-¿Pues cuál es, madre? -preguntó Francisco mirando a los tapices, que se movían detrás de la reina.
Catalina se aproximó a Francisco, y con voz alterada al parecer por el terror, exclamó:
-¡La cólera del rey, esa furiosa cólera que os amenaza!
-Lo mismo digo de ese peligro que del otro, señora: el rey mi hermano está exasperado, furioso, ya lo sé, pero yo me encuentro en lugar seguro.
-¿Lo creéis? -preguntó la reina con un acento capaz de intimidar a los más audaces.
Los tapices se movieron de nuevo.
-Estoy convencido de ello -respondió el duque-, y es tanto más cierto cuanto que vos, madre mía, habéis venido a anunciármelo.
-¿Cómo así? -dijo Catalina, a quien empezaba a dar cuidado aquella tranquilidad.
-Porque si sólo tuvieseis el encargo de repetirme sus amenazas no habríais venido -dijo Francisco, mirando de nuevo a los tapices-; y porque en semejante caso no se habría atrevido el rey a dejaros en rehenes en mi poder.
Catalina, espantada, levantó la cabeza.
-¡Yo en rehenes! -exclamó.
-Vos seréis el más santo y el más venerable de todos -repuso el duque sonriéndose, besando la mano a Catalina y dirigiendo una mirada triunfante, a los tapices.
La reina dejó caer los brazos como vencida: no podía adivinar que Bussy desde una puerta secreta vigilaba a su amo y le animaba con sus miradas, cuando en la conversación le veía titubear y perder su presencia de espíritu.
-Hijo mío -dijo por último-, tenéis razón, vengo a proponeros la paz.
-Ya os escucho, madre mía -dijo Francisco-, y ya sabéis con cuánto respeto: creo que empezamos a entendernos.
LXVII. LAS PEQUEÑAS CAUSAS Y LOS GRANDES EFECTOS
En la primera parte de la conversación, tuvo Catalina una desventaja notable. Este género de derrotas era para ella tan imprevisto y extraordinario, que estaba temiendo si su hijo se hallaría tan resuelto como parecía a negarse a toda transacción, cuando un leve acontecimiento cambió de pronto la faz de las cosas.
Se han visto batallas casi perdidas y después ganadas por efecto de una mudanza de viento y viceversa: Marengo y Waterloo son ejemplos de esta verdad: un grano de arena cambia el movimiento de las más pesadas máquinas.
Bussy, como hemos dicho, se hallaba en un corredor secreto que daba a la alcoba del duque de Anjou; habíase colocado de manera que sólo el duque pudiese verle, y desde su escondrijo asomaba la cabeza por una abertura del tapiz en los instantes que creía más peligrosos para su causa.
Su causa, como puede suponerse, era la guerra a toda costa, pues mientras Monsoreau estuviese en Anjou, no quería él salir de la provincia, para poder vigilar al marido y visitar a la mujer.
Esta política, en extremo sencilla, complicaba no obstante infinitamente toda la política de Francia: los grandes efectos suelen ser producidos por causas pequeñas.
Véase por qué a fuerza de expresivas miradas, de feroces ademanes y de espantosos movimientos de cejas, irritaba Bussy la ferocidad de su amo. El duque, que le tenía miedo, se dejaba llevar de su impulso y se mostraba cada vez más enérgico y más rebelde a las súplicas de su madre.
Hallábase, pues, Catalina, derrotada por todos lados, y ya no pensaba más que en hacer una retirada honrosa cuando vino en su auxilio un acontecimiento de poca importancia y casi tan inusitado como la terquedad del duque de Anjou.
En lo más vivo de la conversación entre la madre y el hijo, y en lo más fuerte de la resistencia del duque de Anjou, sintió Bussy que le tiraban de la capa. No queriendo perder una sola frase del diálogo, llevó la mano, sin volver la cabeza, al lado de donde le tiraban y asió una muñeca; subiendo a lo largo de aquella muñeca encontró un brazo, después del brazo un hombro y después del hombro una cabeza.
Al ver entonces que la cosa valía la pena, se volvió.
El hombre era Remigio.
Bussy quiso hablar, pero Remigio se puso el dedo en la boca y llevó a su amo a un cuarto contiguo.
-¿Qué hay, Remigio? -preguntó Bussy con impaciencia-, ¿por qué vienes a incomodarme en semejante momento?
-Una carta -dijo en voz baja Remigio.
-¡Llévete el diablo! ¿Y por una carta me distraes de una conversación de tanta importancia como la que tenía con el señor duque de Anjou?
Remigio pareció no hacer caso de este arrebato de cólera, y dijo:
-Hay cartas de cartas.
-Sin duda -repuso Bussy-, ¿y de dónde viene ésa?
-De Meridor.
-¡Oh! -dijo con viveza Bussy-, de Meridor, gracias, mi buen Remigio, gracias.
-¿He hecho bien en llamaros?
-¿Puedes tú hacer nunca alguna cosa mal? ¿Pero dónde está esa carta?
-Lo que me ha hecho creer que es muy importante es que el mensajero no quiere entregarla sino a vos solamente.
-Tienes razón: ¿y está ahí?
-Ahí está.
-Tráemele.
Remigio abrió una puerta e hizo seña a una especie de palafranero de que entrase.
-Aquí tienes a M. de Bussy -dijo indicándole al conde.
-Trae, yo soy por quien- preguntas -dijo Bussy.
Y le puso medio doblón en la mano.
-¡Oh! bien os conozco -exclamó el palafranero dándole la carta.
-¿Es ella quien te a ha dado?
-No, señor, sino él.
-¿Quién es él? -preguntó Bussy mirando el sobre.
-M. de San Lucas.
-¡Ah!
Bussy se había puesto algo pálido, pues había creído que la carta era del marido y no de la mujer, y el nombre de Monsoreau tenía el privilegio de hacerle mudar de color siempre que pensaba en él.
Volvióse para leer la carta, a fin de ocultar la emoción que todo individuo está expuesto a manifestar cuando recibe una carta importante y no es César Borgia, ni Maquiavelo, ni Catalina de Médicis, ni diablo.
Y tuvo razón para volverse el pobre Bussy, porque apenas acabó la lectura de la carta que sabemos, se le subió la sangre a la cabeza y estuvo a punto de salirle por los ojos, de suerte que de pálido que estaba se tornó de color de púrpura, permaneció por un instante aturdido, y conociendo que iba a caerse, se sentó en una silla junto a la ventana.
-Vete -dijo Remigio al palafranero, aturdido del efecto que había causado la carta.
Y le sacó del brazo fuera del aposento.
El palafranero se apresuró a marchar, creyendo que la carta contenía malas noticias y temiendo perder su medio doblón.
Remigio volvió adonde se hallaba Bussy, y sacudiéndole por el brazo:
-¡Vive Dios! -exclamó-, respondedme al momento o por San Esculapio que os sangro de los cuatro extremos.
Bussy se puso de pie; ya no estaba encarnado ni aturdido; estaba meditabundo.
-Mira –dijo-, lo que ha hecho San Lucas por mí.
Y dio la carta a Remigio.
Remigio la leyó con avidez.
-Todo esto -dijo-, me parece muy bien: San Lucas es hombre que lo entiende. ¡Vivan los hombres de talento! para mandar un alma al purgatorio no necesitan intentarlo dos veces.
-¡Es increíble! -murmuró Bussy.
-Verdad que es increíble, pero eso no importa. Nuestra posición ha cambiado completamente y dentro de nueve meses tendré una condesa de Bussy a quien cuidar en sus enfermedades. ¡Pardiez! nada temáis, para curar enfermedades de mujeres poseo tanta habilidad como Ambrosio Paré.
-Sí -dijo Bussy-, será mi mujer.
-Me parece -repuso Remigio que para que lo sea tenéis ya mucho adelantado.
-Muerto Monsoreau...
-Muerto -repitió Remigio-; así está escrito.
-¡Oh! me parece esto un sueño, Remigio. ¿De modo que ya no veré esa especie de espectro interpuesto entre la felicidad y yo? Remigio, creo que nos engañamos.
-Nada de eso: volved a leer, ¡pardiez! cayó sobre las amapolas y de tal manera que quedó muerto en el acto. Ya había yo observado que era peligroso caer sobre amapolas, pero creía que no había peligro más que para las mujeres.
-Pero entonces -murmuró Bussy, sin atender a las chanzas de Remigio y siguiendo solamente el hilo de sus pensamientos-, entonces Diana no podrá quedarse en Meridor, no, no quiero: es preciso que vaya a otra parte, que se establezca en algún sitio donde pueda olvidar lo que ha pasado.
-Creo que para eso no hay mejor que París: allí pronto se olvida todo.
-Tienes razón, regresará a su casita de la calle de Tournelles: los diez meses de viudez los pasaremos retirados, si es que la felicidad puede ocultarse, y para nosotros el casamiento sólo será la continuación de nuestra dicha.
-Es cierto -dijo Remigio-: mas para ir a París...
-Sí.
-Necesitamos una cosa.
-Hacer las paces en Anjou.
-Es verdad -repuso Bussy-, es verdad: ¡oh mi Diana, qué tiempo, tan inútilmente perdido!
-Eso quiere decir que vais a montar a caballo y correr a Meridor.
-No, yo no, más tú sí; yo no puedo ahora salir de aquí. Además, no está bien que me presente en Meridor en este momento.
-¿Cómo la he de ver? ¿presentándome en el castillo?
-No, vé primero al bosque: tal vez se estará paseando por el parque aguardándome, y si no la ves, entonces te presentarás en el castillo.
-¿Qué le digo?
-Que estoy medio loco.
Y estrechando la mano al joven, con quien la experiencia le había probado que podía contar como consigo mismo, corrió a ocupar su puesto en el corredor, a la entrada de la alcoba y detrás del tapiz.
Catalina se esforzaba a la sazón en ganar el terreno que la presencia de Bussy le había hecho perder.
-Hijo mío -decía-, yo creía que una madre no podía nunca dejar de entenderse con su hijo.
-Sin embargo, madre mía -respondió el duque de Anjou-, ya veis que esto ocurre algunas veces.
-Jamás cuando ella quiere.
-Cuando ellos quieren, señora, querréis decir -repuso el duque, y satisfecho de sus orgullosas palabras, buscó con la mirada a Bussy esperando hallar su recompensa en una mirada de aprobación.
-Pero lo quiero yo -exclamó Catalina-, ¿lo oís, Francisco? ¡lo quiero yo!
Y el tono de su voz contrastaba con las palabras, porque éstas eran imperativas y aquél casi de súplica.
-¿Lo queréis vos? -repuso el duque de Anjou sonriéndose.
-Sí -dijo Catalina-, lo quiero, y ningún sacrificio me será costoso para conseguirlo.
¡Hola! -exclamó Francisco.
-Sí, sí, querido hijo: decid, ¿qué exigís? ¿qué queréis? Hablad, vuestros deseos serán órdenes.
-¡Oh, madre mía! -dijo Francisco casi turbado al considerar la completa victoria que había alcanzado y que no le dejaba facultad para mostrarse vencedor riguroso.
-Escuchad, hijo mío -dijo Catalina con su tono de voz meloso-, ¿no es cierto que no tratáis de anegar el reino en sangre? Sería imposible que tal fuese vuestra intención: no sois mal francés ni mal hermano.
-Mi hermano me ha ultrajado, señora, y no le debo nada; no, no le debo nada ni como a hermano ni como a rey.
-¡Y yo, Francisco, yo! ¿no tenéis queja alguna de mí?
-Sí, señora, que me habéis abandonado -contestó Francisco.
-¡Ah! ¿queréis mi muerte? -dijo Catalina con voz lúgubre-; pues bien, moriré como debe morir una mujer que ve a sus hijos hacerse la guerra.
Huelga decir que Catalina no tenía el menor deseo de morirse.
-¡Oh! no digáis eso, señora, ¡me partís el corazón! -exclamó Francisco, con el corazón tan entero como siempre.
Catalina se deshizo en llanto.
El duque le tomó las manos y procuró tranquilizarla mientras dirigía miradas de inquietud al tapiz, detrás del cual estaba Bussy.
-¿Pero qué queréis? -dijo la Reina madre-; exponed vuestras pretensiones, y sepamos al menos a qué atenernos.
-¿Qué queréis vos, madre mía? Vamos, hablad, ya os escucho -dijo Francisco.
-Quiero que vengáis a París, querido hijo, que volváis a la corte de vuestro hermano que os tiende los brazos.
-¡Pardiez, señora! yo bien se que no es él quien me ofrece los brazos sino el puente levadizo de la Bastilla.
-No, volved, volved, y os juro por mi honor, por mi amor de madre, por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo (Catalina se santiguó) que seréis de Enrique tan bien recibido como si vos fuerais el rey y él fuese el duque de Anjou.
El duque no cesaba de mirar a los tapices.
-Aceptad -prosiguió Catalina-, aceptad, hijo mío: ¿queréis más rentas? decidlo; ¿queréis guardias?
-¡Oh, señora! vuestro hijo me los ha dado ya, y guardias de honor que han sido, pues escogió para guardarme a sus cuatro favoritos.
-Vamos, no me respondáis así; los guardias que os dará, vos mismo los elegiréis; tendréis un capitán si es preciso, y si lo exigís, será este capitán M. de Bussy.
El duque, conmovido con esta última oferta, que creyó no desagradaría a Bussy, dirigió otra mirada al tapiz, temeroso todavía de encontrar los ojos centelleantes y el rostro austero de su gentilhombre. Pero, ¡oh -sorpresa! vio a Bussy risueño, alegre y haciendo repetidas señales de aprobación con la cabeza.
-¿Qué quiere decir esto? -dijo para sí-, ¿no quería Bussy la guerra sino para que le hiciesen capitán de mis guardias?
Entonces dijo en alta voz y como si se preguntase a sí mismo:
-¿Debo aceptar?
-Sí, sí, sí -repuso Bussy con las manos, con la cabeza, con los hombros.
-¿Deberé -continuó el duque- salir de Anjou para volver a París?
-Sí, sí, sí -prosiguió con entusiasmo cada vez mayor.
-Sin duda, querido hijo -contestó Catalina-: ¿tan difícil es volver a París?
-¡Pardiez! -dijo el duque para sí-, lléveme el diablo si lo entiendo; quedamos en que me negaría a todo y ahora me aconseja la paz y los abrazos.
-Y bien -dijo Catalina con ansiedad-, ¿qué resolvéis?
-Madre mía, lo pensaré -dijo el duque que quería tener una explicación con Bussy-, lo pensaré y mañana...
-Ya se rinde -dijo Catalina-; vamos, he ganado la batalla.
-En realidad puede que Bussy tenga razón -pensó el duque.
Y ambos se separaron después de haberse abrazado.
LXVIII. DONDE SE VERA SI HABIA MUERTO O NO M. DE MONSOREAU
Gran cosa es tener un amigo, tanto más cuanto que los verdaderos amigos son raros. Esto reflexionaba Remigio, mientras atravesaba a galope los campos en uno de los mejores caballos de las caballerizas del príncipe. Bien habría querido llevar a Rolando, pero M. de Monsoreau le había ganado por la mano y tuvo que escoger otro.
-Mucho quiero a M. de Bussy y por su parte M. de Bussy me tiene grande afecto -decía Remigio-; por eso estoy tan contento, porque su felicidad es la mía.
Luego añadió, respirando con fuerza:
-Me parece que mi corazón no es bastante ancho.
-Vamos -prosiguió mudando de pensamiento-, veamos cómo he de presentarme a Diana.
Si le encuentro seria, ceremoniosa, fúnebre, saludos, reverencias mudas y la mano sobre el corazón; si la encuentro risueña, piruetas, saltos y un solo de polonesa.
Respecto a M. de San Lucas, si está todavía en el castillo, que lo dudo mucho, un viva y acción de gracias en latín. Estoy seguro de que él no tendrá el semblante triste.
-¡Ah! ya estamos cerca.
Efectivamente, el caballo, después de haber tomado a la izquierda y luego a la derecha, después de haber seguido la florida senda y atravesando el matorral y el bosque, se había internado en la espesura inmediata a la tapia.
-¡Oh, qué hermosas amapolas! -exclamaba Remigio-; esto me trae a la memoria a nuestro montero mayor; las que le han servido de colchón no serán más hermosas que éstas: ¡pobre hombre!
Remigio estaba ya cerca de la tapia, cuando el caballo se detuvo dando resoplidos y fijando los ojos en tierra. Remigio, que le llevaba al trote largo e iba descuidado, estuvo a punto de saltar por encima de las orejas de Mitrídates.
Así se llamaba el caballo que había tomado en lugar de Rolando. El joven, a quien la práctica había quitado el temor, aplicó espuelas a los ijares de su cabalgadura; pero Mitrídates no se movía; sin duda había recibido este nombre por la semejanza que presentaba su carácter obstinado con el del famoso rey del Ponto.
Remigio, admirado, dirigió la vista al suelo buscando el obstáculo que detenía a su caballo, pero no vio más que un gran charco de sangre, en la cual se iban poco a poco empapando la tierra y las flores, y que se hallaba cubierta de una leve capa de espuma de color de rosa.
-¡Oiga! -dijo-, ¿será aquí donde M. de San Lucas ha dado muerte a M. de Monsoreau?
Levantó la vista del suelo y miró a todos lados.
A diez pasos de allí, debajo de unos espesos árboles, vio dos piernas estiradas y sin movimiento y un cuerpo, cuya rigidez parecía mayor que la de las piernas.
El cuerpo estaba recostado en la tapia.
-¡Calla! ¡Monsoreau! -exclamó Remigio-, hic obiit Nemrod. Vamos, vamos, si la viuda le deja así expuesto a los cuervos y a los buitres se dirá la oración fúnebre en piruetas, saltos y polonesa.
Y Remigio, habiendo echado pie a tierra, dio algunos pasos en dirección del cuerpo.
-¡Es particular! -murmuró-, él está muerto aquí, muerto completamente, y sin embargo la sangre está allá abajo. ¡Ah! aquí hay una mancha: se habrá venido desde allí o quizá el buen M. de San Lucas, que es la caridad personificada, le habrá recostado contra la tapia para que no se le subiese la sangre a la cabeza. Sí, eso es, no hay duda, está muerto, y con los ojos abiertos y sin hacer el menor gesto.
Pero de repente retrocedió estupefacto: los dos ojos que había visto abiertos, se volvieron a cerrar y sobre el semblante del difunto se extendió una palidez, mayor aún que la que al principio le había notado Remigio.
Quedóse éste casi tan pálido como M. de Monsoreau; más como era médico, es decir, algo despreocupado, murmuró rascándose las narices:
-Credere portentis mediocre. Si ha cerrado los ojos es que no está muerto.
Y como a pesar de su despreocupación, la situación en que se encontraba no era agradable, y como las articulaciones de las rodillas se le doblasen más de lo conveniente, se sentó, o mejor dicho, se dejó caer al pie del árbol que le sostenía y se halló cara a cara con el cadáver.
-No me acuerdo -dijo- dónde he leído que después de la muerte se verifican ciertos fenómenos de acción que no indican otra cosa sino un principio de corrupción.
-¡Diablo de hombre! -añadió-: hasta después de muerto nos había de incomodar. Sí, ¡pardiez! no tan sólo se le han cerrado los ojos, sino que se le ha aumentado la palidez, color albus, chroma, chloron, como dice Galeno; color albus, como dice Cicerón que era un orador muy ingenioso. Pero a mayor abundamiento, existe un medio muy sencillo de saber si está muerto o no, y es clavarle dos palmos de acero en el vientre; si no se mueve es que está muerto.
Y Remigío se preparaba a hacer este caritativo experimento y ya tenía puesta la mano en el puño del estoque cuando se abrieron de nuevo los ojos de Monsoreau.
Este accidente produjo un efecto opuesto al del primero. Remigio se levantó como movido por un resorte, y un sudor frío inundó su frente.
Los ojos del muerto permanecieron abiertos.
-No está muerto -exclamó Remigio-, no está muerto: ¡vaya una situación difícil!
Entonces le ocurrió naturalmente un pensamiento:
-No está muerto -dijo-, es verdad, pero si le mato, lo estará.
Y miró a Monsoreau, el cual le contemplaba también como espantado, de modo que no parecía sino que leía en su alma la clase de intenciones que abrigaba.
-Desechemos -dijo Remigio al fin-, desechemos ese horrible pensamiento. Dios es testigo de que si estuviese ahí bueno y sano le mataría de buena gana; mas tal como está sin fuerzas y casi muerto, sería más que un crimen, sería una infamia.
-¡Socorro! -murmuró Monsoreau- ¡socorro! yo me muero.
-¡Pardiez! -exclamó Remigio-, la posición es crítica: soy médico y por consiguiente debo remediar los padecimientos de mis semejantes. Es cierto que Monsoreau es tan feo, que casi tendría yo el derecho de decir que no es mi semejante; pero, en resumen, es de la misma especie, genus homo. Vamos, olvidemos que me llamo Remigio el Hauduin, olvidemos que soy amigo de M. de Bussy, y hagamos nuestro deber de médico.
-¡Socorro! -repitió el herido.
-Aquí estoy yo -exclamó Remigio.
-Buscadme un sacerdote, un médico.
-El médico aquí le tenéis, y tal vez os dispensará del sacerdote.
-¡Remigio! -repuso M. de Monsoreau-; ¿por qué casualidad?...
Como se ve, M. de Monsoreau conservaba hasta en su agonía su carácter desconfiado.
Remigio comprendió el sentido de la pregunta; aquel bosque no era el camino para ninguna parte y no se podía ir a él sin objeto determinado. La pregunta era, pues, muy natural.
-¿Cómo os encontráis aquí? -preguntó otra vez Monsoreau, a quien los celos daban alguna fuerza.
-¡Pardiez! -respondió Remigio-, porque a una legua de este sitio he hallado a M. de San Lucas.
-¡Ah, mi matador! -murmuró Monsoreau temblando de dolor y de cólera a la vez.
-Entonces me dijo: Remigio, corred y en el punto llamado el antiguo bosque, hallaréis a un hombre muerto.
-¡Muerto! -repitió Monsoreau.
-Él así lo creía: por eso no hay que culparle; conque vine, os vi, y os hallé vencido.
-Ahora decidme francamente: habláis con un hombre: ¿estoy herido de muerte?
-¡Diablo! -dijo Remigio-, difícil es responderos en este momento; sin embargo, veremos.
Ya dijimos que la conciencia del médico había sido más poderosa que el afecto del amigo. Remigio se acercó a Monsoreau y con todas las precauciones del caso le quitó la capa, la ropilla y la camisa.
La espada había penetrado por debajo de la tetilla derecha entre la sexta y séptima costilla.
-¡Hum! -murmuró Remigio- ¿os duele mucho?
-El pecho no, pero la espalda sí
-¡Ah! -exclamó Remigio-, ¿y en qué parte del cuerpo os duele?
-Debajo del homoplato.
-La espada habrá encontrado algún hueso -dijo Remigio-, y de eso provendrá el dolor.
Y miró donde Monsoreau le indicaba.
-No -dijo-, me equivoqué, la espada no ha encontrado hueso; ha entrado lo mismo que ha salido. ¡Diablo! ¡qué valiente estocada, señor conde! Da gusto curar las heridas de M. de San Lucas; estáis atravesado de parte a parte, M. de Monsoreau.
-Eso es -dijo-, síncope, pulso pequeño, no cabe duda-. Tocóle las manos y las piernas: frío en los extremos. Aplicó el oído al pecho; ausencia de ruido respiratorio. Dióle unos cuantos golpecitos: sonido mate. ¡Diablo, diablo! la viudez de madame de Monsoreau podría ser simplemente una cuestión de cronología.
En aquel momento humedeció los labios del herido una leve espuma rojiza y rutilante.
Remigio sacó del bolsillo un estuche y del estuche una lanceta; luego hizo de la camisa del herido una venda y le comprimió con ella el brazo.
-Vamos a ver -dijo-; si circula la sangre, podrá muy bien ser que madame de Monsoreau no se quede viuda; mas si no circula...
-¡Ah, ah! circula, ¡pardiez! Perdonad, mi querido M. de Bussy, perdonad, soy médico antes que todo.
La sangre, en efecto, después de haber, por decirlo así, vacilado un instante, acababa de saltar de la vena; casi al mismo tiempo el enfermo respiró y abrió los ojos.
- ¡Ah! -dijo-, creía que todo había acabado para mí.
-Todavía no, caballero, todavía no, y aun es posible...
-¿Que escape de ésta?
-Sí, ¡pardiez! más cerremos primero la herida: aguardad, no respiréis. La naturaleza os está curando en este momento interiormente así como os curo por lo exterior; yo os pongo un aparato y ella forma un coágulo, yo hago correr la sangre y ella la detiene. ¡Ah! Gran médico es la Naturaleza. Aguardad, os limpiaré los labios.
-Antes -dijo el herido- he echado mucha sangre por la boca.
Dostları ilə paylaş: |