-Elijo este caballo bayo obscuro: mandad que le ensillen.
-¡Rolando!
-¿Se llama Rolando?
-Sí, es el caballo preferido de Su Alteza: le monta todos los días; se le ha regalado M. de Bussy y ciertamente no estaría ahora en la caballeriza, si Su Alteza no estuviese probando nuevos caballos que le han llegado de Tours.
-Vamos, parece que no tengo mal ojo -contestó Monsoreau.
Acercóse un palafreno.
-Ensillad a Rolando -ordenó el mayordomo.
El caballo del conde había entrado por sí mismo en la cuadra y se había echado sobre un montón de paja sin aguardar a que le quitasen la silla.
En pocos segundos estuvo dispuesto Rolando. M. de Monsoreau montó con ligereza y se informó segunda vez de la dirección que había tomado el duque.
-Salió por esa puerta y siguió por esa calle -repuso el mayordomo indicando al montero mayor el mismo camino que ya había señalado el centinela.
¡Pardiez! -dijo Monsoreau aflojando su brida y viendo que el caballo tomaba por sí mismo el mismo camino, -no parece sino que Rolando sigue la pista.
-¡Oh! no tengáis cuidado -dijo el mayordomo-, he oído decir a M. de Bussy y a su médico M. Remigio que es el animal más inteligente que existe; en olfateando a sus compañeros él les alcanzará; ved que hermosos remos, darían envidia a un ciervo.
Monsoreau se inclinó hacia un lado, y dijo:
-Magnífico.
Efectivamente, el caballo echó a andar sin necesidad de que el jinete le excitase, y salió resueltamente de la ciudad, tomando antes de llegar a la puerta una calle que salía más derechamente al camino, el cual en aquel sitio se dividía en dos ramales, uno circular a la derecha y otro recto a la izquierda.
Al mismo tiempo que daba esta prueba de inteligencia, sacudió la cabeza como para librarse de la sujeción del freno; parecía querer decir al caballero que era inútil con él toda clase de influencia; a medida que se aproximaba a la puerta de la ciudad iba acelerando el paso.
-Seguramente -dijo Monsoreau-, no me han engañado en lo que me han dicho de este caballo; vamos, pues que conoces el camino, anda.
Y soltó las riendas sobre el cuello de Rolando.
El caballo, luego que llegó al baluarte exterior, dudó un instante el camino que debía seguir.
Al fin tomó a la izquierda.
Un paisano pasaba por allí en aquel momento.
-¿Habéis visto unos señores a caballo? -preguntó Monsoreau.
-Sí, señor, allá abajo les he encontrado -contestó el rústico.
La dirección indicada por éste era precisamente la que había tomado Rolando.
El caballo tomó un trote largo, con el cual podrían andarse tres leguas por hora.
Siguió aún por algún tiempo a lo largo del baluarte, y después torciendo de repente a la derecha, tomó un sendero florido que atravesaba el campo.
Monsoreau dudó un instante si debería detener a Rolando, pero Rolando parecía tan seguro de lo que hacía, que Monsoreau no se atrevió a detenerle.
Conforme el caballo iba marchando se animaba; pasó del trote al galope, y en menos de un cuarto de hora desapareció la ciudad de la vista del caballero.
Este por su parte iba reconociendo los sitios por donde pasaba, pensando que no era la primera vez que los veía.
-¡Pardiez! -exclamó al entrar en un bosque-, no parece sino que vamos a Meridor: ¿se habrá dirigido Su Alteza hacia el castillo?
Y una idea, que no era la primera vez que se le ocurría, nubló la frente del montero mayor.
-¡Hola! -murmuró-; ¡yo que venía a ver al príncipe y dejaba para mañana el ver a mi mujer! ¿tendré el placer de ver a los dos a un mismo tiempo?
Una sonrisa espantosa apareció en los labios del montero mayor.
El caballo continuaba su rápido paso dirigiéndose siempre a la derecha, con una seguridad que indicaba gran conocimiento del camino.
-Por mi vida -murmuró Monsoreau-, no creo que debe estar muy lejos el parque de Meridor.
En aquel momento relinchó el caballo, y poco después otro relincho contestó al de Rolando desde lo interior de la selva.
-¡Hola! -dijo el montero mayor-, ya parece que Rolando ha encontrado a sus compañeros.
El caballo redoblaba su velocidad cruzando como un relámpago bajo las altas ramas de los árboles.
De repente, Monsoreau divisó una tapia y cerca de ella un caballo atado a un árbol.
El caballo relinchó segunda vez y Monsoreau observó que era el mismo que había relinchado la primera.
-¡Aquí hay alguno! -exclamó palideciendo.
LXI. LA NOTICIA DE QUE ERA PORTADOR EL SEÑOR CONDE DE MONSOREAU
M. de Monsoreau iba de sorpresa en sorpresa; la tapia del parque de Meridor hallada como por encanto; aquel caballo respondiendo al relincho de Rolando como si le conociese desde mucho tiempo: todo esto habría dado que sospechar a los menos celosos.
Al acercarse, y ya se supondrá que M. de Monsoreau se acercaría rápidamente, al acercarse observó el deterioro de la tapia en aquel paraje; allí vio una verdadera escalera que tenía trazas de convertirse pronto en brecha; parecía que los pies se habían abierto escalones en la tapia, y las zarzas recientemente cortadas, colgaban aún de las estropeadas ramas.
El conde abrazó con una mirada todo aquel conjunto, y después pasó del conjunto a los detalles.
El caballo merecía el primer lugar y le obtuvo.
El indiscreto animal llevaba una silla guarnecida de mantilla bordada de plata, en cuyas puntas se veían una F enlazada con una A.
Era indudable que aquel caballo pertenecía al duque de Anjou, pues que la cifra estaba compuesta de las iniciales de su nombre.
La sospecha del conde se convirtió en verdadera alarma: el duque de Anjou había llegado por aquel sitio y entraba por él frecuentemente, pues que además del caballo que tenía atado al árbol, había otro que sabía el camino.
Monsoreau juzgó que debía seguir la pista hasta el fin, ya que el acaso le había hecho dar con ella.
Esto estaba de acuerdo con sus costumbres de montero mayor y con su carácter de marido celoso.
Por consiguiente, ató su caballo junto al otro, y empezó con resolución a escalar la tapia.
No era cosa difícil: los pies y las manos encontraban huecos a propósito para colocarse; la curva del brazo estaba trazada en las piedras de la superficie superior y se conocía que con un cuchillo de caza habían entresacado con cuidado las ramas de una encina, que en aquel paraje dificultaba la vista e impedía la acción.
Tales esfuerzos fueron coronados con un éxito completo.
Apenas M. de Monsoreau se hubo establecido en su observatorio, divisó al pie de un árbol una mantilla de color azul y una capa de terciopelo negro.
La mantilla pertenecía evidentemente a una mujer y la capa negra a un hombre, los cuales por otra parte no estaban lejos, pues se paseaban a cincuenta pasos de allí asidos del brazo, volviendo la espalda a la pared y ocultos por el follaje espeso.
Desgraciadamente para M. de Monsoreau, la tapia no estaba acostumbrada a las maneras violentas, se desprendió una piedra del caballete y cayó al suelo rompiendo las ramas de una encina, y produciendo un eco fuerte y prolongado.
Al oír el ruido se volvieron indudablemente los personajes cuyos semblantes ocultaba el box a M. de Monsoreau, pues en aquel momento se oyó un grito de mujer muy significativa, y después el murmullo de las ramas avisó al conde que los susodichos personajes huían como gamos espantados.
Monsoreau, al oír el grito de la mujer, experimentó una angustia terrible, y sintió su frente empapada en sudor, porque conoció la voz de Diana.
Incapaz de resistir al furor que le dominaba, se arrojó de lo alto de la tapia, y con espada en mano atravesó por el box y los juncos para seguir a los fugitivos.
Mas éstos habían desaparecido; nada turbaba el silencio del parque ni se veía una sombra de cuerpo humano en las alamedas, ni una huella en los caminos, ni se oía más ruido en la espesura que el del cántico de los ruiseñores y colorines que acostumbrados a ver a los dos amantes, no se recelaban de ellos.
¿Qué hacer en aquella soledad? ¿qué resolver? ¿adónde dirigirse? El parque era grande, y Monsoreau, persiguiendo a los que buscaba podría quizá dar con los que no buscaba.
Pensó, pues, que era suficiente por entonces el descubrimiento que acababa de hacer; se veía dominado por sensaciones demasiado violentas, para tener la prudencia que convenía emplear con un rival tan terrible como era Francisco, pues no dudaba que fuera el príncipe su rival; además, si por casualidad no era, tenía que darle un mensaje urgente, y por último, reuniéndose con él, le sería fácil averiguar si era o no culpable.
Ocurrióle después una idea sublime, que fue saltar al otro lado de la tapia por el mismo punto por donde había entrado, y llevarse con su caballo el del intruso a quien había sorprendido en el parque.
Este proyecto vengador le dio energías; echó a correr y llegó al pie de la tapia jadeante y cubierto de sudor.
Entonces, con el auxilio de las ramas de encina, logró subir al caballete, y después bajó al otro lado; pero en el otro lado se encontró sin caballo, o mejor dicho, sin caballos. La idea que le había ocurrido era tan buena, que antes que a su imaginación, se había presentado a la de su enemigo y su enemigo la había puesto por obra.
Rendido de fatiga M. de Monsoreau, lanzó un rugido de ira, enseñando los puños al malicioso demonio que sin duda se reía de él en la sombra ya espesa de los bosques; pero como su voluntad no se daba fácilmente por vencida, haciendo frente a la fatalidad que parecía obstinada en perseguirle, se puso a examinar el terreno a pesar de la noche que rápidamente se acercaba, y reuniendo todas sus fuerzas, logró encontrar un camino de travesía que conocía desde su infancia, y que conducía directamente a Angers.
Dos horas y media más tarde llegaba a la puerta de la ciudad muerto de sed, de calor y de fatiga; pero la exaltación de su mente le había dado ánimo y conservado su constancia y la fuerza de su carácter violento.
Una idea mantenía su valor; pensaba interrogar al centinela o a los centinelas, y para ello estaba resuelto a ir de puerta en puerta si fuese necesario, con el objeto de saber por cuál de ellas había entrado un hombre con dos caballos: prometíase que a fuerza de oro lograría saber quién era aquel hombre, y entonces, quienquiera que fuese, pensaba hacerle pagar su deuda tarde o temprano.
Preguntó, pues, al centinela, pero éste acababa de entrar de relevo y no sabía nada. Pasó al cuerpo de guardia y se informó; el miliciano que acababa de salir de centinela díjole que hacía dos horas, poco más o menos, había visto entrar un caballo solo y sin jinete, el cual había tomado el camino del palacio, y que entonces se había figurado que habiendo ocurrido una desgracia al jinete, el inteligente animal se volvía solo a s-u casa.
Monsoreau se dio una palmada en la frente: estaba escrito que no sabría nada.
Entonces se dirigió al palacio ducal.
Allí todo era animación, bullicio y gresca; las ventanas brillaban como soles, y las cocinas resplandecían como hornos encendidos, despidiendo por las chimeneas un olor a carne de venado y de faisán, capaz de hacer que el estómago diese al olvido su proximidad al corazón.
Pero las verjas estaban cerradas y era preciso hacer que las abriesen. Monsoreau llamó al portero y le dijo su nombre; pero el portero no quiso conocerle.
-M. de Monsoreau es derecho, y vos sois encorvado -le contestó.
-Es de la fatiga.
-M. de Monsoreau es pálido y vos sois colorado.
-Es efecto del calor.
-M. de Monsoreau salió a caballo y vos venís a pie.
-Es que mi caballo se ha asustado, ha dado una huida, me ha sacado de la silla y se ha vuelto solo. ¿No le habéis visto?
-¡Ah! es verdad -dijo el portero.
-En todo caso id a avisar al mayordomo.
El portero, contento de hallar un medio de salvar su responsabilidad, envió recado a M. Remigio.
M. Remigio llegó y conoció a Monsoreau.
-¿De dónde venís tan mal parado? -le interrogó.
Monsoreau repitió la misma fábula que había contado al portero.
- En efecto -dijo el mayordomo, que llegó a la sazón-, hemos estado con mucho cuidado desde que vimos el caballo sin jinete; Su Alteza especialmente, a quien yo había tenido el honor de anunciar vuestra venida.
-¿Su Alteza ha estado con cuidado?
-Con gran cuidado.
-¿Y qué ha dicho?
-Que os llevásemos a su presencia tan luego como volvieseis.
-Bien, dejadme solamente el tiempo preciso para pasar a la caballeriza y ver si ha llegado sin lesión el caballo de Su Alteza.
Y Monsoreau, entrando en las cuadras vio en el mismo sitio de donde le había tomado al inteligente animal comiendo como caballo que comprende la necesidad de reparar sus fuerzas.
Después, sin tomarse el cuidado de mudar de traje, pues la importante noticia que traía debía hacerle prescindir de la etiqueta, se dirigió al comedor.
En aquel instante, los gentilhombres del príncipe y Su Alteza mismo, reunidos en torno de una mesa magníficamente servida y espléndidamente iluminada, se hallaban dando un ataque a cierto número de empanadas de faisanes y de platos de asado y de jabalí y de entremeses compuestos con especias, que humedecían ya con el vino tinto de Cahors tan generoso y tan suave, ya con el pérfido y espumoso vino de Anjou, cuyos vapores se extravasan en la cabeza antes que los topacios que se destilan en el vaso hayan sido enteramente agotados.
-La corte está aquí toda reunida -decía Antraguet, el cual tenía el rostro sonrosado como el de una doncella, y el cuerpo lleno de vino como una cuba-; toda reunida -añadió-, y tan completa como la bodega de Vuestra Alteza.
-No tal, no tal -repuso Ribeirac-, nos falta un montero mayor. Es en verdad vergonzoso que nos comamos las provisiones de Su Alteza y no las busquemos por nosotros mismos.
-Voto por un montero mayor cualquiera -exclamó Livarot-, aunque sea M. de Monsoreau.
El duque se sonrió; era el único que sabía la llegada del conde. Apenas acabó Livarot su frase, se abrió la puerta y entró M. de Monsoreau.
El duque lanzó al verle una exclamación tanto más estruendosa, cuanto que resonó en medio del silencio general.
-Vedle aquí -dijo-: el Cielo nos favorece, pues nos envía al instante lo que deseamos.
Monsoreau, estupefacto al ver la serenidad del príncipe, serenidad que en semejantes casos no era habitual en Su Alteza, saludó con aire de turbación, y volvió la cabeza deslumbrado como un búho a quien de pronto trasladasen de la obscuridad al sol.
-Sentaos allí y cenad -dijo el duque, indicando a M. de Monsoreau una silla enfrente de la suya.
-Monseñor -respondió Monsoreau-, tengo sed, tengo hambre, estoy cansado, pero no beberé, ni comeré, ni me sentaré hasta después de haber dado a Vuestra Alteza un mensaje de la mayor importancia.
-¿Venís de París?
-Y a largas jornadas, monseñor.
-Pues bien, va escucho -repuso el duque.
Monsoreau se acercó a Francisco, y con la sonrisa en los labios y el odio en el corazón, le dijo en voz baja:
Monseñor, Su Majestad la reina madre viene a ver a Vuestra Alteza y llegará aquí de un instante a otro. El duque, en quien todos tenían clavados los ojos, dio a su semblante la expresión de una repentina alegría.
-Muy bien -exclamó-, gracias. M. de Monsoreau, hoy como siempre, vuestra conducta es la de un fiel servidor; continuemos cenando, señores.
Y acercó a la mesa un sillón que había separado un momento para escuchar a M. de Monsoreau.
Comenzó de nuevo el festín; pero el montero mayor, sentado entre Livarot y Ribeirac, apenas hubo probado las dulzuras de una buena silla, y apenas se hubo encontrado ante una copiosa cena, perdió de pronto el apetito.
Los males del alma eran superiores a las fatigas del cuerpo.
Su imaginación, ocupada con tristes pensamientos, le representaba el parque de Meridor y haciendo de nuevo el viaje que su fatigado cuerpo acababa de hacer, le obligaba a pasar y repasar como atento peregrino el florido sendero que le había conducido a la tapia.
Veía a su caballo relinchando, veía la pared deteriorada, veía las dos sombras amorosas y fugitivas, y finalmente, oía el grito de Diana, aquel grito que había resonado en lo más profundo de su corazón.
Entonces, indiferente al bullicio, a la iluminación, al banquete; olvidando al lado y enfrente de quien se encontraba, se abismaba en sus propios pensamientos; dejaba que su frente se obscureciese poco a poco, y que de su pecho se escapasen sordos gemidos que llamaban la atención de los convidados.
-Muy fatigado estáis, señor montero mayor -dijo el príncipe-; harías bien en iros a acostar.
-Cierto -dijo Livarot-, el consejo es bueno, y, si no le seguís, corréis gran riesgo de quedaros dormido sobre el plato.
-Perdonad, monseñor -repuso Monsoreau alzando la cabeza-; en efecto, estoy abrumado de fatiga.
-Bebed, conde, hasta embriagaros; nada quita el cansancio como la embriaguez.
-Y además -balbuceó Monsoreau-, el que se embriaga tiene la ventaja de olvidarlo todo.
-¿Qué es esto? -dijo Livarot-; señores, su vaso está todavía lleno.
-A vuestra salud, conde -dijo Ribeirac alzando el suyo.
Monsoreau se vio obligado a brindar con el gentilhombre y se bebió el vaso de un solo trago.
-No parece que bebe mal a pesar de todo -dijo Antraguet.
-Sí -contestó el príncipe, tratando de adivinar por el semblante de Monsoreau lo que pasaba en su corazón-, sí.
-Es preciso que nos proporcionéis una buena partida de caza, conde -exclamó Ribeirac-; vos conocéis el país.
-Tenéis aquí haciendas -dijo Livarot.
-Y mujer -añadió Antraguet.
-Sí -repitió maquinalmente el conde-, haciendas y mujer, sí, señores.
-Proporcionadnos una cacería de jabalíes -exclamó el príncipe.
-Ya veremos, monseñor.
-¡Pardiez! -dijo uno de los nobles angevinos-, ¡vaya respuesta, cuando está el bosque lleno de jabalíes! Si yo cazase en el antiguo bosque de corta levantaría diez antes de cinco minutos.
Monsoreau se puso pálido; el bosque de corta era precisamente el punto a que Rolando le había conducido.
-Sí, sí mañana, mañana -dijeron a coro los circunstantes.
-¿Queréis que sea mañana, Monsoreau? -preguntó el príncipe.
-Siempre estoy a las órdenes de Vuestra Alteza -contestó Monsoreau-; no obstante, estoy muy fatigado, como Vuestra Alteza se ha dignado observar hace un momento, y no podría dirigir mañana la partida. Además, debo antes examinar los bosques y ver en qué estado se encuentran.
-Y sobre todo, señores, dejémosle ver a su mujer; ¡qué diablo! -dijo el duque con un aire de candor que dejó al pobre marido persuadido de que Francisco era su rival.
-¡Concedido, concedido! -gritaron los jóvenes-, concedamos veinticuatro horas a M. de Monsoreau para hacer en sus bosques lo que tenga que hacer.
-Sí, señores, dadme veinticuatro horas -dijo el conde-, y yo prometo emplearlas bien.
-Ahora, señor montero mayor -exclamó el duque-, os permito que vayáis a acostaros. Que lleven a M. de Monsoreau a su habitación.
M. de Monsoreau saludó y salió, quedando libre de un gran peso. Los afligidos aman la soledad más aún que los amantes.
LXII. COMO EL REY ENRIQUE III SUPO LA FUGA DEL DUQUE DE ANJOU
Cuando M. de Monsoreau salió del comedor continuó la cena con más bullicio y libertad que nunca.
La sombría figura del montero mayor había contribuido en gran parte a mantener cierta reserva entre los concurrentes, los cuales habían adivinado que no era sólo la fatiga la que imprimía en la frente del conde el sello de mortal tristeza que era el rasgo más marcado de su semblante, sino que su imaginación se entretenía en lúgubres objetos.
Cuando salió, el príncipe, que no se hallaba bien en su presencia, recobró la serenidad, y dijo a Livarot:
-Continúa, Livarot, refiriéndonos vuestra fuga de París, ya que no nos puede interrumpir como antes M. de Monsoreau.
Y Livarot continuó.
Mas como nuestro título de historiador nos da el privilegio de saber mejor que el mismo Lívarot lo que había pasado, sustituiremos nuestra relación a la del joven, y lo que perderá en viveza ganará en extensión, pues que sabemos lo que Livarot no podía saber, es decir, lo que aconteció en el Louvre.
Como a las doce de la noche despertó Enrique III al oír un ruido extraordinario en palacio, no obstante estar prescrito el silencio más absoluto durante el sueño del rey.
Percibíanse juramentos, golpes de alabarda en las paredes, rápidas carreras en las galerías, imprecaciones capaces de hacer abrir la tierra y entre golpe y golpe, y entre carrera y carrera y entre blasfemia y blasfemia, estas palabras:
-¿Qué dirá el rey? ¿qué dirá el rey?
Enrique se sentó en el lecho y miró a Chicot, el cual, después de haber cenado con Su Majestad, se había dormido en un gran sillón con las piernas enroscadas en su tizona.
Aumentaron los rumores.
Enrique, todo reluciente de pomadas, saltó del lecho, gritando:
-¡Chicot, Chicot!
Chicot abrió un ojo, pues era hombre prudente que apreciaba mucho el sueño y no se despertaba nunca de improviso.
-¡Ah! qué mal has hecho en despertarme, Enrique: soñaba que tenías un hijo.
-Escucha -dijo Enrique-, escucha.
-¿Qué quieres que escuche? Bastantes tonterías me dices por el día, sin que tenga precisión de oírlas por la noche.
-¿Pero no oyes? -dijo el rey extendiendo la mano en dirección del ruido.
-¡Hola! -exclamó Chicot-, efectivamente, oigo gritos.
-¿Qué dirá el rey? ¿qué dirá el rey? -repitió Enrique-; ¿oyes?
-Una de dos: o tu lebrel Narciso se ha puesto malo, o los hugonotes toman la revancha de San Bartolomé y hacen un degüello de católicos.
-Ayúdame a vestir, Chicot.
-Sí, haré, pero ayúdame antes a levantarme, Enrique.
-¡Qué desgracia! ¡qué desgracia! -decían varias voces en las antecámaras.
-¡Diablo! esto se va poniendo serio -dijo Chicot.
-Bueno será que nos armemos -dijo el rey.
-Mejor será -repuso Chicot-, que nos demos prisa a salir por la puerta secreta, a fin de enterarnos por nosotros mismos de esa desgracia, en vez de esperar a que vengan a contárnosla.
Inmediatamente, Enrique y Chicot salieron por la puerta secreta, y penetraron en el corredor que conducía a las habitaciones del duque de Anjou.
Allí vieron muchos brazos levantados al cielo, y oyeron las exclamaciones más desesperadas.
-¡Ah! -dijo Chicot-, ya caigo: tu infeliz hermano se habrá ahorcado en la prisión. ¡Pardiez! te felicito, Enrique: eres un gran político, más de lo que yo creía.
-¡Eso no puede ser! -exclamó Enrique.
-Tanto peor -dijo Chicot.
-Ven, ven.
Enrique llevó al gascón hasta el cuarto del duque.
El balcón estaba abierto y lleno de una multitud de curiosos que se agolpaban a contemplar la escala de cuerda pendiente de las barras de hierro.
Enrique se quedó pálido como la muerte.
-¡Hola! hijo mío -dijo Chicot-, aún no estás tan viciado como yo creía.
-¡Se ha escapado! -gritó Enrique con voz tan fuerte que todos los que estaban al balcón se volvieron.
Los ojos del rey chispeaban y su mano apretaba convulsivamente el puño de su puñal.
Schomberg se arrancaba los cabellos, Quelus se desfiguraba el rostro a puñadas, y Maugiron, cual si fuera ariete, daba con la cabeza en las paredes.
En cuanto a d'Epernon, había desaparecido bajo el pretexto especioso de perseguir al duque de Anjou.
La vista de la penitencia que se imponían sus favoritos desesperados, calmó de pronto la cólera del rey.
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