Viaje Al Fin De La Noche



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Se había hecho con un papel favorable, que le propor­cionaba emoción. Una felicidad inagotable. Mientras eres capaz aún de desempeñar un papel, tienes asegurada la fe­licidad. Las jeremiadas, para vejestorios, lo que le habían ofrecido desde hacía veinte años, la tenían harta, a la vieja Henrouille. Ese papel, que le habían brindado en bandeja, virulento, inesperado, ya no lo soltaba. Ser viejo es no en­contrar ya un papel vehemente que desempeñar, es caer en un eterno e insípido «día sin función», donde ya sólo se espera la muerte. El gusto por la vida recuperaba, la vieja, de pronto, con un papel vehemente de revancha. De pronto, ya no quería morir, nunca. Con ese deseo de su­pervivencia, con esa afirmación, estaba radiante. Recupe­rar el fuego, un fuego de verdad en el drama.

Se caldeaba, ya no quería abandonarlo, el fuego nuevo, abandonarnos. Durante mucho tiempo, había dejado casi de creer en él. Había llegado a un punto en que ya no sa­bía qué hacer para no abandonarse a la muerte en el fon­do de su absurdo jardín y, de repente, se veía envuelta, mira por dónde, en una tremenda tormenta de actualidad dura, bien a lo vivo.

«¡Mi muerte! -gritaba ahora la vieja Henrouille-. ¡Quiero verla, mi muerte! ¿Me oyes? ¡Tengo ojos, yo, para verla! ¿Me oyes? ¡Aún tengo ojos, yo! ¡Quiero verla bien!»

Ya no quería morir, nunca. Estaba claro. Ya no creía en su muerte.
Ya se sabe que esas cosas son siempre difíciles de arreglar y que arreglarlas cuesta siempre muy caro. Para empezar, no sabían siquiera dónde meter a Robinson. ¿En el hos­pital? Eso podía provocar mil habladurías, evidentemen­te, chismes... ¿Enviarlo a su casa? No había ni que pensar en eso tampoco, por el estado en que tenía la cara. Con­que, con gusto o no, los Henrouille se vieron obligados a guardarlo en su casa.

A él, en la cama de la habitación de arriba, no le llega­ba la camisa al cuerpo. Auténtico terror sentía de que lo pusieran en la puerta y lo denunciasen. Era comprensi­ble. Era una de esas historias que no se podían, la verdad, contar a nadie. Mantenían las persianas de su cuarto bien cerradas, pero la gente, los vecinos, empezaron a pasar por la calle más a menudo que de costumbre, sólo para mirar los postigos y preguntar por el herido. Les daban noticias, les contaban trolas. Pero, ¿cómo impedir que se extrañaran? ¿Que chismorreasen? Conque exageraban la historia. ¿Cómo evitar las suposiciones? Por fortuna, aún no se había presentado ninguna denuncia concreta ante los tribunales. Ya era algo. En cuanto a su cara, yo hice lo que pude. No apareció ninguna infección y eso que la herida fue de lo más anfractuosa y sucia. En cuanto a los ojos, hasta en la córnea, yo preveía la existencia de cica­trices, a través de las cuales la luz no pasaría sino con mucha dificultad, si es que llegaba a pasar otra vez, la luz.

Ya buscaríamos un medio de arreglarle, mal que bien, la visión, si es que le quedaba algo que se pudiera arre­glar. De momento, había que remediar la urgencia y so­bre todo evitar que la vieja llegara a comprometernos a todos con sus chungos chillidos ante los vecinos y los cu­riosos. Ya podía pasar por loca, que eso no siempre expli­ca todo.

Si la policía se ponía a examinar nuestras aventuras, sabe Dios adonde nos arrastraría, la policía. Impedir aho­ra a la vieja que se comportara escandalosamente en su patinillo constituía una empresa delicada. Teníamos que intentar calmarla, por turno. No podíamos tratarla con violencia, pero la suavidad tampoco daba resultado siem­pre. Ahora la embargaba un sentimiento de venganza, nos hacía chantaje, sencillamente.

Yo iba a ver a Robinson, dos veces al día por lo menos. Gemía bajo las vendas, en cuanto me oía subir la escalera. Sufría, desde luego, pero no tanto como intentaba apa­rentar. Ya iba a tener motivos para afligirse, preveía yo, y mucho más aún cuando se diera cuenta exacta de cómo le habían quedado los ojos... Yo me mostraba bastante eva­sivo en relación con el porvenir. Los párpados le ardían mucho. Se imaginaba que era por esa comezón por lo que no veía.

Los Henrouille se habían puesto a cuidarlo muy escru­pulosamente, según mis indicaciones. Por ese lado no ha­bía problema.

Ya no se hablaba del intento. Tampoco se hablaba del futuro. Cuando yo me despedía de ellos por la noche, nos mirábamos todos por turno y con tal insistencia to­das las veces, que siempre me parecía inminente la posi­bilidad de que se suprimieran de una vez por todas unos a otros. Ese fin, pensándolo bien, me parecía lógico y oportuno. Las noches de aquella casa me resultaban difí­ciles de imaginar. Sin embargo, volvía a encontrármelos por la mañana y continuábamos juntos con las personas y las cosas donde nos habíamos quedado la noche ante­rior. La Sra. Henrouille me ayudaba a renovar el apósito con permanganato y entreabríamos un poco las persia­nas, para probar. Todas las veces en vano. Robinson no advertía siquiera que acabábamos de entreabrirlas...

Así gira el mundo a través de la noche amenazadora y silenciosa.

Y el hijo me recibía todas las mañanas con una obser­vación campesina: «Fíjese, doctor... ¡Ya son las últimas heladas!», comentaba lanzando los ojos al cielo bajo el pequeño peristilo. Como si eso tuviera importancia, el tiempo que hacía. Su mujer iba a intentar una vez más parlamentar con la suegra a través de la puerta atrancada y lo único que conseguía era aumentar su furia.

Mientras estuvo vendado, Robinson me contó cómo se había iniciado en la vida. En el comercio. Sus padres lo habían colocado, ya a los once años, en una zapatería de lujo para hacer recados. Un día que fue a entregar, una clienta lo invitó a gustar un placer que hasta entonces sólo había imaginado. No había vuelto nunca a casa del patrón, de tan abominable que le había parecido su pro­pia conducta. En efecto, follarse a una clienta en la época de que hablaba era aún un acto imperdonable. Sobre todo la camisa de aquella clienta, de muselina pura, le ha­bía causado una impresión extraordinaria. Treinta años después, la recordaba exactamente, aquella camisa. Con la dama de los frufrús en su piso atestado de cojines y de cortinas con flecos, su carne rosa y perfumada, el peque­ño Robinson se había llevado elementos para posteriores comparaciones desesperadas e interminables.

Sin embargo, muchas cosas habían sucedido después. Había visto continentes, guerras enteras, pero nunca se había recuperado del todo de aquella revelación. Pero le divertía volver a pensar en ello, volver a contarme esa especie de minuto de juventud que había tenido con la clienta. «Tener los ojos cerrados así hace pensar -comen­taba-. Es como un desfile... Parece que tuvieras un cine en la chola...» Yo no me atrevía aún a decirle que iba a te­ner tiempo de cansarse de su cinillo. Como todos los pensamientos conducen a la muerte, llegaría un momento en que sólo la vería a ésa, en su cine.

Justo al lado del hotelito de los Henrouille funcionaba ahora una pequeña fábrica con un gran motor dentro. Hacía temblar el hotelito de la mañana a la noche. Y otras fábricas, un poco más allá, que martilleaban sin cesar, cosas y más cosas, hasta de noche. «Cuando caiga la choza, ¡ya no estaremos! -bromeaba Henrouille al res­pecto, un poco inquieto, de todos modos-. ¡Por fuerza acabará cayendo!» Era cierto que el techo se desgranaba ya sobre el suelo en cascotes pequeños. Por mucho que un arquitecto los hubiera tranquilizado, en cuanto te pa­rabas a escuchar las cosas del mundo te sentías en su casa como en un barco, un barco que fuera de un temor a otro. Pasajeros encerrados y que pasaban mucho tiempo haciendo proyectos aún más tristes que la vida y econo­mías también y, recelosos, además, de la luz y también de la noche.

Henrouille subía al cuarto después de comer para leer­le un poco a Robinson, como yo le había pedido. Pasa­ban los días. La historia de aquella maravillosa clienta que había poseído en la época de su aprendizaje se la contó también a Henrouille. Y acabó siendo un motivo de risa general, la historia, para todo el mundo en la casa. Así acaban nuestros secretos, en cuanto los aireamos en público. Lo único terrible en nosotros y en la tierra y en el cielo acaso es lo que aún no se ha dicho. No estare­mos tranquilos hasta que no hayamos dicho todo, de una vez por todas, entonces quedaremos en silencio por fin y ya no tendremos miedo a callar. Listo.

Durante las semanas que aún duró la supuración de los párpados, pude entretenerlo con cuentos sobre sus ojos y el porvenir. Unas veces decíamos que la ventana estaba cerrada, cuando, en realidad, estaba abierta de par en par; otras veces, que estaba muy obscuro fuera.

Sin embargo, un día, estando yo vuelto de espaldas, fue hasta la ventana él mismo para darse cuenta y, antes de que yo pudiera impedírselo, se había quitado las ven­das de los ojos. Vaciló un momento. Tocaba, a derecha e izquierda, los montantes de la ventana, se negaba a creer, al principio, y, después, no le quedó más remedio que creer, de todos modos. Qué remedio.

«¡Bardamu! -me gritó entonces-. ¡Bardamu! ¡Está abierta, la ventana! ¡Te digo que está abierta!» Yo no sa­bía qué responderle, me quedé como un imbécil allí de­lante. Tenía los dos brazos extendidos por la ventana, al aire fresco. No veía nada, evidentemente, pero sentía el aire. Los alargaba entonces, sus brazos, así, en su obs­curidad, todo lo que podía, como para tocar el final. No lo quería creer. Obscuridad para él sólito. Volví a condu­cirlo hasta la cama y le di nuevos consuelos, pero ya no me creía. Lloraba. Había llegado al final él también. Ya no se le podía decir nada. Llega un momento en que estás completamente solo, cuando has alcanzado el fin de todo lo que te puede suceder. Es el fin del mundo. La propia pena, la tuya, ya no te responde nada y tienes que volver atrás entonces, entre los hombres, sean cuales fueren. No eres exigente en esos momentos, pues hasta para llorar hay que volver adonde todo vuelve a empezar, hay que volver a reunirse con ellos.

«Entonces, ¿qué van a hacer ustedes con él, cuando mejore?», pregunté a la nuera durante el almuerzo que si­guió a aquella escena. Precisamente me habían pedido que me quedara a comer con ellos, en la cocina. En el fondo, no sabían demasiado bien, ninguno de los dos, cómo salir de aquella situación. El desembolso de una pensión los espantaba, sobre todo a ella, mejor informada aún que él sobre los precios de los subsidios para impedi­dos. Incluso había hecho ya algunas gestiones ante la Asistencia Pública. Gestiones de las que procuraban no hablarme.

Una noche, después de mi segunda visita, Robinson intentó retenerme junto a él por todos los medios, para que me fuera un poco más tarde aún. No acababa de con­tar todo lo que se le ocurría, recuerdos de las cosas y los viajes que habíamos hecho juntos, incluso de lo que aún no habíamos intentado recordar. Se acordaba de cosas que aún no habíamos tenido tiempo de evocar. En su re­tiro, el mundo que habíamos recorrido parecía afluir con todas las quejas, las amabilidades, los trajes viejos, los amigos de los que nos habíamos separado, una auténtica leonera de emociones trasnochadas que inauguraba en su cabeza sin ojos.

«¡Me voy a matar!», me avisaba, cuando su pena le pa­recía demasiado grande. Y después conseguía avanzar un poco más, de todos modos, con su pena, como una carga demasiado pesada para él, infinitamente inútil, por un ca­mino en el que no encontraba a nadie a quien hablar de ella, de tan enorme y múltiple que era. No habría sabido explicarla, era una pena que superaba su instrucción.

Cobarde como era, yo lo sabía, y él también, por natu­raleza, aún abrigaba la esperanza de que lo salvaran de la verdad, pero, por otro lado, yo empezaba a preguntarme si existía en alguna parte gente cobarde de verdad... Pare­ce que siempre se puede encontrar, para cualquier hom­bre, un tipo de cosas por las que está dispuesto a morir y al instante y bien contento, además. Sólo, que no siempre se presenta su ocasión, de morir tan ricamente, la ocasión a su gusto. Entonces se va a morir como puede, en alguna parte... Se queda ahí, el hombre, en la tierra con aspecto de alelado, además, y de cobarde para todo el mundo, pero sin convencimiento, y se acabó. Es sólo apariencia, la cobardía.

Robinson no estaba dispuesto a morir en la ocasión que se le presentaba. Tal vez presentada de otro modo le hubiera gustado mucho más.

En resumen, la muerte es algo así como una boda.

Esa muerte no le gustaba en absoluto y se acabó. No había más que hablar.

Conque iba a tener que resignarse a aceptar su hundi­miento y desamparo. Pero de momento estaba del todo ocupado, del todo apasionado, embadurnándose el alma de modo repulsivo con su desgracia y su desamparo. Más adelante, pondría orden en su desgracia y entonces em­pezaría una nueva vida de verdad. Qué remedio.

«Créeme, si quieres -me recordaba, zurciendo retazos de memoria así, por la noche, después de cenar-, pero, mira, en inglés, aunque nunca he tenido demasiada facili­dad para las lenguas, había llegado, de todos modos, a poder sostener una pequeña conversación, al final, en Detroit... Bueno, pues, ahora ya casi he olvidado todo, todo salvo una cosa... Dos palabras... Que me vienen a la cabeza todo el tiempo desde que me ocurrió esto en los ojos: Gentlemen first! Es casi lo único que puedo decir ahora de inglés, no sé por qué... Desde luego, es fácil de recordar... Gentlemen first! Y, para intentar hacerlo cam­biar de ideas, nos divertíamos hablando juntos inglés de nuevo. Entonces repetíamos, pero a menudo: Gentlemen first! a tontas y a locas, como idiotas. Un chiste exclusivo para nosotros. Acabamos enseñándoselo al propio Henrouille, que subía de vez en cuando a vigilarnos.

Al remover los recuerdos, nos preguntábamos qué quedaría aún de todo aquello... Lo que habíamos conoci­do juntos... Nos preguntábamos qué habría sido de Molly, nuestra buena Molly... A Lola, en cambio, quería olvidarla, pero, a fin de cuentas, me habría gustado tener noticias de todas, aun así, de la pequeña Musyne tam­bién, de paso... Que no debía de vivir demasiado lejos, en París, ahora. Al lado, vamos... Pero habría tenido que emprender auténticas expediciones, de todos modos, para tener noticias de Musyne... Entre tanta gente, cuyos nombres, trajes, costumbres, direcciones había olvidado y cuyas amabilidades y sonrisas incluso, después de tan­tos años de preocupaciones, de ansias de comida, debían de haberse vuelto como quesos viejos a fuerza de muecas penosas... Los propios recuerdos tienen su juventud... Se convierten, cuando los dejas enmohecer, en fantasmas repulsivos, que no rezuman sino egoísmo, vanidades y mentiras... Se pudren como manzanas... Conque nos hablábamos de nuestra juventud, la saboreábamos y vol­víamos a saborear. Desconfiábamos. A mi madre, por cierto, llevaba mucho sin ir a verla... Y esas visitas no me sentaban nada bien en el sistema nervioso... Era peor que yo, para la tristeza, mi madre... Siempre en el cuchitril de su tienda, parecía acumular todas las decepciones que po­día a su alrededor después de tantos y tantos años... Cuando iba a verla, me contaba: «Mira, la tía Hortense murió hace dos meses en Coutances... Ya podrías haber ido... Y Clémentin, ¿sabes quién digo?... ¿El encerador que jugaba contigo, cuando eras pequeño?... Bueno, pues, a ése lo recogieron antes de ayer en la Rué d'Aboukir... No había comido desde hacía tres días...»

La infancia, la suya, no sabía Robinson por dónde co­gerla, cuando pensaba en ella, pues menos alegre era difí­cil de imaginar. Aparte del episodio con la clienta, no en­contraba en ella nada que no lo desesperara hasta vomitar en los rincones, como en una casa donde no hubiera sino cosas repugnantes y que apestasen, escobas, cubos, adefe­sios, bofetadas... El señor Henrouille no tenía nada que contar de la suya hasta la mili, salvo que en aquella época le habían hecho la foto de chorchi con borla y que seguía aún ahora, esa foto, justo encima del armario de luna.

Cuando Henrouille había vuelto a bajar, Robinson me comunicaba su miedo a no cobrar ahora sus diez mil francos prometidos... «En efecto, ¡no cuentes demasiado con ellos!», le decía yo mismo. Prefería prepararlo para esa otra decepción.

Trocitos de plomo, lo que quedaba de la descarga, afloraban en los bordes de las heridas. Yo se los quitaba por etapas, unos pocos cada día. Le hacía mucho daño, cuando le hurgaba así justo por encima de las conjun­tivas.

En vano habíamos tomado toda clase de precauciones, la gente del barrio se había puesto a hablar, de todos mo­dos, con ganas. Por fortuna, Robinson no tenía idea de esas habladurías, se habría puesto aún más enfermo. Es­tábamos, ni que decir tiene, envueltos en sospechas. Henrouille hija hacía cada vez menos ruido al recorrer la casa en zapatillas. No contabas con ella y te la encontra­bas a tu lado.

Ahora que estábamos en medio de los arrecifes, la me­nor duda bastaría ahora para hacernos zozobrar a todos. Todo iría entonces a reventar, resquebrajarse, chocar, deshacerse y desparramarse por la orilla. Robinson, la abuela, el petardo, el conejo, los ojos, el hijo inverosímil, la nuera asesina, quedaríamos desplegados ahí, entre to­das nuestras basuras y nuestros cochinos pudores, ante los curiosos estremecidos. Yo no las tenía todas conmigo. No es que hubiera hecho nada, yo, verdaderamente cri­minal. Era sobre todo culpable por desear en el fondo que todo aquello continuara. E incluso no veía ya incon­veniente en que nos fuéramos todos juntos a pasear cada vez más lejos en la noche.

Pero es que no había necesidad siquiera de desear, la cosa seguía sola, ¡y a escape, además!


Los ricos no necesitan matar en persona para jalar. Dan trabajo a los demás, como ellos dicen. No hacen el mal en persona, los ricos. Pagan. Se hace todo lo posible para complacerlos y todo el mundo muy contento. Mientras que sus mujeres son bellas, las de los pobres son feas. Es así desde hace siglos, aparte de los vestidos elegantes. Preciosas, bien alimentadas, bien lavadas. Desde que el mundo es mundo, no se ha llegado a otra cosa.

En cuanto al resto, en vano te esfuerzas, resbalas, pati­nas, vuelves a caer en el alcohol, que conserva a los vivos y a los muertos, no llegas a nada. Está más que demostra­do. Y desde hace tantos siglos que podemos observar nuestros animales nacer, penar y cascar ante nosotros, sin que les haya ocurrido, tampoco a ellos, nada extraordina­rio nunca, salvo reanudar sin cesar el mismo fracaso insí­pido donde tantos otros animales lo habían dejado. Sin embargo, deberíamos haber comprendido lo que ocurría. Oleadas incesantes de seres inútiles vienen desde el fondo de los tiempos a morir sin cesar ante nosotros y, sin em­bargo, seguimos ahí, esperando cosas... Ni siquiera para pensar la muerte servimos.

Las mujeres de los ricos, bien alimentadas, bien enga­ñadas, bien descansadas, ésas, se vuelven bonitas. Eso es cierto. Al fin y al cabo, tal vez eso baste. No se sabe. Se­ría al menos una razón para existir.

«Las mujeres en América, ¿no te parece que eran más bellas que las de aquí?» Cosas así me preguntaba, Robinson, desde que daba vueltas a los recuerdos de los viajes. Sentía curiosidades, se ponía a hablar incluso de las mujeres.

Ahora yo iba a verlo un poco menos a menudo, por­que fue por aquella época cuando me destinaron a la con­sulta de un pequeño dispensario para tuberculosos de la vecindad. Hay que llamar las cosas por su nombre, con eso me ganaba ochocientos francos al mes. Los enfermos eran sobre todo gente de las chabolas, esa como aldea que nunca consigue desprenderse del todo del barro, en­cajonada entre las basuras y bordeada de senderos donde las chavalas demasiado despiertas y mocosas hacen novi­llos para pescar, junto a las vallas, de un sátiro a otro, un franco, patatas fritas y la blenorragia. País de cine de van­guardia, donde la ropa sucia infesta los árboles y todas las ensaladas chorrean orina los sábados por la noche. En mi terreno, no hice, durante aquellos meses de práctica especializada, ningún milagro. Y, sin embargo, había gran necesidad de milagros. Pero a mis clientes no les interesa­ba que yo hiciera milagros; contaban, al contrario, con su tuberculosis para que los pasaran del estado de miseria absoluta en que se asfixiaban desde siempre al de mise­ria relativa que confieren las minúsculas pensiones del Estado. Arrastraban sus esputos más o menos positivos de licencia en licencia desde la guerra. Adelgazaban a fuerza de fiebre mantenida por la poca comida, los mu­chos vómitos, la enormidad de vino y el trabajo, de todos modos, un día de cada tres, a decir verdad.

La esperanza de la pensión los poseía en cuerpo y alma. Les llegaría un día, como la gracia, la pensión, con tal de que tuvieran fuerza para esperar un poco aún, an­tes de cascarla del todo. No se sabe lo que es volver y esperar algo hasta que no se ha observado lo que pue­den llegar a esperar y volver los pobres que esperan una pensión.

Pasaban tardes y semanas enteras esperando, en la entrada y en el umbral de mi miserable dispensario, mientras fuera llovía, y removiendo sus esperanzas de porcentajes, sus deseos de esputos francamente bacila­res, esputos de verdad, esputos tuberculosos «ciento por ciento». La curación venía mucho después que la pensión en sus esperanzas; también pensaban, desde luego, en la curación, pero apenas, hasta tal punto los embelesaba el deseo de ser rentistas, un poquito rentistas, en cuales­quiera condiciones. Ya no podían existir en ellos, aparte de ese deseo intransigente, definitivo, sino pequeños de­seos subalternos y su propia muerte se volvía, en compa­ración, algo bastante accesorio, un riesgo deportivo como máximo. La muerte, al fin y al cabo, no es sino cuestión de unas horas, de minutos incluso, mientras que una renta es como la miseria, algo que dura toda la vida. Los ricos se emborrachan de otro modo y no pueden lle­gar a comprender esos frenesíes por la seguridad. Ser rico es otra embriaguez, es olvidar. Para eso incluso es para lo que se llega a rico, para olvidar.

Poco a poco había perdido yo la costumbre de prome­terles la salud, a mis enfermos. No podía alegrarlos de­masiado, la perspectiva de estar bien de salud. Al fin y al cabo, estar bien de salud no es sino un apaño. Sirve pa­ra trabajar, la salud, ¿y qué más? Mientras que una pen­sión del Estado, aun ínfima, es algo divino, pura y sim­plemente.

Cuando no se tiene dinero para ofrecer a los pobres, más vale callarse. Cuando se les habla de otra cosa, y no de dinero, se los engaña, se miente, casi siempre. Los ri­cos son fáciles de divertir, con simples espejos, por ejem­plo, para que en ellos se contemplen, ya que no hay nada mejor en el mundo para mirar que los ricos. Para reani­marlos, se los eleva, a los ricos, cada diez años, a un gra­do más de la Legión de Honor, como una teta vieja, y ya los tenemos ocupados durante otros diez años. Y listo. Mis clientes, en cambio, eran unos egoístas, pobres, ma­terialistas encerrados en sus cochinos proyectos de retiro, mediante el esputo sangrante y positivo. El resto les daba por completo igual. Hasta las estaciones les daban igual. De las estaciones sólo sentían y querían saber lo relativo a la tos y la enfermedad, que en invierno, por ejemplo, te acatarras mucho más que en verano, pero que en prima­vera, en cambio, escupes sangre con facilidad y que du­rante los calores puedes llegar a perder tres kilos por se­mana... A veces los oía hablarse entre ellos, cuando creían que yo no estaba, mientras esperaban su turno. Contaban sobre mí horrores sin fin y mentiras como para quedarse turulato. Criticarme así debía de animarlos, infundirles qué sé yo qué valor misterioso, que necesitaban para ser cada vez más implacables, resistentes y malvados pero bien, para durar, para resistir. Hablar mal así, maldecir, menospreciar, amenazar, les sentaba bien, era como para pensarlo. Y, sin embargo, había hecho todo lo posible, yo, para serles agradable, por todos los medios; estaba de su parte e intentaba serles útil, les daba mucho yoduro para hacerles escupir sus cochinos bacilos y todo ello sin conseguir nunca neutralizar su mala leche...

Se quedaban ahí delante de mí, sonrientes como cria­dos, cuando les hacía preguntas, pero no me querían, en primer lugar porque los ayudaba, y también porque no era rico y recibir mis cuidados quería decir recibirlos gra­tis y eso nunca es halagador para un enfermo, ni siquiera para el que esta pendiente de conseguir una pensión. Por detrás no había, pues, perrerías que no hubiesen propa­gado sobre mí. Tampoco tenía auto yo, al contrario que la mayoría de los demás médicos de los alrededores, y era también como una invalidez, en su opinión, que fuese a pie. En cuanto los excitaban un poco, a mis enfermos, y los colegas no perdían ocasión de hacerlo, se vengaban, parecía, de toda mi amabilidad, de que fuera tan servicial, tan solícito. Todo eso es normal. El tiempo pasaba, de to­dos modos.


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