Alejandro dumas



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-¿Pues cuál es, madre? -pre­guntó Francisco mirando a los ta­pices, que se movían detrás de la reina.

Catalina se aproximó a Francis­co, y con voz alterada al parecer por el terror, exclamó:

-¡La cólera del rey, esa furiosa cólera que os amenaza!

-Lo mismo digo de ese peligro que del otro, señora: el rey mi her­mano está exasperado, furioso, ya lo sé, pero yo me encuentro en lu­gar seguro.

-¿Lo creéis? -preguntó la reina con un acento capaz de intimidar a los más audaces.

Los tapices se movieron de nue­vo.

-Estoy convencido de ello -res­pondió el duque-, y es tanto más cierto cuanto que vos, madre mía, habéis venido a anunciármelo.

-¿Cómo así? -dijo Catalina, a quien empezaba a dar cuidado aque­lla tranquilidad.

-Porque si sólo tuvieseis el en­cargo de repetirme sus amenazas no habríais venido -dijo Francisco, mirando de nuevo a los tapices-; y porque en semejante caso no se habría atrevido el rey a dejaros en rehenes en mi poder.

Catalina, espantada, levantó la ca­beza.

-¡Yo en rehenes! -exclamó.

-Vos seréis el más santo y el más venerable de todos -repuso el du­que sonriéndose, besando la mano a Catalina y dirigiendo una mirada triunfante, a los tapices.

La reina dejó caer los brazos co­mo vencida: no podía adivinar que Bussy desde una puerta secreta vigi­laba a su amo y le animaba con sus miradas, cuando en la conver­sación le veía titubear y perder su presencia de espíritu.

-Hijo mío -dijo por último-, tenéis razón, vengo a proponeros la paz.

-Ya os escucho, madre mía -di­jo Francisco-, y ya sabéis con cuánto respeto: creo que empeza­mos a entendernos.

LXVII. LAS PEQUEÑAS CAUSAS Y LOS GRANDES EFECTOS

En la primera parte de la conver­sación, tuvo Catalina una desven­taja notable. Este género de de­rrotas era para ella tan imprevisto y extraordinario, que estaba temien­do si su hijo se hallaría tan resuelto como parecía a negarse a toda tran­sacción, cuando un leve aconteci­miento cambió de pronto la faz de las cosas.

Se han visto batallas casi perdi­das y después ganadas por efecto de una mudanza de viento y vice­versa: Marengo y Waterloo son ejemplos de esta verdad: un grano de arena cambia el movimiento de las más pesadas máquinas.

Bussy, como hemos dicho, se ha­llaba en un corredor secreto que daba a la alcoba del duque de An­jou; habíase colocado de manera que sólo el duque pudiese verle, y desde su escondrijo asomaba la ca­beza por una abertura del tapiz en los instantes que creía más peligro­sos para su causa.

Su causa, como puede suponerse, era la guerra a toda costa, pues mientras Monsoreau estuviese en Anjou, no quería él salir de la pro­vincia, para poder vigilar al mari­do y visitar a la mujer.

Esta política, en extremo senci­lla, complicaba no obstante infinita­mente toda la política de Francia: los grandes efectos suelen ser pro­ducidos por causas pequeñas.

Véase por qué a fuerza de ex­presivas miradas, de feroces adema­nes y de espantosos movimientos de cejas, irritaba Bussy la feroci­dad de su amo. El duque, que le tenía miedo, se dejaba llevar de su impulso y se mostraba cada vez más enérgico y más rebelde a las súpli­cas de su madre.

Hallábase, pues, Catalina, derrota­da por todos lados, y ya no pensa­ba más que en hacer una retirada honrosa cuando vino en su auxilio un acontecimiento de poca impor­tancia y casi tan inusitado como la terquedad del duque de Anjou.

En lo más vivo de la conversa­ción entre la madre y el hijo, y en lo más fuerte de la resistencia del duque de Anjou, sintió Bussy que le tiraban de la capa. No queriendo perder una sola frase del diálogo, llevó la mano, sin volver la cabe­za, al lado de donde le tiraban y asió una muñeca; subiendo a lo lar­go de aquella muñeca encontró un brazo, después del brazo un hombro y después del hombro una cabe­za.

Al ver entonces que la cosa valía la pena, se volvió.

El hombre era Remigio.

Bussy quiso hablar, pero Remigio se puso el dedo en la boca y llevó a su amo a un cuarto contiguo.

-¿Qué hay, Remigio? -pregun­tó Bussy con impaciencia-, ¿por qué vienes a incomodarme en seme­jante momento?

-Una carta -dijo en voz baja Remigio.

-¡Llévete el diablo! ¿Y por una carta me distraes de una conversa­ción de tanta importancia como la que tenía con el señor duque de An­jou?

Remigio pareció no hacer caso de este arrebato de cólera, y dijo:

-Hay cartas de cartas.

-Sin duda -repuso Bussy-, ¿y de dónde viene ésa?

-De Meridor.

-¡Oh! -dijo con viveza Bus­sy-, de Meridor, gracias, mi buen Remigio, gracias.

-¿He hecho bien en llamaros?

-¿Puedes tú hacer nunca alguna cosa mal? ¿Pero dónde está esa carta?

-Lo que me ha hecho creer que es muy importante es que el men­sajero no quiere entregarla sino a vos solamente.

-Tienes razón: ¿y está ahí?

-Ahí está.

-Tráemele.

Remigio abrió una puerta e hizo seña a una especie de palafranero de que entrase.

-Aquí tienes a M. de Bussy -di­jo indicándole al conde.

-Trae, yo soy por quien- pre­guntas -dijo Bussy.

Y le puso medio doblón en la ma­no.

-¡Oh! bien os conozco -excla­mó el palafranero dándole la carta.

-¿Es ella quien te a ha dado?

-No, señor, sino él.

-¿Quién es él? -preguntó Bus­sy mirando el sobre.

-M. de San Lucas.

-¡Ah!


Bussy se había puesto algo pá­lido, pues había creído que la carta era del marido y no de la mujer, y el nombre de Monsoreau tenía el privilegio de hacerle mudar de co­lor siempre que pensaba en él.

Volvióse para leer la carta, a fin de ocultar la emoción que todo in­dividuo está expuesto a manifestar cuando recibe una carta importante y no es César Borgia, ni Maquiave­lo, ni Catalina de Médicis, ni dia­blo.

Y tuvo razón para volverse el pobre Bussy, porque apenas acabó la lectura de la carta que sabemos, se le subió la sangre a la cabeza y estuvo a punto de salirle por los ojos, de suerte que de pálido que es­taba se tornó de color de púrpura, permaneció por un instante aturdi­do, y conociendo que iba a caerse, se sentó en una silla junto a la ven­tana.

-Vete -dijo Remigio al palafra­nero, aturdido del efecto que había causado la carta.

Y le sacó del brazo fuera del apo­sento.

El palafranero se apresuró a mar­char, creyendo que la carta con­tenía malas noticias y temiendo perder su medio doblón.

Remigio volvió adonde se hallaba Bussy, y sacudiéndole por el bra­zo:

-¡Vive Dios! -exclamó-, res­pondedme al momento o por San Esculapio que os sangro de los cua­tro extremos.

Bussy se puso de pie; ya no es­taba encarnado ni aturdido; estaba meditabundo.

-Mira –dijo-, lo que ha hecho San Lucas por mí.

Y dio la carta a Remigio.

Remigio la leyó con avidez.

-Todo esto -dijo-, me parece muy bien: San Lucas es hombre que lo entiende. ¡Vivan los hombres de talento! para mandar un alma al purgatorio no necesitan intentar­lo dos veces.

-¡Es increíble! -murmuró Bus­sy.

-Verdad que es increíble, pero eso no importa. Nuestra posición ha cambiado completamente y den­tro de nueve meses tendré una con­desa de Bussy a quien cuidar en sus enfermedades. ¡Pardiez! nada temáis, para curar enfermedades de mujeres poseo tanta habilidad como Ambrosio Paré.

-Sí -dijo Bussy-, será mi mu­jer.

-Me parece -repuso Remigio­ que para que lo sea tenéis ya mucho adelantado.

-Muerto Monsoreau...

-Muerto -repitió Remigio-; así está escrito.

-¡Oh! me parece esto un sueño, Remigio. ¿De modo que ya no veré esa especie de espectro interpuesto entre la felicidad y yo? Remigio, creo que nos engañamos.

-Nada de eso: volved a leer, ¡pardiez! cayó sobre las amapolas y de tal manera que quedó muerto en el acto. Ya había yo observado que era peligroso caer sobre amapo­las, pero creía que no había peligro más que para las mujeres.

-Pero entonces -murmuró Bus­sy, sin atender a las chanzas de Remigio y siguiendo solamente el hilo de sus pensamientos-, entonces Diana no podrá quedarse en Meri­dor, no, no quiero: es preciso que vaya a otra parte, que se establezca en algún sitio donde pueda olvidar lo que ha pasado.

-Creo que para eso no hay mejor que París: allí pronto se olvida to­do.

-Tienes razón, regresará a su casita de la calle de Tournelles: los diez meses de viudez los pasaremos retirados, si es que la felicidad pue­de ocultarse, y para nosotros el ca­samiento sólo será la continuación de nuestra dicha.

-Es cierto -dijo Remigio-: mas para ir a París...

-Sí.


-Necesitamos una cosa.

-Hacer las paces en Anjou.

-Es verdad -repuso Bussy-, es verdad: ¡oh mi Diana, qué tiem­po, tan inútilmente perdido!

-Eso quiere decir que vais a montar a caballo y correr a Meri­dor.

-No, yo no, más tú sí; yo no puedo ahora salir de aquí. Además, no está bien que me presente en Meridor en este momento.

-¿Cómo la he de ver? ¿presen­tándome en el castillo?

-No, vé primero al bosque: tal vez se estará paseando por el par­que aguardándome, y si no la ves, entonces te presentarás en el casti­llo.

-¿Qué le digo?

-Que estoy medio loco.

Y estrechando la mano al joven, con quien la experiencia le había probado que podía contar como con­sigo mismo, corrió a ocupar su puesto en el corredor, a la entrada de la alcoba y detrás del tapiz.

Catalina se esforzaba a la sazón en ganar el terreno que la presen­cia de Bussy le había hecho perder.

-Hijo mío -decía-, yo creía que una madre no podía nunca de­jar de entenderse con su hijo.

-Sin embargo, madre mía -res­pondió el duque de Anjou-, ya veis que esto ocurre algunas veces.

-Jamás cuando ella quiere.

-Cuando ellos quieren, señora, querréis decir -repuso el duque, y satisfecho de sus orgullosas palabras, buscó con la mirada a Bussy espe­rando hallar su recompensa en una mirada de aprobación.

-Pero lo quiero yo -exclamó Catalina-, ¿lo oís, Francisco? ¡lo quiero yo!

Y el tono de su voz contrastaba con las palabras, porque éstas eran imperativas y aquél casi de súpli­ca.

-¿Lo queréis vos? -repuso el duque de Anjou sonriéndose.

-Sí -dijo Catalina-, lo quie­ro, y ningún sacrificio me será cos­toso para conseguirlo.

¡Hola! -exclamó Francisco.

-Sí, sí, querido hijo: decid, ¿qué exigís? ¿qué queréis? Hablad, vues­tros deseos serán órdenes.

-¡Oh, madre mía! -dijo Fran­cisco casi turbado al considerar la completa victoria que había alcanza­do y que no le dejaba facultad para mostrarse vencedor riguroso.

-Escuchad, hijo mío -dijo Ca­talina con su tono de voz meloso-, ¿no es cierto que no tratáis de ane­gar el reino en sangre? Sería impo­sible que tal fuese vuestra intención: no sois mal francés ni mal herma­no.

-Mi hermano me ha ultrajado, señora, y no le debo nada; no, no le debo nada ni como a hermano ni como a rey.

-¡Y yo, Francisco, yo! ¿no tenéis queja alguna de mí?

-Sí, señora, que me habéis aban­donado -contestó Francisco.

-¡Ah! ¿queréis mi muerte? -di­jo Catalina con voz lúgubre-; pues bien, moriré como debe morir una mujer que ve a sus hijos hacerse la guerra.

Huelga decir que Catalina no te­nía el menor deseo de morirse.

-¡Oh! no digáis eso, señora, ¡me partís el corazón! -exclamó Fran­cisco, con el corazón tan entero co­mo siempre.

Catalina se deshizo en llanto.

El duque le tomó las manos y procuró tranquilizarla mientras di­rigía miradas de inquietud al tapiz, detrás del cual estaba Bussy.

-¿Pero qué queréis? -dijo la Reina madre-; exponed vuestras pretensiones, y sepamos al menos a qué atenernos.

-¿Qué queréis vos, madre mía? Vamos, hablad, ya os escucho -di­jo Francisco.

-Quiero que vengáis a París, querido hijo, que volváis a la corte de vuestro hermano que os tiende los brazos.

-¡Pardiez, señora! yo bien se que no es él quien me ofrece los brazos sino el puente levadizo de la Bastilla.

-No, volved, volved, y os juro por mi honor, por mi amor de ma­dre, por la sangre de Nuestro Se­ñor Jesucristo (Catalina se santi­guó) que seréis de Enrique tan bien recibido como si vos fuerais el rey y él fuese el duque de Anjou.

El duque no cesaba de mirar a los tapices.

-Aceptad -prosiguió Catali­na-, aceptad, hijo mío: ¿queréis más rentas? decidlo; ¿queréis guar­dias?

-¡Oh, señora! vuestro hijo me los ha dado ya, y guardias de ho­nor que han sido, pues escogió para guardarme a sus cuatro favoritos.

-Vamos, no me respondáis así; los guardias que os dará, vos mismo los elegiréis; tendréis un capitán si es preciso, y si lo exigís, será este capitán M. de Bussy.

El duque, conmovido con esta úl­tima oferta, que creyó no desagra­daría a Bussy, dirigió otra mirada al tapiz, temeroso todavía de encon­trar los ojos centelleantes y el ros­tro austero de su gentilhombre. Pe­ro, ¡oh -sorpresa! vio a Bussy risue­ño, alegre y haciendo repetidas se­ñales de aprobación con la cabeza.

-¿Qué quiere decir esto? -dijo para sí-, ¿no quería Bussy la gue­rra sino para que le hiciesen capi­tán de mis guardias?

Entonces dijo en alta voz y como si se preguntase a sí mismo:

-¿Debo aceptar?

-Sí, sí, sí -repuso Bussy con las manos, con la cabeza, con los hombros.

-¿Deberé -continuó el duque- ­salir de Anjou para volver a París?

-Sí, sí, sí -prosiguió con en­tusiasmo cada vez mayor.

-Sin duda, querido hijo -con­testó Catalina-: ¿tan difícil es vol­ver a París?

-¡Pardiez! -dijo el duque para sí-, lléveme el diablo si lo entien­do; quedamos en que me negaría a todo y ahora me aconseja la paz y los abrazos.

-Y bien -dijo Catalina con an­siedad-, ¿qué resolvéis?

-Madre mía, lo pensaré -dijo el duque que quería tener una expli­cación con Bussy-, lo pensaré y mañana...

-Ya se rinde -dijo Catalina-; vamos, he ganado la batalla.

-En realidad puede que Bussy tenga razón -pensó el duque.

Y ambos se separaron después de haberse abrazado.

LXVIII. DONDE SE VERA SI HABIA MUERTO O NO M. DE MONSOREAU

Gran cosa es tener un amigo, tan­to más cuanto que los verdaderos amigos son raros. Esto reflexionaba Remigio, mientras atravesaba a ga­lope los campos en uno de los me­jores caballos de las caballerizas del príncipe. Bien habría querido lle­var a Rolando, pero M. de Monso­reau le había ganado por la mano y tuvo que escoger otro.

-Mucho quiero a M. de Bussy y por su parte M. de Bussy me tiene grande afecto -decía Remigio-; por eso estoy tan contento, porque su felicidad es la mía.

Luego añadió, respirando con fuerza:

-Me parece que mi corazón no es bastante ancho.

-Vamos -prosiguió mudando de pensamiento-, veamos cómo he de presentarme a Diana.

Si le encuentro seria, ceremonio­sa, fúnebre, saludos, reverencias mudas y la mano sobre el cora­zón; si la encuentro risueña, pirue­tas, saltos y un solo de polonesa.

Respecto a M. de San Lucas, si está todavía en el castillo, que lo dudo mucho, un viva y acción de gracias en latín. Estoy seguro de que él no tendrá el semblante triste.

-¡Ah! ya estamos cerca.

Efectivamente, el caballo, después de haber tomado a la izquierda y luego a la derecha, después de ha­ber seguido la florida senda y atra­vesando el matorral y el bosque, se había internado en la espesura inmediata a la tapia.

-¡Oh, qué hermosas amapolas! -exclamaba Remigio-; esto me trae a la memoria a nuestro mon­tero mayor; las que le han servido de colchón no serán más hermosas que éstas: ¡pobre hombre!

Remigio estaba ya cerca de la tapia, cuando el caballo se detuvo dando resoplidos y fijando los ojos en tierra. Remigio, que le llevaba al trote largo e iba descuidado, estuvo a punto de saltar por encima de las orejas de Mitrídates.

Así se llamaba el caballo que ha­bía tomado en lugar de Rolando. El joven, a quien la práctica ha­bía quitado el temor, aplicó espue­las a los ijares de su cabalgadura; pero Mitrídates no se movía; sin duda había recibido este nombre por la semejanza que presentaba su ca­rácter obstinado con el del famoso rey del Ponto.

Remigio, admirado, dirigió la vis­ta al suelo buscando el obstáculo que detenía a su caballo, pero no vio más que un gran charco de san­gre, en la cual se iban poco a poco empapando la tierra y las flores, y que se hallaba cubierta de una leve capa de espuma de color de rosa.

-¡Oiga! -dijo-, ¿será aquí donde M. de San Lucas ha dado muerte a M. de Monsoreau?

Levantó la vista del suelo y miró a todos lados.

A diez pasos de allí, debajo de unos espesos árboles, vio dos pier­nas estiradas y sin movimiento y un cuerpo, cuya rigidez parecía mayor que la de las piernas.

El cuerpo estaba recostado en la tapia.

-¡Calla! ¡Monsoreau! -exclamó Remigio-, hic obiit Nemrod. Va­mos, vamos, si la viuda le deja así expuesto a los cuervos y a los bui­tres se dirá la oración fúnebre en piruetas, saltos y polonesa.

Y Remigio, habiendo echado pie a tierra, dio algunos pasos en di­rección del cuerpo.

-¡Es particular! -murmuró-, él está muerto aquí, muerto com­pletamente, y sin embargo la san­gre está allá abajo. ¡Ah! aquí hay una mancha: se habrá venido des­de allí o quizá el buen M. de San Lucas, que es la caridad personifi­cada, le habrá recostado contra la tapia para que no se le subiese la sangre a la cabeza. Sí, eso es, no hay duda, está muerto, y con los ojos abiertos y sin hacer el menor gesto.

Pero de repente retrocedió estu­pefacto: los dos ojos que había vis­to abiertos, se volvieron a cerrar y sobre el semblante del difunto se extendió una palidez, mayor aún que la que al principio le había no­tado Remigio.

Quedóse éste casi tan pálido co­mo M. de Monsoreau; más como era médico, es decir, algo despreocupa­do, murmuró rascándose las narices:

-Credere portentis mediocre. Si ha cerrado los ojos es que no está muerto.

Y como a pesar de su despreocu­pación, la situación en que se en­contraba no era agradable, y como las articulaciones de las rodillas se le doblasen más de lo conveniente, se sentó, o mejor dicho, se dejó caer al pie del árbol que le sostenía y se halló cara a cara con el cadáver.

-No me acuerdo -dijo- dónde he leído que después de la muerte se verifican ciertos fenómenos de acción que no indican otra cosa si­no un principio de corrupción.

-¡Diablo de hombre! -aña­dió-: hasta después de muerto nos había de incomodar. Sí, ¡pardiez! no tan sólo se le han cerrado los ojos, sino que se le ha aumentado la palidez, color albus, chroma, chlo­ron, como dice Galeno; color albus, como dice Cicerón que era un ora­dor muy ingenioso. Pero a mayor abundamiento, existe un medio muy sencillo de saber si está muerto o no, y es clavarle dos palmos de acero en el vientre; si no se mueve es que está muerto.

Y Remigío se preparaba a hacer este caritativo experimento y ya te­nía puesta la mano en el puño del estoque cuando se abrieron de nue­vo los ojos de Monsoreau.

Este accidente produjo un efecto opuesto al del primero. Remigio se levantó como movido por un resor­te, y un sudor frío inundó su frente.

Los ojos del muerto permanecie­ron abiertos.

-No está muerto -exclamó Re­migio-, no está muerto: ¡vaya una situación difícil!

Entonces le ocurrió naturalmen­te un pensamiento:

-No está muerto -dijo-, es verdad, pero si le mato, lo estará.

Y miró a Monsoreau, el cual le contemplaba también como espanta­do, de modo que no parecía sino que leía en su alma la clase de in­tenciones que abrigaba.

-Desechemos -dijo Remigio al fin-, desechemos ese horrible pen­samiento. Dios es testigo de que si estuviese ahí bueno y sano le mata­ría de buena gana; mas tal como está sin fuerzas y casi muerto, se­ría más que un crimen, sería una infamia.

-¡Socorro! -murmuró Monso­reau- ¡socorro! yo me muero.

-¡Pardiez! -exclamó Remigio-, la posición es crítica: soy médico y por consiguiente debo remediar los padecimientos de mis semejan­tes. Es cierto que Monsoreau es tan feo, que casi tendría yo el derecho de decir que no es mi semejante; pero, en resumen, es de la misma especie, genus homo. Vamos, olvi­demos que me llamo Remigio el Hauduin, olvidemos que soy amigo de M. de Bussy, y hagamos nues­tro deber de médico.

-¡Socorro! -repitió el herido.

-Aquí estoy yo -exclamó Re­migio.

-Buscadme un sacerdote, un mé­dico.

-El médico aquí le tenéis, y tal vez os dispensará del sacerdote.

-¡Remigio! -repuso M. de Mon­soreau-; ¿por qué casualidad?...

Como se ve, M. de Monsoreau conservaba hasta en su agonía su carácter desconfiado.

Remigio comprendió el sentido de la pregunta; aquel bosque no era el camino para ninguna parte y no se podía ir a él sin objeto de­terminado. La pregunta era, pues, muy natural.

-¿Cómo os encontráis aquí? -preguntó otra vez Monsoreau, a quien los celos daban alguna fuer­za.

-¡Pardiez! -respondió Remi­gio-, porque a una legua de este sitio he hallado a M. de San Lucas.

-¡Ah, mi matador! -murmuró Monsoreau temblando de dolor y de cólera a la vez.

-Entonces me dijo: Remigio, co­rred y en el punto llamado el an­tiguo bosque, hallaréis a un hom­bre muerto.

-¡Muerto! -repitió Monsoreau.

-Él así lo creía: por eso no hay que culparle; conque vine, os vi, y os hallé vencido.

-Ahora decidme francamente: habláis con un hombre: ¿estoy he­rido de muerte?

-¡Diablo! -dijo Remigio-, di­fícil es responderos en este momen­to; sin embargo, veremos.

Ya dijimos que la conciencia del médico había sido más poderosa que el afecto del amigo. Remigio se acercó a Monsoreau y con todas las precauciones del caso le quitó la capa, la ropilla y la camisa.

La espada había penetrado por debajo de la tetilla derecha entre la sexta y séptima costilla.

-¡Hum! -murmuró Remigio- ­¿os duele mucho?

-El pecho no, pero la espalda sí

-¡Ah! -exclamó Remigio-, ¿y en qué parte del cuerpo os duele?

-Debajo del homoplato.

-La espada habrá encontrado al­gún hueso -dijo Remigio-, y de eso provendrá el dolor.

Y miró donde Monsoreau le in­dicaba.

-No -dijo-, me equivoqué, la espada no ha encontrado hueso; ha entrado lo mismo que ha salido. ¡Diablo! ¡qué valiente estocada, se­ñor conde! Da gusto curar las heri­das de M. de San Lucas; estáis atra­vesado de parte a parte, M. de Monsoreau.

-Eso es -dijo-, síncope, pulso pequeño, no cabe duda-. Tocóle las manos y las piernas: frío en los extremos. Aplicó el oído al pecho; ausencia de ruido respiratorio. Dió­le unos cuantos golpecitos: sonido mate. ¡Diablo, diablo! la viudez de madame de Monsoreau podría ser simplemente una cuestión de crono­logía.

En aquel momento humedeció los labios del herido una leve espu­ma rojiza y rutilante.

Remigio sacó del bolsillo un estu­che y del estuche una lanceta; luego hizo de la camisa del herido una venda y le comprimió con ella el brazo.

-Vamos a ver -dijo-; si circu­la la sangre, podrá muy bien ser que madame de Monsoreau no se quede viuda; mas si no circula...

-¡Ah, ah! circula, ¡pardiez! Per­donad, mi querido M. de Bussy, perdonad, soy médico antes que to­do.

La sangre, en efecto, después de haber, por decirlo así, vacilado un instante, acababa de saltar de la ve­na; casi al mismo tiempo el enfer­mo respiró y abrió los ojos.

- ¡Ah! -dijo-, creía que todo había acabado para mí.

-Todavía no, caballero, todavía no, y aun es posible...

-¿Que escape de ésta?

-Sí, ¡pardiez! más cerremos pri­mero la herida: aguardad, no res­piréis. La naturaleza os está curan­do en este momento interiormente así como os curo por lo exterior; yo os pongo un aparato y ella for­ma un coágulo, yo hago correr la sangre y ella la detiene. ¡Ah! Gran médico es la Naturaleza. Aguardad, os limpiaré los labios.

-Antes -dijo el herido- he echado mucha sangre por la boca.


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