Viaje Al Fin De La Noche



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»En primer lugar, Ferdinand, ¿es que ante una inteli­gencia realmente moderna no acaba todo valiendo lo mismo? ¡Ya no hay blanco! ¡Ni negro tampoco! ¡Todo se deshilacha!... ¡Es el nuevo estilo! ¡La moda! ¿Por qué, entonces, no volvernos locos nosotros mismos?... ¡Al instante! ¡Para empezar! ¡Y jactarnos de ello, ade­más! ¡Proclamar el gran pitote espiritual! ¡Hacernos publicidad con nuestra demencia! ¿Quién puede conte­nernos? ¡Dígame, Ferdinand! ¿Algunos escrúpulos hu­manos, supremos y superfluos?... ¿Y qué insípidas timi­deces más? ¿Eh?... Mire, Ferdinand, cuando escucho a algunos de nuestros colegas y, fíjese bien, algunos de los más estimados, los más buscados por la clientela y las Academias, ¡llego a preguntarme adonde nos condu­cen!... ¡Es infernal, la verdad! ¡Esos insensatos me des­conciertan, me angustian, me demonizan y sobre todo me asquean! Sólo de oírlos comunicar, durante uno de esos congresos modernos, los resultados de sus investi­gaciones familiares, ¡soy presa de un terror pánico, Fer­dinand! Mi razón me traiciona sólo de escucharlos... Poseídos, viciosos, capciosos y marrulleros, esos favo­ritos de la psiquiatría reciente, a fuerza de análisis superconscientes nos precipitan a los abismos... ¡A los abismos, sencillamente! Una mañana, si no reaccionan ustedes, los jóvenes, vamos a pasar, entiéndame bien, Ferdinand, vamos a pasar... a fuerza de estirarnos, de su­blimarnos, de calentarnos el entendimiento... al otro lado de la inteligencia, al lado infernal, ¡al lado del que no se vuelve!... Por lo demás, ¡parece como si ya estuvieran en­cerrados, esos listillos, en el sótano de los condenados, a fuerza de masturbarse el caletre día y noche!

»Digo bien, día y noche, ¡porque ya sabe usted, Ferdi­nand, que ya ni siquiera por la noche cesan de fornicarse en todos los sueños, esos asquerosos!... ¡Con eso está di­cho todo!... ¡Y venga devanarse el caletre! ¡Y venga dila­tarlo! ¡Y venga tiranizármelo!... Y ya no hay, a su alrede­dor, sino una bazofia asquerosa de desechos orgánicos, una papilla de síntomas de delirios en compota, que les chorrea y gotea por todos lados... Tenemos las manos pringadas de lo que queda del espíritu, pegajosas, esta­mos grotescos, de desprecio, de hedor. Todo va a desplo­marse, Ferdinand, todo se desploma, se lo predigo yo, el viejo Baryton, ¡y dentro de muy poco!... ¡Y ya verá us­ted, Ferdinand, la inmensa desbandada! ¡Porque usted es joven aún! ¡Ya la verá!... ¡Ah! ¡Prepárese para los goces! ¡Pasarán todos ustedes a casa del vecino! ¡Hala! ¡De un buen ataque de delirio más! ¡Uno de más! ¡Y brum! ¡Derechitos al manicomio! ¡Por fin! ¡Se verán liberados, como dicen! ¡Hace mucho que los ha tentado demasiado! ¡Una audacia de aúpa va a ser! Pero, cuando estén en el manicomio, amigos míos, ¡les aseguro que se quedarán en él!

»Recuerde bien esto, Ferdinand, ¡el comienzo del fin de todo es la desmesura! Yo estoy en buenas condicio­nes de contarle cómo empezó la gran desbandada... ¡Por las fantasías desmesuradas comenzó! ¡Por las exageracio­nes extranjeras! ¡Ni mesura ni fuerza ya! ¡Estaba escrito! Entonces, ¿a la nada todo el mundo? ¿Por qué no? ¿To­dos? ¡Pues claro que sí! Por lo demás, no es que vayamos, ¡es que corremos hacia ella! ¡Una auténtica avalan­cha! ¡Yo lo he visto, Ferdinand, el espíritu, ceder poco a poco su equilibrio y después disolverse en la gran empre­sa de las ambiciones apocalípticas! Eso comenzó hacia 1900... ¡Esa es la fecha! A partir de esa época, ya no hubo en el mundo en general y en la psiquiatría en particular sino una carrera frenética a ver quién se volvía más per­verso, más salaz, más original, más repugnante, más crea­dor, como dicen, que el compañero... ¡Bonito batiburrillo!... ¡A ver quién se encomendaría lo más pronto posible al monstruo, a la bestia sin corazón y sin comedi­miento!... Nos comerá a todos, la bestia, Ferdinand, ¡está claro y lo apruebo!... ¿La bestia? ¡Una gran cabeza que avanza como quiere!... ¡Sus guerras y sus babas llamean ya hacia nosotros y desde todas partes!... ¡Ya estamos en pleno diluvio! ¡Sencillamente! ¡Ah, nos aburríamos, al parecer, en el consciente! ¡Ya no nos aburriremos más! Empezamos a darnos por culo, para variar... Y entonces nos pusimos al instante a sentir las "impresiones" y las "intuiciones"... ¡Como mujeres!...

»Por lo demás, ¿acaso es necesario aún, en el extremo a que hemos llegado, molestarse en utilizar término tan traicionero como el de "lógica"?... ¡Pues claro que no! Más bien es como un estorbo, la lógica, ante sabios psi­cólogos infinitamente sutiles como los que nuestra época produce, progresistas de verdad... ¡No me atribuya usted por ello desprecio de las mujeres! ¡Ni mucho menos! ¡Bien lo sabe usted! Pero, ¡no me gustan sus impresiones! Yo soy un animal de testículos, Ferdinand, y, cuando ten­go un hecho, me cuesta soltarlo... Hombre, mire, el otro día me ocurrió una buena en ese sentido... Me pidieron que ingresara a un escritor... Desatinaba, el escritor... ¿Sabe usted lo que gritaba desde hacía más de un mes? "¡Se liquida!... ¡Se liquida!..." ¡Así vociferaba, por toda la casa! Ése sí que sí... No había duda... ¡Había pasado al otro lado de la inteligencia!... Pero es que precisamente le costaba lo indecible liquidar... Un antiguo estrechamien­to lo intoxicaba con orina, le atrancaba la vejiga... Yo no acababa nunca de sondarlo, de descargarle gota a gota... La familia insistía en que eso le venía, pese a todo, de su genio... De nada servía que les explicara, a la familia, que era más bien la vejiga la que tenía enferma, el escritor, se­guían en sus trece... Para ellos, había sucumbido a un momento de exceso de genio y se acabó... No me quedó más remedio que adherirme a su opinión al final. Sabe usted, ¿verdad?, lo que es una familia. Imposible hacer comprender a una familia que un hombre, pariente o no, no es, al fin y al cabo, sino podredumbre en suspenso... Se negaría a pagar por una podredumbre en suspenso.»

Desde hacía más de veinte años, Baryton no acababa nunca de satisfacerlas en sus vanidades puntillosas, a las familias. Le amargaban la vida. Pese a ser paciente y muy equilibrado, tal como yo lo conocí, conservaba en el co­razón un antiguo resto de odio muy rancio hacia las fa­milias... En el momento en que yo vivía junto a él, estaba harto e intentaba en secreto y con tesón liberarse, subs­traerse, de una vez por todas de la tiranía de las familias, de un modo o de otro... Cada cual tiene sus razones para evadirse de su miseria íntima y cada uno de nosotros, para conseguirlo, saca de sus circunstancias un camino ingenioso. ¡Felices aquellos que tienen bastante con el burdel!

Parapine, por su parte, parecía feliz de haber elegido el camino del silencio. En cambio, Baryton, hasta más ade­lante no lo comprendí, se preguntaba en conciencia si conseguiría alguna vez deshacerse de las familias, de su sujeción, de las mil trivialidades repugnantes de la psi­quiatría alimentaria, de su estado, en una palabra. Tenía tal deseo de cosas absolutamente nuevas y diferentes, que estaba maduro en el fondo para la huida y la evasión, lo que explica seguramente sus peroratas críticas... Su egoís­mo reventaba bajo las rutinas. Ya no podía sublimar nada, quería irse simplemente, llevarse su cuerpo a otra parte. No tenía nada de músico, Baryton, conque necesi­taba derribar todo como un oso, para acabar de una vez.

Se liberó, él, que se creía razonable, mediante un es­cándalo de lo más lamentable. Más adelante intentaré contar, con detalle, cómo sucedió.

En lo que a mí respectaba, por el momento, el oficio de ayudante en su casa me parecía perfectamente acep­table.

Las rutinas del tratamiento no eran nada pesadas, si bien de vez en cuando era presa de cierto desasosiego, evidentemente; cuando, por ejemplo, había conversado demasiado tiempo con los internos, me arrastraba enton­ces como un vértigo, como si me hubieran llevado lejos de mi orilla habitual, los internos, consigo, como quien no quiere la cosa, de una frase corriente a otra, con pala­bras inocentes, hasta el centro mismo de su delirio. Me preguntaba, por un breve instante, cómo salir de él y si por ventura no estaba encerrado de una vez por todas con su locura, sin sospecharlo.

Me mantenía en el peligroso borde de los locos, en su lindero, por así decir, a fuerza de ser siempre amable con ellos, mi carácter. No zozobraba, pero me sentía todo el tiempo en peligro, como si me hubieran atraído sola­padamente a los barrios de su ciudad desconocida. Una ciudad cuyas calles se volvían cada vez más difusas, a me­dida que avanzabas entre sus borrosas casas, las ventanas desdibujadas y mal cerradas, entre rumores ambiguos. Las puertas, el suelo en movimiento... Te daban ganas, de todos modos, de ir un poco más allá a fin de saber si ten­drías fuerza para recuperar la razón, de todos modos, en­tre los escombros. No tarda en volverse vicio, la razón, como el buen humor y el sueño, en los neurasténicos. Ya no puedes pensar sino en tu razón. Ya todo va mal. Se acabó la diversión.

Todo iba, pues, así, de dudas en dudas, cuando llega­mos a la fecha del 4 de mayo. Fecha famosa, aquel 4 de mayo. Me sentía por casualidad tan bien aquel día, que era como un milagro. Setenta y ocho pulsaciones. Como después de un buen almuerzo. ¡Cuando, mira por dónde, todo se puso a dar vueltas! Me agarré. Todo se volvía bi­lis. Las personas empezaron a poner caras muy extrañas. Me parecían haberse vuelto ásperas como limones y más malintencionadas aún que antes. Por haber trepado de­masiado alto, seguramente, demasiado imprudente, a lo alto de la salud, había recaído ante el espejo, a mirarme envejecer, con pasión.

Son incontables los hastíos, las fatigas, cuando llegan esos días mierderos, acumulados entre la nariz y los ojos; hay sitio, en ellos, para años de varios hombres. Más que de sobra para un hombre.

Pensándolo bien, de repente habría preferido volver al instante al Tarapout. Sobre todo porque Parapine había dejado de hablarme, a mí también. Pero ya no tenía nada que hacer en el Tarapout. Es duro que el único consuelo material y espiritual que te quede sea tu patrón, sobre todo cuando es un alienista y no estás ya demasiado se­guro de tu propia cabeza. Hay que resistir. No decir nada. Aún podíamos hablar de mujeres; era un tema ino­fensivo gracias al cual confiaba aún en poder divertirlo de vez en cuando. En ese sentido, concedía cierto crédito a mi experiencia, modesta y asquerosa competencia.

No era malo que Baryton me considerara en conjunto con algo de desprecio. Un patrón se siente siempre un poco tranquilizado por la ignominia de su personal. El esclavo debe ser, a toda costa, un poco despreciable e in­cluso mucho. Un conjunto de pequeñas taras crónicas, morales y físicas, justifica la suerte que lo abruma. La tierra gira mejor así, ya que cada cual se encuentra en el lu­gar que merece.

La persona a la que utilizas debe ser vil, vulgar, conde­nada a la ruina, eso alivia; sobre todo porque nos pagaba muy mal, Baryton. En esos casos de avaricias agudas, los patronos se muestran siempre un poco recelosos e in­quietos. Fracasado, degenerado, golfo, servicial, todo se explicaba, se justificaba y se armonizaba, en una palabra. No le habría desagradado, a Baryton, que me hubiera buscado un poco la policía. Eso es lo que te vuelve ser­vicial.

Por lo demás, yo había renunciado, desde hacía mucho, a cualquier clase de amor propio. Ese sentimiento me ha­bía parecido siempre superior a mi condición, mil veces demasiado dispendioso para mis recursos. Me sentía muy bien por haberlo sacrificado de una vez por todas.

Ahora me bastaba con mantenerme en un equilibrio soportable, alimentario y físico. El resto, la verdad, ya no me importaba en absoluto. Pero, de todos modos, me costaba mucho trabajo surcar ciertas noches, sobre todo cuando el recuerdo de lo que había ocurrido en Toulouse venía a despertarme durante horas enteras.

Imaginaba entonces, no podía evitarlo, toda clase de continuaciones dramáticas de la caída de la tía Henrouille en su fosa de las momias y el miedo me subía desde los intestinos, me atenazaba el corazón y me lo mantenía, la­tiendo, hasta hacerme saltar fuera de la piltra para reco­rrer mi habitación en un sentido y luego en el otro hasta el fondo de la sombra y hasta la mañana. Durante esos ataques, llegaba a perder la esperanza de recuperar alguna vez bastante despreocupación como para poder quedar­me dormido de nuevo. Así, pues, no creáis nunca de en­trada en la desgracia de los hombres. Limitaos a pregun­tarles si aún pueden dormir... En caso de que sí, todo va bien. Con eso basta.

Yo no iba a conseguir nunca más dormir del todo. Ha­bía perdido, como de costumbre, esa confianza, la que hay que tener, realmente inmensa, para quedarse dor­mido del todo entre los hombres. Habría necesitado al menos una enfermedad, una fiebre, una catástrofe con­creta, para poder recuperar un poco esa indiferencia, neu­tralizar mi inquietud y recuperar la tranquilidad idiota y divina. Los únicos días soportables que puedo recordar a lo largo de muchos años fueron los de una gripe con mu­cha fiebre.

Baryton no me preguntaba nunca por mi salud. Por lo demás, procuraba también no ocuparse de la suya. «¡La ciencia y la vida forman mezclas desastrosas, Ferdinand! Procure siempre no cuidarse, créame... Toda pregunta hecha al cuerpo se convierte en una brecha... Un comien­zo de inquietud, una obsesión...» Tales eran sus princi­pios biológicos simplistas y favoritos. En una palabra, se hacía el listo. «¡Con lo conocido tengo bastante!», decía también con frecuencia. Para deslumbrarme.

Nunca me hablaba de dinero, pero era para más pensar en él, en la intimidad.

Yo guardaba en la conciencia, sin comprenderlos aún del todo, los enredos de Robinson con la familia Henrouille y con frecuencia intentaba contarle aspectos y episodios de ellos a Baryton. Pero eso no le interesaba en absoluto. Prefería mis historias de África, sobre todo las relativas a los colegas que había conocido casi por todas partes, a sus prácticas médicas poco comunes, extrañas o equívocas.

De vez en cuando, en el manicomio, teníamos una alarma a causa de su hija, Aimée. De repente, a la hora de la cena no aparecía ni en el jardín ni en su habitación. Por mi parte, yo siempre me esperaba encontrarla un buen día descuartizada detrás de un bosquecillo. Con nuestros locos andando por todos lados, le podía suceder lo peor.

Por lo demás, había escapado por los pelos a la violación, muchas veces ya. Y entonces venían los gritos, las du­chas, las aclaraciones interminables. De nada servía prohibirle que pasara por ciertas avenidas demasiado ocultas; volvía a ellas, aquella niña, sin remedio, a los re­covecos. Su padre no dejaba de azotarla todas las veces y de modo memorable. De nada servía. Creo que le gusta­ba todo aquello.

Al cruzarnos con los locos por los pasillos, al adelan­tarlos, nosotros, el personal, teníamos que ir un poco en guardia. A los alienados les resulta aún más fácil matar que a los hombres normales. Conque se había vuelto como una costumbre colocarnos, para cruzarnos con ellos, con la espalda contra la pared, siempre listos para recibirlos con un patadón en el bajo vientre, al primer gesto. Te espiaban, pasaban. Locura aparte, nos com­prendíamos perfectamente.

Baryton deploraba que ninguno de nosotros supiera jugar al ajedrez. Tuve que ponerme a aprender ese juego sólo por complacerlo.

Durante el día, se distinguía, Baryton, por una activi­dad fastidiosa y minúscula, que volvía la vida muy cansi­na a su alrededor. Todas las mañanas se le ocurría una idea de índole trivialmente práctica. Substituir el papel en rollos de los retretes por papel en folios desplegables nos obligó a pensar durante toda una semana, que desperdi­ciamos en resoluciones contradictorias. Por último, se decidió que esperaríamos al mes de los saldos para dar una vuelta por los almacenes. Después de eso, surgió otra preocupación ociosa, la de los chalecos de franela... ¿Ha­bía que llevarlos debajo?... ¿O encima de la camisa?... ¿Y la forma de administrar el sulfato de sodio?... Parapine eludía, mediante un silencio tenaz, esas controversias subintelectuales.

Estimulado por el aburrimiento, yo había acabado contando a Baryton muchas más aventuras que las que había conocido en todos mis viajes, ¡estaba agotado! Y entonces le tocó el turno a él de ocupar enteramente la conversación vacante sólo con sus propuestas y reticen­cias minúsculas. No había escapatoria. Me había podido por agotamiento. Y yo no disponía, como Parapine, de una indiferencia absoluta para defenderme. Al contrario, tenía que responderle a pesar mío. Ya no podía por me­nos de discutir por motivos fútiles, hasta el infinito, so­bre los méritos comparativos del cacao y el café con le­che... Me hechizaba a base de tontería.

Volvíamos a empezar a propósito de cualquier cosa, de las medias para varices, de la corriente farádica óptima, del tratamiento de las celulitis en la región del codo... Yo había llegado a farfullar exactamente de acuerdo con sus indicaciones y sus inclinaciones, a propósito de cualquier cosa, como un técnico de verdad. Me acompañaba, me precedía en ese paseo infinitamente meningítico, Bary­ton; me saturó la conversación para la eternidad. Parapi­ne se reía con ganas para sus adentros, al oírnos desfilar entre nuestras porfías, que duraban lo que los tallarines, al tiempo que espurreaba el mantel con perdigones del burdeos del patrón.

Pero, ¡paz para el recuerdo del Sr. Baryton, el muy ca­brón! Acabé, de todos modos, haciéndolo desaparecer. ¡Me hizo falta mucho genio!

Entre las clientas cuya custodia me habían confiado en especial, las más pejigueras me daban una lata que para qué. Sus duchas por aquí... Sus sondas por allá... Sus vi­cios, sevicias, y sus grandes agujeros, que había que tener siempre limpios... Una de las jóvenes pacientes era la cau­sa de bastantes de las reprimendas que me echaba el pa­trón. Destruía el jardín arrancando las flores, era su ma­nía, y a mí no me gustaban las reprimendas del patrón...

«La novia», como la llamábamos, una argentina, de físico no estaba nada mal, pero, en lo moral, sólo tenía una idea, la de casarse con su padre. Conque las flores iban todas, una tras otra, a parar, cosidas, al gran velo blanco que llevaba día y noche, a todas partes. Un caso del que su familia, religiosa fanática, se avergonzaba horrible­mente. Ocultaban su hija al mundo y con ella su idea. Se­gún Baryton, sucumbía a las inconsecuencias de una edu­cación demasiado rígida, demasiado severa, de una mo­ral absoluta, que, por así decir, le había estallado en la cabeza.

A la hora del crepúsculo, hacíamos regresar a todos, después de mucho llamarlos, y, además, pasábamos por las habitaciones sobre todo para impedirles, a los excita­dos, tocarse demasiado frenéticamente antes de dormirse. El sábado por la noche era muy importante moderarlos y prestar mucha atención, porque el domingo, cuando venían los parientes, les causaba muy mala impresión en­contrarlos pálidos, a los pacientes, de tanto masturbarse.

Todo aquello me recordaba el caso de Bébert y el jara­be. En Vigny administraba grandes cantidades de aquel jarabe. Había conservado la fórmula. Había acabado cre­yendo en él.

La portera del manicomio tenía un pequeño comercio de caramelos, con su marido, auténtico cachas, al que re­curríamos de vez en cuando, para los casos duros.

Así pasaban las cosas y los meses, bastante agradables, en resumen, y no habría habido demasiados motivos para quejarse, si a Baryton no se le hubiera ocurrido de pron­to otra dichosa idea nueva.

Desde hacía mucho, seguramente, se preguntaba si no podría tal vez utilizarme más y mejor aún por el mismo precio. Conque había acabado encontrando el modo.

Un día, tras el almuerzo, sacó su idea. Primero hizo que nos sirvieran una fuente llena de mi postre favorito, fresas con nata. Aquello me pareció de lo más sospechoso. En efecto, apenas había acabado de jalarme su última fresa, cuando me abordó imperioso.

«Ferdinand -me dijo-, me pregunto si le parecería a usted bien dar unas lecciones de inglés a mi hijita Ai­mée... ¿Qué me dice usted?... Sé que tiene usted un acen­to excelente... Y en el inglés, verdad, ¡el acento es esen­cial!... Y, además, sin intención de halagarlo, es usted, Ferdinand, la complacencia en persona.»

«Pues, claro que sí, señor Baryton», le respondí, des­prevenido.

Y quedamos, en el acto, en que daría a Aimée, la ma­ñana siguiente, su primera lección de inglés. Y siguieron otras, así sucesivamente, durante semanas...

A partir de aquellas lecciones de inglés fue cuando en­tramos todos en un período absolutamente turbio, equí­voco, durante el cual los acontecimientos se sucedieron a un ritmo que ya no era, ni mucho menos, el de la vida corriente.

Baryton quiso asistir a todas las lecciones que yo daba a su hija. Pese a toda mi solicitud inquieta, a la pobre Ai­mée no se le daba, a decir verdad, nada bien el inglés. En el fondo, no le importaba, a la pobre Aimée, saber lo que todas aquellas palabras nuevas querían decir. Se pregun­taba incluso qué queríamos de ella todos, al insistir, vi­ciosos, así para que retuviera realmente su significado. No lloraba, pero le faltaba muy poco. Habría preferido, Aimée, que la dejaran arreglárselas con el poquito francés que ya sabía, cuyas dificultades y facilidades le bastaban de sobra para ocupar su vida entera.

Pero su padre, por su parte, no lo veía así. «¡Tienes que llegar a ser una joven moderna, Aimée!... -la anima­ba, incansable, para consolarla-. Yo, tu padre, he sufrido mucho por no haber sabido bastante inglés para desen­volverme como Dios manda entre la clientela extranjera... ¡Anda! ¡No llores, querida!... Escucha al Sr. Bardamu, tan paciente, tan amable y, cuando sepas, a tu vez, pro­nunciar los the con la lengua como él te muestra, te rega­laré, te lo prometo, una bonita bicicleta ni-que-la-da...»

Pero no tenía deseos de pronunciar los the ni los enough, Aimée, pero es que ninguno... Era él, el patrón, quien los pronunciaba por ella, los the y los rough, y ha­cía muchos otros progresos, pese a su acento de Burdeos y su manía por la lógica, gran obstáculo para el inglés. Durante un mes, dos meses así. A medida que se desarro­llaba en el padre la pasión por aprender el inglés, Aimée tenía cada vez menos ocasión de forcejear con las vocales. Baryton me acaparaba, ya no me soltaba, me sorbía todo mi inglés. Como nuestras habitaciones eran contiguas, por la mañana podía oírlo, mientras se vestía, transfor­mar ya su vida íntima en inglés. The coffee is black... My shirt is white... The garden is green... How are yon today Bardamu?, gritaba a través del tabique. Muy pronto co­gió gusto a las formas más elípticas de la lengua.

Con aquella perversión iba a llevarnos muy lejos... En cuanto hubo tomado contacto con la literatura importan­te, nos fue imposible parar... Tras ocho meses de progre­sos tan anormales, había llegado casi a reconstituirse en­teramente en el plano anglosajón. Así consiguió al tiempo asquearme del todo, dos veces seguidas.

Poco a poco habíamos ido dejando a la pequeña Ai­mée fuera de las conversaciones y, por tanto, cada vez más tranquila. Volvió, apacible, entre sus nubes, sin pedir explicaciones. No iba a aprender el inglés, ¡y se acabó! ¡Todo para Baryton!

Volvió el invierno. Llegó la Navidad. En las agencias anunciaban billetes de ida y vuelta para Inglaterra a pre­cio reducido... Al pasar por los bulevares con Parapine, cuando lo acompañaba al cine, los había visto yo, esos anuncios... Había entrado incluso en una de las agencias para informarme sobre los precios.

Y después en la mesa, entre otras cosas, dije dos pala­bras a Baryton sobre el asunto. Al principio no pareció interesarle, mi información. La dejó pasar. Yo estaba con­vencido incluso de que la había olvidado del todo, cuan­do una noche fue él mismo quien se puso a hablarme de ello para rogarme que le trajera los prospectos.

Entre sesión y sesión de literatura inglesa, jugábamos muchas veces al billar japonés y al chito en una de las cel­das de aislamiento, bien provista de barrotes sólidos, si­tuada justo encima del chiscón de la portera.


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