias, en busca de los papeles que pueda llevar escondidos, y, además, las puertas de las habitaciones regias son cerradas por fuera. Ni un solo paso pueden dar el rey o la reina sin que detrás de ellos, con el fusil car­gado al hombro. aparezca la sombra de un guardia, ni tener nin­guna conversación sin testigos, ni leer ningún impreso sin censurar. Sólo en su apartado dormitorio conocen la dicha y la merced de estar solos consigo mismos.

¿Esta vigilancia era, en realidad, intencionadamente vejato­ria? ¿Los guardias a inspectores de la regia prisión eran autén­ticamente unos sádicos verdugos, tal como los describen las mo­nárquicas historias de martirio? ¿En realidad han humillado sin cesar a María Antonieta y los suyos con innecesarias molestias, eligiendo especialmente para este objeto a sans culottes espe­cialmente groseros? Los informes de la Comuna lo contradi­cen, pero son parciales también ellos. Para resolver justamente la importante cuestión de si la Revolución ha ofendido cons­cientemente y maltratado al vencido monarca es de exigir la más extrema prudencia. Pues el concepto de Revolución es, en sí mismo, muy dilatado, abarca una escala de infinitos grados, desde la más alta idealidad hasta la brutalidad más positiva, des­de la grandeza a la crueldad, desde lo espiritual hasta su contra­rio, la violencia; cambia de modo de ser y se transforma, porque siempre recibe su color de los hombres y de las circunstancias. En la Revolución francesa, como en toda otra, se dibujan cla­ramente dos tipos de revolucionarios: los revolucionarios por idealidad y los revolucionarios por resentimiento; los unos, mejor dotados que la masa, quieren elevarla hasta su nivel, hacer ascender su educación, su cultura, su libertad, sus formas de vida. Los otros, que lo han pasado mal, quieren tomar ven­ganza de aquellos que lo pasaron mejor, procuran dar satisfac­ción a su nuevo poder a costa de aquellos en otros tiempos poderosos. Esta disposición de ánimo, como fundada en la dua­lidad de la naturaleza humana, se halla en todos los tiempos. En la Revolución francesa, el idealismo había tenido primeramen­te la supremacía: la Asamblea Nacional, que se componía de nobles y burgueses y personas notables del país, quería auxiliar al pueblo, libertar a las masas, pero la masa libertada dirigió pronto su fuerza sin trabas contra sus propios libertadores; en la segunda fase ejercieron predominio los elementos radicales, los revolucionarios por resentimiento, y en ellos el poder era demasiado nuevo para que pudiera resistir al placer de gozar abundantemente de él. Figuras de pequeñez mental, libradas por fin de una situación estrecha, se apoderan del timón, y su anhelo es el de rebajar la Revolución hasta su propia medida, hasta su propia mediocridad mental.

El más típico y repugnante representante de estos revolu­cionarios por resentimiento es precisamente Hébert, a quien está confiada la suprema vigilancia de la real familia. Los más nobles, los más espirituales de la Revolución, Robespierre, Ca­mille Desmoulins, Saint Just, conocieron inmediatamente a este puerquísimo escritorzuelo, a este crapuloso charlatán por lo que realmente era: una apostema en el honor de la Revolución, y Robespierre lo extirpó  cierto que demasiado tarde  con un hierro candente. De un pasado sospechoso, públicamente culpable de desfalco en la caja de un teatro, sin colocación y sin escrúpulos, salta en medio de la Revolución como una pieza de caza perseguida dentro de un río, y la corriente lo sostiene por­que, como dice Saint Just, «según el espíritu y el peligro varía sus colores, como un reptil que se arrastra al sol» ; cuanto más se mancha de sangre la República, tanto más se tiñe de rojo su pluma en el Père Duchéne, el más innoble periódico parisiense de la Revolución, escrito con lodo más bien que con tinta. En el tono más ordinario  «como si una alcantarilla de París fuera el Sena», dice Camille Desmoulins , adula a11í los más repulsivos instintos de la última de las más bajas clases socia­les y con ello priva a la Revolución de todo prestigio en el extranjero; pero él, personalmente, le debe a esta popularidad entre el populacho, aparte de sus abundantes ingresos, su pues­to en el consejo municipal y un poder cada vez más grande: en sus manos es colocadó de modo fatídico el destino de María Antonieta.



Tal hombre, puesto como señor y vigilante de la real fami­lia, goza evidentemente, con todo el contento de un alma peque­ña, de la posibilidad de que le sea lícito tratar de un modo que le haga bajar la cabeza a toda una archiduquesa de Austria y reina de Francia. De una cortesía intencionadamente helada en el trato personal, y siempre cuidadoso de mostrar que él es el auténtico representante de la nueva justicia, da libre curso Hé­bert, en el Pére Duchéne, con groseras injurias a su enojo porque la reina rehúsa toda conversación con él; es la voz del Père Duchéne la que solicita ininterrumpidamente el «salto de car­pa» y el rasoir national para el «borracho y su golfa» , los mis­mos a quienes el señor procurador Hébert visita todas las sema­nas del modo más cortés. Indudablemente que las palabras de su boca eran más violentas que los sentimientos de su corazón; pero ya hay una innecesaria humillación para los vencidos en el hecho de encargar precisamente al más despiadado y más insincero de todos los patriotas de que sea jefe supremo de la prisión. Porque el miedo a Hébert actúa naturalmente sobre los soldados de la guardia y los empleados. Por temor a ser consi­derados como negligentes, tienen que hacer mayores cruelda­des de las que querrían hacer; mas de otra parte, sus gritos de odio han servido a los encerrados de modo sorprendente, pues los honrados y cándidos artesanos y pequeños burgueses que Hébert coloca como guardianes han leído siempre en las pági­nas del Pére Duchéne cosas terribles acerca del «sanguinario tirano» y de la austríaca prostituta y dilapiladora. Y ahora, des­tinados al servicio de vigilancia, ¿qué es lo que ven? Un ino­cente y gordo burgués que con su hijito de la mano, va a pase­ar por el jardín y mide, con él mismo, cuántas pulgadas y pies cuadrados tiene de superficie el patio; lo ven comer mucho y con regodeo, dormir y estar inclinado sobre sus libros. Pronto reconocen que este torpe y buen padre de familia no es capaz de hacer daño ni a una mosca; es verdaderamente difícil odiar a un tal tirano, y si Hébert no vigilara tan severamente, los soldados de la guardia probablemente habrían charlado con aquel humilde señor como con un camarada del pueblo, bromeando con él y hasta jugando a las camas. La reina, naturalmente, im­pone mayores distancias. María Antonieta, en la mesa, ni una so­la vez dirige la palabra a los inspectores, y cuando viene una co­misión y le pregunta si desea alguna cosa o tiene alguna queja que dar, responde invariablemente que no desea ni apetece nada. Prefiere echar sobre sí todas las desazones a pedir un favor a ninguno de los guardianes de su prisión. Pero precisamente esta altivez en la desgracia impresiona a aquellos hombres simples y, como siempre, una mujer que sufre visiblemente provo­ca especial compasión. Pero a poco, los guardianes, que en rea­lidad comparten la prisión con los prisioneros, llegan a sentir cierta cierta inclinación hacia la reina y la real familia, y sólo esto explica la posibilidad de diversas tentativas de evasión; si, co­mo se dice en las Memorias monárquicas, los soldados de la guardia se condujeron de un modo extremadamente áspero y acentuando su republicanismo; si, al pasar arriba y abajo, lan­zaban una grosera blasfemia o silbaban más ruidosamente de lo que fuera menester, tal cosa sólo ocurría realmente para disi­mular cierta íntima compasión ante los vigilados. Mejor que los ideólogos de la Convención, ha comprendido el pueblo bajo que los vencidos merecen respeto en su desgracia, y ante los soldados del Temple, aparentemente tan groseros, ha encontra­do la reina mucho menos odio y menos actos odiosos que en los salones de Versalles en otros tiempos.

Pero el tiempo no se mantiene inmóvil, y aunque esto no se perciba en aquel cuadrilátero amurallado, fuera vuela con ale­tazos gigantescos. Malas noticias vienen de la frontera; por fin se han puesto en movimiento los prusianos y los austríacos, y en el primer encuentro han dispersado a las tropas revolucio­narias. En la Vendée, los aldeanos están sublevados; comienza la guerra civil; el Gobierno inglés ha retirado su embajador; La Fayette deja el ejército, amargado por el radicalismo de una Revolución provocada por él mismo; las subsistencias llegan a ser escasas, el pueblo está agitado. La más peligrosa de todas las palabras, la palabra «traición», como después de todas las derrotas, brota de millares de lenguas y perturba toda la ciudad. En esta hora, Danton, el más fuerte y menos escrupuloso de los hombres de la Revolución, empuña la sangrienta barrera del Terror y toma la espantosa resolución de dejar asesinar duran­te tres días y tres noches de septiembre, a todos los más o menos sospechosos. Entres unas dos mil víctimas, cae también la amiga de la reina, la princesa de Lamballe.

En el Temple, la familia real no sabe nada de estos espanto­sos acontecimientos, ya que vive apartada de toda voz viviente y de toda letra impresa. Sólo oye, de repente, cómo comienzan a sonar las campanas de las trres, y María Antonieta conoce muy bien aquellas aves de bronce de la desgracia. Ya sabe que cuando retumban sobre la ciudad con sus sones revoloteantes descarga una tempestad, se acerca volando cualquier desastre. Excitados, murmuran entre sí los prisioneros de la torre: ¿Esta­rá ya por fin el duque Brunswick, con sus tropas, a las puertas de París? ¿Ha estallado una revolución contra la Revolución?

Más abajo, en la cerrada entrada del Temple, deliberan con la mayor agitación los guardias y empleados municipales: ellos saben más. Mensajeros que llegan precipitadamente han anun­ciado que una inmensa muchedumbre avanza desde los arraba­les, trayendo clavada en una pica, flotantes los cabellos, la lívi­da cabeza de la princesa de Lamballe y arrastrando detrás su tronco, desgarrado y mutilado, es indudable que esta inhumana banda de asesinos, borracha de sangre y de vino, quiere gozar ahora del último triunfo canibalesco mostrando a María Anto­nieta la pálida cabeza de su amiga muerta y el cuerpo desnudo y afrentado con el cual la reina, según convicción general, du­rante tanto tiempo ha cometido deshonestidades. Desesperada, la guardia envía mensajeros a la Comuna pidiendo refuerzos militares, pues ella sola no puede hacer frente a esas enfureci­das masas; pero el cauteloso Pétion permanece invisible, como siempre, cuando la situación es peligrosa; no viene ningún re­fuerzo y ya brama aquella muchedumbre, con sus espantosas presas, delante de la puerta principal. Para no enfurecer aún más a las masas y evitar un asalto que indudablemente sería mortal para la real familia, procura el comandante detener a aquella tropa; deja primeramente que el báquico cortejo pene­tre en el patio exterior del recinto del Temple, y, como un sucio arroyo desbordado, pasa espumeando la muchedumbre a través de la puerta.

Dos de los caníbales arrastran el desnudo cuerpo cogido por las piernas; otro levanta en sus manos las sangrientas entrañas; un tercero alza en una pica la ensangrentada cabeza de la prin­cesa, de una palidez verdosa. Con estos trofeos quieren subir a la torre para obligar a la reina, según anuncian, a que bese la cabeza de su querida. Es inútil pretender usar de la fuerza con­tra estos alborotadores; por ello, uno de los comisarios de la Co­muna intenta emplear la astucia. Dandose a conocer por la ban­da oficial de su cargo, exige silencio y pronuncia un discurso. Para atraerlos, alaba primeramente a la muchedumbre por su acción magnífica y les propone que paseen la cabeza a través de todo París, a fin de que el pueblo entero pueda admirar este «trofeo», «eterno monumento de victoria». Felizmente hace su efecto la lisonja y, con salvaje vocerío, parten aquellos borra­chos para seguir arrastrando por las calles el desnudo y afren­tado cuerpo, hasta llegar al Palais Royal.

Mientras tanto, los cautivos de la torre se sienten impacien­tes. Oyen abajo el confuso griterío de una furiosa multitud, sin comprender lo que quiere y exige. Pero conocen ese sombrío mugir de las masas desde los días del asalto de Versalles y de las Tullerías, y observan como los soldados de la guardia co­rren pálidos y excitados, a sus puestos para prevenir cualquier peligro. Inquieto, interroga el rey a un guardia nacional. «Pues bien, señor  responde éste vivamente , ya que quiere usted saberlo, es que quieren mostrar a ustedes la cabeza de madame de Lambelle. Puedo aconsejarles que se asomen a la ventana si no quieren que el pueblo suba hasta aquí.»

Ante estas palabras se oye un ahogado grito: María Anto­nieta ha caído sin sentido. « Fue el único momento  dice su hi­ja en un posterior informe  en que le hizo traición su energía.»

Tres semanas más tarde, el 21 de septiembre, retumban de nuevo amenazadoras las calles. Otra vez prestan oído con in­quietud los prisioneros a los rumores de fuera. Pero esta vez no gruñe la cólera del pueblo, esta vez no retumba su alegría; oyen como abajo, con gritos intencionadamente sonoros, los vende­dores de periódicos anuncian que la Convención ha decidido abolir la monarquía. Al día siguiente aparecen unos comisarios que vienen a dar cuenta al rey, que ya no lo es, de su destitu­ción. Luis el Postrero  así es llamado desde ahora, antes de que se le designe despreciativamente con el nombre de Luis Capeto  recibe esta embajada tan plácidamente como el rey Ricardo II de Shakespeare.

¿Qué tiene el rey que hacer? ¿Sumisión plena?

Así lo hará. ¿Será, pues, destronado?

El rey se allana. ¿Debe, acaso, el nombre

perder de rey? ¡Sea así, en nombre del cielo!


A una sombra no se le puede quitar ya ninguna luz, ni poder alguno a quien hace ya mucho tiempo que ha dejado de tener­lo. Ni una palabra de protesta encuentra en sí aquel hombre em­botado desde hace mucho tiempo contra toda humillación; ningu­na tampoco pronuncia María Antonieta; acaso uno y otro sienten como si les quitaran de encima una peso. Pues desde ahora no tienen ya ninguna responsabilidad en lo que se refiere a su pro­pia suerte y a la del Estado; ya no pueden equivocarse o des­cuidar sus deberes y ya no necesitan preocuparse de nada sino del pequeño trozo de vida que acaso les dejen disfrutar todavía. Lo mejor, ahora, es tratar de entretenerse con pequeñas cosas humanas, ayudar a la hija en sus labores de mano o tocar el cla­ve, corregir los ejercicios escolares que el muchacho escribe con su letra grande, rígida a infantil (claro que es preciso apre­surarse ahora a romper siempre el papel si el niño  ¿cómo podría comprender lo ocurrido una criatura de seis años?­ firma aún del modo como ha aprendido trabajosamente a ha­cerlo: «Louis Charles, Dauphin»). Se resuelven las charadas del número más reciente del Mercure de France, se baja al jar­dín y se vuelve a subir, se sigue con la vista en la chimenea el caminar de las agujas del viejo reloj, que se mueven harto len­tamente, se ve el humo formando volutas sobre los techos leja­nos, se contempla cómo las nubes del otoño traen el invierno. Y, sobre todo, se procura olvidar to que fue en otro tiempo y se trata de pensar en to que viene y tiene que venir irremediable­mente.

Ahora, según parece, la Revolución ha alcanzado su meta. El rey está depuesto, ha renunciado sin protesta y vive tranqui­lamente con su mujer y sus hijos en su torre. Pero cada revolución es una bola que rueda sin cesar hacia delante. Quien la dirija y quiera seguir dirigiéndola tiene que correr con ella, sin pausa, para conservarse en equilibrio a la manera del que corre encima de una bola: no hay posibiüdad de detenerse en una evolución que sigue su curso. Cada partido lo sabe y teme, por ello, quedarse rezagado de los otros. La derecha teme a los moderados; los moderados, a la izquierda; la izquierda, a su ala extrema, los girondinos; éstos, a su vez, a los partidarios de Ma­rat; los cabecillas temen al pueblo; los generales, a los solda­dos; la Convención, a la Comuna; la Comuna, a las secciones, y precisamente este miedo contagioso de todos los grupos unos a otros es lo que impulsa sus fuerzas íntimas hacia una compe­tencia tan ardiente; es el temor de todos a pasar por moderados lo que únicamente lanzó la Revolución francesa hasta tan lejos, hasta más allá de su propia meta, dándole al mismo tiempo aquel impulso torrencial de sobrepasarse a sí misma. Fue su des­tino ir declarando nulos todos los puntos de descanso que se ha­bía impuesto, sobrepasar sus metas tan pronto como las ha al­canzado. Primeramente, la Revolución pensaba haber realizado su tarea con ignorar la existencia del rey; después con destituir­lo. Pero, aun destituido y sin corona, este hombre desdichado e inofensivo sigue siendo siempre un símbolo, y si la República llega hasta el punto de arrancar de sus tumbas los esqueletos de los reyes muertos hace siglos, para volver, una vez más, a que­mar lo que hace largo tiempo no es más que polvo y ceniza, ¿cómo podría soportar aunque no fuera más que la sombra de un rey viviente? Así, creen los jefes tener que completar la muerte política de Luis XVI con su muerte corporal, para estar a cubierto de toda recaída. Para un republicano radical, el edi­ficio de la República sólo puede tener resistencia si está cimen­tado sobre sangre real; pronto se deciden a unirse también a esta opinión los otros grupos menos radicales, por miedo a que­darse atrás en la carrera en busca del favor popular, y el proce­so contra Luis Capeto es señalado para el mes de diciembre.

En el Temple se llega a saber esta amenazadora determi­nación por la súbita presencia de una comisión que exige la entrega de «todos los instrumentos cortantes», es decir, cuctu­Ilos, tijeras y tenedores: el detenido, que sólo estaba sometido a vigilancia, se convierte con ello en acusado. Además, Luis XVI es separado de su familia. Aun habitando en la misma torre, sólo un piso más abajo de los suyos, cosa que agrava la crueldad de la medida, desde este día no le es permitido ver a la mujer ni a los hijos. En todas estas semanas fatales, su pro­pia mujer no puede hablar ni una sola vez con el esposo, no le es permitido saber cómo se desenvuelve el proceso ni cómo es la sentencia. No le es dado leer ningún periódico, no puede interrogar a los defensores de su marido; en espantosa incerti­dumbre y excitación, la desgraciada tiene que pasar sola todas estas horas de espantosa angustia. Un piso más abajo, separada sólo por el pavimento, oye los pesados pasos de su marido, y no le es dado verle, no le es dado hablarle: indecible tormento pro­vocado por una medida absolutamente sin sentido. Y cuando el 20 de enero de 1793 un empleado municipal se presenta a María Antonieta y, con voz algo deprimida, le anuncia que, excepcionalmente, aquel día le es permitido trasladarse con su familia junto a su esposo en el piso de abajo, comprende inme­diatamente la reina lo que tiene de espantoso aquella merced: Luis XVI ha sido condenado a muerte, ella y sus hijos ven por última vez al esposo y al padre. En consideración al trágico momento  quien subirá mañana al patibulo no es ya peligro­so , los cuatro empleados municipales dejan por primera vez solos en la habitación a la esposa y al esposo, la hermana y los hijos en esta última reunión de familia; sólo por una puerta de cristales vigilan la despedida.

Nadie asistió a esta patética hora en que vuelven a reunirse con el sentenciado rey y, al mismo tiempo, se despiden de él para siempre; todos los relatos que han sido impresos son puras y románticas invenciones, lo mismo que aquellas sentimentales estampas que, en el sentido dulzón de la época, rebajan lo trá­gico de tal entrevista con una lacrimosa y afectada ternura. ¿Cómo dudar de que esta despedida del padre de sus hijos haya sido uno de los momentos más dolorosos de la vida de María Antonieta, y para qué tratar de exagerar todavía su trágica emo­ción? Ya sólo ver a un individuo que va a morir, un condenado a muerte, aunque sea la persona más desconocida, antes de su marcha al suplicio, es un tormento profundo para todo hombre dotado de humana sensibilidad; mas con este hombre, si bien es cierto que María Antonieta no lo ha querido nunca apasio­nadamente y hace mucho tiempo que ha entregado su corazón a otro, ha vivido veinte años, día tras día, y le ha dado cuatro hijos; jamás, en estos agitados tiempos, lo ha visto de otro mo­do sino lleno de bondad y abnegación hacia ella. Más íntima­mente unidos de lo que estuvieron nunca en sus bellos años, lo estaban ahora ambos esposos, originariamente unidos para toda la vida solamente por la política razón de Estado, pero a quie­nes ahora el exceso de la desgracia en estas sombrías horas del Temple ha acercado de modo más humano. Aparte eso, sabe la reina que pronto tendrá que seguirlo en este último paso. Sólo la precede en un breve plazo.

En esta hora extrema, en este último momento, lo que du­rante toda su vida había sido fatal para el rey, su completa ca­rencia de excitabilidad nerviosa, fue una ventaja para aquel hom­bre tan probado por el dolor; su imperturbabilidad, en general tan initante, da a Luis XVI en este momento decisivo cierta gran­deza moral. No muestra temor ni excitación; los cuatro comi­sarios desde la habitación inmediata, no le oyen ni una sola vez alzar la voz ni sollozar: en esta despedida de los suyos, mani­fiesta este hombre lamentablemente débil, este rey indigno, ma­yor fuerza y mayor dignidad que en ningún otro momento de toda su vida. Tranquilo como todas las otras noches, se levan­ta a las diez el condenado a muerte, y da con ello a su familia la indicación para que lo abandonen. Ante esta voluntad tan claramente manifiesta no osa María Antonieta presentar ningu­na protesta, tanto más que él, con un piadoso propósito de engaño. le dice que aún subirá al día siguiente junto a ella, a las siete de la mañana.

Después todo queda tranquilo. La reina queda sola en su habitación de arriba; viene una noche larga y sin sueño. Por último clarea la mañana, y con ello despiertan los siniestros ru­mores de los preparativos. Oye llegar una carroza con pesadas ruedas; oye, una y otra vez, pasos y pasos, escaleras arriba y es­caleras abajo: ¿es el confesor, con los representantes municipa­les?, ¿acaso ya el verdugo? A lo lejos redoblan los tambores de los regimientos en marcha, aumenta cada vez más la luz, llega a ser un día claro; cada vez se acerca más la hora que privará a los niños de su padre y a ella del respetable, bondadoso y cir­cunspecto compañero de tantos años. Prisionera en su habita­ción, con los despiadados guardias delante de la puerta, no le es permitido a la desdichada mujer bajar los pocos peldaños que la separan del esposo, no le es permitido oír ni ver nada de todo to que ocurre, e, imaginadas, las cosas son quizá mil veces más espantosas que en la misma realidad. Después, y de repen­te, hay en el piso de abajo un espantoso silencio. El rey ha de­jado la habitación, la pesada carroza rueda llevándolo hacia el patíbulo. Y una hora más tarde, la guillotina ha dado a María Antonieta un nuevo nombre: en otros tiempos fue archiduque­sa de Austria, después delfina, por último reina de Francia; ahora es la viuda Capeto.




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