-Sí, pero no es él.
-Siempre me decís que no es, y queréis que yo diga quien es.
-Sin duda, vos que habitáis el castillo debéis saber...
-Esperad -exclamó San Lucas.
-¿Habéis recordado algo?
-Me ocurre otra idea. Si no erais vos ni el duque, sería indudablemente yo.
-¿Vos?
-¿Y por qué no?
-¿Vos saltar la tapia viniendo a caballo, cuando podíais entrar por la puerta?
-¡Pse! soy tan caprichoso... -repuso San Lucas.
-¿Y vos habríais huido al verme en lo alto de la tapia?
-¡Diablo! no digo que no.
-¿Luego estabais haciendo algo malo? -dijo el conde, que principiaba a dejarse llevar de su cólera.
-Tampoco digo que no.
-Caballero -exclamó Monsoreau poniéndose pálido-, os estáis burlando de mí hace un cuarto de hora.
-Os engañáis, hace veinte minutos -contestó San Lucas, sacando el reloj y mirando a Monsoreau fijamente, de tal modo que éste se estremeció a pesar de su valor.
-¡Me estáis insultando caballero! -dijo el conde.
-¿Y vos no me insultáis a mí con vuestras preguntas de esbirro?
-¡Ah! Ya lo veo todo claro.
-¡Vaya un milagro! Son las diez de la mañana. ¿Y qué veis?
-Veo que estáis en inteligencia con el infame a quien no pude matar ayer.
-¡Pardiez! -exclamó San Lucas-, como que es amigo mío.
-Entonces os mataré en su lugar.
-¡Bah! ¿Y en vuestra casa, así sin más ni más?
-¿Creéis que esa consideración me obligará a dejar sin castigo a un miserable? -dijo el conde exasperado.
-¡Ah, monsieur de Monsoreau, y qué mal educado sois! -dijo San' Lucas-, ¡cómo ha echado a perder vuestras costumbres el frecuente trato con animales feroces!
-¡Conque no hacéis caso de mi furor! -gritó el conde situándose delante de San Lucas con los brazos cruzados y las facciones descompuestas por la expresión espantosa de la desesperación que le desgarraba el alma.
-¿Pues no he de hacer? Y a decir verdad no os sienta mal: estáis horroroso, mi querido monsieur de Monsoreau.
El conde, fuera de sí, echó mano a la espada.
-Reflexionad -repuso San Lucas-, que sois vos el provocador: vos mismo podéis ser testigo de mi serenidad.
-Sí -repuso Monsoreau-, sí, infame; sí, hombre afeminado, yo te desafío.
-Tomaos, pues, la molestia de pasar al otro lado de la tapia, monsieur de Monsoreau; allí estaremos en terreno neutral.
-¿Qué me importa? -repuso el conde.
-Me importa a mí -dijo San Lucas-, porque no quiero mataros en vuestra casa.
-Vamos, pues -añadió Monsoreau, apresurándose a saltar la tapia.
-Cuidado, poco a poco, conde; hay una piedra que no está muy segura; preciso es que la hayan movido mucho. No vayáis a lastimaros, porque sería una desgracia de que no podría consolarme.
Y San Lucas se dispuso para saltar la tapia.
-Vamos, despachemos -dijo el conde desnudando su espada.
-¡Y yo que he venido al campo a divertirme! -dijo San Lucas, hablando consigo mismo-; ¡pardiez, buena diversión!
-¿Estamos? -preguntó el conde.
-¡Oiga! -exclamó San Lucas-, no habéis tomado el peor puesto: la espalda al sol; no, no os molestéis.
Monsoreau hizo un cuarto de conversión.
-Sea en buena hora -dijo San Lucas-; de esta manera veré bien lo que hago.
-No me tengáis consideración -dijo Monsoreau-, pues yo no os la tendré.
-¡Bah! ¿conque estáis resuelto a matarme? -dijo San Lucas.
-¿Que si estoy resuelto! ¡oh, sí, estoy resuelto!
-El hombre propone y Dios dispone -dijo San Lucas desnudando la espada.
-¿Cómo?
-Digo que miréis esa alfombra de amapolas y dientes de león.
-¿Y qué?
-Que sobre ella voy a dejaros tendido.
Y se puso en guardia con el rostro risueño.
Monsoreau comenzó el ataque tirando con increíble agilidad a San Lucas dos o tres golpes, que éste paró con prontitud igual.
-Pardiez, monsieur de Monsoreau -exclamó manteniéndose a la defensiva-, tiráis muy bien y a cualquiera otro que a mí o a Bussy le habríais muerto con ese golpe.
Monsoreau palideció conociendo la destreza de su adversario.
-Tal vez os admiraréis -dijo San Lucas- de encontrarme tan fuerte en el manejo de la espada, pero cesará vuestra sorpresa cuando os diga que el rey,- que como sabéis me quiere mucho, se ha tomado la molestia de darme lecciones, y me ha enseñado entre otros un golpe, que os enseñaré ahora mismo. Lo digo porque si os mato de este golpe, tengáis la satisfacción de saber que morís de un golpe enseñado por el rey, lo cual debe de ser en extremo grato para vos.
-Sois ingenioso, caballero -dijo Monsoreau tendiéndose a fondo, y tirando a su enemigo una estocada capaz de atravesar el muro.
-Se hace lo que se puede -replicó modestamente San Lucas, apartándose a un lado y obligando con este movimiento a su enemigo a dar media vuelta y quedar con la cara al sol-: ¿qué tal? ¿no es verdad que he parado bien este golpe? Estoy satisfecho: antes teníais cincuenta grados de probabilidad contra ciento de que os matase; ahora ya tenéis noventa y nueve.
Y con una agilidad, un vigor y una energía que extrañaron a Monsoreau y que nadie habría creído en tan afeminado joven, tiró sin interrupción cinco golpes al montero mayor, el cual los paró aturdido de aquel huracán de silbidos y centellas: el sexto fue un golpe de primera, constituido por un doble ataque falso, una parada y un ataque, cuya primera mitad no pudo ver Monsoreau a causa del sol, y cuya segunda mitad no fue vista tampoco en atención a que la espada de San Lucas entró hasta la guarnición en su pecho.
Monsoreau permaneció por un momento de pie, como una encina cortada que no espera más que un soplo para caer.
-Ya tenéis -exclamó San Lucas- los cien grados de probabilidad completos, y advertid, caballero, que vais a caer precisamente en la alfombra que os he indicado.
Faltáronle las fuerzas al conde; abriéronse sus manos y se nublaron sus ojos; dobló las rodillas y cayó sobre las amapolas, con cuya púrpura se mezcló la de su sangre.
San Lucas limpió tranquilamente su espada y se puso a contemplar los diversos matices que poco a poco iban transformando en cadavérico el rostro del hombre que agonizaba.
-¡Ah! me habéis muerto -dijo Monsoreau.
-A eso aspiraba -repuso San Lucas-; pero ahora que os veo ahí, próximo a morir, el diablo me lleve si no siento lo que he hecho: ahora sois sagrado para mí, pues aunque muy celoso, sois valiente.
Y contento de esta oración fúnebre, puso una rodilla en tierra cerca de Monsoreau y le dijo:
-¿Tenéis que declarar algo como vuestra última voluntad? os doy mi palabra de que todo lo que mandéis será ejecutado. Los heridos (lo se por experiencia) suelen tener sed; si la tenéis iré a buscaros agua.
Monsoreau no respondió: había vuelto el rostro a tierra y estaba mordiendo el césped y revolcándose en su sangre.
-¡Pobre diablo! -exclamó San Lucas poniéndose en pie-. ¡Oh, amistad, amistad! eres una deidad muy exigente.
Monsoreau abrió sus pesados párpados, trató de levantar la cabeza y volvió a caer dando un lúgubre gemido.
-Vamos, ha muerto -dijo San Lucas-, no pensemos más en él... Sí, fácil es decir, no pensemos más en él... mas el resultado es que ya tengo a mi cargo la muerte de un hombre. No se dirá que he perdido el tiempo en Meridor.
Y saltando inmediatamente la tapia, cruzó corriendo el parque y llegó al castillo.
La primera persona que vio fue a Diana que se hallaba hablando con su amiga.
-¡Qué bien le sentará el luto! -dijo San Lucas.
Luego, acercándose al hermoso grupo que formaban las dos jóvenes.
-Perdonad, señora -dijo a Diana-, tengo precisión de hablar dos palabras con madame de San Lucas.
-Decidlas, pues, querido huésped -contestó madame de Monsoreau-, yo voy a buscar a mi padre a la biblioteca: allí estaré, Juana, hasta que haya terminado de hablar con M. de San Lucas.
Los dos esposos quedaron solos.
-¿Qué hay? -interrogó Juana con rostro alegre-, me parecéis muy serio, querido esposo.
-Y lo estoy -respondió San Lucas.
-¿Qué ha sucedido?
-¡Oh! una desgracia.
-¿A vos? -preguntó Juana espantada.
-No precisamente a mí, pero sí a una persona que estaba a mi lado.
-¿A qué persona?
-A la persona con quien me estaba paseando.
-¿A M. de Monsoreau?
-¡Ah! sí, ¡pobre hombre!
-¿Qué le ha ocurrido?
-Creo que ha muerto.
-¡Muerto! -exclamó Juana con la agitación que puede suponerse-, ¡muerto!
-Como os lo digo.
-¡El que hace poco se encontraba ahí hablando, mirando!...
-Justamente, esa ha sido la causa de su muerte: miró mucho y sobre todo habló demasiado.
-¡San Lucas, esposo mío! -dijo la joven asiendo las manos de su marido.
-¿Qué?
-Me ocultáis alguna cosa.
-Nada absolutamente, os lo juro, ni siquiera el sitio donde ha muerto.
-¿Y dónde ha muerto?
-Allá abajo, detrás de la tapia, en el mismo paraje donde nuestro amigo Bussy acostumbraba a atar su caballo.
-¿Y sois vos quien le ha muerto, San Lucas?
-¡Pardiez! ¿quién queréis que sea? Éramos dos, yo vuelvo vivo, y os digo que él ha muerto, de modo que no es difícil adivinar cuál de los dos mató al otro.
-¡Desgraciado!
-Querida mía -exclamó San Lucas-, él me insultó, me desafió, sacó la espada de la vaina.
-¡Pobre hombre! No tiene disculpa lo que habéis hecho.
-Bueno -dijo San Lucas-, ya sospechaba yo que antes de una semana había de haber un santo más en el Cielo.
-Pero ya no podéis permanecer aquí -exclamó Juana-, no podéis seguir viviendo por más tiempo bajo el techo del hombre a quien habéis muerto.
-Ya se me ha ocurrido a mí eso, y por lo mismo vengo a suplicaros, querida mía, que hagáis los preparativos de marcha.
-¿Pero al menos no estáis herido?
-¡Gracias a Dios que me lo preguntáis! Esa pregunta, aunque un poco tardía, me reconcilia con vos; no, no tengo el menor daño.
-Entonces marcharemos...
-Lo más pronto posible, pues ya conoceréis que de un momento a otro puede descubrirse el suceso.
-Pero ahora que caigo en ello -dijo Juana-, ya tenemos viuda a madame de Monsoreau.
-Eso es justamente lo que yo me decía a mí mismo hace poco.
-¿Después de matar al marido?
-No, antes.
-Vamos, ínterin yo voy a prepararla para recibir la noticia...
-Dádsela con muchas precauciones, querida mía.
-¡Calavera! mientras yo voy a prepararla, ensillad los caballos como para salir a dar un paseo.
-Excelente idea; me alegraría que como ésta tuviese otras muchas, porque declaro que mi cabeza no está para ello.
-¿Pero dónde vamos? –
-A París.
-¡A París! ¿Y el rey'?
-El rey lo habrá olvidado ya todo: ¡han sucedido tantas cosas desde que no nos hemos visto! Además, si hay guerra, lo cual es muy probable, mi puesto es al lado de Su Majestad.
-Está bien: vamos, pues, a París.
-Sí, tan sólo quisiera una pluma y un tintero.
-¿Para escribir a quién?
-A Bussy; ya conocéis que no puedo salir de Anjou de esta manera, sin decirle por qué.
-Es justo; en mi aposento hallaréis recado de escribir.
San Lucas subió al momento, y con una mano un poco trémula escribió las siguientes líneas:
"Querido amigo:
Por la voz de la fama sabréis la desgracia acaecida a M. de Monsoreau. Paseando ayer por el bosque tuvimos una disputa sobre los efectos y las causas del deterioro de las tapias y sobre los inconvenientes que tienen los caballos que se van solos. En lo más violento de la discusión M. de Monsoreau cayó sobre una alfombra de amapolas y dientes de león y tuvo, la desgracia de quedar muerto en el acto.
Vuestro amigo hasta la muerte,
SAN LUCAS."
"P. D. Como esto a primera vista podría pareceros algo inverosímil, añadiré que cuando le sucedió la desgracia teníamos los dos la espada en la mano.
"En este instante salgo para París con el objeto de presentar mis homenajes al rey. La provincia de Anjou no me parece muy segura luego de lo que acaba de pasar."
Diez minutos después un criado del barón corría a Angers a llevar esta carta, mientras que M. y madame de San Lucas salían solos por una puerta excusada dejando a Diana sumida en la tristeza, y sobre todo sin saber cómo contar al barón la triste historia del desafío.
Al pasar San Lucas, Diana separó de él la vista.
-Servid a los amigos -dijo San Lucas a su mujer-, ellos os darán el pago: está visto que todos son ingratos menos yo.
LXVI. LLEGADA A ANGERS DE LA REINA MADRE
A la misma hora en que M. de Monsoreau caía atravesado por la espada de San Lucas, se percibió un gran ruido producido por el toque de trompetas a las puertas de Angers, que por entonces estaban cuidadosamente cerradas.
Advertidos los guardias, alzaron el estandarte, y al toque de las trompetas respondieron con una sinfonía semejante.
Era Catalina de Médicis que llegaba a Angers con imponente aparato.
El jefe de la guardia avisó a Bussy, el cual se levantó del lecho y pasando a la habitación del príncipe, hizo que Su Alteza se acostase.
Ciertamente eran muy buenas las sinfonías que tocaban las trompetas angevinas, mas no tenían la virtud de las. que hicieron caer los muros de Jericó: las puertas de Angers permanecieron cerradas.
Catalina sacó la cabeza fuera de la litera para darse a reconocer a los centinelas avanzados, esperando que la majestad de un rostro real produciría más efecto que el sonido de las trompetas. Los milicianos de Angers, vieron a la reina y la saludaron respetuosamente, pero no abrieron las puertas.
Catalina envió a un gentilhombre; los angevinos hicieron a este gentilhombre muchos cumplimientos, pero a su exigencia de que se abriesen las puertas y tributasen honores a la reina madre, le contestaron que siendo Angers plaza fuerte, no podía abrirse sin ciertas formalidades indispensables.
El gentilhombre volvió muy mortificado adonde se hallaba Catalina, y ésta dijo con amargura la misma palabra que Luis XIV modificó después según las proporciones que tomó la autoridad real.
-¡Espero! -balbuceó, y los gentilhombres que estaban a su lado se estremecieron sabiendo lo que aquella palabra quería significar.
Por último, Bussy, que había empleado cerca de media hora en sermonear al duque y en forjarle cien razones de Estado, todas a cuál más concluyentes, se resolvió a salir. Hizo ensillar un caballo y ponerle un vistoso caparazón, eligió cinco gentilhombres de los que más desagradaban a la reina madre, y poniéndose a su cabeza se dirigió a paso de rector al encuentro de Su Majestad.
Ya empezaba Catalina a cansarse, no de esperar, sino de meditar diferentes géneros de venganza contra los que así se burlaban de ella.
Recordaba el cuento árabe, en que se dice que un genio rebelde, encerrado en un vaso de cobre, prometió enriquecer al que le diese libertad antes de terminar los diez primeros siglos de su cautiverio, y que luego cansado de esperar, juró lleno de ira la muerte del imprudente que rompiese la tapa del vaso.
A este extremo había llegado Catalina. Al principio se propuso agasajar a los que se apresuraran a salir a su encuentro; y luego hizo voto de confundir bajo el peso de su cólera al primero que se presentase.
Bussy, muy adornado con lujoso traje, avanzó mirando a un lado y a otro sin fijar la vista en ninguna parte como un centinela nocturno que escucha más que ve.
-¿Quién vive? -preguntó.
Catalina esperaba al menos genuflexiones; su gentilhombre la miró para saber su voluntad.
-Id -dijo ella- id otra vez a la puerta; preguntan quién vive; contestad, caballero, eso es una formalidad.
El gentilhombre se llegó hasta el rastrillo.
-Es Su Majestad la reina madre -dijo-, que viene a visitar la buena ciudad de Angers.
-Está bien -repuso Bussy-; torced a la izquierda y a ochenta pasos de aquí encontraréis la poterna.
-¡La poterna! -exclamó el gentilhombre-; ¡la poterna! ¡una puerta baja para Su Majestad!
Bussy ya no se encontraba allí para oírle. Habíase dirigido con sus amigos, que se reían disimuladamente, hacia el paraje donde según sus instrucciones debía apearse Su Majestad la reina madre.
-¿Ha oído Vuestra Majestad? -interrogó el gentilhombre-. ¡La poterna!
-Sí, ya he oído -dijo Catalina-, entremos por ahí, pues que no se puede entrar por otra parte.
Y el brillo de sus miradas hizo mudar de color al gentilhombre que con tanta torpeza había dado a entender que comprendía la humillación de su soberana.
La comitiva hizo un cuarto de conversión hacia la izquierda y llegó a la poterna que ya estaba abierta.
Bussy, a pie y con la espada desnuda en la mano, se adelantó fuera de la puerta, y saludó con respeto a Catalina en derredor de él las plumas de todos los sombreros barrían el suelo.
-Sea Vuestra Majestad bien venida a Angers -dijo.
A uno y otro lado había tambores, mas no tocaron; había también alabarderos, pero no se movieron del sitio donde tenían sus armas.
La reina bajó de la litera y apoyándose en el brazo de un gentilhombre de su séquito, se dirigió hacia el portillo después de haber respondido estas solas palabras:
-Gracias, M. de Bussy.
Este era por entonces el resultado de las reflexiones que había hecho durante el tiempo que la habían dejado.
Catalina marchaba con la cabeza erguida; mas Bussy la detuvo asiéndola por el brazo y diciéndole:
-Cuidado, señora, porque la puerta es muy baja y sería fácil que se lastimara Vuestra Majestad.
-¿Tengo que bajarme? -interrogó la reina-, ¿cómo lo haré? Es la primera vez que entro de este modo en una ciudad.
Estas palabras, que fueron pronunciadas con aire de completa naturalidad, tenían para los cortesanos hábiles un sentido tal, que dieron qué pensar a muchos, y el mismo Bussy se mordió el bigote y miró al soslayo a sus compañeros.
-Has llevado las cosas demasiado lejos -le dijo Livarot al oído.
-¡Bah! -contestó Bussy-, deja, que aún le queda que ver más.
Subieron la litera de Su Majestad por encima del muro, y Catalina pudo entrar en ella para ir a palacio. Bussy y sus amigos volvieron a montar a caballo y la escoltaron.
-¿Y mi hijo? -preguntó Catalina-. No veo a mi hijo el de Anjou.
Estas palabras que no quería haber pronunciado, salieron de sus labios a impulsos de un movimiento irresistible de cólera. La ausencia de Francisco en tales momentos era para ella el mayor ultraje.
-Su Alteza está malo en la cama, señora; a no ser por eso se habría apresurado a rendir en persona a Vuestra Majestad los honores de la plaza.
Aquí la diplomacia de Catalina llegó a un grado sublime.
-¡Malo! ¡está malo mi pobre hijo! -exclamó- ¡ah, señores, apresurémonos! ¿está bien cuidado?
-Hacemos lo que podemos -dijo Bussy mirándola sorprendido, como para saber si realmente aquella mujer tenía sentimientos de madre.
-¿Sabe que estoy aquí? -añadió Catalina al cabo de una pausa que empleó útilmente en pasar revista a todos los gentileshombres.
-¡Oh! sí, señora.
Mordióse los labios Catalina.
-Entonces muy grave debe de ser su enfermedad -dijo en tono compasivo.
-Bastante -dijo Bussy-: Su Alteza tiene frecuentemente esta clase de indisposiciones súbitas.
-¿Es repentina su indisposición, M. de Bussy?
-¡Oh! sí, señora.
De esta manera llegaron al palacio entre las filas que formaban la multitud que en todas las calles se había reunido para ver la entrada de la reina.
Bussy tomó la delantera, subió corriendo al aposento del duque y dijo con voz agitada todavía por la carrera:
-Ahí está... ¡Cuidado!
-¿Viene furiosa?
-Exasperada.
-¿Y se queja?
-Peor aún, se sonríe.
-¿Qué ha dicho el pueblo?
-El pueblo no se ha movido: mira a esa mujer con mucho terror, y si no la conoce, al menos adivina de lo que es capaz.
-¿Y ella?
-Ella hace besamanos y se muerde las puntas de los dedos.
-¡Diablo!
-Eso es lo mismo que yo he pensado: sí, monseñor, ¡diablo! manteneos firme.
-Elegimos la guerra, ¿no es así?
-Pedid ciento para conseguir diez, y todavía podéis contentaros conque os den cinco.
-¡Bah! ¿tan débil me crees?... ¿Estáis todos ahí? ¿por qué no ha venido Monsoreau? -preguntó el duque.
-Estará en Meridor; pero no nos hace falta.
-¡Su Majestad la reina madre! -gritó el ujier desde el umbral.
Y en aquel momento se presentó Catalina, pálida y vestida de negro según su costumbre.
El duque de Anjou hizo un movimiento como para levantarse; mas Catalina, con una agilidad que nadie habría supuesto en sus años, se arrojó en los brazos de su hijo y cubrió su rostro de besos.
-¡Le va a ahogar! -dijo para sí Bussy-, ¡pardiez! ¡y son verdaderos besos!
Catalina hizo más: lloró.
-Desconfiemos -dijo Antraguet a Ribeirac-; cada lágrima de éstas será pagada con un tonel de sangre.
Catalina, luego que hubo abrazado varias veces a su hijo, se sentó a la cabecera de su cama; Bussy hizo una seña y los circunstantes se alejaron: él, sin embargo, como si estuviera en su casa, se recostó en una de las columnas del lecho y aguardó tranquilamente.
-¿No queréis cuidar de que se dé buena asistencia a las personas de nuestra comitiva, M. de Bussy? -dijo al cabo de un rato Catalina-. Después de mi hijo, vos sois el amigo a quien más estimamos: también sois aquí el mayordomo mayor, ¿no es cierto? Os suplico que cuidéis de mi gente.
No era posible dudar de lo que querían decir estas palabras.
-Me cogió -dijo Bussy-. Señora añadió en alta voz, tengo una satisfacción en complacer a Vuestra Majestad; voy a cumplir sus órdenes.
-Aguarda -murmuró cuando hubo salido del aposento-, yo volveré sin que me veas, pues aquí no conoces los rincones como en el Louvre.
Sin embargo, no pudo al salir hacer la menor señal al duque, pues Catalina no le perdía de vista un instante.
Lo primero que ésta se propuso fue saber si su hijo se hallaba verdaderamente enfermo o fingía estarlo. Esta debía ser la base de sus operaciones diplomáticas.
Pero Francisco, mostrándose digno hijo de tal madre, representó maravillosamente su papel; y si Catalina fingió hasta el punto de llorar, él fingió hasta el extremo de tener calentura.
Engañada la reina madre, le creyó enfermo y pensó que ejercería más influencia sobre su ánimo, hallándose, como le suponía, debilitado por los padecimientos del cuerpo. Colmó después al duque de caricias, le abrazó nuevamente, lloró otra vez, e hizo tales extremos, que Francisco se admiró y preguntó la causa de ellos.
-Habéis corrido un gran peligro, hijo mío -contestó Catalina.
-¿Al huir del Louvre, madre? -No, después de haberos escapado.
-¿Y cuál?
-Los que os auxiliaron en esa desdichada evasión...
-¿Qué?
-Eran vuestros más crueles enemigos.
-No sabe nada -dijo para sí el príncipe-, mas quiere saber.
-¡El rey de Navarra! -dijo bruscamente Catalina-, el eterno azote de nuestra estirpe... Harto lo conozco.
-¡Ah! -exclamó Francisco-; todo lo sabe.
-¿Creeríais que se jacta de haber ganado la partida?
-No es posible, os han engañado, madre.
-¿Por qué?
-Porque el rey de Navarra no ha tenido la menor parte en mi evasión, y aunque la hubiese tenido, ya veis que me hallo en salvo... Hace dos años que no he visto al rey de Navarra.
-Pero no es ese solamente el gran peligro de que os hablo, hijo mío -repuso Catalina, viendo que su táctica anterior no había surtido efecto.
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