Viaje Al Fin De La Noche



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Yo tenía muchas razones para temer que esa enferme­dad del marido tuviera también orígenes extraños. Me conocía a la dama y también los usos de la casa. De todos modos, una maldita curiosidad me hizo subir a la habi­tación.

Estaba acostado precisamente en la misma cama en que había atendido yo a Robinson después de su acci­dente, unos meses antes.

En unos meses cambia una habitación, aun sin mover nada de su sitio. Por viejas que sean las cosas, por gasta­das que estén, encuentran aún, no se sabe cómo, fuerzas para envejecer. Todo había cambiado ya a nuestro alrede­dor. No los objetos de lugar, claro está, sino las cosas mismas, en profundidad. Son otras, las cosas, cuando las vuelves a ver; tienen, parece, más fuerza para penetrar en nuestro interior con mayor tristeza, con mayor profun­didad aún, con mayor suavidad que antes, fundirse en esa especie de muerte que se forma en nosotros despacio, con delicadeza, día tras día, cobardemente, ante la cual cada día nos acostumbramos a defendernos un poco me­nos que la víspera. De una vez para otra, la vemos ablan­darse, arrugarse en nosotros mismos, la vida, y las perso­nas y las cosas con ella, que habíamos dejado triviales, preciosas, temibles a veces. El miedo a acabar ha marcado todo eso con sus arrugas mientras corríamos por la ciu­dad tras el placer o el pan.

Pronto no quedarán sino personas y cosas inofensivas, lastimosas y desarmadas en torno a nuestro pasado, tan sólo errores enmudecidos.

La mujer nos dejó solos, al marido y a mí. No estaba hecho un pimpollo precisamente, el marido. Ya le fallaba la circulación. Era del corazón.

«Me voy a morir», repetía, con toda simpleza, por cierto.

Era lo que se dice potra, la mía, para verme en casos de ese estilo. Escuchaba latir su corazón, para adoptar una actitud de circunstancias, los gestos que esperaban de mí. Corría su corazón, no había duda, detrás de sus costillas, encerrado, corría tras la vida, a tirones, pero en vano sal­taba, no iba a alcanzarla. Estaba aviado. Pronto, a fuerza de tropezar, caería en la podredumbre, su corazón, cho­rreando, rojo, y babeando como una vieja granada aplas­tada. Así aparecería su corazón, fláccido, sobre el már­mol, cortado por el bisturí después de la autopsia, al cabo de unos días. Pues todo aquello acabaría en una linda au­topsia judicial. Yo lo preveía, en vista de que todo el mundo en el barrio iba a contar cosas sabrosas a propósi­to de aquella muerte, que no iban a considerar normal tampoco, después de lo otro.

La estaban esperando con ganas en el barrio, a su mujer, con todos los chismes acumulados y pendientes del caso anterior. Eso iba a ser un poco más tarde. Por el momento, el marido ya no sabía qué hacer ni cómo morir. Ya estaba como un poco fuera de la vida, pero no conseguía, de to­dos modos, deshacerse de sus pulmones. Expulsaba el aire y el aire volvía. Le habría gustado abandonar, pero tema que vivir, de todos modos, hasta el final. Era un currelo bien atroz, que lo hacía bizquear.

«Ya no siento los pies... -gemía-. Tengo frío hasta las rodillas...» Quería tocárselos, los pies, pero ya no podía.

Beber tampoco podía. Estaba casi acabado. Al pasarle la tisana preparada por su mujer, yo me preguntaba qué le habría puesto dentro. No olía demasiado bien, la tisa­na, pero el olor no es una prueba, la valeriana huele muy mal por sí sola. Y, además, que, asfixiándose como se as­fixiaba, el marido, ya no importaba demasiado que fuera extraña la tisana. Y, sin embargo, se esforzaba mucho, trabajaba de lo lindo, con todos los músculos que le que­daban bajo la piel, para seguir sufriendo y respirando. Se debatía tanto contra la vida como contra la muerte. Sería justo estallar en casos así. Cuando a la naturaleza le im­porta tres cojones algo así, parece que ya no hay límites. Detrás de la puerta, su mujer escuchaba la consulta, pero yo me la conocía bien, a su mujer. A hurtadillas, fui a sorprenderla. «¡Cu! ¡Cu!», le dije. No se ofendió lo más mínimo e incluso vino a hablarme al oído:

«Debería usted -me susurró- hacerle quitarse la denta­dura postiza... Debe de molestarlo para respirar, la den­tadura...» En efecto, yo no tenía inconveniente en que se la quitara, la dentadura.

«Pero, ¡dígaselo usted misma!», le aconsejé. En su es­tado, era un encargo delicado.

«¡No! ¡No! ¡Es mejor que sea usted! -insistió-. No le va a gustar saber que estoy enterada...»

«¡Ah! -me sorprendí-. ¿Por qué?»

«Hace treinta años que la lleva y nunca me ha hablado de ella...»

«Entonces, tal vez podríamos dejársela -le propuse-. Ya que tiene la costumbre de respirar con ella...»

«¡Oh, no, yo no podría perdonármelo nunca!», me respondió con cierta emoción en la voz...

Entonces volví a hurtadillas a la habitación. Me oyó volver a su lado, el marido. Le agradaba que yo volviera. Entre los sofocos, me hablaba aún, intentaba incluso mostrarse un poco amable conmigo. Me preguntaba cómo me iba, si había encontrado otra clientela... «Sí, sí», le respondía yo a todas las preguntas. Habría sido dema­siado largo y complicado explicarle los detalles. No era el momento adecuado. Disimulada tras la puerta, su mujer me hacía señas para que le volviera a pedir que se quitara la dentadura postiza. Conque me acerqué al oído del ma­rido y le aconsejé en voz baja que se la quitase. ¡Qué plancha! «¡La he tirado por el retrete!...», dijo entonces con mayor espanto aún en los ojos. Una coquetería, en una palabra. Y después de eso se puso a lanzar estertores un buen rato.

Se es artista con lo que se puede. Él, en relación con la dentadura postiza, había hecho un esfuerzo estético toda su vida.

El momento de las confesiones. Me habría gustado que aprovechara para darme su opinión sobre lo que ha­bía ocurrido con su madre. Pero ya no podía. Desvaria­ba. Se puso a babear en abundancia. El fin. Ya no se le podía sacar ni una frase. Le sequé la boca y volví a bajar. Su mujer, abajo, en el pasillo, no estaba nada contenta y casi me regañó por lo de la dentadura postiza, como si fuera culpa mía.

«¡De oro era, doctor!... ¡Yo lo sé! ¡Sé cuánto pagó por ella!... ¡Ya no las hacen así!...» Menuda historia. «No tengo inconveniente en subir a intentarlo otra vez», le pro­puse, de tan violento que me sentía. Pero, con ella; si no, ¡no!

Esa vez ya casi no nos reconocía, el marido. Un poqui­to sólo. Los estertores eran menos fuertes, cuando está­bamos cerca, como si quisiera oír todo lo que hablába­mos, su mujer y yo.

No fui al entierro. No hubo autopsia, como yo me ha­bía temido un poco. Se hizo todo a la chita callando. Pero eso no quita para que nos hubiéramos enfadado a base de bien, la viuda Henrouille y yo, a propósito de la dentadura postiza.


Los jóvenes tienen tanta prisa siempre por ir a hacer el amor, se apresuran tanto a coger todo lo que les dan a creer, para divertirse, que en materia de sensaciones no se lo piensan dos veces. Es un poco como esos viajeros que van a jalar todo lo que les sirvan en la cantina de la esta­ción, entre dos pitidos. Con tal de que se les proporcione también, a los jóvenes, las dos o tres cantinelas que ani­man las conversaciones para follar, les basta, y ya los te­nemos tan contentos. Se alegran con facilidad, los jóve­nes; claro, que gozan como si tal cosa, ¡cierto es!

Toda la juventud acaba en la playa gloriosa, al borde del agua, allí donde las mujeres parecen libres por fin, donde están tan bellas, que ni siquiera necesitan ya la mentira de nuestros sueños.

Conque, por supuesto, llegado el invierno, cuesta regre­sar, decirse que se acabó, reconocerlo. Nos gustaría que­darnos aún, con el frío, con la edad, no hemos perdido la esperanza. Eso es comprensible. Somos innobles. No hay que culpar a nadie. Goce y felicidad ante todo. Ésa es mi opinión. Y después, cuando empiezas a apartarte de los demás, es señal de que tienes miedo a divertirte con ellos. Es una enfermedad. Habría que saber por qué se empeña uno en no curar de la soledad. Otro tipo que conocí en la guerra, en el hospital, un cabo, me había hablado un poco de esos sentimientos. ¡Lástima que no volviera a verlo nunca, a aquel muchacho! «¡La tierra es muerte!... -me había explicado-. No somos sino gusanos encima de ella, no­sotros, gusanos sobre su repugnante y enorme cadáver, ja­lándole todo el tiempo las tripas y sólo sus venenos... No tenemos remedio. Todos podridos desde el nacimiento... ¡Y se acabó!»

Eso no impidió que se lo llevaran una noche a toda pri­sa a los bastiones, a aquel pensador, lo que demuestra que aún servía para ser fusilado. Fueron dos guindillas incluso los que se lo llevaron, uno alto y otro bajo. Lo recuerdo bien. Un anarquista, dijeron de él en el consejo de guerra.

Años después, cuando lo piensas, resulta que te gusta­ría mucho recuperar las palabras que dijeron ciertas per­sonas y a las propias personas para preguntarles qué que­rían decir... Pero, ¡se marcharon para siempre!... No tenías bastante instrucción para comprenderlas... Te gus­taría saber si no cambiarían tal vez de opinión más ade­lante... Pero es demasiado tarde... ¡Se acabó!... Nadie sabe ya nada de ellas. Conque tienes que continuar tu camino solo, en la noche. Has perdido a tus compañeros de ver­dad. No les hiciste la pregunta adecuada, la auténtica, cuando aún estabas a tiempo. Cuando estabas junto a ellos, no sabías. Hombre perdido. Siempre estás atrasado. Se trata de lamentos inútiles.

En fin, menos mal que el padre Protiste vino, al me­nos, a verme una hermosa mañana para que nos repartié­ramos la comisión, la que nos correspondía por el asunto del panteón de la tía Henrouille. Yo ya ni siquiera conta­ba con el cura. Era como si me cayese del cielo... ¡Mil quinientos francos nos correspondían a cada uno! Al mismo tiempo, traía buenas noticias de Robinson. Tenía los ojos mucho mejor, al parecer. Ya ni siquiera le supu­raban los párpados. Y todos los de allí abajo querían que yo fuese. Por lo demás, había prometido ir a verlos. El propio Protiste insistía.

Según lo que me contó, comprendí, además, que Robinson iba a casarse pronto con la hija de la vendedora de velas de la iglesia contigua al panteón, aquella de la que dependían las momias de la tía Henrouille. Era casi cosa hecha, ese matrimonio.

Como es lógico, todo eso nos condujo a hablar un poco del deceso del Sr. Henrouille, pero sin insistir, y la conversación cobró un cariz más agradable al tratar del futuro de Robinson y, después, de esa propia ciudad de Toulouse, que yo no conocía y de la que Grappa me ha­bía hablado en tiempos, y luego del comercio que hacían allí, la vieja y él, y, por último, de la muchacha que se iba a casar con Robinson. Un poco sobre todos los temas, en una palabra, y a propósito de todo, charlamos... ¡Mil qui­nientos francos! Eso me volvía indulgente y, por así de­cir, optimista. Todos los proyectos de Robinson que me comunicó me parecieron de lo más prudentes, sensatos y juiciosos y muy adaptados a las circunstancias... La cosa se iba a arreglar. Al menos, yo lo creía. Y después nos pu­simos a discurrir sobre la cuestión de las edades, el cura y yo. Habíamos superado, los dos, los treinta años hacía ya bastante. Se alejaban en el pasado, nuestros treinta años, en riberas crueles y poco añoradas. Ni siquiera valía la pena volverse para reconocerlas, esas riberas. No había­mos perdido gran cosa al envejecer. «¡Hay que ser muy vil, al fin y al cabo -concluí-, para añorar tal año más que los demás!... ¡Con entusiasmo podemos envejecer noso­tros, señor cura, y con decisión, además! ¿Fue acaso di­vertido ayer? ¿Y el año pasado?... ¿Qué le pareció?... Añorar, ¿qué?... ¡Dígame! ¿La juventud?... Pero, ¡si no tuvimos juventud nosotros!...»

«Rejuvenecen, es verdad, más que nada, por dentro, a medida que avanzan, los pobres, y, al acercarse a su fin, con tal de que hayan intentado perder por el camino toda la mentira y el miedo y el innoble deseo de obedecer que les han infundido al nacer, son, en una palabra, menos repulsivos que al comienzo. ¡El resto de lo que existe en la tierra no es para ellos! ¡No les incumbe! Su misión, la única, es la de vaciarse de su obediencia, vomitarla. Si lo consiguen del todo antes de cascarla, entonces pueden jactarse de que su vida no ha sido inútil!»

Estaba yo animado, la verdad... Aquellos mil quinien­tos francos me excitaban la imaginación; continué: «La ju­ventud auténtica, la única, señor cura, es amar a todo el mundo sin distinción, eso es lo único cierto, eso es lo úni­co joven y nuevo. Pues bien, ¿conoce usted, señor cura, a muchos jóvenes así? Yo, ¡no!... No veo por todos lados sino necedades sórdidas y viejas que fermentan en cuer­pos más o menos recientes y cuanto más fermentan, esas sordideces, más les obsesionan, a los jóvenes, ¡y más fin­gen entonces ser tremendamente jóvenes! Pero no es ver­dad, son cuentos... Son jóvenes sólo al modo de los furún­culos, por el pus que les hace daño dentro y los hincha».

Incomodaba a Protiste que le hablara así... Para no po­nerlo más nervioso, cambié de conversación... Sobre todo porque acababa de mostrarse muy amable conmigo e in­cluso providencial... Es de lo más difícil abstenerse de in­sistir en un tema que te obsesiona tanto como aquél me obsesionaba a mí. Te abruma el tema de tu vida entera, cuando vives solo. Te agobia. Para quitártelo de encima un poco, intentas pringar con él un poco a toda la gente que viene a verte y eso les fastidia. Estar solo es arrastrar­se a la muerte. «Habrá que morir -le dije también- más copiosamente que un perro y tardaremos mil minutos en cascarla y cada minuto será nuevo, de todos modos, y ri­beteado con suficiente angustia como para hacernos olvi­dar mil veces todo el placer que podríamos haber tenido haciendo el amor durante mil años de vida... La felicidad en la tierra sería morir con placer, en pleno placer... El resto no es nada, es miedo que no nos atrevemos a confe­sar, es arte.»

Protiste, al oírme divagar así, pensó que yo acababa de caer enfermo de nuevo. Tal vez tuviera razón y yo me equivocase por completo en todo. En mi retiro, buscan­do un castigo para el egoísmo universal, me hacía pajas mentales, en verdad, ¡iba a buscarlo hasta la nada, el cas­tigo! Te diviertes como puedes, cuando las ocasiones de salir son escasas, por la falta de dinero, y más escasas aún las ocasiones de salir de ti mismo y de follar.

Reconozco que no tenía del todo razón para fastidiar­lo, a Protiste, con mis filosofías contrarias a sus convic­ciones religiosas, pero es que había en su persona, de to­dos modos, un cochino regusto de superioridad, que debía de crispar los nervios a mucha gente. Según su idea, estábamos, todos los humanos, en una especie de sala de espera de eternidad en la tierra con números. El número de él era excelente, por supuesto, y para el Paraíso. Lo demás se la sudaba.

Convicciones así son insoportables. En cambio, cuan­do se ofreció, aquel mismo día por la noche, a adelantar­me la suma que necesitaba para el viaje a Toulouse, cesé por completo de importunarlo y de contradecirle. El can­guelo que me daba tener que volver a ver a Tania en el Tarapout con su fantasma me hizo aceptar su invitación sin discutir más. En último caso, ¡una o dos semanas de bue­na vida!, me dije. ¡El diablo conoce todos los trucos para tentarte! Nunca acabaremos de conocerlos. Si viviéramos el tiempo suficiente, no sabríamos ya adonde ir para bus­car de nuevo la felicidad. Habríamos dejado abortos de felicidad por todos lados, apestando en los rincones de la tierra, y ya no podríamos ni respirar. Los que están en los museos, los abortos de verdad, hay gente que se pone en­ferma sólo de verlos y a punto de vomitar. Nuestros in­tentos también, tan repulsivos, de ser felices, son como para ponerse enfermo, de tan frustrados, y mucho antes de morir para siempre.

No cesaríamos de marchitarnos, si no los olvidáramos. Sin contar los esfuerzos que hemos hecho para llegar adonde estamos, para volver apasionantes nuestras espe­ranzas, nuestras degeneradas dichas, nuestros fervores y embustes... ¡La tira! Y nuestro dinero, ¿eh? Y modales modernos al tiempo y eternidades para dar y tomar... Y las cosas que nos obligamos a jurar y que juramos y que, según creímos, los demás no habían dicho ni jurado nunca antes de que nos llenaran la cabeza y la boca y per­fumes, caricias y mímicas, toda clase de cosas, en una pa­labra, para acabar ocultándolo lo más posible, para no hablar más, de vergüenza y miedo a que nos vuelva como un vómito. Conque no es empeño lo que nos falta, no, sino más bien estar en el buen camino que conduce a la muerte tranquila.

Ir a Toulouse era, en resumen, otra tontería más. Al re­flexionar, no me cupo la menor duda. Conque no tenía excusas. Pero, de seguir a Robinson así, entre sus aventu­ras, le había yo cogido gusto a los asuntos turbios. Ya en Nueva York, cuando me tenía quitado el sueño, había empezado a atormentarme la cuestión de si podría acom­pañar más adelante, y aún más, a Robinson. Te hundes, te espantas, primero, en la noche, pero quieres comprender, de todos modos, y entonces ya no sales de las profundi­dades. Pero hay demasiadas cosas que comprender a un tiempo. La vida es demasiado corta. No quisieras ser in­justo con nadie. Tienes escrúpulos, vacilas a la hora de juzgar todo eso de golpe y temes sobre todo morir mien­tras vacilas, porque entonces habrías venido a la tierra para nada. De lo malo lo peor.

Tienes que darte prisa, no debes fallar tu propia muer­te. La enfermedad, la miseria que te dispersa las horas, los años, el insomnio que te pintarrajea de gris días, se­manas enteras, y el cáncer que tal vez te suba ya, meticu­loso y sanguinolento, del recto.

¡No voy a tener nunca tiempo!, te dices. Sin contar la guerra, lista siempre también ella, en el hastío criminal de los hombres, para subir del sótano donde se encierran los pobres. ¿Se mata a bastantes pobres? No es seguro... Lo pregunto. ¿No habría tal vez que degollar a todos los que no comprendan? Y que nazcan otros, nuevos pobres y siempre así hasta que aparezcan los que comprendan bien la broma, toda la broma... Igual que se siega el césped hasta el momento en que la hierba es la buena de verdad, la tierna.

Al apearme en Toulouse, me encontré ante la estación bastante indeciso. Una cerveza en la cantina y ya me veía, de todos modos, deambulando por las calles. ¡Es diverti­do ir por ciudades desconocidas! Es el momento y el lu­gar en que puedes suponer que toda la gente que encuen­tras es amable. Es el momento del sueño. Puedes aprovechar que es el sueño para ir a matar un poco de tiempo al jardín público. Sin embargo, pasada cierta edad, a menos que haya razones familiares excelentes, tienes apariencia, como Parapine, de buscar a las niñas en el jardín público, has de andarte con ojo. Es preferible la pastelería, justo antes de cruzar la verja del jardín, bello establecimiento de la esquina decorado como un burdel con pajaritos que cubren los espejos de amplios biseles. Te ves en él comiendo, pensativo, infinitas garrapiñadas. Refugio para serafines. Las señoritas del establecimiento charlan a hurtadillas de sus asuntos del corazón así:

«Entonces le dije que podía venir a buscarme el do­mingo... Mi tía me oyó y me hizo una escena a causa de mi padre...»

«Pero, ¿no se volvió a casar tu padre?», la interrumpió la amiga.

«¿Qué tiene que ver que volviera a casarse?... Tiene derecho, de todos modos, a saber con quién sale su hi­ja, ¿no?...»

Ésa era también la opinión de la otra señorita de la tienda. Lo que produjo una controversia apasionada en­tre todas las dependientas. En vano me mantenía yo en mi rincón, para no molestarlas, atiborrándome, sin inte­rrumpirlas, de pastas y trozos de tarta, que, por cierto, no pagué, con la esperanza de que consiguieran resolver antes aquellos delicados problemas de precedencias fami­liares, seguían igual. Nada aclaraban. Su impotencia espe­culativa las hacía limitarse a odiar en plena confusión. Reventaban de irracionalidad, vanidad e ignorancia, las señoritas del establecimiento, y echaban chispas susu­rrándose mil injurias.

Pese a todo, me quedé fascinado con su cochina mise­ria. Me lancé por los borrachos. Ya es que ni los contaba. Ellas tampoco. Esperaba no tener que irme antes de que hubieran llegado a una conclusión... Pero la pasión las volvía sordas y luego mudas, a mi lado.

Agotada la hiel, se contenían, crispadas, al abrigo del mostrador de los pasteles, cada una de ellas invencible, cerrada, reprimida, cavilando el modo de sacarlo a relucir en otra ocasión, con mayor mala leche, de soltar, a la pri­mera de cambio y con rabia, las memeces rabiosas e hi­rientes que supiesen de su compañera. Ocasión que, por cierto, no tardaría en presentarse, que provocarían... De­sechos de argumentos al asalto de nada en absoluto. Ha­bía acabado sentándome para que me aturdieran mejor con el ruido incesante de las palabras, de los abortos de pensamiento, como en una orilla en que las olitas de pa­siones incesantes nunca llegaran a organizarse. Escuchas, esperas, confías, aquí, allá, en el tren, en el café, en la calle, en el salón, en la portería, escuchas, espe­ras que la mala leche se organice, como en la guerra, pero se limita a agitarse y nunca ocurre nada, ni en el caso de esas pobres señoritas ni en los demás tampoco. Nadie viene a ayudarte. Una cháchara inmensa se extiende, gris y monótona, por encima de la vida como un espejismo de lo más desalentador. Dos damas entraron entonces y se rompió el deslucido encanto creado entre las señoritas y yo por la ineficaz conversación. Las clientas fueron ob­jeto de la diligencia inmediata de todo el personal. Se adelantaban a servirles antes de que pidieran. Eligieron, aquí y allá, picaron pastas y tartas para llevar. En el mo­mento de pagar aún se deshacían en cumplidos y preten­dieron invitarse mutuamente a hojaldres «para tomar».

Una de ellas rehusó dando mil veces las gracias y ex­plicando por los codos y en confianza, a las otras damas, muy interesadas, que su médico le había prohibido toda clase de dulces, que era maravilloso, su médico, que ya había hecho milagros con el estreñimiento en la ciudad y en otros lugares y que estaba curándola, a ella, entre otras, de una retención de caca que padecía desde hacía más de diez años, gracias a un régimen de lo más especial, gracias también a un medicamento maravilloso conocido sólo por él. Las damas no estaban dispuestas a dejarse su­perar tan fácilmente en el terreno del estreñimiento. Pa­decían más que nadie de estreñimiento. Protestaban. Exi­gían pruebas. La dama en tela de juicio se limitó a añadir que ahora hacía unas ventosidades, al ir al retrete, que eran como fuegos artificiales... que con sus nuevas depo­siciones, todas muy bien construidas, muy resistentes, había de tener más cautela... A veces eran tan duras, las nuevas deposiciones maravillosas, que sentía un daño atroz en el trasero... Se le desgarraba... Conque se veía obligada a ponerse vaselina antes de ir al retrete. Era irre­futable.

Así salieron totalmente convencidas, aquellas clientas tan charlatanas, acompañadas hasta la puerta de la paste­lería «Aux Petits Oiseaux» por todas las sonrisas del es­tablecimiento.

El jardín público de enfrente me pareció apropiado para hacer un alto, en actitud de recogimiento, el tiempo justo de recobrar el ánimo antes de salir en busca de mi amigo Robinson.

En los parques provinciales los bancos permanecen casi todo el tiempo vacíos durante las mañanas laborables, jun­to a macizos repletos de cañacoros y margaritas. Cerca de los grutescos, sobre aguas totalmente cautivas, una barquita de zinc, rodeada de cenizas ligeras, se mantenía sujeta a la orilla con una cuerda enmohecida. El esquife navegaba el domingo, estaba anunciado en un cartel y el precio de la vuelta al lago también: «Dos francos.»

¿Cuántos años? ¿Estudiantes? ¿Fantasmas?

En todos los rincones de los jardines públicos hay, ol­vidados así, montones de sepulcritos cubiertos con las flores del ideal, bosquecillos llenos de promesas y pañue­los llenos de todo. Nada es serio.

De todos modos, ¡basta de quimeras! En marcha, me dije, en busca de Robinson y su iglesia de Sainte-Eponime y de ese panteón cuyas momias guardaba junto con la vieja. Yo había ido a ver todo aquello, tenía que deci­dirme.


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