Alejandro dumas



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-Sí, pero no es él.

-Siempre me decís que no es, y queréis que yo diga quien es.

-Sin duda, vos que habitáis el castillo debéis saber...

-Esperad -exclamó San Lucas.

-¿Habéis recordado algo?

-Me ocurre otra idea. Si no erais vos ni el duque, sería indudable­mente yo.

-¿Vos?


-¿Y por qué no?

-¿Vos saltar la tapia viniendo a caballo, cuando podíais entrar por la puerta?

-¡Pse! soy tan caprichoso... -repuso San Lucas.

-¿Y vos habríais huido al ver­me en lo alto de la tapia?

-¡Diablo! no digo que no.

-¿Luego estabais haciendo algo malo? -dijo el conde, que princi­piaba a dejarse llevar de su cólera.

-Tampoco digo que no.

-Caballero -exclamó Monso­reau poniéndose pálido-, os estáis burlando de mí hace un cuarto de hora.

-Os engañáis, hace veinte minu­tos -contestó San Lucas, sacando el reloj y mirando a Monsoreau fi­jamente, de tal modo que éste se estremeció a pesar de su valor.

-¡Me estáis insultando caballe­ro! -dijo el conde.

-¿Y vos no me insultáis a mí con vuestras preguntas de esbirro?

-¡Ah! Ya lo veo todo claro.

-¡Vaya un milagro! Son las diez de la mañana. ¿Y qué veis?

-Veo que estáis en inteligencia con el infame a quien no pude ma­tar ayer.

-¡Pardiez! -exclamó San Lu­cas-, como que es amigo mío.

-Entonces os mataré en su lugar.

-¡Bah! ¿Y en vuestra casa, así sin más ni más?

-¿Creéis que esa consideración me obligará a dejar sin castigo a un miserable? -dijo el conde exaspe­rado.

-¡Ah, monsieur de Monsoreau, y qué mal educado sois! -dijo San' Lucas-, ¡cómo ha echado a perder vuestras costumbres el frecuente trato con animales feroces!

-¡Conque no hacéis caso de mi furor! -gritó el conde situándose delante de San Lucas con los brazos cruzados y las facciones descom­puestas por la expresión espantosa de la desesperación que le desga­rraba el alma.

-¿Pues no he de hacer? Y a decir verdad no os sienta mal: es­táis horroroso, mi querido monsieur de Monsoreau.

El conde, fuera de sí, echó mano a la espada.

-Reflexionad -repuso San Lu­cas-, que sois vos el provocador: vos mismo podéis ser testigo de mi serenidad.

-Sí -repuso Monsoreau-, sí, infame; sí, hombre afeminado, yo te desafío.

-Tomaos, pues, la molestia de pasar al otro lado de la tapia, mon­sieur de Monsoreau; allí estaremos en terreno neutral.

-¿Qué me importa? -repuso el conde.

-Me importa a mí -dijo San Lu­cas-, porque no quiero mataros en vuestra casa.

-Vamos, pues -añadió Monso­reau, apresurándose a saltar la ta­pia.

-Cuidado, poco a poco, conde; hay una piedra que no está muy se­gura; preciso es que la hayan mo­vido mucho. No vayáis a lastima­ros, porque sería una desgracia de que no podría consolarme.

Y San Lucas se dispuso para sal­tar la tapia.

-Vamos, despachemos -dijo el conde desnudando su espada.

-¡Y yo que he venido al campo a divertirme! -dijo San Lucas, ha­blando consigo mismo-; ¡pardiez, buena diversión!

-¿Estamos? -preguntó el con­de.

-¡Oiga! -exclamó San Lucas-, no habéis tomado el peor puesto: la espalda al sol; no, no os molestéis.

Monsoreau hizo un cuarto de con­versión.

-Sea en buena hora -dijo San Lucas-; de esta manera veré bien lo que hago.

-No me tengáis consideración -dijo Monsoreau-, pues yo no os la tendré.

-¡Bah! ¿conque estáis resuelto a matarme? -dijo San Lucas.

-¿Que si estoy resuelto! ¡oh, sí, estoy resuelto!

-El hombre propone y Dios dis­pone -dijo San Lucas desnudando la espada.

-¿Cómo?

-Digo que miréis esa alfombra de amapolas y dientes de león.



-¿Y qué?

-Que sobre ella voy a dejaros tendido.

Y se puso en guardia con el ros­tro risueño.

Monsoreau comenzó el ataque ti­rando con increíble agilidad a San Lucas dos o tres golpes, que éste pa­ró con prontitud igual.

-Pardiez, monsieur de Monso­reau -exclamó manteniéndose a la defensiva-, tiráis muy bien y a cualquiera otro que a mí o a Bussy le habríais muerto con ese golpe.

Monsoreau palideció conociendo la destreza de su adversario.

-Tal vez os admiraréis -dijo San Lucas- de encontrarme tan fuerte en el manejo de la espada, pero ce­sará vuestra sorpresa cuando os di­ga que el rey,- que como sabéis me quiere mucho, se ha tomado la mo­lestia de darme lecciones, y me ha enseñado entre otros un golpe, que os enseñaré ahora mismo. Lo digo porque si os mato de este golpe, ten­gáis la satisfacción de saber que mo­rís de un golpe enseñado por el rey, lo cual debe de ser en extremo grato para vos.

-Sois ingenioso, caballero -dijo Monsoreau tendiéndose a fondo, y tirando a su enemigo una estocada capaz de atravesar el muro.

-Se hace lo que se puede -re­plicó modestamente San Lucas, apartándose a un lado y obligando con este movimiento a su enemigo a dar media vuelta y quedar con la cara al sol-: ¿qué tal? ¿no es ver­dad que he parado bien este golpe? Estoy satisfecho: antes teníais cin­cuenta grados de probabilidad con­tra ciento de que os matase; ahora ya tenéis noventa y nueve.

Y con una agilidad, un vigor y una energía que extrañaron a Mon­soreau y que nadie habría creído en tan afeminado joven, tiró sin inte­rrupción cinco golpes al montero mayor, el cual los paró aturdido de aquel huracán de silbidos y cente­llas: el sexto fue un golpe de pri­mera, constituido por un doble ata­que falso, una parada y un ata­que, cuya primera mitad no pudo ver Monsoreau a causa del sol, y cuya segunda mitad no fue vista tampoco en atención a que la espa­da de San Lucas entró hasta la guar­nición en su pecho.

Monsoreau permaneció por un momento de pie, como una encina cortada que no espera más que un soplo para caer.

-Ya tenéis -exclamó San Lu­cas- los cien grados de probabili­dad completos, y advertid, caballe­ro, que vais a caer precisamente en la alfombra que os he indicado.

Faltáronle las fuerzas al conde; abriéronse sus manos y se nublaron sus ojos; dobló las rodillas y cayó sobre las amapolas, con cuya púr­pura se mezcló la de su sangre.

San Lucas limpió tranquilamente su espada y se puso a contemplar los diversos matices que poco a po­co iban transformando en cadavéri­co el rostro del hombre que agoni­zaba.

-¡Ah! me habéis muerto -dijo Monsoreau.

-A eso aspiraba -repuso San Lucas-; pero ahora que os veo ahí, próximo a morir, el diablo me lleve si no siento lo que he hecho: ahora sois sagrado para mí, pues aunque muy celoso, sois valiente.

Y contento de esta oración fúne­bre, puso una rodilla en tierra cer­ca de Monsoreau y le dijo:

-¿Tenéis que declarar algo co­mo vuestra última voluntad? os doy mi palabra de que todo lo que man­déis será ejecutado. Los heridos (lo se por experiencia) suelen tener sed; si la tenéis iré a buscaros agua.

Monsoreau no respondió: había vuelto el rostro a tierra y estaba mordiendo el césped y revolcándose en su sangre.

-¡Pobre diablo! -exclamó San Lucas poniéndose en pie-. ¡Oh, amistad, amistad! eres una deidad muy exigente.

Monsoreau abrió sus pesados pár­pados, trató de levantar la cabeza y volvió a caer dando un lúgubre gemido.

-Vamos, ha muerto -dijo San Lucas-, no pensemos más en él... Sí, fácil es decir, no pensemos más en él... mas el resultado es que ya tengo a mi cargo la muerte de un hombre. No se dirá que he perdido el tiempo en Meridor.

Y saltando inmediatamente la ta­pia, cruzó corriendo el parque y lle­gó al castillo.

La primera persona que vio fue a Diana que se hallaba hablando con su amiga.

-¡Qué bien le sentará el luto! -dijo San Lucas.

Luego, acercándose al hermoso grupo que formaban las dos jóve­nes.

-Perdonad, señora -dijo a Dia­na-, tengo precisión de hablar dos palabras con madame de San Lu­cas.

-Decidlas, pues, querido hués­ped -contestó madame de Monso­reau-, yo voy a buscar a mi pa­dre a la biblioteca: allí estaré, Jua­na, hasta que haya terminado de hablar con M. de San Lucas.

Los dos esposos quedaron solos.

-¿Qué hay? -interrogó Juana con rostro alegre-, me parecéis muy serio, querido esposo.

-Y lo estoy -respondió San Lu­cas.

-¿Qué ha sucedido?

-¡Oh! una desgracia.

-¿A vos? -preguntó Juana es­pantada.

-No precisamente a mí, pero sí a una persona que estaba a mi lado.

-¿A qué persona?

-A la persona con quien me es­taba paseando.

-¿A M. de Monsoreau?

-¡Ah! sí, ¡pobre hombre!

-¿Qué le ha ocurrido?

-Creo que ha muerto.

-¡Muerto! -exclamó Juana con la agitación que puede suponerse-, ¡muerto!

-Como os lo digo.

-¡El que hace poco se encontra­ba ahí hablando, mirando!...

-Justamente, esa ha sido la cau­sa de su muerte: miró mucho y so­bre todo habló demasiado.

-¡San Lucas, esposo mío! -dijo la joven asiendo las manos de su marido.

-¿Qué?

-Me ocultáis alguna cosa.



-Nada absolutamente, os lo ju­ro, ni siquiera el sitio donde ha muerto.

-¿Y dónde ha muerto?

-Allá abajo, detrás de la tapia, en el mismo paraje donde nuestro amigo Bussy acostumbraba a atar su caballo.

-¿Y sois vos quien le ha muer­to, San Lucas?

-¡Pardiez! ¿quién queréis que sea? Éramos dos, yo vuelvo vivo, y os digo que él ha muerto, de modo que no es difícil adivinar cuál de los dos mató al otro.

-¡Desgraciado!

-Querida mía -exclamó San Lucas-, él me insultó, me desafió, sacó la espada de la vaina.

-¡Pobre hombre! No tiene dis­culpa lo que habéis hecho.

-Bueno -dijo San Lucas-, ya sospechaba yo que antes de una se­mana había de haber un santo más en el Cielo.

-Pero ya no podéis permanecer aquí -exclamó Juana-, no podéis seguir viviendo por más tiempo bajo el techo del hombre a quien habéis muerto.

-Ya se me ha ocurrido a mí eso, y por lo mismo vengo a suplicaros, querida mía, que hagáis los prepa­rativos de marcha.

-¿Pero al menos no estáis heri­do?

-¡Gracias a Dios que me lo pre­guntáis! Esa pregunta, aunque un poco tardía, me reconcilia con vos; no, no tengo el menor daño.

-Entonces marcharemos...

-Lo más pronto posible, pues ya conoceréis que de un momento a otro puede descubrirse el suceso.

-Pero ahora que caigo en ello -dijo Juana-, ya tenemos viuda a madame de Monsoreau.

-Eso es justamente lo que yo me decía a mí mismo hace poco.

-¿Después de matar al marido?

-No, antes.

-Vamos, ínterin yo voy a prepa­rarla para recibir la noticia...

-Dádsela con muchas precaucio­nes, querida mía.

-¡Calavera! mientras yo voy a prepararla, ensillad los caballos como para salir a dar un paseo.

-Excelente idea; me alegraría que como ésta tuviese otras muchas, porque declaro que mi cabeza no está para ello.

-¿Pero dónde vamos? –

-A París.

-¡A París! ¿Y el rey'?

-El rey lo habrá olvidado ya to­do: ¡han sucedido tantas cosas des­de que no nos hemos visto! Ade­más, si hay guerra, lo cual es muy probable, mi puesto es al lado de Su Majestad.

-Está bien: vamos, pues, a Pa­rís.

-Sí, tan sólo quisiera una pluma y un tintero.

-¿Para escribir a quién?

-A Bussy; ya conocéis que no puedo salir de Anjou de esta mane­ra, sin decirle por qué.

-Es justo; en mi aposento ha­llaréis recado de escribir.

San Lucas subió al momento, y con una mano un poco trémula es­cribió las siguientes líneas:

"Querido amigo:

Por la voz de la fama sabréis la desgracia acaecida a M. de Monsoreau. Paseando ayer por el bosque tuvimos una disputa sobre los efectos y las causas del deterioro de las tapias y sobre los inconvenientes que tienen los caballos que se van solos. En lo más violento de la discusión M. de Monsoreau cayó sobre una alfombra de amapolas y dientes de león y tuvo, la desgracia de quedar muerto en el acto.

Vuestro amigo hasta la muerte,

SAN LUCAS."

"P. D. Como esto a primera vis­ta podría pareceros algo inverosímil, añadiré que cuando le sucedió la desgracia teníamos los dos la espa­da en la mano.

"En este instante salgo para Pa­rís con el objeto de presentar mis homenajes al rey. La provincia de Anjou no me parece muy segura luego de lo que acaba de pasar."

Diez minutos después un criado del barón corría a Angers a llevar esta carta, mientras que M. y mada­me de San Lucas salían solos por una puerta excusada dejando a Dia­na sumida en la tristeza, y sobre todo sin saber cómo contar al barón la triste historia del desafío.

Al pasar San Lucas, Diana separó de él la vista.

-Servid a los amigos -dijo San Lucas a su mujer-, ellos os darán el pago: está visto que todos son in­gratos menos yo.

LXVI. LLEGADA A ANGERS DE LA REINA MADRE

A la misma hora en que M. de Monsoreau caía atravesado por la espada de San Lucas, se percibió un gran ruido producido por el to­que de trompetas a las puertas de Angers, que por entonces estaban cuidadosamente cerradas.

Advertidos los guardias, alzaron el estandarte, y al toque de las trom­petas respondieron con una sinfonía semejante.

Era Catalina de Médicis que lle­gaba a Angers con imponente apara­to.

El jefe de la guardia avisó a Bus­sy, el cual se levantó del lecho y pasando a la habitación del príncipe, hizo que Su Alteza se acostase.

Ciertamente eran muy buenas las sinfonías que tocaban las trompe­tas angevinas, mas no tenían la vir­tud de las. que hicieron caer los muros de Jericó: las puertas de An­gers permanecieron cerradas.

Catalina sacó la cabeza fuera de la litera para darse a reconocer a los centinelas avanzados, esperando que la majestad de un rostro real produciría más efecto que el sonido de las trompetas. Los milicianos de Angers, vieron a la reina y la salu­daron respetuosamente, pero no abrieron las puertas.

Catalina envió a un gentilhom­bre; los angevinos hicieron a este gentilhombre muchos cumplimien­tos, pero a su exigencia de que se abriesen las puertas y tributasen ho­nores a la reina madre, le contesta­ron que siendo Angers plaza fuer­te, no podía abrirse sin ciertas for­malidades indispensables.

El gentilhombre volvió muy mor­tificado adonde se hallaba Catalina, y ésta dijo con amargura la misma palabra que Luis XIV modificó des­pués según las proporciones que tomó la autoridad real.

-¡Espero! -balbuceó, y los gen­tilhombres que estaban a su lado se estremecieron sabiendo lo que aque­lla palabra quería significar.

Por último, Bussy, que había em­pleado cerca de media hora en sermonear al duque y en forjarle cien razones de Estado, todas a cuál más concluyentes, se resolvió a salir. Hizo ensillar un caballo y ponerle un vistoso caparazón, eligió cinco gentilhombres de los que más des­agradaban a la reina madre, y po­niéndose a su cabeza se dirigió a paso de rector al encuentro de Su Majestad.

Ya empezaba Catalina a cansarse, no de esperar, sino de meditar di­ferentes géneros de venganza contra los que así se burlaban de ella.

Recordaba el cuento árabe, en que se dice que un genio rebelde, encerrado en un vaso de cobre, pro­metió enriquecer al que le diese li­bertad antes de terminar los diez primeros siglos de su cautiverio, y que luego cansado de esperar, juró lleno de ira la muerte del impru­dente que rompiese la tapa del vaso.

A este extremo había llegado Ca­talina. Al principio se propuso aga­sajar a los que se apresuraran a salir a su encuentro; y luego hizo voto de confundir bajo el peso de su cólera al primero que se presen­tase.

Bussy, muy adornado con lujoso traje, avanzó mirando a un lado y a otro sin fijar la vista en ninguna parte como un centinela nocturno que escucha más que ve.

-¿Quién vive? -preguntó.

Catalina esperaba al menos genu­flexiones; su gentilhombre la miró para saber su voluntad.

-Id -dijo ella- id otra vez a la puerta; preguntan quién vive; contestad, caballero, eso es una for­malidad.

El gentilhombre se llegó hasta el rastrillo.

-Es Su Majestad la reina madre -dijo-, que viene a visitar la bue­na ciudad de Angers.

-Está bien -repuso Bussy-; torced a la izquierda y a ochenta pasos de aquí encontraréis la poter­na.

-¡La poterna! -exclamó el gen­tilhombre-; ¡la poterna! ¡una puer­ta baja para Su Majestad!

Bussy ya no se encontraba allí pa­ra oírle. Habíase dirigido con sus amigos, que se reían disimuladamen­te, hacia el paraje donde según sus instrucciones debía apearse Su Ma­jestad la reina madre.

-¿Ha oído Vuestra Majestad? -interrogó el gentilhombre-. ¡La poterna!

-Sí, ya he oído -dijo Catali­na-, entremos por ahí, pues que no se puede entrar por otra parte.

Y el brillo de sus miradas hizo mudar de color al gentilhombre que con tanta torpeza había dado a en­tender que comprendía la humilla­ción de su soberana.

La comitiva hizo un cuarto de conversión hacia la izquierda y lle­gó a la poterna que ya estaba abier­ta.

Bussy, a pie y con la espada des­nuda en la mano, se adelantó fuera de la puerta, y saludó con respeto a Catalina en derredor de él las plu­mas de todos los sombreros barrían el suelo.

-Sea Vuestra Majestad bien ve­nida a Angers -dijo.

A uno y otro lado había tambo­res, mas no tocaron; había también alabarderos, pero no se movieron del sitio donde tenían sus armas.

La reina bajó de la litera y apo­yándose en el brazo de un gentil­hombre de su séquito, se dirigió ha­cia el portillo después de haber res­pondido estas solas palabras:

-Gracias, M. de Bussy.

Este era por entonces el resulta­do de las reflexiones que había he­cho durante el tiempo que la habían dejado.

Catalina marchaba con la cabeza erguida; mas Bussy la detuvo asién­dola por el brazo y diciéndole:

-Cuidado, señora, porque la puerta es muy baja y sería fácil que se lastimara Vuestra Majestad.

-¿Tengo que bajarme? -inte­rrogó la reina-, ¿cómo lo haré? Es la primera vez que entro de este modo en una ciudad.

Estas palabras, que fueron pro­nunciadas con aire de completa na­turalidad, tenían para los cortesa­nos hábiles un sentido tal, que die­ron qué pensar a muchos, y el mis­mo Bussy se mordió el bigote y miró al soslayo a sus compañeros.

-Has llevado las cosas demasia­do lejos -le dijo Livarot al oído.

-¡Bah! -contestó Bussy-, deja, que aún le queda que ver más.

Subieron la litera de Su Majestad por encima del muro, y Catalina pudo entrar en ella para ir a palacio. Bussy y sus amigos volvieron a mon­tar a caballo y la escoltaron.

-¿Y mi hijo? -preguntó Cata­lina-. No veo a mi hijo el de An­jou.

Estas palabras que no quería ha­ber pronunciado, salieron de sus la­bios a impulsos de un movimiento irresistible de cólera. La ausencia de Francisco en tales momentos era para ella el mayor ultraje.

-Su Alteza está malo en la ca­ma, señora; a no ser por eso se ha­bría apresurado a rendir en per­sona a Vuestra Majestad los ho­nores de la plaza.

Aquí la diplomacia de Catalina llegó a un grado sublime.

-¡Malo! ¡está malo mi pobre hi­jo! -exclamó- ¡ah, señores, apre­surémonos! ¿está bien cuidado?

-Hacemos lo que podemos -di­jo Bussy mirándola sorprendido, co­mo para saber si realmente aquella mujer tenía sentimientos de madre.

-¿Sabe que estoy aquí? -aña­dió Catalina al cabo de una pausa que empleó útilmente en pasar re­vista a todos los gentileshombres.

-¡Oh! sí, señora.

Mordióse los labios Catalina.

-Entonces muy grave debe de ser su enfermedad -dijo en tono compasivo.

-Bastante -dijo Bussy-: Su Alteza tiene frecuentemente esta cla­se de indisposiciones súbitas.

-¿Es repentina su indisposición, M. de Bussy?

-¡Oh! sí, señora.

De esta manera llegaron al pala­cio entre las filas que formaban la multitud que en todas las calles se había reunido para ver la entrada de la reina.

Bussy tomó la delantera, subió co­rriendo al aposento del duque y di­jo con voz agitada todavía por la carrera:

-Ahí está... ¡Cuidado!

-¿Viene furiosa?

-Exasperada.

-¿Y se queja?

-Peor aún, se sonríe.

-¿Qué ha dicho el pueblo?

-El pueblo no se ha movido: mira a esa mujer con mucho terror, y si no la conoce, al menos adivina de lo que es capaz.

-¿Y ella?

-Ella hace besamanos y se muer­de las puntas de los dedos.

-¡Diablo!

-Eso es lo mismo que yo he pen­sado: sí, monseñor, ¡diablo! mante­neos firme.

-Elegimos la guerra, ¿no es así?

-Pedid ciento para conseguir diez, y todavía podéis contentaros conque os den cinco.

-¡Bah! ¿tan débil me crees?... ¿Estáis todos ahí? ¿por qué no ha venido Monsoreau? -preguntó el duque.

-Estará en Meridor; pero no nos hace falta.

-¡Su Majestad la reina madre! -gritó el ujier desde el umbral.

Y en aquel momento se presentó Catalina, pálida y vestida de negro según su costumbre.

El duque de Anjou hizo un mo­vimiento como para levantarse; mas Catalina, con una agilidad que na­die habría supuesto en sus años, se arrojó en los brazos de su hijo y cubrió su rostro de besos.

-¡Le va a ahogar! -dijo para sí Bussy-, ¡pardiez! ¡y son verda­deros besos!

Catalina hizo más: lloró.

-Desconfiemos -dijo Antraguet a Ribeirac-; cada lágrima de éstas será pagada con un tonel de san­gre.

Catalina, luego que hubo abraza­do varias veces a su hijo, se sentó a la cabecera de su cama; Bussy hizo una seña y los circunstantes se alejaron: él, sin embargo, como si estuviera en su casa, se recostó en una de las columnas del lecho y aguardó tranquilamente.

-¿No queréis cuidar de que se dé buena asistencia a las personas de nuestra comitiva, M. de Bussy? -di­jo al cabo de un rato Catalina­-. Después de mi hijo, vos sois el ami­go a quien más estimamos: también sois aquí el mayordomo mayor, ¿no es cierto? Os suplico que cuidéis de mi gente.

No era posible dudar de lo que querían decir estas palabras.

-Me cogió -dijo Bussy-. Se­ñora añadió en alta voz, tengo una satisfacción en complacer a Vuestra Majestad; voy a cumplir sus órde­nes.

-Aguarda -murmuró cuando hubo salido del aposento-, yo vol­veré sin que me veas, pues aquí no conoces los rincones como en el Louvre.

Sin embargo, no pudo al salir ha­cer la menor señal al duque, pues Catalina no le perdía de vista un instante.

Lo primero que ésta se propuso fue saber si su hijo se hallaba ver­daderamente enfermo o fingía es­tarlo. Esta debía ser la base de sus operaciones diplomáticas.

Pero Francisco, mostrándose dig­no hijo de tal madre, representó maravillosamente su papel; y si Ca­talina fingió hasta el punto de llo­rar, él fingió hasta el extremo de tener calentura.

Engañada la reina madre, le cre­yó enfermo y pensó que ejercería más influencia sobre su ánimo, ha­llándose, como le suponía, debilita­do por los padecimientos del cuer­po. Colmó después al duque de ca­ricias, le abrazó nuevamente, lloró otra vez, e hizo tales extremos, que Francisco se admiró y preguntó la causa de ellos.

-Habéis corrido un gran peli­gro, hijo mío -contestó Catalina.

-¿Al huir del Louvre, madre? -No, después de haberos esca­pado.

-¿Y cuál?

-Los que os auxiliaron en esa desdichada evasión...

-¿Qué?


-Eran vuestros más crueles ene­migos.

-No sabe nada -dijo para sí el príncipe-, mas quiere saber.

-¡El rey de Navarra! -dijo bruscamente Catalina-, el eterno azote de nuestra estirpe... Harto lo conozco.

-¡Ah! -exclamó Francisco-; todo lo sabe.

-¿Creeríais que se jacta de ha­ber ganado la partida?

-No es posible, os han engañado, madre.

-¿Por qué?

-Porque el rey de Navarra no ha tenido la menor parte en mi eva­sión, y aunque la hubiese tenido, ya veis que me hallo en salvo... Hace dos años que no he visto al rey de Navarra.

-Pero no es ese solamente el gran peligro de que os hablo, hijo mío -repuso Catalina, viendo que su táctica anterior no había surti­do efecto.


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