Viaje Al Fin De La Noche



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Parapine se disponía a su vez, con calma, a marcharse. Lo ayudé a pasarse una especie de bufanda en torno al cuello y encima de la caspa de siempre una especie de mantilla también. Entonces se acordó de que yo había ido a verlo a propósito de algo concreto y urgente. «Es verdad -dijo- que estaba aburriéndolo con mis asuntillos y me olvidaba de su enfermo. ¡Perdóneme y volvamos rápido a su tema! Pero, ¿qué decirle, a fin de cuentas, que no sepa usted ya? Entre tantas teorías vacilantes, expe­riencias indiscutibles, ¡lo racional sería, en el fondo, no elegir! Conque haga lo que pueda, ¡ande, colega! Ya que debe usted hacer algo, ¡haga lo que pueda! Por cierto que a mí, puedo asegurárselo confidencialmente, ¡esa afección tífica ha llegado a asquearme hasta grados inde­cibles! ¡Inimaginables incluso! Cuando yo la abordé en mi juventud, la tifoidea, tan sólo éramos unos pocos los que investigábamos ese terreno, es decir, que sabíamos exactamente cuántos éramos y podíamos realzarnos mu­tuamente... Mientras que ahora, ¿qué decirle? ¡Llegan de Laponia, amigo! ¡de Perú! ¡Cada día más! ¡Llegan de to­das partes especialistas! ¡Los fabrican en serie en Japón! En el plazo de unos años he visto el mundo inundado con un auténtico diluvio de publicaciones universales y descabelladas sobre ese mismo tema tan machacado. Me resigno, para conservar mi plaza y defenderla, desde lue­go, bien que mal, a producir y reproducir mi articulito, siempre el mismo, de un congreso a otro, de una revista a otra, al que me limito a aportar, hacia el final de cada temporada, algunas modificaciones sutiles y anodinas, del todo accesorias... Pero, aun así, créame, colega, la ti­foidea, en nuestros días, es algo tan trillado como la man­dolina o el banjo. ¡Es como para morirse, ya digo! Cada cual quiere tocar una tonadilla a su manera. No, prefiero confesárselo, no me siento con fuerzas para preocuparme más; lo que busco para acabar mi existencia es un rinconcito de investigaciones muy tranquilas, con las que no me granjee ni enemigos ni discípulos, sino esa mediocre no­toriedad sin envidias con la que me contento y que tanto necesito. Entre otras paparruchas, se me ha ocurrido el estudio de la influencia comparativa de la calefacción central en las hemorroides de los países septentrionales y meridionales. ¿Qué le parece? ¿Higiene? ¿Régimen? Es­tán de moda, esos cuentos, ¿verdad? Semejante estudio, convenientemente encarrilado y prolongado lo suyo, me valdrá el favor de la Academia, no me cabe duda, que cuenta con una mayoría de vejestorios, a quienes esos problemas de calefacción y hemorroides no pueden dejar indiferentes. ¡Fíjese lo que han hecho por el cáncer, que tan de cerca los afecta!... ¿Que después la Academia me honra con uno de sus premios sobre higiene? ¿Qué sé yo? ¿Diez mil francos? ¿Eh? Pues tendré para pagarme un viaje a Venecia... En mi juventud fui con frecuencia a Venecia, mi joven amigo... ¡Pues sí! Se muere de hambre allí igual que en otros sitios... Pero se respira allí un olor a muerte suntuoso, que no es fácil de olvidar después...»

En la calle, tuvimos que volver, veloces, sobre nuestros pasos para buscar sus chanclos, que había olvidado. Con eso nos retrasamos. Y después nos apresuramos hacia un sitio, no me dijo cuál.

Por la larga Rué de Vaugirard, salpicada de legumbres y estorbos, llegamos a la entrada de una plaza rodeada de castaños y agentes de policía. Nos colamos hasta la sala trasera de un pequeño café, donde Parapine se apostó de­trás de un cristal, protegido por un visillo.

«¡Demasiado tarde! -dijo, despechado-. ¡Ya han sa­lido!»

«¿Quiénes?»

«Las alumnitas del instituto... Mire, hay algunas en­cantadoras... Me conozco sus piernas de memoria. No puedo imaginar nada mejor para acabar el día... ¡Vámo­nos! Otro día será...»

Y nos separamos muy amigos.
Habría preferido no tener que volver nunca a Rancy. Desde aquella misma mañana que me había marchado de allí, casi había olvidado mis preocupaciones habituales; estaban aún tan incrustadas en Rancy, que no me seguían. Se habrían muerto allí, tal vez, mis preocupaciones, de abandono, como Bébert, si yo no hubiese regresado. Eran preocupaciones de suburbio. Sin embargo, por la Rué Bonaparte, me volvió la reflexión, la triste. Y, sin embargo, es una calle como para dar placer, más bien, al transeúnte. Pocas hay tan acogedoras y agradables. Pero, al acercarme al río, me iba entrando miedo, de todos mo­dos. Empecé a dar vueltas. No conseguía decidirme a cruzar el Sena. ¡Todo el mundo no es César! Al otro lado, en la otra orilla, comenzaban mis penas. Decidí es­perar así, a la orilla izquierda, hasta la noche. En último caso, unas horas de sol ganadas, me decía.

El agua venía a chapotear junto a los pescadores y me senté a ver lo que hacían. La verdad es que no tenía nin­guna prisa yo tampoco, tan poca como ellos. Me parecía haber llegado al momento, a la edad tal vez, en que sabes perfectamente lo que pierdes cada hora que pasa. Pero aún no has adquirido la sabiduría necesaria para pararte en seco en el camino del tiempo, pero es que, si te detu­vieras, no sabrías qué hacer tampoco, sin esa locura por avanzar que te embarga y que admiras durante toda la ju­ventud. Ya te sientes menos orgulloso, de tu juventud, aún no te atreves a reconocerlo en público, que acaso no sea sino eso, tu juventud, el entusiasmo por envejecer.

Descubres en tu ridículo pasado tanta ridiculez, enga­ño y credulidad, que desearías acaso dejar de ser joven al instante, esperar a que se aparte, la juventud, esperar a que te adelante, verla irse, alejarse, contemplar toda tu vanidad, llevarte la mano a tu vacío, verla pasar de nuevo ante ti, y después marcharte tú, estar seguro de que se ha ido de una vez, tu juventud, y, tranquilo entonces, por tu parte, volver a pasar muy despacio al otro lado del Tiem­po para ver, de verdad, cómo son la gente y las cosas.

A la orilla del río, los pescadores no se estrenaban. Ni siquiera parecía importarles demasiado pescar o no. Los peces debían de conocerlos. Se quedaban allí, todos, ha­ciendo como que pescaban. Los últimos rayos de sol, de­liciosos, mantenían aún un poco de calorcito a nuestro alrededor y hacían saltar sobre el agua pequeños reflejos entreverados de azul y oro. Viento llegaba muy fresco de enfrente por entre los altos árboles, muy sonriente, el viento, asomándose por entre mil hojas, en ráfagas sua­ves. Se estaba bien. Dos buenas horas permanecimos así, sin pescar nada, sin hacer nada. Y después el Sena se obs­cureció y la esquina del puente se puso roja con el cre­púsculo. El mundo, al pasar por el muelle, nos había olvidado allí, entre la orilla y el agua.

La noche salió de debajo de los arcos, subió a lo largo del castillo, tomó la fachada, las ventanas, una tras otra, que flameaban ante la sombra. Y después se apagaron también, las ventanas.

Ya sólo quedaba marcharse una vez más.

Los libreros de lance de las orillas del río estaban ce­rrando sus cajas. «¿Vienes?», fue y gritó la mujer, por encima del pretil a su marido, a mi lado, quien, por su par­te, cerraba sus instrumentos y la silla de tijera y los gusa­nos. Refunfuñó y todos los demás pescadores refunfuña­ron tras él y volvimos a subir, yo también, arriba, refunfuñando hacia donde pasaba la gente. Hablé a su mujer, sólo para decirle algo amable, antes de que cayese la noche por todas partes. Al instante, quiso venderme un libro. Era uno que había olvidado meter en la caja, se­gún decía. «Conque se lo daría más barato, regalado...», añadió. Un «Montaigne» viejo, uno de verdad, sólo por un franco. No tuve inconveniente en dar gusto a aque­lla mujer por tan poco dinero. Me lo quedé, su «Mon­taigne».

Bajo el puente, el agua se había vuelto muy espesa. Yo ya no tenía el menor deseo de avanzar. En los bulevares, me tomé un café con leche y abrí aquel libro que me ha­bía vendido. Al abrirlo, me encontré con una carta que escribía a su mujer, el Montaigne, precisamente con moti­vo de la muerte de uno de sus hijos. Me interesó de inme­diato, aquel pasaje, probablemente porque lo relacioné al instante con Bébert. «¡Ahí -iba y le decía el Montaigne, más o menos así, a su esposa-: No te preocupes, ¡anda, querida esposa!¡Tienes que consolarte!... ¡Todo se arre­glará!... Todo se arregla en la vida... Por cierto, que -le decía también- precisamente ayer encontré entre los pape­les viejos de un amigo mío una carta que Plutarco envió, también él, a su mujer en circunstancias idénticas a las nuestras... Y, como me ha parecido pero que muy bien es­crita, su carta, querida esposa, ¡cojo y te la envío!... ¡Es una carta hermosa! Además, no quiero privarte de ella por más tiempo, ¡ya verás tú como te cura la pena!... ¡Mi querida esposa! ¡ Te la envío, esa hermosa carta! Es una carta, pero, ¡lo que se dice una carta, esa de Plutarco!... ¡Eso desde luego! ¡Vas a ver tú como te va a interesar!... ¡ Ya lo creo! ¡No dejes de consultarla enterita, querida esposa! ¡Léela bien! Enséñasela a los amigos. ¡ Y vuelve a leerla! ¡Ahora me siento del todo tranquilo! ¡Estoy seguro de que te va a devolver el aplomo!... Tu amante esposo. Michel.» Eso es, me dije, lo que se llama un trabajo de primera. Su mujer debía de estar orgullosa de tener un marido como su Michel, que no se preocupaba. En fin, era asunto de aquella gente. Tal vez nos equivoquemos siempre, a la hora de juzgar el corazón de los demás. ¿Acaso no sentían pena de verdad? ¿Pena de la época?

Pero, en lo relativo a Bébert, había sido un día como para cortársela. No tenía potra yo con Bébert, vivo o muerto. Me parecía que no había nada para él en la Tie­rra, ni siquiera en Montaigne. Tal vez sea igual para todo el mundo, por lo demás; en cuanto insistes un poco, el vacío. El caso es que yo había salido de Rancy por la ma­ñana y tenía que volver y regresaba con las manos va­cías. Nada absolutamente traía para ofrecerle, ni a la tía tampoco.

Una vueltecita por la Place Blanche antes de regresar.

Vi gente por toda la Rué Lepic, aún más que de cos­tumbre. Conque subí yo también, a ver. Delante de una carnicería, había una multitud. Había que apretujarse para ver lo que pasaba, en círculo. Un cerdo era, uno gordo, enorme. Gemía también él, en medio del círculo, como un hombre molestado, pero es que con ganas. Y, además, es que no paraban de hacerle de rabiar. La gente le retorcía las orejas, para oírlo gritar. Culebreaba y se ponía patas arriba, el cerdo, a fuerza de intentar escapar tirando de la cuerda, otros lo chinchaban y lanzaba alari­dos aún más fuertes de dolor. Y se reían aún más.

No sabía cómo esconderse, el grueso cerdo, en la poca paja que le habían dejado y que se volaba, cuando gruñía y resoplaba. No sabía cómo escapar de los hombres. Lo comprendía. Orinaba, al mismo tiempo, todo lo que po­día, pero eso no servía de nada tampoco. Gruñir, aullar tampoco. No había nada que hacer. Se reían. El chacine­ro, dentro de su tienda, intercambiaba señas y bromas con los clientes y hacía gestos con un gran cuchillo.

Estaba contento él también. Había comprado el cerdo y lo había atado para hacer propaganda. En la boda de su hija no se divertiría tanto.

Seguía llegando y llegando gente ante la tienda para ver desplomarse el cerdo, con sus gruesos pliegues rosa­dos, tras cada esfuerzo por escapar. Sin embargo, no era bastante aún. Hicieron que se le subiese encima un perri­to arisco, al que azuzaban para que saltara y lo mordiese hasta en la carne, dilatada por la gordura. Entonces se di­vertían tanto, que ya no se podía avanzar. Vino la policía para dispersar los grupos.

Cuando llegas a esas horas a lo alto del puente de Caulaincourt, distingues, más allá del gran lago de noche que hay sobre el cementerio, las primeras luces de Rancy. Está en la otra orilla, Rancy. Hay que dar toda la vuelta para llegar. ¡Está tan lejos! Tanto tiempo hay que andar y tantos pasos que dar en torno al cementerio para llegar a las fortificaciones, que parece como si dieras la vuelta a la noche misma.

Y después, tras llegar a la puerta, en la oficina de arbi­trios, pasas aún ante la oficina enmohecida en que vegeta el chupatintas verde. Entonces ya falta muy poco. Los perros de la zona están en su puesto, ladrando. Bajo un farol de gas, hay flores, a pesar de todo, las de la vende­dora que espera siempre ahí, a los muertos que pasan día tras día, hora tras hora. El cementerio, otro, al lado, y después el Boulevard de la Révolte. Sube con todos sus faroles derecho y ancho hasta el centro de la noche. Basta con seguir, a la izquierda. Ésa era mi calle. No había na­die, la verdad, con quien encontrarse. Aun así, me habría gustado estar en otra parte y lejos. También me habría gus­tado ir en zapatillas para que no me oyeran volver a casa.

Y, sin embargo, nada tenía que ver, yo, con que Bébert empeorara. Había hecho todo lo posible. No tenía nada que reprocharme. No era culpa mía que no se pudiese hacer nada en casos así. Llegué hasta delante de su puerta y, me pareció, sin que me vieran. Y después, tras haber subido, miré, sin abrir las persianas, por las rendijas para ver si aún había gente hablando ante la casa de Bébert. Salían aún algunos visitantes de la casa, pero no tenían el mismo aspecto que el día anterior, los visitantes. Una asistenta del barrio, a la que yo conocía bien, lloriqueaba al salir. «Está visto que está aún peor -me decía yo-. En cualquier caso, seguro que no va mejor... ¿Se habrá muer­to ya? -me decía yo-. ¡Puesto que hay una que llora ya!...» El día había acabado.

Me preguntaba, de todos modos, si no tenía yo nada que ver con aquello. Mi casa estaba fría y silenciosa. Como una pequeña noche en un rincón de la grande, a propósito para mí sólito.

De vez en cuando llegaban ruidos de pasos y el eco en­traba cada vez más fuerte en mi habitación, zumbaba, se extinguía... Silencio. Volví a mirar si pasaba algo fuera, enfrente. Sólo en mí pasaba, siempre haciéndome la mis­ma pregunta.

Acabé quedándome dormido con la pregunta, en mi noche propia, aquel ataúd, de tan cansado que estaba de andar y no encontrar nada.


Más vale no hacerse ilusiones, la gente nada tiene que de­cirse, sólo se hablan de sus propias penas, está claro. Cada cual a lo suyo, la tierra para todos. Intentan desha­cerse de su pena y pasársela al otro, en el momento del amor, pero no da resultado y, por mucho que hagan, la conservan entera, su pena, y vuelven a empezar, intentan otra vez endosársela a alguien. «Es usted muy guapa, se­ñorita», van y dicen. Y reanudan la vida, hasta la próxima vez, en que volverán a probar el mismo miquillo. «¡Es usted guapísima, señorita!...»

Y después venga jactarte, entretanto, de haberte libra­do de tu pena, pero todo el mundo sabe, verdad, que no es cierto y que te la has guardado pura y simplemente para ti sólito. Como te vuelves cada vez más feo y repug­nante con ese juego, al envejecer, ya ni siquiera puedes disimularla, tu pena, tu fracaso, acabas con la cara cubier­ta de esa fea mueca que tarda veinte, treinta años y más en subir, por fin, del vientre al rostro. Para eso sirve, y para eso sólo, un hombre, una mueca, que tarda toda una vida en fabricarse y ni siquiera llega siempre a terminarla, de tan pesada y complicada que es, la mueca que ha­bría de poner para expresar toda su alma de verdad sin perderse nada.

La mía estaba precisamente perfilándomela bien, con facturas que no lograba pagar, poco elevadas, sin embar­go, el alquiler imposible, el abrigo demasiado fino para la temporada y el frutero que se reía por la comisura de los labios al verme contar el dinero, vacilar ante el queso, en­rojecer en el momento en que las uvas empezaban a cos­tar caras. Y también por los enfermos, que nunca estaban contentos. Tampoco el golpe de la muerte de Bébert me había beneficiado, en el barrio. Sin embargo, la tía no es­taba resentida conmigo. No se podía decir que se hubiera portado mal, la tía, en aquella circunstancia, no. Más bien por el lado de los Henrouille, en su hotelito, empecé a cosechar de repente la tira de problemas y a concebir te­mores.

Un día, la vieja Henrouille, sin más ni más, salió de su cuarto, dejó a su hijo, a su nuera, y se decidió a venir ella sola a visitarme. No era mala idea. Y después volvió a menudo para preguntarme si de verdad creía yo que esta­ba loca. Era como una distracción para aquella vieja, ve­nir a propósito a preguntarme eso. Me esperaba en el cuarto que me servía de sala de espera. Tres sillas y un ve­lador.

Y cuando volví a casa aquella noche, me la encontré en la sala de espera consolando a la tía de Bébert, contándo­le todo lo que había perdido ella, la vieja Henrouille, en punto a parientes por el camino, antes de llegar a su edad, sobrinas por docenas, tíos por aquí, por allá, un padre muy lejos, allí, a mitad del siglo pasado, y más tías y, ade­más, sus propias hijas, desaparecidas, ésas, casi por todas partes, que ya no sabía muy bien ni dónde ni cómo, tan desdibujadas, tan vagarosas, sus propias hijas, que casi se veía obligada a imaginarlas ahora y con mucho esfuerzo aún, cuando quería hablar de ellas a los demás. Ya no eran del todo recuerdos siquiera, sus propios hijos. Arrastraba toda una tribu de defunciones antiguas y humildes en torno a sus viejos flancos, sombras mudas desde hacía mucho, penas imperceptibles que, de todos modos, intentaba aún remover un poco, con mucha dificultad, para consuelo, cuando yo llegué, de la tía de Be­bert.

Y después vino a verme Robinson, a su vez. Le presen­té a todos. Amigos.

Fue incluso aquel día, lo recordé más adelante, cuando adquirió la costumbre Robinson de encontrarse en mi sala de espera con la vieja Henrouille. Se hablaban. El día siguiente era el entierro de Bébert. «¿Irá usted? -pregun­taba la tía a todos los que encontraba-. Me alegraría mu­cho que fuera usted...»

«Ya lo creo que iré -respondió la vieja-. Da gusto en esos momentos tener gente, alrededor.» Ya no se la podía retener en su cuchitril. Se había vuelto una pindonga.

«¡Ah, entonces muy bien, si viene usted! -le daba las gracias la tía-. Y usted, señor, ¿vendrá también?», pre­guntó a Robinson.

«A mí los entierros me dan miedo, señora, no me lo tome en cuenta», respondió él para escabullirse.

Y después cada uno de ellos habló aún lo suyo, sólo de sus asuntos, casi con violencia, incluso la muy vieja Hen­rouille, que se metió en la conversación. Demasiado alto hablaban todos, como en el manicomio.

Entonces fui a buscar a la vieja para llevarla al cuarto contiguo, donde pasaba consulta.

No tenía gran cosa que decirle. Era ella más bien la que me preguntaba cosas. Le prometí que no insistiría con lo del certificado. Volvimos a la otra habitación a sentarnos con Robinson y la tía y discutimos todos du­rante una buena hora el infortunado caso de Bébert. Todo el mundo era de la misma opinión, no había duda, en el barrio: que si yo me había esforzado por salvar al pequeño Bébert, que si sólo era una fatalidad, que si me había portado bien, en una palabra, lo que era casi una sorpresa para todo el mundo. La vieja Henrouille, cuan­do le dijeron la edad del niño, siete años, pareció sentirse mejor y como tranquilizada. La muerte de un niño tan pequeño le parecía sólo un auténtico accidente, no una muerte normal y que pudiera hacerla reflexionar, a ella.

Robinson se puso a contarnos una vez más que los áci­dos le quemaban el estómago y los pulmones, lo asfixia­ban y le hacían escupir muy negro. Pero la vieja Henrouille, por su parte, no escupía, no trabajaba en los ácidos, conque lo que Robinson contaba sobre ese tema no podía interesarle. Había venido sólo para saber bien a qué atenerse respecto a mí. Me miraba por el rabillo del ojo, mientras yo hablaba, con sus pequeñas pupilas ágiles y azuladas y Robinson no perdía ripio de toda aquella in­quietud latente entre nosotros. Estaba obscura mi sala de espera, la alta casa de la otra acera palidecía enteramente antes de ceder ante la noche. Después, sólo se oyeron nuestras voces y todo lo que siempre parecen ir a decir, las voces, y nunca dicen.

Cuando me quedé solo con él, intenté hacerle com­prender que no quería volver a verlo en absoluto, a Ro­binson, pero, aun así, volvió hacia fines de mes y después casi todas las tardes. Es cierto que no se encontraba nada bien del pecho.

«El Sr. Robinson ha vuelto a preguntar por usted... -me recordaba mi portera, que se interesaba por él-. No saldrá de ésta, ¿verdad?... -añadía-. Seguía tosiendo, cuando ha venido...» Sabía muy bien que me irritaba que me hablara de eso.

Es cierto que tosía. «No hay manera -predecía él mis­mo-, no voy a levantar cabeza nunca...»

«¡Espera al verano próximo! ¡Un poco de paciencia! Ya verás... Se irá solo...»

En fin, lo que se dice en esos casos. Yo no podía curar­lo, mientras trabajara con los ácidos... Aun así, intentaba reanimarlo.

«¿Que me voy a curar solo? -respondía-. ¡Me tienes contento!... Como si fuera fácil respirar como yo respi­ro... A ti me gustaría verte con algo así en el pecho... Te desinflas con una cosa como la que yo tengo en el pe­cho... Conque ya lo sabes...»

«Estás deprimido, estás pasando por un mal momento, pero cuando te encuentres mejor... Aunque sólo sea un poco, verás...»

«¿Un poco mejor? ¡Al hoyo voy a ir un poco mejor! ¡Mejor me habría ido, sobre todo, quedándome en la guerra! ¡Eso desde luego! A ti sí que te va bien, desde que has vuelto... ¡No puedes quejarte!»

Los hombres se aferran a sus cochinos recuerdos, a to­das sus desgracias, y no hay quien los saque de ahí. Con eso ocupan el alma. Se vengan de la injusticia de su pre­sente trabajándose en lo más hondo de su interior con mierda. Justos y cobardes son, en lo más hondo. Es su naturaleza.

Yo ya no le respondía nada. Conque se cabreaba con­migo.

«¡Ya ves que tú también eres de la misma opinión!»

Para estar tranquilo, iba a buscarle un jarabe contra la tos. Es que sus vecinos se quejaban de que no paraba de toser y no podían dormir. Mientras le llenaba la botella, se preguntaba aún dónde había podido pescarla, aquella tos invencible. Me pedía también que le pusiera inyeccio­nes: con sales de oro.

«Si la palmo con las inyecciones, pues mira, ¡no habré perdido nada!»

Pero yo me negaba, por supuesto, a emprender una te­rapéutica heroica cualquiera. Quería, ante todo, que se fuese.

Yo había perdido los ánimos sólo de verlo andar por la casa. Esfuerzos indecibles me costaba ya no abandonar­me a mi propia miseria, no ceder al deseo de cerrar la puerta una vez por todas y veinte veces al día me repetía:

«¿Para qué?» Conque escuchar encima sus jeremiadas era demasiado, la verdad.

«¡No tienes valor, Robinson! -acababa diciéndole-. Deberías casarte, tal vez recuperarías el gusto por la vida...»

Si hubiera tomado esposa, me habría dejado en paz un poco. Al oír eso, se iba muy ofendido. No le gustaban mis consejos, sobre todo ésos. Ni siquiera me respondía sobre esa cuestión del matrimonio. Era, también es ver­dad, un consejo muy tonto, el que yo le daba.

Un domingo, en que yo no estaba de servicio, salimos juntos. En la esquina del Boulevard Magnanime, fuimos a la terraza a tomar un casis y un refresco. No hablába­mos demasiado, ya no teníamos gran cosa que decirnos. En primer lugar, ¿de qué sirven las palabras, cuando ya sabes a qué atenerte? Para reñir y se acabó. No pasan muchos autobuses los domingos. Desde la terraza es casi un placer ver el bulevar tan limpio, tan descansado tam­bién, delante. Oíamos el gramófono de la tasca detrás.

«¿Oyes? -va y me dice Robinson-. Toca canciones de América, ese gramófono; las reconozco, esas canciones, son las mismas que oíamos en Detroit, en casa de Molly...»

Durante los dos años que había pasado allí, no se había enterado apenas de la vida de los americanos; ahora, que le había gustado, de todos modos, su música, con la que intentan evadirse, también ellos, de su terrible rutina y del pesar aplastante de hacer todos los días la misma cosa y gracias a la cual se contonean con la vida, que no tiene sentido, un poco, mientras suena. Osos, aquí, allá.

No se acababa su bebida, de tanto pensar en todo aquello. Un poco de polvo se elevaba por todos lados. En torno a los plátanos, corretean los niños, embadurnados y ventrudos, atraídos, también ellos, por el disco. Nadie se resiste, en el fondo, a la música. No tiene uno nada que hacer con su corazón, lo entrega con gusto. Hay que oír en el fondo de todas las músicas la tonada sin notas, compuesta para nosotros, la melodía de la Muerte.


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