Viaje Al Fin De La Noche



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En un sentido tenía mil veces razón, pero cada cual con su naturaleza. Yo tenía miedo a herirla. Sobre todo porque era fácil de herir.

«Te aseguro que te quiero, Molly, y te querré siem­pre... como puedo... a mi modo.»

Mi modo no era demasiado. Y, sin embargo, estaba buena, Molly, muy apetitosa. Pero yo sentía también aquella estúpida inclinación por los fantasmas. Tal vez no fuera del todo culpa mía. La vida te obliga a quedarte de­masiado tiempo con los fantasmas.

«Eres muy afectuoso, Ferdinand -me tranquilizaba ella-, no llores por mí... Estás como enfermo por tu deseo de saber siempre más... Eso es todo... En fin, debe de ser ése tu camino... Por ahí, solo... El viajero solitario es el que llega más lejos... ¿Vas a marcharte pronto, entonces?»

«Sí, voy a acabar mis estudios en Francia y después volveré», le aseguré con mucho rostro.

«No, Ferdinand, no volverás... Y, además, yo ya no es­taré aquí tampoco...»

No se dejaba engañar.

Llegó el momento de la marcha. Fuimos una tarde ha­cia la estación un poco antes de la hora en que ella entra­ba a trabajar. Antes yo había ido a despedirme de Robinson. Tampoco él estaba contento de que lo dejara. Me pasaba la vida abandonando a todo el mundo. En el an­dén de la estación, mientras Molly y yo esperábamos el tren, pasaron hombres que fingieron no reconocerla, pero murmuraban.

«Ya estás lejos, Ferdinand. Haces exactamente lo que deseas hacer, ¿no, Ferdinand? Eso es lo importante... Lo único que cuenta...»

Entró el tren en la estación. Yo ya no estaba demasiado seguro de mi aventura, cuando vi la máquina. Besé a Molly con todo el valor que me quedaba en el cuerpo. Me daba pena, pena de verdad, por una vez, todo el mun­do, ella, todos los hombres.

Tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.

Años pasaron desde aquella marcha y más años... Es­cribí con frecuencia a Detroit y después a todas las direc­ciones que recordaba y donde podían conocerla, a Molly, saber de su vida. Nunca recibí respuesta.

Ahora la casa está cerrada. Eso es lo único que he sabi­do. Buena, admirable Molly, si aún puede leerme, desde un lugar que no conozco, quiero que sepa sin duda que yo no he cambiado para ella, que sigo amándola y siem­pre la amaré a mi modo, que puede venir aquí, cuando quiera compartir mi pan y mi furtivo destino. Si ya no es bella, ¡mala suerte! ¡Nos arreglaremos! He guardado tan­ta belleza de ella en mí, tan viva, tan cálida, que aún me queda para los dos y para por lo menos veinte años aún, el tiempo de llegar al fin.

Para dejarla, necesité, desde luego, mucha locura y un carácter chungo y frío. Aun así, he defendido mi alma hasta ahora y Molly me regaló tanto cariño y ensueño en aquellos meses de América, que, si viniera mañana la muerte a buscarme, nunca llegaría a estar, estoy seguro, tan frío, ruin y grosero como los otros.
¡No acaba todo con haber regresado del Otro Mundo! Te vuelves a encontrar con el hilo de los días tirado por ahí, pringoso, precario. Te espera.

Anduve aún semanas y meses por los alrededores de la Place Clichy, de donde había salido, y por las cercanías también, haciendo trabajillos para vivir, por Batignolles. ¡Mejor no contarlo! Bajo la lluvia o en el calor de los au­tos, en pleno junio, un calor que te quema la garganta y el interior de la nariz, casi como en la Ford. Miraba para distraerme pasar y pasar, a la gente, camino del teatro o del Bois, al atardecer.

Siempre más o menos solo durante las horas libres, pa­saba el rato con libros y periódicos y también con todas las cosas que había visto. Reanudados los estudios, fui pasando los exámenes a trancas y barrancas, al tiempo que me ganaba las habichuelas. Está bien defendida la Ciencia, os lo aseguro; la Facultad es un armario bien cerrado. Muchos tarros y poca confitura. De todos mo­dos, cuando hube terminado mis cinco o seis años de tri­bulaciones académicas, obtuve mi título, muy rimbom­bante. Entonces me apalanqué en los suburbios, como correspondía a mi estilo, en La Garenne-Rancy, ahí, a la salida de París, justo después de la Porte Brancion.

Yo no tenía pretensiones ni ambición tampoco, sólo el deseo de respirar un poco y de jalar algo mejor. Tras po­ner la placa en la puerta, esperé.

La gente del barrio vino, recelosa, a contemplar mi placa. Fueron incluso a preguntar en la comisaría de poli­cía si era yo médico de verdad. Sí, les respondieron. Tie­ne el título, lo es. Entonces se repitió por todo Rancy que acababa de instalarse un médico de verdad, además de los otros. «¡Se va a morir de hambre! -predijo en se­guida mi portera-. ¡Ya hay pero que demasiados médicos por aquí!» Y era una observación exacta.

En los suburbios, la vida llega, por la mañana, sobre todo en los tranvías. Pasaban a montones con multitudes de atontolinados bamboleantes, desde el amanecer, por el Boulevard Minotaure, que bajaban hacia el currelo.

Los jóvenes parecían incluso contentos de ir al currelo. Aceleraban el tráfico, se aferraban a los estribos, los monines, cachondeándose. Hay que ver. Pero, cuando hace veinte años que conoces la cabina telefónica de la tasca, por ejemplo, tan sucia, que siempre la confundes con el retrete, se te quitan las ganas de bromear con las cosas se­rias y con Rancy, en particular. Entonces comprendes dónde te han metido. Las casas te obsesionan, impregna­das todas de orines y con fachadas tétricas; su corazón es del propietario. A ése no lo ves nunca. No se atrevería a aparecer. Envía a su administrador, el muy cabrón. Sin embargo, en el barrio dicen que se muestra muy amable, el casero, cuando se lo encuentran. Eso no compromete a nada.

La luz del cielo en Rancy es la misma que en Detroit, jugo de humo que empapa la llanura desde Levallois. Un desecho de casas destartaladas y sostenidas en el suelo por montañas de basura negra. Las chimeneas, altas y ba­jas, se parecen de lejos a los postes hundidos en el cieno a la orilla del mar. Ahí dentro estamos nosotros.

Hay que tener el valor de los cangrejos también, en Rancy, sobre todo cuando te vas haciendo mayor y estás seguro de que no volverás a salir de allí. Junto a la última parada del tranvía, ahí queda el puente pringoso que se lanza por encima del Sena, enorme cloaca al desnudo. A lo largo de las orillas, los domingos y por las noches la gente trepa a los ribazos para hacer pipí. A los hombres eso los pone meditabundos, sentirse ante el agua que pasa. Orinan con un sentimiento de eternidad, como ma­rinos. Las mujeres, ésas no meditan nunca. Con Sena o sin Sena. Por la mañana, el tranvía lleva, pues, a su multi­tud a apretujarse en el metro. Parece, al verlos escapar a todos en esa dirección, como si les hubiese ocurrido una catástrofe hacia Argenteuil, como si ardiera su tierra. Después de cada aurora, vuelve a darles, se aferran por racimos a las portezuelas, a las barandillas. Gran desba­rajuste. Y, sin embargo, lo que van a buscar a París es un patrón, el que te salva de cascar de hambre, tienen un miedo cerval a perderlo, los muy cobardes. Ahora bien, te la hace transpirar, su pitanza, el patrón. Apestas du­rante diez años, veinte años y más. No es de balde.

Ya en el tranvía, para hacer boca, unas broncas que para qué. Las mujeres son aún más protestonas que los mocosos. Por colarse sin pagar, serían capaces de parali­zar toda la línea. Es cierto que algunas de las pasajeras van ya borrachas, sobre todo las que bajan al mercado hacia Saint-Ouen, las de «quiero y no puedo». «¿A cuán­to van las zanahorias?», van y preguntan mucho antes de llegar para hacer ver que tienen con qué.

Comprimidos como basuras en la caja de hierro, atra­vesamos todo Rancy y con un olor que echa para atrás, sobre todo en verano. En las fortificaciones, se amena­zan, se insultan una última vez y después se pierden de vista, el metro se traga a todos y todo, trajes empapados, vestidos arrugados, medias de seda, metritis y pies sucios como calcetines, cuellos indesgastables y rígidos como vencimientos, abortos en curso, héroes de guerra, todo eso baja chorreando por la escalera con olor a alquitrán y ácido fénico y hasta la obscuridad, con el billete de vuel­ta, que cuesta, él solo, tanto como dos barritas de pan.

La lenta angustia del despido sin explicaciones (con un simple certificado) siempre acechando a los que llegan tarde, cuando el patrón quiera reducir sus gastos genera­les. Recuerdos de la «crisis» a flor de piel, de la última vez en el desempleo, de todos los periódicos con anun­cios que se hubo de leer, cinco reales, cinco reales... de las esperas para buscar currelo. Esos recuerdos bastan para estrangular a un hombre, por muy abrigado que vaya en su gabán «para todas las estaciones».

La ciudad oculta como puede sus muchedumbres de pies sucios en sus largas cloacas eléctricas. No volverán a la superficie hasta el domingo. Entonces, cuando estén fuera, más valdrá quedarse en casa. Un solo domingo viéndolas distraerse bastaría para quitarte para siempre las ganas de broma. En torno al metro, cerca de los bas­tiones, cruje, endémico, el olor de las guerras que colean, de los tufos de aldeas a medio quemar, a medio cocer, de las revoluciones que abortan, de los comercios en quie­bra. Los traperos de la zona llevan siglos quemando los mismos montoncitos húmedos en las zanjas al abrigo del viento. Son unos bárbaros maletas, esos traperos, presa de la priva y la fatiga. Van a toser al dispensario contiguo, en lugar de tirar los tranvías por los taludes e ir a echar una buena meada en la oficina de arbitrios. Ya no hay cojones. Digan lo que digan. Cuando vuelva la guerra, la próxima, volverán a hacer fortuna vendiendo pieles de ratas, cocaína, máscaras de chapa ondulada.

Yo había encontrado, para ejercer la profesión, un pisito cerca de las chabolas, desde donde veía bien los talu­des y al obrero que siempre está en lo alto, mirando al vacío, con el brazo en cabestrillo, herido en accidente la­boral, que ya no sabe qué hacer ni en qué pensar y que no tiene bastante para ir a beber y llenarse la conciencia.

Molly tenía más razón que una santa, empezaba yo a comprenderla. Los estudios te cambian, te infunden or­gullo. Hay que pasar sin falta por ellos para entrar en el fondo de la vida. Antes, lo único que haces es dar vueltas en torno a ella. Te consideras hombre libre, pero tro­piezas con naderías. Sueñas demasiado. Patinas con todas las palabras. No es eso, no es eso. Sólo son intenciones, apariencias. El decidido necesita otra cosa. Con la medi­cina, yo, no demasiado capaz, me había aproximado bas­tante, de todos modos, a los hombres, a los animales, a todo. Ahora lo único que había que hacer era lanzarse sin dudar al montón. La muerte corre tras ti, tienes que darte prisa y comer también, mientras buscas, y, encima, esqui­var la guerra. La tira de cosas que realizar. No es fácil.

Entretanto, pacientes no eran muchos precisamente los que acudían. Hace falta tiempo para arrancar, me de­cían para tranquilizarme. El enfermo, por el momento, era sobre todo yo.

No hay nada más lamentable que La Garenne-Rancy, me parecía, cuando no tienes clientes. La pura verdad. Valdría más no pensar en esos lugares, ¡y yo que había ido precisamente para pensar tranquilo y desde el otro extremo de la Tierra! Estaba guapo. ¡Pobre orgulloso! Se me cayó el mundo encima, pesado y negro... No era como para echarse a reír y, además, no había modo de quitármelo de encima. Menudo tirano es el cerebro, no hay otro igual.

En la planta baja de mi casa vivía Bézin, el modesto chamarilero que me decía siempre, cuando me detenía ante su tienda: «¡Hay que elegir, doctor! ¡Apostar en las carreras o tomar el aperitivo! ¡Una cosa u otra!... ¡Todo no se puede hacer!... ¡Yo el aperitivo es lo que prefiero! No me gusta el juego...»

El aperitivo que prefería era el de «genciana-casis». No era mal tipo, por lo general, pero, después de darle a la priva, un poco atravesado... Cuando iba a abastecerse al Mercado de las Pulgas, se pasaba tres días sin volver a casa, en «expedición», como él decía. Lo volvían a traer. Entonces profetizaba:

«El porvenir ya veo yo cómo va a ser... Como una or­gía interminable va a ser... Y con cine dentro... Basta con ver cómo es ya...»

Veía más lejos incluso en esos casos: «Veo también que habrán dejado de beber... Soy el último, yo, que bebe en el porvenir... Tengo que darme prisa... Conozco mi vicio...»

Todo el mundo tosía en mi calle. Eso mantiene ocupa­da a la gente. Para ver el sol, hay que subir por lo menos hasta el Sacré-Coeur, por culpa de los humos.

Desde allí sí que hay una vista magnífica; te dabas cuen­ta de que allá, en el fondo de la llanura, estábamos noso­tros y las casas donde vivíamos. Pero, cuando las buscabas con detalle, no las encontrabas, ni siquiera la tuya, de tan feo que era, tan feo y tan parecido, todo lo que veías.

Más al fondo aún, el Sena, que no deja de circular, como un gran moco en zigzag de un puente a otro.

Cuando vives en Rancy, ya ni siquiera te das cuenta de que te has vuelto triste. Ya no te quedan ganas de hacer gran cosa y se acabó. A fuerza de hacer economías en todo, por todo, se te han pasado todos los deseos.

Durante meses, pedí dinero prestado aquí y allá. La gente era tan pobre y desconfiada en mi barrio, que había de ser de noche para que se decidieran a llamarme, a mí, pese a ser médico barato. Pasé así noches y más noches buscando diez francos o quince francos por los patinillos sin luna.

Por la mañana, la calle se volvía como un gran tambor de alfombras sacudidas.

Aquella mañana, me encontré a Bébert en la acera, es­taba guardando la portería de su tía, que había salido a hacer la compra. También él levantaba una nube de la acera con una escoba, Bébert.

Quien no levantara polvo por aquellos andurriales, ha­cia las siete de la mañana, sería un guarro de tomo y lomo para los de su propia calle. Alfombras sacudidas, señal de limpieza, casa decente. Con eso basta. Ya te pue­de apestar la boca, que, después de eso, estás tranquilo. Bébert se tragaba todo el polvo que levantaba y también el que le enviaban desde los pisos. Sin embargo, llegaban hasta los adoquines algunas manchas de sol, pero como en el interior de una iglesia, pálidas y tamizadas, místicas.

Bébert me había visto llegar. Yo era el médico de la es­quina, donde para el autobús. Piel demasiado verdusca, manzana que nunca maduraría, Bébert. Se rascaba y de verlo me daban ganas a mí también, de rascarme. Es que también yo tenía pulgas, cierto es, que me pegaban los enfermos por las noches. Te saltan con gusto al abrigo, porque es el lugar más caliente y húmedo que se presen­ta. Eso te lo enseñan en la Facultad.

Bébert abandonó su alfombra para darme los buenos días. Desde todas las ventanas nos miraban hablar.

Mientras haya que amar a alguien, se corre menos ries­go con los niños que con los hombres, tienes al menos la excusa de esperar que sean menos cabrones que nosotros más adelante. Qué poco sabíamos.

Por su cara lívida bailaba aquella infinita sonrisa de afecto puro que nunca he podido olvidar. Una alegría para el universo.

Pocos seres, pasados los veinte años, conservan aún un poquito de ese afecto fácil, el de los animales. ¡El mundo no es lo que creíamos! ¡Y se acabó! Conque, ¡hemos cam­biado de jeta! ¡Y menudo cambio! ¡Por habernos equivo­cado! ¡Perfectos cabrones nos volvemos en un dos por tres! ¡Eso es lo que nos queda en la cara pasados los vein­te años! ¡Un error! Nuestra cara es un puro error.

«¡Eh -va y me dice Bébert-, doctor! ¿A que han reco­gido a uno en la Place des Fétes esta noche? ¿A que le ha­bían cortado el cuello con una navaja? Era usted el que estaba de servicio, ¿verdad?»

«No, no estaba yo de servicio, Bébert, yo no, era el doctor Frolichon...»

«¡Qué pena! Porque mi tía ha dicho que le habría gus­tado que hubiera sido usted... Que se lo habría contado todo...»

«Habrá que esperar a la próxima vez, Bébert.»

«Pasa mucho, ¿eh?, eso de que maten a gente por aquí», comentó también Bébert.

Atravesé su polvo, pero en aquel preciso instante pasa­ba la máquina barredora municipal, zumbando, y un gran tifón saltó del arroyo y colmó toda la calle de más nubes aún, más densas, de color pimienta. Ya no nos veíamos. Bébert saltaba de derecha a izquierda, estornu­dando y gritando, contento. Su cara ojerosa, sus cabellos pringosos, sus piernas de mono tísico, todo eso bailaba, convulsivo, en la punta de la escoba.

La tía de Bébert volvía de la compra, ya había pim­plado lo suyo, también hemos de decir que aspiraba un poco el éter, hábito contraído cuando servía en casa de un médico y había sufrido mucho con las muelas del jui­cio. Ya sólo le quedaban dos de los dientes delanteros, pero siempre se los lavaba sin falta. «Cuando, como yo, se ha servido en casa de un médico, se sabe lo que es la higiene.» Daba consultas médicas por el vecindario e in­cluso bastante lejos, hasta Bezons.

Me habría gustado saber si alguna vez pensaba en algo, la tía de Bébert. No, no pensaba en nada. Hablaba sin pa­rar y sin pensar nunca. Cuando estábamos a solas, sin in­discretos alrededor, me hacía una consulta de balde. Era halagador, en cierto sentido.

«Mire, doctor, tengo que decírselo, ya que es usted médico, ¡Bébert es un cochino!... "Se toca" Me di cuenta hace dos meses y me gustaría saber quién ha podido en­señarle esas guarrerías... ¡Y eso que lo he educado bien! Se lo prohibo... Pero vuelve a empezar...»

«Dígale que se volverá loco», le aconsejé, clásico.

Bébert, que nos estaba escuchando, no estaba de acuerdo.

«No me toco, no es verdad, fue ese chavea, el de los Gagat, quien me propuso...»

«¿Ve usted? Ya sospechaba yo -dijo la tía-. Los Ga­gat, ya sabe usted quiénes digo, los del quinto... Son todos unos viciosos. Al abuelo parece ser que le iba la marcha... ¿Eh? ¡Fíjese usted!... Oiga, doctor, ya que es­tamos, ¿no podría recetarle un jarabe para que no se toque?...»

La seguí hasta la portería para prescribir un jarabe an­tivicio para el chavalín Bébert. Yo era demasiado compla­ciente con todo el mundo y lo sabía de sobra. Nadie me pagaba. Visitaba de balde, sobre todo por curiosidad. Es un error. La gente se venga de los favores que le haces. La tía de Bébert aprovechó, como los demás, mi desinterés orgulloso. Abusó incluso más que la hostia. Yo me hacía el tonto, les dejaba mentirme. Les seguía la corriente. Me tenían en sus manos, lloriqueaban, los enfermos, cada día más, me tenían a su merced. Al mismo tiempo, me mos­traban, bajeza tras bajeza, todo lo que disimulaban en la trastienda de su alma y que no enseñaban a nadie, salvo a mí. No hay dinero para pagar esos horrores. Se te cuelan entre los dedos como serpientes viscosas.

Un día lo contaré todo, si llego a vivir bastante.

«¡Mirad, asquerosos! Dejadme ser amable algunos años más aún. No me matéis todavía. Dejadme parecer servil y desgraciado, lo contaré todo. Os lo aseguro y en­tonces os doblaréis de golpe, como las orugas babosas que en África venían a cagarse en mi choza, y os volveré más sutilmente cobardes e inmundos aún, tanto, pero es que tanto, que tal vez la diñéis, por fin».

«¿Es dulce?», preguntaba Bébert a propósito del ja­rabe.

«Sobre todo, no se lo recete dulce -recomendó la tía- a este pillo... No merece que sea dulce y, además, ¡bastante azúcar me roba ya! Tiene todos los vicios, ¡una cara muy dura! ¡Acabará asesinando a su madre!»

«Pero, ¡si no tengo madre!», replicó, rotundo, Bébert, siempre tan campante.

«¡Me cago en la leche! -dijo entonces la tía-. Como me contestes, te voy a dar una tunda, ¡que vas a saber tú lo que es bueno!» Y fue y se dirigió hacia él, pero Bébert había salido ya corriendo hacia la calle. «¡Viciosa!», le gritó en pleno corredor. La tía se puso colorada como un tomate y volvió hacia mí. Cambiamos de conversación.

«Tal vez debiera usted, doctor, ir a ver a los del entre­suelo del 4 de la Rué des Mineures... Es un antiguo em­pleado de notaría, le han hablado de usted... Yo le he di­cho que era el médico más amable con los enfermos que conozco.»

Al instante supe que me estaba mintiendo, la tía. Su médico preferido era Frolichon. Era el que recomendaba siempre, cuando podía; a mí, al contrario, me ponía verde en todo momento. Mi humanitarismo provocaba en ella un odio animal. Era un bicho, no hay que olvidarlo. Sólo, que Frolichon, a quien ella admiraba, le hacía pagar al contado, conque iba y me consultaba de balde. Para que me hubiera recomendado, tenía que ser, pues, otra con­sulta gratuita o, si no, un asunto muy sucio. Al marchar­me, pensé, de todos modos, en Bébert.

«Hay que sacarlo -le dije-, no sale bastante ese niño...»

«¿Adonde quiere que vayamos? Con la portería no puedo ir demasiado lejos...»

«Llévelo por lo menos al parque, los domingos...»

«Pero si hay más gente y polvo que aquí, en el par­que... Parecemos sardinas en lata.»

Su observación era pertinente. Busqué otro lugar que aconsejarle.

Tímidamente, le propuse el cementerio.

El cementerio de La Garenne-Rancy es el único espa­cio un poco arbolado y de cierta extensión por esa zona.

«¡Hombre, es verdad! No se me había ocurrido. ¡Po­dríamos ir allí!»

Justo entonces volvía Bébert.

«¿Y a ti, Bébert? ¿Te gustaría ir de paseo al cemente­rio? Tengo que preguntárselo, doctor, porque para los pa­seos también es terco como una mula, ¡se lo aseguro!...»

Precisamente Bébert carecía de opinión. Pero la idea gustó a la tía y eso bastaba. Sentía debilidad por los ce­menterios, la tía, como todos los parisinos. Parecía como si, a propósito de eso, se fuera a poner por fin a pensar. Examinaba los pros y los contras. Las fortificaciones están llenas de golfos... En el parque hay demasiado pol­vo, eso desde luego... Mientras que en el cementerio, es verdad, no se está mal... Y, además, la que allí va los do­mingos es gente bastante decente y que sabe comportar­se... Y, además, lo que es muy cómodo es que se puede hacer la compra de vuelta por el Boulevard de la Liberté, donde aún hay tiendas abiertas los domingos.

Y concluyó: «Bébert, lleva al doctor a casa de la señora Henrouille, Rué des Mineures... ¿Sabes dónde vive, eh, Bébert, la señora Henrouille?»

Bébert sabía dónde estaba todo, con tal de que fuera oportunidad para dar un garbeo.
Entre la Rué Ventru y la Place Lénine ya casi todas eran casas de alquiler. Los constructores habían cogido casi todo el campo que aún había allí, Les Garennes, como lo llamaban. Ya sólo quedaba un poquito, hacia el final, al­gunos solares, después del último farol de gas.

Encajonados entre los edificios, enmohecían así algu­nos hotelitos resistentes, cuatro habitaciones con una gran estufa en el pasillo de abajo; apenas encendían el fuego, cierto es, por economizar. Humea con la hume­dad. Eran hotelitos de rentistas, los que quedaban. En cuanto entrabas, tosías con el humo. No eran rentistas ri­cos los que habían quedado por allí, no, sobre todo los Henrouille, donde me habían enviado. Pero, aun así, eran gente que poseía alguna cosilla.

Al entrar, olía de lo lindo, en casa de los Henrouille, además del humo, el retrete y el guiso. Acababan de pa­gar su hotelito. Eso representaba sus cincuenta buenos años de economías. En cuanto entrabas en su casa y los veías, te preguntabas qué les pasaba, a los dos. Bueno, pues, lo que les pasaba, a los Henrouille, lo que en ellos parecía natural, era que nunca habían gastado, durante cincuenta años, un solo céntimo, ninguno de los dos, sin haberlo lamentado. Con su carne y su espíritu habían ad­quirido su casa, como el caracol. Pero el caracol lo hace sin darse cuenta.

Los Henrouille, en cambio, no salían de su asombro por haber pasado por la vida nada más que para tener una casa e, igual que las personas a las que acaban de sa­car de un encierro entre cuatro paredes, les resultaba ex­traño. Debe de poner una cara muy rara la gente, cuando la sacan de una mazmorra.

Desde antes de casarse, ya pensaban, los Henrouille, en comprarse una casa. Por separado, primero, y, des­pués, juntos. Se habían negado a pensar en otra cosa du­rante medio siglo y, cuando la vida los había obligado a pensar en otra cosa, en la guerra, por ejemplo, y sobre todo en su hijo, se habían puesto enfermos a morir.


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